Eran las tres y media de la madrugada cuando ascendió cansinamente por la escalera que conducía a su apartamento y llamó a su servicio telefónico. No había llevado consigo el mensáfono cuando salió con la intención de seguir a Carol Donner y deseaba que no hubiera ningún mensaje. Se sentía demasiado agotado para atender una emergencia. Del hospital no había novedades, pero Shirley había dejado recado de que la llamara en cuanto regresara, fuera la hora que fuese. El operador de la recepción de mensajes le comunicó que era urgente.
Perplejo, Jason marcó el número. Shirley contestó de inmediato.
—¿Dónde demonios has estado?
—Es una historia demasiado larga.
—Quiero que me hagas un favor. Ven ahora mismo.
—Son las tres y media de la madrugada —objetó Jason.
—No te lo pediría si no fuera importante.
Jason se puso una chaqueta, volvió a su coche y condujo hasta Brookline, preguntándose qué sería ese asunto tan urgente. Sólo tenía la certeza de que se trataba de algo relacionado con Hayes.
Shirley vivía en la calle Lee, que ascendía serpenteante hacia un área residencial de magníficas mansiones antiguas. Al enfilar el sendero adoquinado, Jason advirtió que todas las luces de la casa estaban encendidas. Cuando aparcó cerca de la entrada y se bajó del coche, Shirley ya había abierto la puerta.
—Gracias por venir —dijo, abrazándolo.
Vestía un jersey de cachemir blanco y tejanos desteñidos y, por primera vez desde que Jason la conocía, tenía el aspecto de estar totalmente alterada.
Lo condujo hasta una espaciosa sala y le presentó a dos ejecutivos del PBS, quienes también estaban visiblemente trastornados. Jason estrechó primero la mano de Bob Walthrow, un hombre pequeño y calvo, y luego la de Fred Ingelnook, muy parecido a Robert Redford.
—¿Quieres un cóctel? —preguntó Shirley—. Pareces necesitarlo.
—No, gracias. Solo un poco de agua —respondió Jason—. Estoy rendido. ¿Qué ocurre?
—Más problemas. Recibí una llamada de los de seguridad. Esta noche alguien entró en el laboratorio de Hayes y prácticamente lo destrozó.
—¿Vandalismo?
—No estamos seguros.
—No lo creo —opinó Bob Walthrow—. Fue registrado a fondo.
—¿Se llevaron algo? —preguntó Jason.
—Todavía no lo sabemos —respondió Shirley—. Pero ese no es el problema. No queremos que este asunto trascienda a los medios de comunicación. No estamos en condiciones de soportar más publicidad negativa. Dos importantes corporaciones están a punto de convertirse en clientes de nuestro Plan de Buena Salud. Si llegaran a enterarse de que la policía sospecha que lo que esa gente buscaba en el laboratorio de Hayes era droga, probablemente se echarían atrás.
—Es posible —dijo Jason—. La forense me informó de que encontró cocaína en la orina de Hayes.
—¡Mierda! —exclamó Walthrow—. Esperemos que los de la prensa no se enteren de eso.
—¡Debemos procurar que todo esto no nos perjudique demasiado! —dijo Shirley.
—¿Y cómo te propones conseguirlo? —preguntó Jason, que no acababa de comprender por qué había insistido en que acudiera a esa reunión.
—Los integrantes del equipo directivo quieren que mantengamos en secreto este último incidente.
—Tal vez no resulte muy fácil —replicó Jason después de beber un sorbo de agua—. Con toda probabilidad los periódicos obtendrán esa información de los registros policiales.
—Esa es la cuestión —dijo Shirley—. Hemos decidido no dar parte a la policía. Pero queríamos conocer tu opinión.
—¿Mi opinión? —inquirió Jason, sorprendido.
—Bueno —respondió Shirley—, nos interesa la opinión del cuerpo médico, y tú eres el jefe. Creemos que podrías averiguar discretamente qué piensan los otros.
—Sí, supongo que sí —concedió Jason, preguntándose cómo podría sondear a los demás médicos internos y, al mismo tiempo, mantener el asunto en secreto—. Pero si les interesa mi opinión personal, les diré que no me parece en absoluto una buena idea. Además, les resultará imposible cobrar el seguro a menos que informen a la policía.
—En eso tiene razón —intervino Fred Ingelnook.
—Es cierto —dijo Shirley—, pero se trata de un problema menor en comparación con la publicidad negativa. Por ahora no presentaremos la denuncia. De momento consultaremos a la compañía aseguradora y recabaremos la opinión de los jefes de departamento.
—Estoy de acuerdo —dijo Fred Ingelnook.
—Perfecto —dijo Bob Walthrow.
La conversación fue decayendo, y Shirley envió a sus respectivas casas a los dos ejecutivos. Cuando Jason intentó seguirlos, ella lo retuvo un momento y le sugirió que se encontraran a las ocho de la mañana.
—He pedido a Helene que vaya temprano. Tal vez entre los tres lograremos desentrañar qué está ocurriendo.
Jason asintió y se preguntó una vez más por qué Shirley no le había comunicado todo eso por teléfono. Después de darle un beso en la mejilla, se encaminó tambaleándose hacia su coche, pensando en las dos o tres horas de sueño que tenía por delante.