Después de que el radiodespertador le arrancara de un sueño profundo, Jason tuvo que permanecer varios minutos debajo de la ducha, hasta que se sintió capaz de enfrentarse a una nueva jornada de trabajo. La noche anterior, al regresar de la desagradable visita al Club Cabaré, lo habían llamado de la clínica para informarle de que uno de sus pacientes de sida, un hombre llamado Harvey Rachman, había sufrido un paro cardíaco. Cuando llegó al hospital, habían estado practicándole técnicas de reanimación durante quince minutos. Siguieron dos horas más antes de darse por vencidos. El comentario de la jefa de enfermeras en el sentido de que por lo menos el pobre hombre ya no sufriría más no sirvió de consuelo a Jason. Para él, todo parecía indicar que la muerte estaba ganándole la partida.
El único aspecto positivo de las visitas que realizó más tarde a sus pacientes internados fue el alta a una enferma de hepatitis. Jason lamentó que la muchacha partiera, pues ya sólo le quedaba un paciente en vías de recuperación.
En la unidad coronaria, el estado de Matthew Cowen distaba mucho de ser satisfactorio. Además de los otros trastornos que padecía, ahora tenía problemas con la vista.
El síntoma preocupaba a Jason, pues Harring y Lennox también se habían quejado de que veían mal durante las semanas previas a su muerte; una vez más cruzó por su mente la posibilidad de que se tratara de una nueva enfermedad multisistémica. Pidió una consulta oftalmológica. Cuando terminó su ronda, se dirigió a Patología para averiguar si ya estaban listas las placas de la autopsia de Hayes. Quizá ayudarían a explicar por qué tantas personas que en apariencia gozaban de buena salud padecían de pronto un colapso cardiovascular.
Aguardó mientras Jackson informaba al quirófano de una biopsia por congelación; era de mama, y positiva.
—Eso siempre me hace sentir terriblemente mal —dijo Jackson mientras colgaba el auricular. Luego, con voz más animada, agregó—: Apuesto a que quieres ver las placas de Hayes. —Buscó sobre su escritorio hasta encontrar la carpeta adecuada. La abrió, extrajo una placa y, después de colocarla bajo el microscopio, la enfocó para Jason—. Espera a ver esto.
“Esta es la aorta de Alvin Hayes —explicó Jackson mientras su colega observaba por el visor. La muerte y la desorganización celulares eran evidentes aun para su mirada poco experta—. Con razón estalló —prosiguió Jackson—. Jamás he visto un deterioro semejante en alguien de menos de setenta años, excepto en los que sufren de enfermedad aórtica declarada. Y deja que te muestre otra cosa. —Cambió la placa—. Este es el corazón de Hayes. Observa las arterias coronarias. Presentan el mismo estado que las de Cedric Harring. Todas están casi cerradas. Si la aorta de Hayes no hubiera estallado, habría muerto de un infarto. El hombre era una bomba ambulante.
Y no solo eso; tenía una inflamación en la tiroides, como Harring. De hecho, existen tantas coincidencias entre ambos casos que decidí examinar la aorta de Harring. ¿Y sabes qué? También su aorta estaba a punto de estallar.
—¿Qué significa eso? —preguntó Jason. Jackson tendió las manos.
—No lo sé. Existen grandes similitudes entre estos dos casos. La inflamación extendida… aunque no creo que sea infecciosa. Me inclino a pensar que se trata de algo relativo a la autoinmunidad, como si su sistema inmunológico hubiera empezado a atacar sus propios órganos.
—¿Te refieres a algo como un lupus?
—Sí, algo así. De todas formas, el estado de Alvin Hayes era terrible; todos sus órganos estaban deteriorados.
—Dijo que no se sentía muy bien —comentó Jason.
—¡Ja! —exclamó Jackson—. ¡Eso sí es minimizar las cosas!
Jason abandonó la sección de Patología reflexionando sobre la información que su colega le había facilitado. Una vez más barajó la posibilidad de la existencia de una enfermedad infecciosa desconocida, pese a la opinión de Jackson en sentido contrario.
Después de todo, ¿qué clase de enfermedad inmunológica era capaz de desarrollarse con semejante rapidez? Ninguna.
Antes de empezar a atender a los pacientes externos, Jason decidió pasar por el laboratorio de Hayes, no porque esperara que Helene se mostrara dispuesta a cooperar, sino porque pensó que tal vez le interesaría saber que el doctor había estado muy enfermo durante las últimas semanas de su vida. Advirtió sorprendido que la mujer había estado llorando.
—¿Qué le ocurre?
—Nada —respondió Helene meneando la cabeza.
—¿No trabaja?
—Estoy a punto de terminar.
Jason cayó en la cuenta de que, sin las instrucciones de Hayes, la muchacha estaba perdida. Por lo visto ignoraba qué tareas debía realizar, de modo que Jason sospechó que probablemente desconocía el descubrimiento de Hayes, si realmente había existido.
—¿Le importa si conversamos un momento? —preguntó él.
—No —contestó Helene con su habitual actitud lacónica, y le indicó la oficina de Hayes, donde Jason entró. De nuevo se sintió turbado por las fotografías de genitales.
—Acabo de estar en Patología —explicó él cuando ambos se sentaron—. Al parecer el doctor Hayes estaba muy enfermo. ¿Seguro que no comentó que se encontraba mal?
—Sí lo hizo —reconoció Helene, contradiciendo su anterior afirmación—. Repetía una y otra vez que se sentía débil.
Jason la miró con fijeza; la mujer se mostraba más accesible y abierta. Observó que, a diferencia de las otras veces en que se había entrevistado con ella, llevaba el cabello suelto, que le llegaba hasta los hombros.
—La última vez que hablamos usted aseguró que su conducta no había cambiado —dijo él.
—Y así fue. Pero decía que se sentía muy mal.
Frustrado por esa distinción, Jason se convenció una vez más de que la mujer le ocultaba algo. Se preguntó por qué.
—Señorita Brennquivist —dijo Jason con gran paciencia—, se lo preguntaré una vez más; ¿está absolutamente segura de que no tiene idea acerca de a qué se refería el doctor Hayes al afirmar que acababa de hacer un descubrimiento científico trascendental?
Ella negó con la cabeza.
—De veras que no lo sé. Lo cierto es que las cosas no andaban muy bien en el laboratorio. Hace tres meses las ratas a las que se les habían inoculado los factores que liberan la hormona del crecimiento comenzaron a morir misteriosamente.
—¿De dónde provenían esos factores?
—El doctor Hayes los extraía del cerebro de las ratas, sobre todo del hipotálamo.
Luego yo los producía con técnicas recombinantes de ADN.
—¿De modo que los experimentos fueron un fracaso?
—Un fracaso total —confirmó Helene—. No obstante, como buen investigador, el doctor Hayes no se amedrentó. Al contrario, empezó a trabajar con más ahínco. Probó con diferentes proteínas, pero lamentablemente con idénticos resultados fatales.
—¿Cree usted que el doctor Hayes mentía cuando me comentó que había realizado un gran descubrimiento?
—El doctor Hayes no mentía jamás —declaró Helene con tono indignado.
—Entonces ¿cómo explica usted su afirmación? Al principio pensé que Hayes estaba a punto de sufrir un colapso nervioso. Ahora no estoy tan seguro. ¿Qué opina usted?
—El doctor Hayes no sufría un colapso nervioso —aseguró Helene, poniéndose en pie para dejar bien claro que la entrevista había terminado. Jason había tocado un punto sensible, y ella no estaba dispuesta a tolerar que nadie calumniara a quien había sido su jefe.
Sintiendo una gran frustración, Jason bajó a su consultorio, donde Sally ya tenía a dos pacientes listos para que les sometiera a un examen clínico. Entre uno y otro, Jason logró eludir a la enfermera el tiempo suficiente para verificar los análisis de laboratorio de Holly Jennings. El único cambio significativo con respecto a los análisis anteriores era un aumento en la gammaglobulina; ante tales resultados de nuevo consideró la posibilidad de una epidemia, que involucraba el sistema autoinmunológico, no relacionada con el sida. A diferencia de este, la supuesta nueva enfermedad lo activaba hasta convertirlo en algo destructivo.
A media mañana Jason recibió una llamada de Margaret Danforth, quien sin preámbulo anunció:
—Creo que debería saber que la orina del doctor Hayes reveló niveles moderados de cocaína.
De modo que Curran estaba en lo cierto, pensó Jason después de colgar el auricular.
Hayes consumía drogas. Con todo resultaba imposible precisar si eso guardaba relación con su afirmación de haber realizado un gran descubrimiento, su temor de ser atacado o su muerte.
Jason no tuvo más remedio que relegar sus especulaciones para atender a sus pacientes. La tensión se vio aumentada cuando le telefoneó Shirley, quien se había enterado de su visita a Helene.
—Jason —dijo con cierta irritación—, por favor, no remuevas el avispero. Deja que el asunto Hayes se calme.
—Me parece que Helene sabe más de lo que dice —aseguró Jason.
—¿De qué lado estás? —preguntó Shirley.
—Muy bien, muy bien —dijo, y no muy cortésmente interrumpió la comunicación al entrar en el consultorio Madeline Krammer, una antigua paciente a quien se intercaló entre dos turnos por tratarse de una emergencia. Hasta hacía muy poco su cardiopatía se encontraba estabilizada, pero de repente presentaba los tobillos hinchados y estertores.
Pese a la fuerte medicación recetada, su cardiopatía congestiva se había vuelto más severa, hasta el punto en que Jason insistió en la necesidad de internarla en la clínica.
—Este fin de semana no, por favor —protestó Madeline—. Mi hijo viene de California con su nuevo bebé. Todavía no conozco a mi nietecita. ¡Por favor!
Madeline era una mujer alegre de más de sesenta años y cabello cano. Jason le profesaba gran afecto porque rara vez se quejaba y siempre se mostraba muy agradecida por la forma en que la atendía.
—Madeline, lo siento. No se lo propondría si no lo juzgara imprescindible. Sólo podremos establecer la dosis justa de su medicación sometiéndola a un seguimiento continuo.
Madeline aceptó resignada. Jason le dijo que la vería más tarde y la dejó en las manos expertas de Claudia. A las cuatro de la tarde, Jason había logrado ponerse al día con su agenda. Al salir de su consultorio se topó con Roger Wanamaker, cuyo corpachón bloqueó por completo el estrecho pasillo.
—Ahora me toca a mí —dijo Roger—. ¿Dispones de unos minutos?
—Por supuesto —contestó Jason, quien nunca decía «no» a un colega.
Se dirigieron a su consultorio. Una vez allí, Roger dejó caer una carpeta sobre el escritorio.
—Para que no te sientas tan solo —declaró—. Aquí tienes el historial clínico de un ejecutivo de Data General, de cincuenta y tres años, que acaba de entrar en la sala de urgencias, muerto. Le hice un chequeo completo para ejecutivos hace menos de tres semanas.
Jason abrió la carpeta y leyó los resultados de los estudios, incluyendo el electrocardiograma y los análisis de laboratorio. El índice de colesterol era alto, pero no alarmante.
—¿Otro infarto? —preguntó mientras miraba el informe de la radiografía de tórax.
Era normal.
—No —contestó Roger—. Un ataque cerebral masivo. Le sobrevino en medio de una reunión de directivos. Su esposa está hecha una furia y me ha lanzado un sinfín de reproches. Aseguró que su marido se sentía mal desde que se sometió al chequeo.
—¿Qué síntomas presentaba?
—Nada específico —respondió Roger—. Sobre todo insomnio y tensión, algo de lo que los ejecutivos se quejan siempre.
—¿Qué demonios está ocurriendo?
—Ni idea —contestó Roger—. Pero esto no me gusta nada. Tengo la sensación de que nos enfrentamos a una epidemia o algo parecido.
—Estuve en Patología y hablé con Madsen. Le pregunté si podría tratarse de una enfermedad infecciosa desconocida. Dijo que no, que era algo metabólico, tal vez relacionado con el sistema autoinmunológico.
—Creo que deberíamos hacer algo. ¿Qué hay de la reunión que sugeriste?
—Todavía no la he convocado —reconoció Jason—. He pedido a Claudia que revise todos los chequeos que he realizado en el último año y averigüe cómo se encuentran los pacientes. Tal vez tú deberías hacer otro tanto.
—Buena idea.
—¿Qué hay de la autopsia de este caso? —preguntó Jason, devolviéndole la carpeta.
—Aún no la han practicado.
—Comunícame lo que encuentren.
Cuando Roger partió, Jason decidió que convocaría la reunión a principios de la semana próxima. Aunque habría preferido no enterarse de hasta qué punto se había generalizado el problema, sabía que no podía permanecer de brazos cruzados mientras pacientes cuyos chequeos habían dado resultados aparentemente satisfactorios terminaban en el depósito de cadáveres.
Cuando se disponía a atender a su último paciente, se sorprendió pensando una vez más en Carol Donner. De pronto se le ocurrió una idea y regresó a la sala en busca de Claudia. Le pidió que acudiera a la sección de personal y tratara de conseguir la dirección particular de Alvin Hayes. Estaba convencido de que, si alguien era capaz de conseguirla, esa persona era Claudia.
Mientras volvía hacia donde se encontraba su último paciente externo, Jason se preguntó por qué no había pensado antes en obtener la dirección de Hayes. Si Carol Donner había vivido con él, resultaría mucho más fácil hablar con ella en su apartamento que en el Club Cabaré, donde por lo visto la tenían muy bien protegida.
Quizá ella sabía algo acerca del descubrimiento de Hayes o, por lo menos, de su estado de salud. Cuando Jason terminó de atender al paciente, Claudia ya tenía la dirección.
Era en el South End.
Libre ya de la obligación de atender a los pacientes externos, y después de dictar la correspondencia necesaria, Jason se dirigió al ascensor principal para iniciar sus visitas a los pacientes internados. Vio a Madeline Krammer en primer lugar.
Presentaba mejor aspecto. Una dosis mayor de diuréticos había disminuido considerablemente el edema de sus pies y manos. Sin embargo después de examinarla se sintió desconcertado al descubrir que sus pupilas estaban muy dilatadas y no reaccionaban a la luz. Tras hacer una anotación en su historial clínico prosiguió con las visitas.
Antes de entrar en la habitación de Matthew Cowen, leyó su historial para conocer la opinión del oftalmólogo respecto a su problema de visión. Quedó consternado al leer; «Leve formación de cataratas en ambos ojos. Examinar nuevamente dentro de seis meses». Jason no podía creerlo. ¿Cataratas a los treinta y cinco años? Recordó que la autopsia de Connoly había revelado la existencia de cataratas. También recordó las pupilas dilatadas de Madeline Krammer. ¿A qué demonios se enfrentaban? Su confusión aumentó aún más cuando vio a Matthew.
—¿Están administrándome alguna droga rara? —inquirió no bien entró Jason.
—No. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque se me cae el pelo. —Y para demostrarlo, tiró de algunos, que se le quedaron en la mano.
Jason tomó uno y lo hizo rodar lentamente entre el pulgar y el índice. Parecía normal excepto por cierta tonalidad grisácea en la raíz. Acto seguido examinó el cuero cabelludo de Matthew. También lo encontró normal, sin inflamación ni puntos sensibles.
—¿Desde cuándo le ocurre esto? —preguntó, acordándose de Brian Lennox, que también había padecido el mismo problema, y del comentario de la señora Harring acerca de que su marido perdía pelo.
—Hoy se ha acentuado —contestó Matthew—. No quisiera parecer paranoico, pero tengo la impresión de que me pasa algo grave.
—Es sólo una coincidencia —dijo Jason, en un intento por tranquilizar tanto a Matthew como a sí mismo—. Pediré al dermatólogo que le examine de nuevo. Tal vez está asociado con la sequedad de la piel. ¿Ha mejorado eso un poco?
—Todo lo contrario. No debería haber venido a esta clínica.
Jason le dio la razón para sus adentros, sobre todo considerando que muchos pacientes empeoraban después del ingreso. Cuando por fin terminó la ronda, estaba agotado. Casi había olvidado que algunos amigos bienintencionados habían insistido en que asistiera a una cena esa noche para presentarle a una atractiva abogada de treinta y cuatro años llamada Penny Lambert. Como apenas si disponía de una hora, decidió que no valía la pena regresar a casa, de modo que fue a buscar el mapa de Boston que guardaba en su automóvil y localizó la calle Springfield, donde se hallaba el apartamento de Hayes. Quedaba cerca de la calle Washington. Pensó que sería una buena hora para encontrar a Carol Donner, de manera que determinó dirigirse allí en su coche. Al enfilar hacia el sur, en la avenida Massachusetts, se encontró en medio de un embotellamiento terrible. Con mucha paciencia llegó a la calle Washington, dobló a la izquierda y nuevamente a la izquierda para entrar en Springfield. Localizó el edificio de Hayes y un lugar para aparcar.
En el vecindario se mezclaban edificios restaurados y decrépitos. El de Hayes pertenecía a esta última categoría. En la escalinata de entrada aparecían numerosas pintadas. Jason entró en el vestíbulo y advirtió que varios buzones estaban rotos, al igual que la cerradura de la puerta. El apartamento de Hayes se encontraba en el tercer piso. Jason comenzó a ascender por la escalera tenuemente iluminada. Olía a moho y humedad.
El edificio era grande, con un apartamento por piso. En el tercero, Jason tropezó con varios ejemplares del Boston Globe con su correspondiente envoltorio de plástico.
Como no había timbre, golpeó la puerta con los nudillos. Al no obtener respuesta, llamó un poco más fuerte. La puerta se abrió un par de centímetros con un chirrido. Al bajar la vista, se percató de que la cerradura había sido forzada hacía poco y que faltaba parte del marco. Entonces, con gran cautela, empujó la puerta con el índice.
Volvió a chirriar como si gimiera de dolor.
—Hola —exclamó. Nadie respondió. Entró en el apartamento—. Hola. —No se oía ningún sonido, salvo el del agua del depósito del baño. Cerró la puerta tras de sí y atravesó el oscuro vestíbulo en dirección a una puerta entornada. Echó una ojeada y a punto estuvo de salir huyendo. La sala de estar, antaño decorada con bonitas antigüedades y reproducciones, había sido arrasada. Todos los cajones del escritorio y el aparador habían sido sacados y vaciados en el suelo. Los cojines del sofá estaban rajados, y el contenido de una enorme librería diseminado por el piso. Caminando con precaución entre ese caos, Jason inspeccionó un pequeño dormitorio, que se encontraba en el mismo estado que la sala, y luego se dirigió al vestíbulo en dirección a lo que supuso sería el dormitorio principal. También había sido destrozado; los cajones y la ropa del armario yacían en el suelo. Jason observó que todos eran trajes de hombre.
De pronto oyó que la puerta del frente rechinaba, y un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. Arrojó las prendas al suelo. Pensó en preguntar: «¿Hay alguien aquí?», esperando que fuera Carol Donner, pero estaba demasiado asustado.
Permaneció inmóvil, aguzando el oído para captar algún sonido. Tal vez una corriente de aire había movido la puerta… Luego oyó un golpe seco, como el de un pie al chocar contra un libro o un cajón. Decididamente había alguien en el apartamento, y Jason tuvo la sensación de que quienquiera que fuese sabía que él se hallaba allí. La frente se le llenó de gotas de sudor que empezaron a deslizarse por su nariz. La advertencia del detective Curran respecto a que el mundo de la droga era peligroso cruzó como un relámpago por su mente. Se preguntó si habría manera de escabullirse de allí, pero observó que se encontraba al final de un largo pasillo.
De repente una figura corpulenta llenó el vano de la puerta. Aun en la oscuridad Jason supo que empuñaba un arma.
Presa de un pánico atroz, el corazón le galopó en el pecho. Siguió clavado en su lugar. Una segunda figura, más pequeña, se unió a la primera, y juntas entraron en la habitación. Luego avanzaron hacia Jason lentamente. Durante lo que le pareció una eternidad, Jason tuvo ganas de gritar o echar a correr.