Cedric Harring, Brian Lennox, Holly Jennings, Gerald Farr y ahora Matthew Cowen. Jason jamás había perdido tantos pacientes en tan poco tiempo. Durante toda la noche el desfile de sus rostros había interrumpido sus sueños, y cuando despertó, alrededor de las once de la mañana, se sentía tan agotado como si no hubiera dormido en absoluto. Se obligó a correr los habituales diez kilómetros de los domingos, luego se duchó y se vistió con una camisa amarilla con cuello y puños blancos, pantalones marrón oscuro y una chaqueta de cuadros marrón claro. Se alegraba de tener la cita con Carol; así se distraería un poco.
El Hampshire House se hallaba en la calle Beacon, frente a los jardines Públicos de Boston. En contraste con la lluvia del sábado, el cielo estaba despejado, brillaba el sol y sólo había algunas nubes que se desplazaban velozmente. La bandera norteamericana colocada a la entrada del Hampshire ondeaba con la brisa de finales de otoño. Jason llegó temprano y pidió una mesa en la sala de la planta baja. En el hogar chisporroteaba un agradable fuego, y un pianista ejecutaba una selección de antiguas y conocidas melodías.
Jason observó a la gente que lo rodeaba. Todos vestían con elegancia y conversaban animadamente, ajenos a la tragedia médica que se abatía sobre su ciudad… Jason decidió no permitir que su imaginación se descontrolara. Media docena de muertes no representaban una epidemia. Además, ni siquiera sabía con certeza si se trataba de una enfermedad infecciosa. Sin embargo no podía apartar de sus pensamientos esas fatalidades.
Carol llegó a las dos y cinco de la tarde. Jason se puso en pie y le hizo señas para llamar su atención. Estaba elegantemente vestida con una blusa de seda blanca y pantalones de lana negra. Su aspecto fresco, joven e inocente fuera del club siempre sorprendía a Jason. Al verlo, la muchacha sonrió y empezó a abrirse camino hacia la mesa. Parecía algo agitada.
—Siento llegar tarde —se disculpó mientras depositaba en una silla una chaqueta de ante, un bolso lleno de papeles y una cartera, sin dejar de mirar hacia la entrada.
—¿Espera a alguien? —preguntó Jason.
—Creo que no, pero tengo un jefe medio chiflado que insiste en mostrarse excesivamente protector, sobre todo después de la muerte de Alvin. Ha ordenado que me sigan, su puestamente para protegerme. Por la noche no me importa, pero durante el día me resulta bastante molesto. El señor Músculo se presentó en mi casa esta mañana, pero lo mandé a paseo. Sin embargo es posible que me haya seguido.
Jason se planteó si debía mencionar que ya conocía a Bruno, pero decidió que no.
Sólo después de que les hubieran servido la comida sin que el corpachón de Bruno apareciera, los dos comenzaron a sentirse más cómodos y tranquilos.
—Quizá debería sentirme agradecida a mi jefe —dijo Carol—. Se ha portado muy bien conmigo. En este momento vivo en un apartamento de su propiedad en la calle Beacon.
Y ni siquiera pago alquiler.
Jason prefirió no pensar en todos los motivos que podría tener el jefe de Carol para cederle un bonito apartamento. Cohibido, centró su atención en la omelette.
—Y bien… —dijo Carol, blandiendo el tenedor—, ¿de qué desea hablar conmigo? —Y se llevó un trozo de torrija a la boca.
—¿Ha recordado algo más acerca del descubrimiento de Alvin Hayes?
—No —contestó Carol y tragó—. Por otra parte, cuando me hablaba de su trabajo, me resultaba difícil comprenderle. Siempre olvidaba que no todos somos físicos nucleares.
—Echó a reír, y sus ojos centellearon.
—Me comentaron que Alvin trabajaba de forma independiente para una compañía de bioingeniería —explicó Jason—. ¿Estaba usted enterada?
—Supongo que se refiere a Gene Inc. —Carol hizo una pausa, y su sonrisa se desvaneció—. Se suponía que era algo muy secreto. —Ladeó un poco la cabeza—. Pero ahora que Alvin ya no está, supongo que no importa. Trabajó para ellos alrededor de un año.
—¿Sabe qué hacía para ellos?
—En realidad, no. Algo relacionado con la hormona del crecimiento. No hace mucho discutieron, por cuestiones económicas, creo. No conozco los detalles…
Jason comprendió que no se había equivocado con respecto a Helene; esta ocultaba información. Si Hayes había tenido problemas con Gene Inc., ella debía saberlo.
—¿Qué sabe acerca de Helene Brennquivist?
—Es una persona agradable. —Carol colocó el tenedor en el plato—. No; en realidad no pienso eso de ella. Quizá es una buena persona, pero si quiere que le diga la verdad, ella es la responsable de que Alvin y yo dejáramos de ser amantes. Como trabajaban tanto tiempo juntos, ella empezó a venir al apartamento. Después me enteré de que habían tenido una aventura. No pude soportarlo. Me molestaba que ella se hubiera acostado con Alvin en mi propia casa.
Jason quedó anonadado. Había adivinado que Helene retenía información, pero jamás le había pasado por la cabeza que se hubiera acostado con Hayes. Jason observó el rostro de Carol. Notó que mencionar ese asunto le había provocado sentimientos desagradables. Se preguntó si Carol se habría enojado con Hayes tanto como con Helene.
—¿Y qué me dice de la familia de Hayes? —inquirió para cambiar de tema.
—No sé mucho. Un par de veces hablé por teléfono con su exesposa, pero jamás la he visto. Hacía aproximadamente cinco años que estaban divorciados.
—¿Hayes tenía un hijo?
—Tres. Dos varones y una niña.
—¿Sabe dónde viven?
—En un pequeño pueblo de Nueva Jersey. Creo que se llama Leonia, o algo así. Pero recuerdo bien la calle: Park Avenue. La recuerdo porque me pareció un nombre pretencioso.
—¿Alguna vez le comentó Hayes que uno de sus hijos estaba enfermo?
Carol negó con la cabeza e hizo una seña a la camarera para pedir más café.
Permanecieron un rato en silencio, disfrutando de la comida.
Cuando sonó el contestador de Jason, ambos se sobresaltaron. Por fortuna sólo pretendían informarle de que la familia Cowen había llegado por fin de Mineápolis y esperaba reunirse con él en la clínica alrededor de las cuatro de la tarde.
Al regresar del teléfono Jason sugirió a Carol que, puesto que hacía un hermoso día, pasearan un rato por el parque… Después de cruzar la calle Beacon, ella lo cogió del brazo, lo que representó una agradable sorpresa para Jason. Pese a la profesión algo cuestionable de Carol, el doctor hubo de reconocer que le encantaba su compañía.
Aparte de su aspecto atractivo, la muchacha poseía una vitalidad contagiosa.
Bordearon el estanque, pasaron junto a la estatua ecuestre en bronce de Washington y luego cruzaron el puente sobre el estrecho canal. Un rato después, sentados en un banco debajo de un sauce, Jason desvió de nuevo la conversación hacia Hayes.
—¿Hizo algo extraño en los últimos tres meses? ¿Algo insólito… impropio de él?
Carol recogió una piedrecilla y la arrojó al agua.
—Es una pregunta difícil. Una de las características que más me gustaban de Alvin era su impulsividad. Solíamos hacer muchas cosas sin planearlas previamente, como, por ejemplo, viajar.
—¿Había viajado mucho últimamente?
—Sí —contestó Carol, mientras buscaba otra piedrecilla—. En mayo estuvo en Australia.
—¿Usted lo acompañó?
—No. No me llevó. Afirmó que se trataba de un asunto estrictamente de negocios… y que necesitaba la ayuda de Helene para realizar algunos estudios. Por esa época; como una tonta, lo creí.
—¿Llegó a averiguar a qué clase de negocios se refería?
—Algo relacionado con ratones australianos. Recuerdo que comentó que tenían hábitos peculiares; es todo cuanto sé. Tenía muchos ratones y cobayas en su laboratorio.
—Ya lo sé —dijo Jason, visualizando la nauseabunda imagen de los animales muertos. Había preguntado a Carol si Hayes había mostrado una conducta extraña; un súbito viaje a Australia podría considerarse raro, pero necesitaba conocer qué estudios llevaba a cabo en ese momento. Tendría que conversar sobre ello con Helene—. ¿Algún otro viaje?
—Tuve que ir a Seattle.
—¿Cuándo?
—A mediados de julio. Al parecer la buena de Helene no se encontraba muy bien, y Alvin necesitaba un chófer.
—¿Un chófer?
—Esa era otra cosa rara de Alvin. No sabía conducir. Dijo que nunca había aprendido y que jamás lo haría.
Jason recordó entonces que la noche de la muerte de Hayes la policía había comentado que no tenía carné de conducir.
—¿Qué ocurrió en Seattle?
—No mucho. Visitamos la Universidad de Washington. Después enfilamos hacia las Cascades, una zona hermosísima, pero si usted opina que en Boston llueve mucho, espere a visitar la costa noroeste del Pacífico. ¿La conoce?
—No —respondió Jason, un poco abstraído. Trataba de imaginar qué clase de descubrimiento implicaría viajes a Seattle y a Australia—. ¿Cuánto tiempo estuvieron fuera?
—¿En cuál de los dos viajes?
—¿Realizaron más de uno?
—Dos —respondió Carol—. El primero duró cinco días. Visitamos la Universidad de Washington y los lugares turísticos. En el segundo, varias semanas más tarde, sólo nos quedamos dos noches.
—¿Hicieron las mismas cosas en ambas oportunidades?
Carol negó con la cabeza.
—En el segundo viaje pasamos por alto Seattle y nos dirigimos directamente a las Cascades.
—¿Qué diablos hicieron allí?
—Pasear, descansar. Nos alojamos en un hotel maravilloso.
—¿Y Alvin? ¿Qué hizo él?
—Se mostró interesado por la ecología; ya sabe, siempre sale a la superficie el científico.
—¿De modo que se trató de una especie de vacaciones? —preguntó Jason, absolutamente perplejo.
—Supongo que sí —contestó Carol, arrojando otra piedrecilla.
—¿Qué hizo Alvin en la Universidad de Washington?
—Visitó a un viejo amigo. No recuerdo su nombre. Habían estudiado en Columbia.
—¿Un especialista en genética molecular como Alvin?
—Creo que sí. No estuvimos mucho tiempo allí. Yo visité el Departamento de Psicología, mientras ellos conversaban.
—Eso debió ser muy interesante —comentó Jason con una sonrisa, pensando en lo mucho que habría gustado a los del Departamento de Psicología poner sus académicas manos sobre el cuerpo de Carol Donner.
—Maldición —dijo ella de pronto, al consultar el reloj—. Debo irme enseguida. Tengo otro compromiso.
Jason se puso en pie y le estrechó la mano, impresionado por la delicadeza con que Carol aludía a su trabajo. «Un compromiso» sonaba tan profesional. Caminaron juntos hasta la salida del parque.
Carol rehusó que Jason la llevara en el coche, se despidió y echó a andar por la calle Beacon. Él la observó alejarse. La muchacha parecía tan despreocupada y feliz. Qué tragedia, pensó él. El tiempo, que su mente joven aún no tiene en cuenta, muy pronto hará estragos en ella. ¿Qué clase de vida llevaba una bailarina topless? No le gustaba pensar en eso. Jason caminó en dirección opuesta y se dirigió al Mercado de Luca para comprar los ingredientes necesarios para preparar una cena simple; pollo asado y verdura. Mientras realizaba las compras, analizaba su conversación con Carol. Había obtenido bastante información, que sin embargo sugería más preguntas que conclusiones. En todo caso, dos hechos resultaban evidentes; en primer lugar, Hayes sí había realizado un descubrimiento, y en segundo lugar, la clave de todo la tenía Helene Brennquivist.
Juan había trazado su plan en menos de veinticuatro horas. Puesto que no debía parecer un golpe tradicional, este caso requería mayor preparación previa. El método habitual consistía en acorralar a la víctima en medio de una multitud, apoyarle el cañón de una pistola de bajo calibre en la cabeza, y en un segundo todo había terminado; esa clase de operación no precisaba excesiva planificación, pues sólo se trataba de encontrar la circunstancia apropiada. El éxito radicaba en la peculiar reacción de la muchedumbre. Después de un acontecimiento sorpresivo y sangriento, todo el mundo se centraba tanto en la víctima que el que perpetraba el crimen podía desaparecer sin que nadie reparara en él o incluso simular ser uno de los curiosos mirones. Lo único que debía hacer era dejar caer el arma.
Sin embargo para ese trabajo había recibido instrucciones diferentes. Era necesario preparar todo para que pareciera una violación, la especialidad de Juan. Sonrió para sí, maravillado de que le pagaran por algo que él solía hacer por placer. Estados Unidos era un país extraño y fabuloso, en que con frecuencia la ley brindaba más consideración al criminal que a la víctima.
Juan comprendió que debía abordar a su víctima a solas. Eso convertía su trabajo en un desafío y al mismo tiempo en algo divertido, porque sin testigos podía hacer cuanto se le antojara a la mujer, siempre y cuando estuviera muerta cuando él la dejara.
Juan decidió seguir a la víctima y aproximarse a ella en el vestíbulo del edificio en que vivía. La amenaza de un inmediato daño físico, pronunciada en voz baja y razonable, bastaría para persuadirla de que lo llevara a su apartamento. Una vez allí, todo sería diversión y juego.
Siguió a la víctima en una breve excursión de compras en Harvard Square. Ella adquirió una revista en el quiosco de la esquina y luego se dirigió a un almacén llamado Sages. Juan paseó por la calle y contempló el escaparate de una librería, sorprendido de que estuviera abierta en domingo. La víctima salió del almacén con una bolsa de plástico, cruzó la calle en diagonal y desapareció en un ban Juan la siguió; el café estaba bueno, aunque fuera del estilo norteamericano. Él prefería el café cubano, que era espeso, dulce y sabroso.
Mientras sorbía el líquido, observó cuidadosamente a su víctima. No daba crédito a su buena suerte; la mujer era realmente hermosa, de poco más de veinte años. Qué bicoca, pensó. Ya empezaba a tener una erección. Esta vez no necesitaría simularla.
Media hora más tarde la joven apuró el café, pagó y salió a la calle. Juan dejó un billete de diez dólares sobre la mesa; se sentía generoso. Al fin y al cabo, recibiría cinco mil dólares cuando regresara a Miami.
Para su deleite, la mujer siguió caminando por la calle Brattle. Juan disminuyó la marcha, sin perderla de vista. Cuando ella dobló hacia Concord, él apuró el paso, consciente de que se hallaba cerca de la casa de la muchacha. Cuando esta llegó al complejo de apartamentos Craigie Arms, Juan se encontraba detrás de ella. Una rápida ojeada hacia ambos lados de la avenida Concord le indicó que el momento elegido era perfecto. Todo dependía solo de lo que ocurriera en el interior del edificio.
Juan esperó el tiempo suficiente para asegurarse de que la puerta interior había sido abierta. Entonces se acercó a la entrada y habló:
—¿Señorita Brennquivist?
Sorprendida, Helene miró el rostro moreno, apuesto y de rasgos hispanos.
—Ja —contestó ella con acento escandinavo, pensando que se trataba de algún vecino.
—Deseaba conocerla. Me llamo Carlos.
Helene se detuvo un momento, con las llaves todavía en la mano.
—¿Vive aquí? —preguntó.
—Por supuesto —respondió Juan con ensayada naturalidad—. En el segundo piso. ¿Y usted?
—En el tercero —dijo Helene, que cruzó la puerta, seguida de Juan—. Un placer conocerlo —agregó ella, dudando entre subir por la escalera o utilizar el ascensor. La presencia de Juan le despertaba cierto recelo.
—Esperaba que tuviéramos la oportunidad de conversar un rato —declaró Juan, situándose a su lado—. ¿Qué tal si me invita a tomar un trago?
—No creo que… —Helene vio el revólver y quedó sin aliento.
—Por favor, no haga que me enoje, señorita —dijo Juan con voz tranquilizadora—. Cuando me enfado hago cosas que después lamento.
Juan pulsó el botón del ascensor. Las puertas se abrieron. Indicó a Helene que entrara antes de hacerlo él. Todo estaba saliendo a las mil maravillas.
Mientras el ascensor subía entre sacudidas y chirridos, Juan esbozó una sonrisa cordial. Convenía mantener una actitud calmosa y serena.
Helene estaba paralizada por el pánico. No sabía qué hacer. El individuo la aterrorizaba. Bien vestido, parecía un hombre de negocios con éxito. Tal vez trabajaba en Gene Inc. y solo se proponía registrar el apartamento. Pensó fugazmente en gritar o tratar de huir, pero entonces recordó el revólver.
La puerta del ascensor se abrió en el tercer piso. Juan le hizo señas de que bajara primero. Con las llaves en la temblorosa mano, ella caminó hacia la puerta y la abrió.
Juan se apresuró a colocar un pie entre el marco y la puerta. Una vez en el interior, la cerró, echó la llave y corrió los tres cerrojos. Helene permaneció en el pequeño vestíbulo, incapaz de moverse.
—Por favor —dijo Juan, y con un gesto cortés le indicó que entrara en la sala.
Para su gran sorpresa, en un sillón estaba sentada una rubia rolliza. Le habían asegurado que Helene vivía sola. No importa, pensó. Esta fiesta resultaría el doble de divertida.
Blandiendo el arma, obligó a Helene a sentarse frente a su compañera. Ambas mujeres intercambiaron miradas asustadas. Entonces Juan arrancó el cable telefónico de la pared, se acercó al equipo estéreo y lo encendió. La radio estaba sintonizada en una emisora que emitía música clásica. Manipulando los controles digitales, cambió a otra donde ponían música heavy rock y aumentó el volumen.
—¿Qué clase de fiesta sería esta sin un poco de música? —exclamó mientras extraía una cuerda fina de su bolsillo.