El sábado, a las ocho de la mañana, Jason entró con aspecto cansado en la oficina de Shirley. El revestimiento de las paredes era de caoba oscura, la alfombra, verde, y los adornos y pomos de las puertas, de bronce; parecía más el despacho de un banquero que el de un alto ejecutivo de un plan de medicina privada. Shirley hablaba por teléfono con un inspector de seguros, de modo que Jason tomó asiento y aguardó.
Después de cortar la comunicación, la mujer dijo:
—Tenías razón con respecto al seguro. Se niegan a pagar a menos que denunciemos lo ocurrido a la policía.
—Entonces hazlo.
—Primero hemos de averiguar a cuánto ascienden los daños y si falta algo.
Se dirigieron al edificio de consultorios externos y subieron en el ascensor hasta el sexto piso. Un guardia de seguridad los esperaba y abrió con su llave la puerta interior. Decidieron no colocarse el delantal blanco ni los protectores de zapatos.
Al igual que el apartamento de Hayes, el laboratorio era un caos. Todos los cajones y armarios habían sido vaciados, y su contenido yacía diseminado en el suelo; el equipo de alta tecnología, en cambio, se encontraba intacto, por lo que ambos dedujeron que se había tratado más de un registro que de una visita con fines destructivos. Jason miró en dirección a la oficina de Hayes; también allí el contenido del escritorio y varios archivos estaba esparcido por el suelo.
Helene Brennquivist apareció en el umbral de la puerta que daba a la sala de los animales, pálida y demacrada. Llevaba nuevamente el cabello peinado hacia atrás y, sin su habitual bata blanca, Jason observó que tenía una figura atractiva.
—¿Falta algo? —preguntó Shirley.
—Bueno, no encuentro mi cuaderno de datos —respondió Helene—. Y algunos cultivos de bacilos coli han desaparecido. Pero lo peor es lo que les ha ocurrido a los animales.
—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Jason, advirtiendo que el rostro de la joven, casi siempre imperturbable e inexpresivo, temblaba de miedo.
—Creo que será mejor que los vean. ¡Los han matado a todos!
Jason rodeó a Helene y traspuso la puerta metálica que comunicaba con el área destinada a los animales. Enseguida percibió un hedor intenso, como de zoológico.
Encendió la luz. Era una sala bastante amplia, de aproximadamente quince metros de largo por nueve de ancho. Las jaulas estaban dispuestas en hileras, algunas de hasta seis niveles.
Jason echó a andar por el pasillo y observó las jaulas individuales. Helene no exageraba; todos los animales que vio estaban muertos, horriblemente enroscados en posiciones extrañas, a menudo con las lenguas ensangrentadas, como si se las hubieran mordido en el momento de la agonía final.
De pronto se detuvo en seco. Al mirar un grupo de jaulas grandes, vio algo que le revolvió el estómago; unas ratas enormes, casi del tamaño de cerdos, cuyos rabos, pelados y con forma de látigo, eran tan gruesos como sus muñecas; sus dientes eran de diez centímetros de largo. Siguió avanzando, observando conejos de idénticas dimensiones y ratones blancos del tamaño de perros pequeños.
Ese aspecto de la ingeniería genética espantó a Jason. Aunque tenía miedo de lo que podía llegar a ver, una curiosidad morbosa lo impulsó a continuar adelante.
Lentamente contempló el interior de otras jaulas y descubrió animales con deformaciones que le provocaron náuseas; conejos con varias cabezas y ratones con innumerables extremidades y varios pares de ojos. Para Jason la manipulación genética de bacterias primitivas era una cosa, y la alteración de mamíferos otra muy distinta.
Regresó a la zona central del laboratorio, donde Shirley y Helene habían estado comprobando el estado de los cultivos.
—¿Has visto los animales? —preguntó Jason a Shirley con repugnancia.
—Lamentablemente, sí; cuando Curran estuvo aquí. No me lo recuerdes.
—¿El PBS autorizó estos experimentos? —inquirió Jason.
—No —contestó Shirley—. Jamás interrogamos a Hayes. No lo juzgamos necesario.
—El poder que otorga la celebridad —sentenció Jason con cinismo.
—Los animales formaban parte del trabajo del doctor Hayes sobre la hormona del crecimiento —explicó Helene con actitud defensiva.
—Ya no importa —replicó Jason. No le interesaba iniciar una discusión ética con Helene—. De todos modos están todos muertos.
—¿Todos? —preguntó Shirley—. Qué extraño. ¿Qué crees que ocurrió?
—Veneno —respondió Jason—. En cualquier caso no concibo por qué alguien que buscaba drogas se dedicó a matar a los animales del laboratorio.
—¿Tiene alguna explicación para todo esto? —preguntó Shirley enojada dirigiéndose a Helene.
La muchacha negó con la cabeza al tiempo que recorría nerviosamente con la vista el recinto.
Shirley miró fijamente a Helene, quien desplazó el peso del cuerpo de un pie al otro, evidentemente incómoda. Jason se limitó a observar, intrigado por la repentina agresividad de Shirley.
—Le conviene cooperar con nosotros —prosiguió esta—, o se meterá en un buen lío. El doctor Howard está convencido de que oculta algo. Si llegamos a descubrir que es cierto, no necesito explicarle qué significaría eso para su carrera.
El rostro de Helene manifestó ansiedad.
—Yo sólo seguía las indicaciones del doctor Hayes —declaró con voz entrecortada.
—¿Qué indicaciones? —preguntó Shirley con tono amenazador.
—Bueno, realizábamos también experimentos que nada tenían que ver con el PBS…
—¿Qué clase de experimentos?
—El doctor Hayes trabajaba para una compañía llamada Gene Inc. Desarrollamos una cepa recombinante de bacilos E coli para producir una hormona.
—¿Sabía usted que el contrato del doctor Hayes prohibía específicamente que trabajara para otra compañía?
—Él me lo comentó —reconoció Helene.
Shirley la fulminó con la mirada antes de decir:
—No quiero que mencione esto a nadie. Además, deseo que confeccione una lista detallada en que consten los animales y objetos que falten o hayan resultado dañados y me la entregue personalmente. ¿Entendido?
Helene asintió.
Jason salió del laboratorio detrás de Shirley. Era evidente que ella había tenido éxito donde él había fracasado, es decir, en sonsacar a Helene. Estaba claro que él no había formulado las preguntas adecuadas.
—¿Por qué no la presionaste para que hablara del descubrimiento de Hayes? —preguntó a Shirley cuando ambos llegaron al ascensor. Ella pulsó repetidamente el botón de bajada, a todas luces furiosa.
—No se me ocurrió. Cada vez que creo que el problema Hayes está bajo control, surge algo nuevo. Me ocupé personalmente de que en su contrato figurara una cláusula que le prohibiera trabajar para otros.
—Bueno, no creo que eso importe mucho ya —repuso Jason, entrando en el ascensor detrás de Shirley—. El pobre está muerto.
Ella lanzó un suspiro.
—Tienes razón. Creo que mi reacción es exagerada. Ojalá todo este maldito asunto estuviera solucionado y olvidado.
—Todavía sospecho que Helene sabe más de lo que dice.
—Volveré a hablar con ella.
—Después de ver esos animales, ¿no crees que deberías llamar a la policía?
—La policía nunca llega sola. Detrás de ella acuden los periodistas —recordó Shirley
—Y los periodistas acarrean problemas. Creo que, aparte de los animales, nada más ha resultado dañado.
Jason decidió callar; la denuncia del episodio de vandalismo era una decisión administrativa. En realidad lo que más le interesaba era descubrir en qué consistía el hallazgo de Hayes, y sabía que la policía y los periodistas no le ayudarían a averiguarlo. Se preguntó si el descubrimiento guardaba relación con esos animales monstruosos. La mera idea lo hizo estremecerse.
Jason inició su ronda visitando a Matthew Cowen. Lamentablemente se habían producido novedades negativas. A sus otros problemas, se había sumado en las últimas horas una conducta extraña. Apenas unos minutos antes las enfermeras habían encontrado a Matthew deambulando por los pasillos y farfullando cosas sin sentido. Cuando Jason entró en la habitación, el paciente, que se hallaba en la cama, lo miró como si fuera un desconocido. Era evidente que sufría una gran desorientación temporal, espacial y personal, lo que solo podía significar una cosa: algunos émbolos, probablemente coágulos sanguíneos, se habían desprendido de las válvulas cardíacas enfermas y se habían desplazado hacia el cerebro. En otras palabras, había sufrido uno o tal vez múltiples ataques cerebrales.
Sin tardanza, Jason solicitó una consulta neurológica. También convocó al cardiocirujano que conocía el caso. Si bien en un primer momento decidió recetarle una anticoagulante, finalmente optó por aguardar la opinión del neurólogo. En el ínterin le administró aspirinas y Persantin para reducir la adhesividad plaquetaria.
Jason llevó a cabo el resto de su ronda con rapidez y estaba a punto de marchar a casa para gozar del sueño que tanto necesitaba, cuando por los altavoces le pidieron que acudiera a la sala de urgencias para atender a un paciente. Maldiciendo por lo bajo, descendió presuroso por las escaleras y deseó que el problema tuviera fácil solución. Lamentablemente no habría de ser así.
Cuando llegó, sin aliento, a la sala, vio que un grupo de residentes realizaban masajes cardíacos externos a un paciente comatoso. Una rápida mirada al monitor le informó de que no existía ninguna actividad cardíaca.
Jason se acercó a Judith Reinhart, quien le comunicó que el marido de la enferma la había encontrado inconsciente al despertar por la mañana.
—¿Los enfermeros de la ambulancia no detectaron ninguna actividad cardíaca o respiratoria?
—No, ninguna —respondió Judith—. De hecho su cuerpo está frío.
Jason tocó la pierna de la mujer, tenía la cara vuelta hacia el otro lado, y comprobó que la enfermera tenía razón.
—¿Cómo se llama la paciente? —preguntó Jason, preparándose instintivamente para recibir un golpe.
—Holly Jennings.
Fue como si le hubieran tómago.
—¡Dios mío! —murmuró.
—¿Te sientes bien? —preguntó Judith.
Jason asintió y ordenó que las técnicas de reanimación cardíaca se prolongaran mucho más de lo razonable. Al ver a Holly el jueves había intuido que se presentarían problemas, pero no de esa gravedad. Se negaba a aceptar el hecho de que, al igual que Cedric Harring, Holly muriera menos de un mes después de que su completísimo chequeo demostrara que su salud era buena, y apenas dos días después de que él la hubiera examinado.
Impresionado, Jason telefoneó a Margaret Danforth.
—¿De modo que, una vez más, no hay antecedentes de problemas coronarios? —preguntó Margaret.
—En efecto.
—¿Qué piensan hacer? —preguntó Margaret.
Jason no contestó. Deseaba que Margaret se apartara del caso para que la autopsia fuera practicada en el PBS.
—Realizaremos la autopsia hoy mismo —respondió por fin—. Usted recibirá el informe a principios de la semana próxima.
—Lo lamento —dijo la forense—. Existen algunos interrogantes, y considero que por ley estoy obligada a practicarla.
—Comprendo. Pero supongo que no le importaría proporcionarnos algunas muestras para que también nosotros podamos procesarlas.
—Supongo que es posible —replicó Margaret sin mucho entusiasmo—. Si quiere que le diga la verdad, desconozco el aspecto legal, pero me informaré al respecto. Prefiero no esperar dos semanas para enterarme de los resultados microscópicos.
Ya en su apartamento, Jason se desplomó en la cama. Durmió cuatro horas seguidas, hasta que lo despertó el timbrazo del teléfono. El neurólogo le llamaba para informarle de que quería administrar un anticoagulante a Matthew y realizarle una tomografia axial computarizada. Jason le suplicó que hiciera lo que juzgara oportuno.
Jason trató de conciliar el sueño de nuevo, pero le resultó imposible. Se sentía muy intranquilo. Se levantó. Era un día gris de fines de otoño, y una leve llovizna confería a la ciudad de Boston un aspecto lúgubre. Para no ceder a la depresión, empezó a caminar por el apartamento, buscando algo en que ocupar la mente. Incapaz de permanecer allí, se vistió con ropa informal y se dirigió a su automóvil. Pese a que era consciente de que con toda probabilidad acabaría metiéndose en líos, condujo hacia la calle Beacon y aparcó frente a la residencia de Carol.
Diez minutos más tarde, como si Dios finalmente hubiera decidido ayudarle, Carol salió. Ataviada con un par de tejanos, un jersey de cuello alto, y la abundante melena castaña recogida en una cola de caballo, tenía todo el aspecto de la estudiante universitaria que el Club Cabaré anunciaba. Al sentir la fina llovizna, abrió un paraguas de tela estampada con flores y echó a andar por la acera, pasando a unos centímetros de Jason, quien se acurrucó en el asiento del automóvil, absurdamente temeroso de que lo reconociera.
Después de darle tiempo para que se adelantara lo suficiente, Jason se apeó, dispuesto a seguirla a pie. La perdió de vista en la calle Dartmouth y volvió a localizarla en la avenida Commonwealth. Mientras la perseguía, se mantenía alerta a la posible aparición de Bruno o Curran. En la esquina de Dartmouth y Boylston, Jason se detuvo en un quiosco y comenzó a hojear un periódico. Carol pasó junto a él, esperó la luz verde del semáforo y luego cruzó Boylston. El doctor observó con atención a la gente y los vehículos, atento a cualquier cosa que le resultara sospechosa. Pero no vio nada que le indicara que Carol no estaba sola.
La joven pasó ante la biblioteca pública de Boston, y Jason supuso que se dirigía al Copley Plaza Shopping Mall. Después de comprar la publicación que estaba hojeando, el New Yorker, Jason reanudó su persecución. Al ver que la muchacha cerraba el paraguas y entraba en el Copley Plaza, Jason apuró el paso. El edificio, de enormes dimensiones, albergaba un centro comercial y un hotel, y sabía que podía perderla con toda facilidad.
Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, Jason simuló mirar escaparates, leer el New Yorker y observar a la multitud. Mientas tanto, Carol visitó diversos comercios. En un momento determinado Jason tuvo la impresión de que alguien más la seguía, pero después resultó que el individuo en cuestión sólo trataba de ligar con ella. Carol rechazó su galanteo, y el tipo no tardó en desaparecer.
Poco después de las tres y media la joven, cargada con las bolsas y el paraguas, se refugió en Au Bon Pain. Jason se situó tras ella en la cola para pedir la comida y aprovechó la oportunidad para admirar su rostro ovalado y atractivo, su piel tersa y atezada, sus ojos oscuros y brillantes. Era una muchacha muy hermosa. Jason calculó que tendría unos veinticuatro años.
—Es un día ideal para un buen café —dijo él con la esperanza de entablar conversación.
—Yo prefiero una taza de té.
Jason sonrió con timidez. Le resultaba difícil dirigirse a desconocidos o iniciar una charla intrascendente.
—El té también es bueno —dijo.
Tras pedir sopa, té y un croisant, Carol llevó su bandeja a una de las largas mesas.
Jason pidió un cortado y, fingiendo no encontrar un lugar para sentarse, se acercó a la mesa de Carol.
—¿Les importa? —preguntó, apartando una silla.
Varias de las personas sentadas allí levantaron la vista, incluida la muchacha. Un hombre desplazó sus paquetes. Jason tomó asiento y dedicó una sonrisa a los presentes.
—Qué coincidencia —dijo a Carol—, volvemos a encontrarnos.
La joven miró por encima de la taza de té. No dijo nada, pero tampoco resultaba necesario; su expresión reflejaba la irritación que sentía.
Jason se percató enseguida de que su actitud podía ser mal interpretada y de que Carol estaba a punto de mandarlo a paseo.
—Discúlpeme —dijo—. No quisiera importunarla. Soy el doctor Jason Howard. Fui colega del doctor Alvin Hayes. Sé que usted es Carol Donner, y me gustaría mucho que conversáramos unos minutos.
—¿Trabaja usted en el PBS? —preguntó Carol con recelo.
—En este momento soy el jefe del cuerpo médico. —Era la primera vez que mencionaba su cargo. En otra clase de hospital poseía gran importancia, pero en el PBS representaba más bien una molestia.
—¿Cómo puedo estar segura de que no miente?
—Puedo mostrarle el carné.
—De acuerdo.
Jason extendió el brazo hacia atrás para sacar la billetera del bolsillo trasero del pantalón, pero Carol le detuvo.
—No importa. Le creo. Alvin solía hablar de usted. Aseguraba que era el mejor médico de ese centro.
—Me halaga —dijo Jason.
La noticia le sorprendía, considerando el escaso contacto que había mantenido con Hayes.
—Siento mostrarme tan desconfiada —declaró Carol—, pero suelen molestarme bastante, sobre todo en los últimos días. ¿De qué quiere hablar conmigo?
—Del doctor Hayes —respondió Jason—. En primer lugar, deseo decirle que su muerte fue una verdadera pérdida para nosotros. Reciba usted mis condolencias.
Carol se encogió de hombros.
Jason no supo cómo interpretar ese gesto.
—Todavía me cuesta creer que el doctor Hayes estuviera implicado en un asunto de drogas. ¿Lo sabía usted? —preguntó.
—Sí. De todos modos los periódicos tergiversan todo. Alvin consumía muy pocas drogas, por lo general marihuana y, de vez en cuando, también cocaína. Jamás tomó heroína.
—¿No era traficante?
—Desde luego que no. Créame. Yo lo habría sabido.
—Pero lo cierto es que encontraron muchas drogas y dinero en efectivo en su apartamento.
—La única explicación que se me ocurre es que fue la policía la que los dejó allí.
Alvin siempre andaba escaso de las dos cosas. Si alguna vez le sobraba el dinero, se lo mandaba a su familia.
—¿Se refiere a su exesposa?
—Sí. Ella tiene la custodia de los hijos.
—¿Y por qué la policía habría de hacer una cosa así? —preguntó Jason, convencido de que la confirmación de la muchacha revelaba una paranoia similar a la de Hayes.
—En realidad, lo ignoro, pero no se me ocurre de qué otra forma pudieron llegar las drogas allí. Le aseguro que no las tenía a las nueve de la noche, cuando yo me fui.
Jason se inclinó y susurró:
—Poco antes de morir, el doctor Hayes me explicó que había hecho un descubrimiento trascendental. ¿Le comentó a usted algo al respecto?
—Sí, mencionó algo hace unos tres meses.
Por un momento Jason sintió cierta dosis de optimismo; hasta que Carol le afirmó que ignoraba en qué consistía el descubrimiento.
—¿No confiaba en usted?
—Últimamente, no. Nos habíamos distanciado un poco.
—Pero vivían juntos, ¿no? ¿O acaso los periódicos también mintieron en eso?
—Vivíamos juntos —reconoció Carol—, pero en los últimos tiempos sólo como compañeros de apartamento. Nuestra relación se había deteriorado. Alvin había cambiado mucho. No se trataba solo de que se sintiera físicamente mal; su carácter también se volvió diferente. Se mostraba retraído, casi paranoico. Insistía en que debía hablar con usted, y yo le animé a que lo visitara.
—¿De verdad no sabe nada de su descubrimiento?
—Lo lamento —contestó Carol, alzando las manos en un gesto de disculpa—. Sólo recuerdo que comentó que el descubrimiento le resultaba una ironía. No lo he olvidado porque me pareció una manera extraña de describir su éxito.
—A mí me dijo lo mismo.
—Por lo menos se mostró coherente. Añadió que, si todo salía bien, yo lo apreciaría porque sería hermosa. Esas fueron sus palabras exactas.
—¿No se extendió más sobre el asunto?
—Eso fue todo cuanto dijo.
Jason tomó un sorbo de cortado y observó el rostro de Carol. ¿De qué manera un descubrimiento irónico podría influir en su belleza? Trató de reconciliar ese comentario con su suposición de que el hallazgo de Hayes guardaba relación con una cura contra el cáncer. Sin embargo no encontró ningún nexo de unión.
Cuando terminó su té, Carol se puso en pie.
—Me alegro de haberlo conocido —dijo, tendiéndole la mano.
Jason se levantó con cierta torpeza y tuvo que coger la silla para impedir que cayera. Estaba perplejo por la súbita partida de Carol.
—No quisiera ser descortés —dijo ella—, pero tengo una cita. Espero que logre resolver el misterio. Alvin trabajó con ahínco. Sería una tragedia que hubiera realizado un descubrimiento importante y se perdiera.
—Soy de la misma opinión —declaró Jason—. ¿No podríamos encontrarnos de nuevo?
Hay muchos temas de que quisiera hablar con usted.
—Supongo que sí. Pero estoy muy atareada. ¿Qué día propone usted?
—¿Qué tal mañana? —sugirió Jason con ansiedad—. Podríamos tomar un almuerzo dominical.
—Tendría que ser bastante tarde. Yo trabajo por las noches, y la del sábado es la más agotadora.
A Jason no le costó creerla.
—Por favor —suplicó—, podría ser importante.
—De acuerdo. Quedemos a las dos de la tarde. ¿Dónde?
—¿En Hamphsire House?
—Muy bien —respondió Carol, mientras tomaba las bolsas y el paraguas. Y con una última sonrisa abandonó el bar.
Después de consultar su reloj, Carol apuró el paso. El mesperado encuentro con Jason no figuraba en su apretada agenda y no quería llegar tarde a la reunión con su tutor de doctorado. Había pasado la última parte de la noche y las primeras horas de la mañana puliendo el tercer capítulo de su tesis y estaba ansiosa por oír los comentarios del profesor. Mientras bajaba por la escalera mecánica hasta la calle, reflexionó sobre su conversación con el doctor Howard.
Había representado una sorpresa conocerlo después de haber oído hablar de él durante tanto tiempo. Alvin le había explicado que Jason había perdido a su esposa y reaccionado a esa tragedia cambiando de entorno y enfrascándose en su trabajo. A Carol la historia le resultó fascinante porque su tesis versaba precisamente sobre la psicología del duelo. Todo parecía indicar que el doctor Jason Howard era un perfecto caso de estudio.
El portero del hotel Weston hizo sonar su silbato con una estridencia que lastimó los oídos de Carol. Mientras un taxi se acercaba a ella, hubo de reconocer que su interés por el doctor Jason Howard rebasaba el ámbito puramente profesional. Lo encontraba insólitamente atractivo, a lo cual sin duda se sumaba el hecho de que ella estuviera al tanto de su vulnerabilidad, y hasta su torpeza resultaba encantadora.
—Harvard Square —indicó Carol al conductor cuando ascendió al taxi. Y descubrió que la cita con Howard al día siguiente le resultaba una perspectiva muy agradable.
Sentado aún ante el cortado, que comenzaba a enfriarse, Jason reconoció que le habían sorprendido la inesperada inteligencia y el encanto de Carol. Había esperado encontrarse con una muchacha burda, carente de sofisticación, a quien de alguna manera habían logrado apartar de sus estudios con dinero o drogas. En cambio era una mujer hermosa, madura y muy capaz de defender su posición en cualquier conversación. ¡Qué tragedia que una persona con sus virtudes y capacidad se moviera en ese mundo tan sórdido…!
El insistente sonido del mensáfono le obligó a regresar a la realidad. Desconectó la alarma sonora y miró la pequeña pantalla de cristal líquido. La palabra «urgente» apareció dos veces, seguida de un número telefónico que Jason no reconoció. Después de ver su identificación médica, el gerente del Au Bon Pain le permitió usar el teléfono ubicado detrás de la caja registradora.
—Gracias por llamar, doctor Howard. Soy la señora Farr. Mi marido, Gerald Farr, tiene dolores muy fuertes en el pecho, y le cuesta mucho respirar.
—Llame a una ambulancia —indicó Jason—. Que lo lleven a la sala de urgencias del PBS. ¿El señor Farr es paciente mío? —El nombre le resultaba familiar, pero no lo asociaba a ningún rostro.
—Sí —respondió la señora Farr—. Usted le hizo un chequeo clínico hace dos semanas.
Es el vicepresidente de la Boston Banking Company.
«Oh, no —pensó Jason cuando colgó el auricular—. Está sucediendo de nuevo».
Después de decidir dejar su automóvil en la calle Beacon, salió corriendo del bar en dirección al sector del hotel del complejo Copley Plaza, y subió a un taxi. Jason llegó a la sala de urgencias del PBS antes que el matrimonio Farr. Comunicó a Judith que esperaba un paciente e incluso solicitó un anestesista; quedó muy aliviado al enterarse de que Philip Barnes estaba de guardia.
En cuanto vio a Gerald Farr, sus peores temores quedaron confirmados. El individuo sufría dolores terribles, estaba pálido como la leche y tenía la frente llena de gotas de sudor.
El electrocardiograma inicial mostró que una zona bastante amplia del corazón se hallaba deteriorada. No sería un caso fácil. La morfina y el oxígeno ayudaron a calmarle el dolor, y también se le administró lidocaína como profilaxis contra los latidos irregulares. Pese a todo, Farr no respondía. Al estudiar el siguiente electrocardiograma, Jason tuvo la sensación de que la zona dañada del corazón se extendía.
Desesperado, intentó todo, pero fue inútil. A las cuatro menos cinco el corazón de Farr dejó de latir.
Negándose a darse por vencido, Jason ordenó que se le aplicaran técnicas de reanimación. En varias ocasiones consiguieron que el corazón comenzara a latir, pero a los pocos minutos volvía a detenerse.
Farr no recobró el conocimiento en ningún momento. A las seis y cuarto Jason declaró muerto al paciente.
—¡Mierda! —exclamó Jason, furioso consigo mismo y con la vida en general.
No acostumbraba maldecir ni pronunciar palabras soeces, de modo que su exabrupto no pasó inadvertido a Judith Reinhart, quien apoyó la frente contra su hombro y le rodeó el cuello con el brazo.
—Jason, has hecho todo lo que has podido —murmuró—. Pero nuestro poder es limitado.
—Sólo tenía cincuenta y ocho años —dijo Jason, tragándose las lágrimas de impotencia.
Judith hizo salir de la sala a las demás enfermeras y los residentes. Regresó junto a Jason y le puso una mano en el hombro.
—¡Mírame, Jason!
De mala gana Jason volvió la cabeza hacia la enfermera. Una lágrima se deslizaba por su mejilla. Con dulzura y firmeza a la vez Judith le recomendó que no tomara esas tragedias de forma tan personal.
—Sé que dos casos en un mismo día representan una carga enorme —agregó—. Pero no es culpa tuya.
Jason sabía que tenía razón, pero emocionalmente no terminaba de aceptarlo.
Además, Judith ignoraba que los pacientes internados evolucionaban muy mal, sobre todo Matthew Cowen, y a Jason le daba vergüenza decírselo. Por primera vez consideró seriamente la posibilidad de abandonar la práctica de la medicina.
Lamentablemente no se le ocurría a qué otra cosa podría dedicarse, ya que su formación y sus estudios se limitaban a la medicina.
Después de asegurar a Judith que se encontraba mejor, Jason salió para hablar con la señora Farr, endureciéndose y preparándose para la furia de la mujer. Sin embargo la señora Farr, sumida en la congoja, había decidido asumir todo el peso de la culpa.
Explicó que hacía una semana que su marido se quejaba de que se sentía mal, pero ella había ignorado sus lamentos porque siempre había sido un poco hipocondríaco.
Jason trató de consolarla como Judith le había confortado a él, y tuvo idéntico éxito.
Convencido de que la forense se encargaría del caso, Jason no pidió a la señora Farr autorización para realizar la autopsia. La ley establecía que el forense no la necesitaba en caso de muerte sospechosa. De todos modos, para asegurarse, telefoneó a Margaret Danforth. La respuesta fue la esperada; decididamente quería el caso, y aprovechó la ocasión para hablarle de Holly Jennings.
—Me retracto del comentario sarcástico que le hice esta mañana —dijo Margaret—. Al parecer tienen ustedes una racha de mala suerte. Jennings se encontraba en un estado tan lamentable como Cedric Harring. Todas las arterias estaban deterioradas, además del corazón.
—No es una noticia muy alentadora —replicó Jason—. Pocas semanas atrás le había realizado un chequeo clínico que demostró que no existía ningún problema. El jueves le hice un Holter, que solo mostró cambios mínimos.
—¿En serio? Espere a ver las secciones. Las coronarias estaban ocluidas en un 60%.
La cirugía no habría solucionado nada. Ah, me han informado de que no hay inconveniente en que les proporcionemos algunas muestras de Jennings, pero necesito una solicitud por escrito.
—De acuerdo. ¿Lo mismo para Farr?
—Sí, claro.
Jason tomó un taxi hasta la calle donde había dejado el coche y condujo hacia su casa. Pese a la niebla y la lluvia, salió a correr un rato. El hecho de quedar empapado y cubierto de barro ejerció cierto efecto catártico, y después de ducharse se sintió un tanto aliviado de su depresión y sus sentimientos de culpa. Cuando estaba pensando en prepararse algo para comer, Shirley lo telefoneó para invitarle a cenar. En un primer momento declinó la invitación, pero después reconoció que se sentía demasiado deprimido para estar solo y aceptó. Tras cambiarse de ropa, bajó a la calle y condujo hacia el oeste, en dirección a Brooklin.
El avión que realizaba el vuelo directo de Miami a Boston viró abruptamente antes de ponerse en línea para la aproximación final. Aterrizó a las 7:37, en el momento en que Juan Díaz cerraba su revista para contemplar los edificios de Boston, envueltos en la niebla. Era su segundo viaje a esa ciudad, y no se sentía demasiado complacido. Se preguntó por qué alguien elegiría vivir en un lugar con un clima tan espantoso.
Durante su última estancia en la ciudad, algunos días antes, no había dejado de llover.
Al observar los charcos de agua de la pista, sintió nostalgia de Miami, donde el otoño acababa de poner fin al abrasador calor del verano.
Al extraer el bolso de debajo del asiento que tenía delante, Juan se preguntó cuánto tiempo debería permanecer en Boston. Recordó que la vez anterior se había quedado sólo dos días, y ni siquiera había tenido que hacer nada. Dudó que en esta ocasión tuviera tanta suerte; al fin y al cabo había cobrado cinco mil dólares.
El avión avanzó hacia el edificio de la terminal aérea. Juan paseó la vista por el compartimento con una sensación de orgullo. Deseó que su familia, allá en Cuba, pudiera verlo. ¡Cómo se sorprendería! Allí estaba él, volando en primera clase.
Después de haber sido condenado a cadena perpetua por el gobierno de Castro, al cabo de sólo ocho meses lo habían soltado y enviado primero a Mariel y después, para su asombro, a Estados Unidos. Tras haber sido declarado culpable de asesinato y varias violaciones, ese era su castigo; ¡vivir en Estados Unidos! En ese país sí le resultaba fácil dedicarse a su especialidad. Juan sintió unos enormes deseos de estrechar la mano al dueño de una plantación de cacahuete ubicada en el estado de Georgia.
Después de una última sacudida el avión se detuvo. Juan se puso en pie y se estiró.
Cogiendo el bolso de mano se dirigió a la sección de equipajes. Tras recoger su maleta tomó un taxi hasta el hotel Royal Sonesta, donde se registró como Carlos Hernández, de Los Ángeles. Hasta tenía una tarjeta de crédito extendida a ese nombre, con un número que había copiado de un recibo que encontró en el centro comercial Bal Harbour de Miami.
En cuanto estuvo cómodamente instalado en su habitación, con su segundo traje de seda colgado ya en el armario, se sentó ante el escritorio y marcó el número de teléfono que le habían dado en Miami. Cuando le contestaron, dijo que necesitaba un revólver preferentemente del calibre 22. A continuación leyó el nombre y la dirección de su víctima y localizó su domicilio en el plano de la ciudad que le había facilitado el hotel.
No quedaba demasiado lejos.
La velada con Shirley fue un éxito. La cena consistió en pollo asado, alcachofas y arroz de la India. Después bebieron Grand Marnier en la sala, frente a la chimenea, y conversaron. Jason se enteró de que el padre de Shirley había sido médico y que ella se había planteado alguna vez la posibilidad de seguir sus pasos.
—Pero mi padre me convenció de que no lo hiciera —comentó ella—. Afirmó que la medicina se hallaba en un proceso de cambio.
—En eso tenía razón.
—Aseguró que los hospitales serían absorbidos por grandes compañías que, por tanto, necesitarían contratar personas preparadas para desempeñar cargos directivos.
Así pues, estudié dirección de empresa, y creo que mi elección fue acertada.
—Yo también lo creo —coincidió Jason, pensando en cómo habían aumentado en los últimos años el papeleo, los trámites y los juicios por negligencia profesional. Era evidente que la medicina había cambiado. El hecho de que él estuviera en esos momentos trabajando para una corporación constituía una prueba fehaciente de ese cambio. Cuando estudiaba en la facultad se imaginaba en su consultorio privado. Eso formaba parte del atractivo de la profesión. Hacia el final de la velada se produjo un momento de cierta tensión. Cuando Jason dijo que había llegado el momento de marcharse, Shirley le propuso que se quedara a dormir.
—¿Te parece una buena idea? —preguntó él. Ella asintió.
Jason, que no estaba tan seguro, adujo que debía madrugar al día siguiente y no quería molestarla. Shirley insistió en que siempre se levantaba a las siete y media, incluso los domingos.
Se miraron fijamente un momento, y la luz del fuego arreboló las mejillas de Shirley.
—No hay obligación de nada —declaró ella—. Sé que los dos debemos ser cautos.
Limitémonos a estar juntos. Ambos hemos estado sometidos a una gran tensión.
—De acuerdo —dijo Jason, reconociendo que no tenía el coraje suficiente para oponer resistencia. Además, le halagaba la insistencia de Shirley. Empezaba a convencerse de que no sólo podía amar a otra persona, sino también de que otra persona podía amarle a él.
Jason no consiguió dormir en toda la noche. A las tres y media de la madrugada sintió una mano sobre su hombro y se incorporó en la cama, sin saber por un momento dónde se encontraba. En la penumbra alcanzó a distinguir el rostro de Shirley.
—Lamento molestarte, pero te llaman por teléfono —dijo ella con suavidad, tendiéndole el auricular.
Jason lo tomó y le dio las gracias. No había oído el timbrazo del teléfono. Apoyado sobre un codo, se acercó el auricular. Estaba seguro de que serían malas noticias, y no se equivocaba. Matthew Cowen había fallecido, al parecer víctima de un ataque cerebral masivo.
—¿Se ha avisado ya a la familia? —preguntó Jason.
—Sí —contestó la enfermera—. Viven en Mineápolis. Dijeron que llegarían por la mañana.
—Gracias —musitó Jason y maquinalmente entregó el auricular a Shirley.
—¿Algún problema? —inquirió ella mientras lo colgaba.
Jason asintió. Los problemas eran lo habitual en los últimos días.
—Ha muerto un paciente de treinta y pico años. Padecía de una cardiopatía reumática. Estábamos examinándolo para someterlo a una intervención quirúrgica.
—¿Se trataba de una cardiopatía grave?
—En efecto —respondió Jason, recordando el rostro de Matthew cuando ingresó en la clínica—. Tres de las cuatro válvulas se encontraban afectadas. Habría sido necesario reemplazarlas todas.
—De modo que no había garantías de éxito —observó Shirley.
—No había garantías —repitió Jason—. Sustituir tres válvulas entraña cierto peligro.
El paciente sufrió insuficiencia cardíaca congestiva durante mucho tiempo, lo que sin duda le afectó el corazón, los pulmones, los riñones y el hígado. Se habrían presentado problemas, pero tenía la edad a su favor.
—Tal vez lo ocurrido sea lo mejor —sugirió Shirley—, pues el paciente se ha evitado una gran dosis de sufrimiento. Todo parece indicar que habría pasado el resto de su vida entrando y saliendo de la clínica.
—Es posible —concedió Jason sin convicción. Sabía que Shirley trataba de animarlo y apreciaba su intención. Tras darle una palmada en el muslo cubierto por la fina tela de su camisón, añadió—: Gracias por tu apoyo.
La noche era muy fría cuando Jason salió corriendo hacia su coche. La lluvia había arreciado. Encendió la calefacción del vehículo y se frotó los muslos para activar la circulación. Por lo menos no había tráfico; a las cuatro de la madrugada de un domingo, la ciudad estaba desierta. Shirley había intentado convencerlo de que se quedara en su casa, aduciendo que si el hombre había muerto y su familia todavía no había llegado, carecía de sentido que acudiera a la clínica. Sin embargo, Jason sentía una obligación hacia su paciente. Además, sabía que no podría conciliar el sueño con otra muerte en su conciencia.
El aparcamiento del PBS estaba casi vacío, de modo que dejó el coche cerca de la entrada de la clínica, en lugar de al lado del edificio destinado a consultorios externos, como acostumbraba. Al bajarse del vehículo, preocupado por el fallecimiento de Matthew Cowen, no reparó en la presencia de una figura sombría agachada a un costado de la puerta de la clínica. La figura rodeó el automóvil y abordó a Jason, quien, sorprendido, lanzó un grito. Por fortuna se trataba de uno de los borrachos que frecuentaban la sala de urgencias para pedir limosna. Con mano temblorosa, Jason le dio un dólar, con la esperanza de que se comprara algo de comer.
Shirley había estado en lo cierto. No había nada que Jason pudiera hacer, excepto una anotación final en el historial clínico de Matthew Cowen. Fue a ver el cadáver. El rostro del hombre tenía una expresión serena; como Shirley había afirmado, ya no sufriría más. En silencio Jason pidió disculpas al muerto.
Ordenó llamaran al residente por los altavoces y le dijo que solicitara a la familia la autorización para realizar la autopsia. Jason explicó que tal vez no sería fácil localizarla de inmediato. Luego, sintiéndose tan impotente como siempre que se producía una de esas muertes, abandonó el hospital y regresó a su apartamento.
Permaneció un buen rato tendido en la cama, mirando el techo, incapaz de dormir, reflexionando sobre los empleos que ofrecía la industria farmacéutica.