Jason creyó morir cuando se produjo un destello. Enseguida se percató de que no había sido el disparo de un arma, sino una lámpara que se encendió sobre su cabeza.
Jason creyó morir cuando se produjo un destello. Enseguida se percató de que no había sido el disparo de un arma, sino una lámpara que se encendió sobre su cabeza.
Todavía estaba vivo. Dos policías de uniforme se hallaban junto a él. Jason sintió tal alivio que casi tuvo ganas de abrazarlos.
—Cuánto me alegro de veros, muchachos —exclamó.
—Dé media vuelta —ordenó el agente más corpulento, ignorando el comentario de Jason.
—Puedo explicarles… —empezó a decir el doctor, pero le acallaron con la orden de que cerrara la boca y colocara las manos contra la pared, con los pies bien separados.
El segundo agente le cacheó y le quitó la cartera. Cuando finalmente se convencieron de que no portaba armas, le apartaron los brazos de la pared y lo esposaron. Luego le hicieron atravesar el apartamento, bajar por las escaleras y salir a la calle. Cuando lo obligaron a instalarse en el asiento trasero de un automóvil, algunos transeúntes se detuvieron a observar.
Los policías permanecieron en silencio durante el trayecto hasta la comisaría, y Jason decidió que no tenía sentido explicar nada hasta llegar a destino. Sintiéndose más tranquilo, comenzó a reflexionar sobre cómo debería actuar. Supuso que le permitirían efectuar una llamada telefónica, y dudó entre comunicarse con Shirley o el abogado que había contratado cuando vendió su casa y su consultorio privado.
Cuando llegaron a la comisaría de policía, los agentes lo condujeron a una pequeña habitación desnuda. Se oyó un ruido en la cerradura después de que los hombres salieran, y Jason comprendió que le habían encerrado. Nunca antes había estado en la cárcel, y la sensación era muy desagradable.
A medida que los minutos transcurrían Jason comprendió la gravedad de su situación. Recordó la petición de Shirley de no remover el avispero. Solo Dios sabía qué efecto causaría su arresto en la clínica si se hacía público.
Finalmente la puerta de la habitación se abrió, y entró el detective Michael Curran, seguido del policía más menudo. Jason se alegró de ver a Curran, pero enseguida se percató de que este no se sentía muy complacido, pues su semblante se tornó más adusto que nunca.
—Quítele las esposas —dijo Curran sin sonreír.
Jason permaneció de pie mientras el agente uniformado le liberaba las manos.
Observó el rostro de Curran en un intento por descifrar sus pensamientos, pero su expresión era impenetrable.
—Quiero hablar con él a solas —indicó Curran al policía, quien asintió y se retiró—. Aquí tiene su maldita cartera —dijo el detective, golpeando con ella la palma de la mano de Jason—. Por lo visto usted no hace caso de los consejos. ¿Qué he de hacer para convencerle de que el mundo de la droga entraña muchos peligros?
—Sólo pretendía hablar con Carol Donner…
—Estupendo. De modo que no se le ocurre otra cosa que acudir al apartamento y frustrar nuestros planes.
—¿Qué planes? —preguntó Jason, que empezaba a irritarse.
—Los del Departamento de Narcóticos vigilan el apartamento de Hayes desde que nos enteramos de que lo habían registrado. Esperábamos atrapar a alguien más interesante que usted.
—Lo lamento.
Curran meneó la cabeza, pesaroso.
—Bueno, podría haber sido peor. Usted podría haber resultado herido. ¿Por qué no se dedica a atender a sus enfermos?
—¿Puedo marcharme? —inquirió Jason con incredulidad.
—Sí —contestó Curran, encaminándose hacia la puerta—. No presentaré ningún cargo contra usted. No tiene sentido que perdamos nuestro tiempo en eso.
Jason abandonó la comisaría y tomó un taxi hasta la calle Springfield, donde subió a su automóvil. Observó el edificio donde solía habitar Hayes y se estremeció. Había vivido una experiencia aterradora.
Con suficiente adrenalina en el organismo como para correr un kilómetro y medio en cuatro minutos, Jason se alegró de tener una cita esa noche. Sus amigos, los Alic, habían invitado a un grupo animado de personas, y la comida y el vino eran excelentes. La muchacha que querían que él conociera, Penny Lambert, parecía una yuppie; vestía un clásico traje sastre azul y una voluminosa corbata de seda. Por suerte era divertida, y su charla consiguió llenar el silencio de Jason, incapaz de dejar de pensar en el apartamento de Hayes y su propósito de entrevistarse con Carol Donner.
Después de beber café y coñac, a Jason se le ocurrió una idea. Si se ofrecía a llevar a Penny a su casa, tal vez lograría convencerla de pasar por el club de Carol. Era evidente que esta ya no vivía en el apartamento de Hayes, y supuso que tendría mayores oportunidades de hablar con ella si se presentaba acompañado de una mujer.
Penny aceptó encantada su ofrecimiento, y cuando se encontraban en el coche él le preguntó si le apetecía vivir una aventura.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella con cautela.
—Pensé que tal vez te gustaría conocer un aspecto distinto de Boston.
—¿Una discoteca?
—Algo parecido —respondió. Con cierta perversidad, Jason pensó que la experiencia vendría bien a Penny. Era una mujer agradable, pero quizá demasiado predecible.
Ella se relajó y no dejó de sonreír y charlar hasta que aparcaron frente al Club Cabaré.
—¿Estás seguro de que es una buena idea? —preguntó.
—Vamos —apremió Jason.
En el trayecto le había explicado que quería ver a la muchacha con quien Hayes había estado liado. A Penny, que conocía la historia por los periódicos, el plan no le entusiasmó demasiado, pero después de unas lisonjas Jason logró persuadirla de que entrara en el local.
Era obvio que la del viernes era una noche importante. Cogiendo a Penny de la mano, Jason se abrió camino por el estrecho recinto, esperando no encontrar al hombre de las gafas oscuras y sus dos hercúleos guardaespaldas. Con la ayuda de un billete de cinco dólares, consiguió que una camarera los instalara en un reservado situado a cierta altura del suelo, lo que les permitía ver la pasarela y, al mismo tiempo, permanecer parcialmente ocultos de las bailarinas tras las siluetas oscuras de los hombres apoyados en la barra del bar.
Habían entrado entre dos números, y acababan de pedir las bebidas cuando los altavoces comenzaron a rugir. A pesar de que los ojos de Jason se habían adaptado ya a la oscuridad, apenas si alcanzaba a distinguir el rostro de Penny. Sólo le veía el blanco de los ojos. Y ella casi ni pestañeaba.
Una bailarina apareció en medio de un remolino de gasa diáfana. Se oyeron algunos silbidos. Penny permaneció en silencio. Al pagar la cuenta, Jason preguntó a la camarera si Carol Donner bailaba esa noche. La joven contestó que ofrecería su primera actuación a las once de la noche. Jason se sintió aliviado; por lo menos no la habían liquidado.
Cuando la camarera se alejó, Jason observó que la bailarina solo lucía unas bragas y que Penny apretaba los labios.
—Esto es repugnante —declaró ella.
—Bueno, no es la Sinfónica de Boston —convino Jason.
—Si hasta tiene celulitis.
Jason observó a la bailarina más detenidamente cuando ascendió por las escaleras.
Sí, no cabía duda de que la parte posterior de sus muslos exhibía la clásica piel de naranja de la celulitis. Jason sonrió. ¡Qué curioso! ¡En qué cosas se fijan las mujeres!
—¿Todos estos hombres realmente se divierten? —preguntó Penny con desagrado.
—Buena pregunta. No lo sé. La mayoría de ellos parecen aburridos.
Sin embargo nadie se aburrió cuando apareció Carol. Como había sucedido la noche anterior, el público se animó cuando ella inició su número.
—¿Qué opinas? —preguntó Jason.
—Es una buena bailarina, pero me cuesta creer que tu amigo estuviera liado con ella.
—Eso mismo pensé yo —dijo Jason, que, no obstante, tras ver a la joven había cambiado de opinión. Carol Donner era muy distinta de como la había imaginado.
Carol terminó su espectáculo, y al ver que tampoco esa vez se bajaba para alternar con los parroquianos, Jason decidió abandonar el local. Penny estaba impaciente por marcharse. Él supuso que el Club Cabaré no le había causado una buena impresión.
Cuando la dejó en la puerta de su casa, ni siquiera se molestó en decirle que la llamaría por teléfono. Sabía que los Alic se sentirían decepcionados, pero pensó que deberían haber tenido más tino al escoger una mujer para él.
Ya en su apartamento, Jason se desvistió y tomó del despacho el libro sobre el ADN.
Se metió en la cama y empezó a leer. Al recordar su agotamiento de esa tarde, creyó que el sueño pronto lo vencería. Sin embargo se equivocaba. Leyó acerca de los bacteriófagos, las partículas virales que infectan las bacterias, y cómo eran usados en la ingeniería genética. Luego estudió un capítulo sobre los plásmidos, de que jamás había oído hablar; eran pequeñas moléculas circulares de ADN que existían en las bacterias y se reproducían junto con estas. Además desempeñaban una función de enorme importancia como vehículos para la introducción de segmentos de ADN en las bacterias.
Todavía bien despejado, Jason consultó la hora. Eran más de las dos de la mañana.
Se levantó, fue a la sala de estar y por la ventana contempló Louisburg Square. Un automóvil aparcó junto a la acera. Era su vecino de la planta baja, cuyo apartamento daba al jardín. También era médico, y si bien ambos mantenían un trato cordial Jason sabía muy poco acerca de él, salvo que salía con muchas mujeres hermosas. Jason se preguntó dónde las encontraría. Fiel a su fama, el individuo se apeó del coche con una atractiva rubia, y entre risas discretas la pareja entró en el portal. Volvió a reinar el silencio. Jason no podía quitarse de la cabeza a Carol Donner y deseaba fervientemente hablar con ella. Al mirar el reloj sobre la repisa de la chimenea, se le ocurrió una idea. Volvió al dormitorio, se vistió y salió en busca de su coche.
Albergando ciertos temores sobre las posibles consecuencias de su decisión, Jason condujo hacia Combat Zone. En contraste con el resto de la ciudad, allí todavía se advertía gran actividad. Pasó frente al Club Cabaré, luego dio un rodeo, enfiló una calle lateral, aparcó y apagó el motor. En los portales y a ambos lados de la calle había algunos tipos desagradables que le resultaron sospechosos, de modo que se aseguró de que las puertas del vehículo estuvieran bien cerradas.
Aproximadamente un cuarto de hora después de su llegada, un nutrido grupo de personas emergió del club y se dispersó. Unos diez minutos más tarde salieron unas pocas bailarinas que, después de charlar un momento ante el club, se separaron. Carol no estaba entre ellas. Cuando Jason comenzaba a temer que ya se hubiera marchado, Carol apareció con un corpulento guardaespaldas, que llevaba una cazadora de cuero sin abrochar sobre la camiseta. Doblaron hacia la derecha y caminaron por la calle Washington en dirección a Filene’s.
Jason puso en marcha el coche, sin saber bien qué pensaba hacer. Por suerte había bastante movimiento, tanto de automóviles como de peatones. Para no perder de vista a Carol, enfiló a la izquierda en la calle Bolyston, entraron en un aparcamiento descubierto y subieron a un aerodinámico Cadillac negro.
«Bien, no creo que me resulte difícil seguirlo», pensó Jason. Sin embargo, descubrió que no era tan fácil como había supuesto, sobre todo si quería evitar que lo vieran. El Cadillac tomó dirección norte por la calle Charles, luego giró a la izquierda en Beacon, pasando la Hampshire House. Varias manzanas más adelante se detuvo y estacionó en doble fila. Esa zona de la ciudad, llamada Back Bay, estaba formada por enormes y antiguos edificios de ladrillos, la mayoría de los cuales albergaba en la actualidad apartamentos. Jason adelantó al Cadillac en el momento en que Carol se apeaba.
Aminoró la marcha y por el espejo retrovisor la observó ascender por la escalinata de un edificio con ventanas saledizas. Jason giró a la izquierda en Exter y luego circuló por Marlborough. Después de aguardar alrededor de cinco minutos, completó la vuelta a la manzana. De nuevo en la calle Beacon, buscó con la mirada el Cadillac negro.
Había desaparecido.
Jason estacionó frente a una boca de incendio a media manzana del edificio de Carol. A las tres de la madrugada, en Back Bay reinaba la calma; no había peatones y solo de vez en cuando un automóvil pasaba por allí. Mientras caminaba, observó el edificio de seis pisos y no vio luz en ninguna de las ventanas. Al entrar en el vestíbulo revisó los nombres anotados junto a los timbres. Eran catorce. Para su gran desilusión, no figuraba el apellido Donner.
Jason volvió a salir, y preguntándose qué hacer a continuación. Recordando que había un callejón entre Beacon y Marlborough, rodeó la manzana y contó los edificios hasta localizar el de Carol. En una ventana del cuarto piso vio una luz encendida.
Dedujo que aquel sería el apartamento de Carol, porque juzgó poco probable que hubiera otra persona despierta a esa hora.
Con el propósito de regresar a la entrada del edificio y pulsar el timbre adecuado, Jason dio media vuelta y echó a andar hacia el otro extremo del callejón. Enseguida vio una figura solitaria, pero siguió caminando, con la esperanza de que se tratara de un simple transeúnte. A medida que la distancia entre ambos hombres se acortaba, Jason aflojó el paso hasta que finalmente se detuvo, atónito al observar que el otro era el culturista del club. Llevaba desabrochada la cazadora de cuero, lo que le permitía lucir una camiseta blanca ajustada sobre su musculoso torso. Era el mismo individuo que lo había arrojado a la calle la noche anterior, en el Club Cabaré.
El hombre seguía avanzando hacia él, flexionando los dedos como si anticipara el ataque. Jason calculó que contaría más de veinte años, y su rostro redondo hacía sospechar que consumía esteroides. Se había metido en un buen lío, la esperanza de que el tipo no lo reconociera se esfumó cuando el guardaespaldas gruñó:
—¿Qué mierda haces aquí?
Jason giró sobre sus talones y echó a correr hacia el otro extremo del callejón.
Lamentablemente sus zapatos con suela de cuero no podían competir con las zapatillas Nike del culturista.
—¡Asqueroso degenerado! —exclamó el sujeto mientras aferraba a Jason.
Este esquivó un gancho de izquierda y se agarró al muslo del individuo con la intención de hacerle perder el equilibrio y derribarlo. Pero fue como aferrarse a la pata de un piano. El individuo, en cambio, lanzó a Jason por el aire. Ante evidente desigualdad de los contrincantes, Jason optó por tratar de establecer una especie de diálogo con su agresor.
—¿Por qué no te buscas a alguien de tu tamaño? —vociferó, exasperado.
—Porque no me gustan los degenerados —contestó el gigante, levantándolo en vilo.
Contorsionándose hacia uno y otro lado, Jason consiguió desprenderse de su chaqueta y salió como un rayo del callejón, volcando un cubo de basura en su huida.
—¡Ya te enseñaré a no rondar a Carol! —exclamó el gorila, que tras dar una patada al cubo de basura echó a correr en pos de Jason.
Los años que este había dedicado al deporte rindieron sus frutos. Y si bien el culturista era bastante veloz pese a su tamaño, Jason oía cómo su respiración se volvía cada vez más pesada. Se encontraba ya casi al final del callejón cuando resbaló en unos guijarros y perdió el equilibrio. Jason se puso inmediatamente en pie, y en ese preciso instante una manaza cayó sobre su hombro y lo hizo volverse.
—¡Deténganse! ¡Policía! —exclamó una voz que quebró el silencio de la noche. Jason y el guardaespaldas quedaron inmóviles. Un coche de policía sin identificación estacionó junto a la boca del callejón y las portezuelas se abrieron de repente para dar salida a tres agentes de civil—. Contra la pared. Las piernas bien abiertas.
Jason obedeció, y el gorila se volvió hacia él y gruñó:
—Menuda suerte tienes, hijo de puta. —Luego se apoyó contra la pared.
—¡Silencio! —vociferó un policía.
Jason y su perseguidor fueron cacheados, después les ordenaron que se volvieran y pusieran las manos detrás de la cabeza. Un agente extrajo una linterna y comprobó sus documentos de identidad.
—¿Bruno DeMarco? —preguntó, enfocando al culturista. Bruno asintió. La luz alumbró a Jason—. ¿El doctor Jason Howard?
—En efecto.
—¿Qué pasa aquí? —inquirió el policía.
—Este degenerado estaba tratando de molestar a mi chica —informó Bruno, furioso—. La siguió.
El policía miró alternativamente a Jason y Bruno antes de echar a andar hacia el coche, abrir la portezuela y sacar algo del asiento trasero. Cuando regresó, tendió la cartera a Bruno y le dijo que se fuera a dormir a casa. Por un momento Bruno se comportó como si no hubiera entendido, pero luego cogió la cartera.
—¡Recordaré tu rostro, degenerado! —exclamó a Jason mientras desaparecía por la calle Beacon.
—Usted —dijo el policía, señalando a Jason—. ¡Suba al coche!
Jason estaba atónito; no podía creer que hubieran dejado marchar al gorila y a él lo retuvieran. Estaba a punto de protestar cuando el policía lo aferró del brazo y lo obligó a sentarse en el asiento trasero.
—Se ha convertido usted en un verdadero estorbo —declaró el detective Curran, que se encontraba allí, fumando—. Debería haber dejado que ese energúmeno le diera una paliza.
Jason no supo qué decir.
—Espero que sea consciente —prosiguió Curran— de los problemas que está creando.
Primero irrumpe en el apartamento de Hayes y desbarata nuestros planes. Ahora que estábamos vigilando a Carol Donner, vuelve usted a aparecer y lo estropea todo. Más vale que archivemos este caso. A estas alturas dudo de que consigamos enterarnos de algo por medio de ella. ¿Dónde demonios ha dejado el coche? Porque supongo que habrá venido en coche, ¿verdad?
—A la vuelta de la esquina —contestó Jason, con mansedumbre.
—Le sugiero que entre en él y se marche a casa —murmuró Curran— y le aconsejo que se ocupe de sus pacientes y nos deje a nosotros la investigación. Está entorpeciendo nuestra tarea.
—Lo lamento —dijo Jason—. No pensé…
—¡Váyase de una vez! —interrumpió Curran con un gesto de despedida.
Jason se apeó del automóvil sintiéndose bastante estúpido. Era lógico que vigilaran a Carol. Puesto que había vivido con Hayes, probablemente también estaba implicada en el asunto de drogas. Al subir a su automóvil Jason se percató de que no llevaba la chaqueta; en lugar de ir a recogerla se dirigió a su casa.