El radiodespertador hizo que Jason saltara de la cama. Le había aumentado el volumen antes de acostarse por miedo a no oírlo ya que había pasado gran parte de la noche consolando a la esposa de Brian Lennox. Recogió el periódico de la puerta de entrada, se afeitó y duchó mientras la cafetera eléctrica realizaba su habitual milagro matutino. Cuando estuvo vestido, en el apartamento flotaba el aroma de café recién hecho. Con una taza en la mano, se dirigió al despacho y retiró la cubierta plástica del Boston Globe.
Pese a su intención de leer primero la sección deportiva, un titular de primera página le llamó la atención:
MÉDICO, DROGAS Y UNA BAILARINA.
No era precisamente un panegírico del doctor Alvin Hayes. Describía la impresionante muerte de Hayes asociándola, injustamente, con las drogas encontradas en su apartamento, e incluso llegaba a vincularse su relación con la bailarina con el caso en que se había visto envuelto un profesor de la Escuela de Medicina, Tufts, convicto por el asesinato de una prostituta. El artículo estaba ilustrado con dos fotografías; la de Hayes que había aparecido en la portada de Time y otra de una mujer que entraba en el Club Cabaré, con el siguiente pie:
«Carol Donner entrando en el lugar donde hace negocios».
Jason trató de ver cómo era Carol Donner, lo que le resultó imposible porque la muchacha se tapaba la cara con la mano. En segundo plano se veía un cartel que rezaba: «Chicas universitarias en topless». «Sí, claro», pensó Jason con una sonrisa.
Leyó el resto del artículo, compadeciéndose de Shirley. La policía aseguraba haber encontrado una cantidad importante de heroína y cocaína en el apartamento del South End que Hayes compartía con Carol Donner.
Jason se dirigió a la clínica y encontró a sus pacientes internados en un estado nada satisfactorio. Matthew Cowen, a quien el día anterior se le había practicado un cateterismo cardíaco, presentaba unos síntomas extraños que se parecían de forma alarmante a los del desaparecido Cedric Harring: artritis, estreñimiento y sequedad de la piel. En otras circunstancias ninguno de esos síntomas le habría preocupado demasiado, pero, dados los últimos acontecimientos, lo intranquilizaron, pues una vez más parecían atraer el aspecto de una enfermedad infecciosa nueva y desconocida que escapaba a su control. E intuyó que el curso de la enfermedad de Matthew estaba a punto de dar un giro negativo.
Después de solicitar un examen dermatológico para Cowen, Jason, muy abatido, bajó a su consultorio, donde Claudia le informó de que había conseguido la lista de personas a quienes había realizado los chequeos para ejecutivos y telefoneado hasta la letra P; sólo dos afirmaban tener problemas de salud.
Jason tomó las carpetas de esos dos pacientes y las abrió. La primera pertenecía a Holly Jennings, la otra a Paul Klingler. Ambos se habían sometido a una revisión hacía menos de un mes.
—Llámelos de nuevo —ordenó Jason— y pídales que vengan lo antes posible, pero sin alarmarlos.
—Eso va a ser difícil. ¿Qué excusa podría darles?
—Dígales que queremos repetir algunos estudios. Utilice su imaginación.
Más tarde Jason decidió que intentaría recurrir a todo su encanto para sonsacar a la técnica de laboratorio más información sobre Hayes; sin embargo en cuanto vio a Helene comprendió que no estaba dispuesta a dejarse seducir.
—¿Ha descubierto algo la policía? —preguntó Jason, sabiendo de antemano que la respuesta sería negativa. Shirley lo había telefoneado después de que se marcharan los agentes para comunicarle la noticia con un elocuente y aliviado «gracias a Dios».
Helene negó con la cabeza.
—Sé que está ocupada, pero ¿no podría dedicarme un minuto? Quisiera formularle algunas preguntas más.
Ella interrumpió su tarea y lo miró.
—Gracias —dijo él con una sonrisa. El rostro de Helene se mantuvo imperturbable; no era desagradable, sino sencillamente neutra—. Detesto insistir en el tema —prosiguió—, pero no puedo dejar de pensar en lo que el doctor Hayes comentó acerca de su descubrimiento. ¿Seguro que no tiene idea de qué se trata? Sería trágico que un auténtico descubrimiento médico se perdiera.
—Ya le expliqué todo lo que sé —afirmó Helene—. Podría mostrarle el último mapa del cromosoma 17 que realizó. ¿Serviría de algo?
—Ya veremos.
Helene le condujo a la oficina de Hayes y no prestó atención a las fotografías que cubrían las paredes, actitud que Jason no pudo compartir. Se preguntó qué clase de hombre era capaz de trabajar en semejante medio. Helene desplegó una enorme hoja de papel cubierta con escritura diminuta que contenía la secuencia de pares base de la molécula ADN que abarcaban una porción del cromosoma 17. Había una cantidad asombrosa de pares base, cientos y cientos de miles.
—El área de investigación del doctor Hayes es esta —explicó Helene y señalando una gran sección donde los pares estaban coloreados de rojo—. Estos son los genes asociados con la hormona de crecimiento. Es muy complejo.
—En eso tiene razón —dijo Jason. Debía leer mucho más para conseguir encontrar sentido a lo que tenía delante—. ¿Existe alguna posibilidad de que este mapa haya conducido a un hallazgo científico de suma importancia?
Helene reflexionó un momento y luego meneó la cabeza.
—Esta técnica se conoce desde hace algún tiempo.
—¿Qué me dice del cáncer? —preguntó Jason—. ¿Sería posible que el doctor Hayes hubiera descubierto algo relacionado con el cáncer?
—No investigamos esa enfermedad.
—Pero si el doctor estudiaba la división y maduración celular, cabe la posibilidad de que hubiera descubierto algo relacionado con el cáncer, sobre todo teniendo en cuenta su interés por la activación y desactivación de los genes.
—Supongo que es posible —respondió Helene sin entusiasmo.
Jason estaba convencido de que Helene se negaba a cooperar. Como asistente de Hayes, era lógico suponer que conocía bien el trabajo de este. Sin embargo no había manera de obligarla a hablar del tema.
—¿Qué me dice de sus cuadernos de laboratorio?
—Sí, había algunos —reconoció Helene—, pero el doctor Hayes siempre los llevaba consigo, sobre todo en los últimos tres meses. De todos modos la mayor parte de la información la archivaba en la cabeza. Poseía una memoria fabulosa, especialmente para las cifras…
Por un instante Jason advirtió un fulgor en los ojos de Helene y pensó que la muchacha se sinceraría con él, pero se equivocó.
Helene se sumió en el silencio. Tomó el libro de datos que Jason había cogido y lo devolvió al cajón.
—Permítame que le formule una pregunta más —pidió Jason, tratando de encontrar las palabras adecuadas—. ¿Le pareció a usted que en las últimas semanas la conducta del doctor Hayes era normal? Cuando yo lo vi, lo encontré muy ansioso y agotado. —Deliberadamente minimizó el verdadero estado de su colega.
—A mí me pareció normal —aseguró Helene, categórica. «Dios mío», pensó Jason. Esa afirmación acabó de convencerle de que Helene mentía. Después de darle las gracias, salió del laboratorio de Hayes. Bajó en el ascensor, eludió a Sally, cruzó el edificio principal y se dirigió a Patología.
Encontró a Jackson Madsen en el laboratorio de química, donde había surgido un problema con una máquina. Dos mecánicos de la compañía estaban allí, y Jackson se alegró de regresar a su oficina con Jason para mostrarle las placas del corazón de Harring.
—Espera a ver esto —dijo mientras colocaba una debajo del microscopio.
Miró por el visor al tiempo que movía hábilmente el portaobjetos con el pulgar y el índice. Luego se apartó para que Jason observara por el microscopio.
—¿Ves esa arteria? —preguntó. Jason asintió—. Fíjate que el vaso está casi obliterado. Creo que es la peor arteriosclerosis que he visto en mi vida. Esa cosa rosada parece amiloideo. Es sorprendente, sobre todo si, como dices, su electrocardiograma no revelaba nada extraño. Permite que te muestre algo más —agregó Jackson cambiando la placa—. Mira.
Jason obedeció.
—¿Qué se supone que debo ver?
—Los núcleos aparecen hinchados —explicó Jackson—. Y eso rosado sí es amiloideo.
—¿Qué significa?
—Es como si el corazón de este tipo hubiera estado bloqueado, sometido a un asedio.
Fíjate en las células inflamatorias.
Desacostumbrado a observar secciones microscópicas, Jason no había reparado en ello en un primer momento, pero ahora las veía con toda claridad.
—¿Qué te sugiere? —preguntó.
—No estoy seguro. ¿Qué edad has dicho que tenía este hombre?
—Cincuenta y seis —respondió Jason, enderezándose—. En tu opinión, ¿crees que estamos frente a una nueva enfermedad infecciosa?
Jackson meditó un momento y luego cabeceó.
—No lo creo. Todo lo que puedo decir es que más bien parece un trastorno metabólico. Ah, otra cosa —agregó, colocando otra placa bajo el microscopio. Mientras enfocaba, comentó—: Esto es parte del núcleo rojo del cerebro. Dime qué ves.
Jason miró por el visor y vio una neurona con un núcleo prominente y una zona granular de tinte oscuro. La describió.
—Eso es lipofuscina —dijo Jackson, y extrajo la placa. Jason se incorporó.
—¿Qué significa todo esto?
—Ojalá lo supiera —contestó Jackson—. Lo cierto es que tu señor Harring estaba realmente enfermo. Estas placas podrían haber pertenecido a mi abuelo.
—Es la segunda vez que oigo un comentario parecido —murmuró Jason—. ¿No puedes darme algún dato más concreto?
—Lo lamento. Me gustaría poder ser de más ayuda. Efectuaré algunas pruebas para asegurarme de que estos depósitos en el corazón y otras partes del cuerpo son amiloideo. Te mantendré informado.
—Gracias. ¿Y qué me dices de las placas de Hayes?
—Todavía no están listas —contestó Jackson.
Jason regresó al segundo piso y se dirigió al consultorio. Como médico siempre se había cuestionado la eficacia de ciertos diagnósticos, procedimientos y drogas, pero jamás había tenido motivos para dudar de su competencia profesional. De hecho en la mayoría de situaciones había considerado que estaba por encima del nivel medio de sus colegas. Sin embargo comenzaba a albergar ciertas dudas al respecto. Tales recelos le resultaban perturbadores, sobre todo porque desde la muerte de Danielle el trabajo se había convertido en su mayor fuente de confianza en sí mismo.
—¿Dónde se había metido? —inquirió Sally, que había abordado a Jason cuando este trataba de deslizarse subrepticiamente en su despacho.
Minutos después lo abrumó con un sinfín de problemas menores que, por suerte, acapararon su atención. Cuando por fin recuperó el aliento, eran pasadas las doce.
Atendió a su último paciente, quien le pidió consejos y vacunas para emprender un viaje a la India, y luego quedó libre. Claudia intentó convencerle de que almorzara con ella y otras secretarias, pero Jason declinó la invitación. Se encerró en su consultorio para meditar. Experimentaba una sensación de impotencia, intuía que algo iba francamente mal, pero no sabía qué era ni qué hacer al respecto. Sobre él se abatió una soledad profunda.
—Maldita sea —masculló, dando una palmada sobre el escritorio con tal fuerza que algunas hojas salieron volando. Debía evitar caer en una depresión. Tenía que actuar.
Se cambió la bata blanca por la chaqueta, tomó su radiotransmisor y se encaminó hacia su automóvil. Condujo por el Fenway, pasando ante el museo Gardner y el de Bellas Artes. Más adelante tomó la autopista Storrow en dirección sur y la abandonó en Arlington. Su destino era el cuartel central de la policía de Boston.
Una vez allí un agente le indicó que se dirigiera al quinto piso. No bien bajó del ascensor, vio a Curran, que se acercaba por el vestíbulo con una taza de café en la mano. El detective no llevaba chaqueta, tenía desabrochado el botón del cuello de la camisa y el nudo de la corbata flojo. No recordó a Jason hasta que este le recordó que se habían encontrado en el depósito de cadáveres y el PBS.
—Sí, claro —dijo Curran—. El asunto Alvin Hayes.
Invitó a Jason a su oficina, que era rigurosamente funcional, pues solo contenía un escritorio y un fichero metálico. De la pared colgaba un calendario con el programa de encuentros de baloncesto de los Celtics.
—¿Un café? —sugirió Curran, depositando su taza sobre el escritorio.
—No, gracias —respondió Jason.
—Es usted muy sabio. Me consta que todo el mundo se queja del café institucional; le aseguro que este brebaje es letal. —Apartó una silla metálica de la pared e indicó a Jason que se sentara—. ¿Qué puedo hacer por usted, doctor?
—No estoy muy seguro. Este asunto de Hayes me perturba. ¿Recuerda que le comenté que el doctor Hayes aseguraba haber realizado un descubrimiento de importancia? Pues bien, ahora creo que existen muchas probabilidades de que así fuera. Después de todo, era un investigador de fama mundial y trabajaba en un campo que ofrece un gran potencial.
—Aguarde un minuto. ¿No me dijo usted también que pensaba que Hayes padecía un colapso nervioso?
—En ese momento consideré que se conducía de forma extraña —declaró Jason—. Me pareció un paranoico que deliraba. Ahora no estoy tan seguro. ¿Y si, efectivamente, hubiera hecho un descubrimiento trascendental y no quisiera revelarlo porque todavía estaba perfeccionándolo? Supongamos que alguien se hubiera enterado y, por algún motivo, hubiera decidido detenerle…
—¿Matándolo? —interrumpió Curran con aire condescendiente—. Doctor, olvida usted un hecho básico; se trató de una muerte natural. No hubo ni orificios de bala en la cabeza, ni cuchilladas en la espalda. Además, era un narcotraficante. Encontramos heroína, cocaína y dinero en su apartamento. Con razón actuaba como un paranoico.
El mundo de las drogas es muy peligroso.
—¿Esa llamada anónima no le resultó extraña? —preguntó Jason, movido por la curiosidad.
—Sucede todos los días. Alguien está enojado por algún motivo y nos telefonea para vengarse.
Jason miró fijamente al detective. En su opinión la conexión con las drogas estaba fuera de lugar, pero no sabía por qué. Entonces recordó que Hayes vivía con una bailarina. Después de todo tal vez no estaba tan fuera de lugar. Como si hubiera leído los pensamiento de Jason, Curran dijo:
—Escuche, doctor, valoro que se haya tomado la molestia de venir aquí, pero los hechos son los hechos. Ignoro si ese individuo hizo algún descubrimiento, pero le diré una cosa; si era traficante, entonces también tomaba drogas. Siempre ocurre así. Pedí al Departamento de Narcóticos que buscara su nombre en los archivos. El resultado fue negativo, pero eso solo significa que aún no lo habían atrapado. Tuvo suerte de morir por causas naturales. En cualquier caso no puedo malgastar mi tiempo con esta clase de muertes.
—Creo que hay algo más en todo este asunto.
Curran sacudió la cabeza.
—El doctor Hayes trató de contarme algo —insistió Jason—. Creo que necesitaba ayuda.
—Seguro. Con toda probabilidad pretendía convencerle de que ingresara en el círculo de las drogas. Escuche, doctor, siga mi consejo; olvídese de este asunto. —Curran se puso en pie, dando por zanjada la entrevista.
Jason salió del edificio y, una vez en la calle, retiró del limpiaparabrisas la multa por mal aparcamiento. Sentado ante el volante, repasó su conversación con el detective Curran. Si bien este se había mostrado cordial, era evidente que no daba mucho crédito a las sospechas e intuiciones de Jason. Al poner en marcha el coche, se acordó de otro comentario de Hayes sobre su descubrimiento; había afirmado que era «una ironía». ¡Qué forma tan extraña de referirse a un descubrimiento científico trascendental!
De nuevo en el PBS, Jason se dedicó de lleno a sus pacientes, yendo de habitación en habitación, escuchando, tocando, pronunciando palabras cariñosas y comprensivas, aconsejando. Era el aspecto que más le gustaba de la medicina. La gente se abría a él, tanto en sentido literal como figurado. Jason recuperó un poco la confianza en sí mismo.
Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando se aproximó al gabinete de examen C y tomó la carpeta con el historial clínico de la persona que debía visitar. Reconoció el nombre, Paul Klingler, el individuo a quien había realizado un chequeo poco tiempo atrás. Leyó rápidamente el resultado de las pruebas, que revelaban que se trataba de una persona sana, con un índice bajo de colesterol y triglicéridos en sangre, y un electrocardiograma normal. Jason entró en el cubículo.
Klingler era un hombre delgado, de pelo rubio, que poseía el sereno aplomo de un viejo yanqui adinerado.
—¿Qué problema hay con mi revisión? —preguntó con tono preocupado.
—En realidad, ninguno.
—Pero su secretaria afirmó que usted quería repetir algunos análisis y me pidió que viniera.
—Lamento que se haya alarmado, pues no hay ningún motivo para ello. Al enterarse de que usted no se encontraba bien, juzgó conveniente que lo examináramos.
—Estoy recuperándome de una gripe —explicó Paul— que mis chicos contrajeron en el colegio. Pero estoy mucho mejor. El único inconveniente es que me impidió hacer ejercicio durante más de una semana.
La gripe no asustaba a Jason. La gente sana no muere de eso. De todos modos examinó a Paul Klingler con mucha atención y repitió varias pruebas cardíacas. Por último le anunció que se pondría en contacto con él si los análisis de sangre revelaban algo anormal.
Después de recibir a dos pacientes más, Jason se enfrentó a Holly Jennings, una ejecutiva de cincuenta y cuatro años que trabajaba en una de las empresas de publicidad más importantes de Nueva York. Estaba muy molesta por haber tenido que acudir a la clínica y no se abstuvo de manifestarlo. Y había fumado en el gabinete de exámenes mientras aguardaba.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó a Jason no bien lo vio. El chequeo a que se había sometido había revelado un mes antes que su estado de salud era bueno; de todos modos Jason le aconsejó que dejara de fumar y perdiera los quince kilos que había aumentado en los últimos cinco años.
—Me enteré de que no se encontraba bien —explicó Jason. Observó que la mujer parecía cansada y tenía ojeras.
—¿Solo eso? La secretaria me dijo que usted quería repetir algunos análisis. ¿Cuál es el problema?
—Ninguno. Solo queríamos hacer un seguimiento. Hábleme de su salud.
—¡Por Dios! Después de haberme perdido dos presentaciones muy importantes para venir aquí, muerta de miedo, resulta que sólo desean conversar conmigo. ¿No podrían haberlo hecho por teléfono?
—Bueno, puesto que está aquí, ¿por qué no me explica cómo se siente últimamente?
—Cansada.
—¿Alguna otra cosa?
—En general me noto muy decaída. Duermo mal, apenas tengo apetito. Nada concreto… no; no es cierto. Los ojos me causan molestias y he de usar gafas frecuencia, incluso en la oficina.
—¿Nada más? —preguntó Jason con cierta aprensión. Holly se encogió de hombros.
—No sé por qué maldita razón se me ha empezado a caer el pelo.
Jason examinó a la mujer detenidamente. Tenía la presión arterial muy alta, lo que bien podía achacarse al estrés. Su piel estaba seca, sobre todo en las extremidades. En el nuevo electrocardiograma que realizó detectó leves alteraciones en el segmento ST que indicaban una reducción de oxígeno en el corazón. Cuando le sugirió hacer otra ergometría, ella rehusó.
—¿No podría volver otro día para eso?
—Preferiría hacérsela ahora —declaró Jason—. De hecho, ¿accedería a quedarse en la clínica durante un par de días?
—¿Bromea usted? No tengo tiempo. Además, no me siento tan mal. ¿Por qué me lo propone?
—Me gustaría realizar diversas pruebas, y también querría que la viera un cardiólogo y un oftalmólogo.
—La semana que viene. El lunes o el martes. Tengo trabajos urgentes que entregar.
Jason permitió de mala gana que Holly abandonara la clínica después de efectuar una extracción de sangre. No podía obligarla a internarse y tampoco tenía ninguna razón concreta para convencerla de que corría peligro. Se trataba tan sólo de una corazonada, una mala corazonada.
Siguiendo su rutina habitual, después de regresar a casa, Jason salió a correr un rato. Se detuvo en el Mercado De Luca, donde compró un pollo, volvió al apartamento, puso la comida en el horno, se duchó y se dirigió a su despacho con una cerveza helada.
Acomodándose, reanudó la lectura del libro sobre el ADN. Comenzó a comprender de qué manera lograba Hayes aislar genes específicos. Una vez localizada la colonia bacteriana apropiada, se la cultivaba para producir trillones de bacterias. Luego, utilizando enzimas, las bacterias ADN eran separadas y fragmentadas, y el gen deseado era aislado y purificado. Después se unía de nuevo a diferentes bacterias en regiones del ADN que podían ser activadas por el investigador. De esa manera la cepa recombinante de bacterias actuaba como una fábrica en miniatura para generar la proteína para la cual estaba codificado ese gen. Con ese método Hayes había conseguido producir la hormona del crecimiento humano. Había empezado con un trozo de ADN humano, el gen producía la hormona del crecimiento, lo reprodujo con la ayuda de bacterias, luego incorporó el producto resultante a las bacterias ADN en un área controlada por un gen responsable de digerir lactosa. Al agregar lactosa al cultivo, la cepa recombinante de bacterias se había activado para producir la hormona del crecimiento humano.
Jason apuró la cerveza y fue a la cocina para buscar otra. Estaba abrumado por lo que había aprendido. Con razón los científicos como Hayes tenían fama de raros.
Sabían que poseían el poder de manipular la vida. Este descubrimiento fascinó a Jason y al mismo tiempo lo perturbó. Los trabajos con ADN ofrecían un pasmoso potencial para el bien y para el mal.
Armado con esta información, se sintió todavía más inclinado a creer que Hayes, si bien bajo el peso de una gran tensión, había dicho la verdad… al menos en lo referente al descubrimiento científico. En cambio albergaba ciertas dudas respecto a su afirmación de que alguien quería matarlo. Deseó haber pasado más tiempo con su colega, saber más de él.
Jason abrió el horno y observó el pollo que comenzaba a dorarse y ofrecía un aspecto delicioso. Puso agua a hervir para cocer el arroz y regresó al despacho. Apoyó los pies sobre el escritorio, se arrellanó en el sillón y comenzó a leer el siguiente capítulo, que versaba sobre las técnicas de la ingeniería genética. La primera parte estaba dedicada a los métodos para fragmentar las moléculas de ADN mediante el uso de enzimas.
Jason debió leer esa sección varias veces debido a su dificultad.
El sonido del detector de humo hizo que Jason —que se había quedado dormido— diera un salto y se precipitara hacia la cocina. El agua del arroz se había evaporado, y la cacerola echaba humo. La colocó debajo de un chorro de agua fría, lo cual provocó salpicaduras y sonidos sibilantes. Al poner en funcionamiento el extractor y abrir una ventana de la sala, el humo desapareció poco a poco de la cocina. Jason se alegró de que el dueño del edificio estuviera fuera de la ciudad, como de costumbre.
Cuando la cena estuvo lista, aunque sin arroz, la llevó al despacho en una bandeja que dejó sobre el escritorio, después de haber apartado papeles y libros. Al empezar a comer se descubrió mirando el titular del Boston Globe, «Médico, drogas y bailarina».
Tomó el diario con la mano izquierda y observó de nuevo a Carol Donner. Le asombraba que Hayes hubiera vivido con esa mujer. Se preguntó si su compañero habría sido víctima de esa fantasía tan típica de los hombres maduros; tratar de rescatar a la prostituta, que, pese a su forma de ganarse la vida, tenía un corazón de oro. Sin embargo, puesto que Hayes era su colega, con un pasado similar al suyo, que incluía la misma facultad de medicina, tal posibilidad se le antojó descabellada. Con todo, como bien había dicho Curran, los hechos son los hechos. Era obvio que Hayes había vivido con la muchacha. Jason apartó el periódico.
Después de leer todo lo que encontró acerca de la sequedad de la piel, que no era mucho, por cierto, llevó a la cocina los platos sucios y los fregó. La imagen de Carol Donner cubriéndose el rostro con la mano lo acosaba. Consultó su reloj. Eran las diez y media de la noche.
—¿Por qué no? —murmuró.
Al fin y al cabo, si Hayes había convivido con esa mujer, tal vez ella supiera algo que le diera un indicio sobre el descubrimiento de su colega. De todos modos no tenía nada que perder. Jason se puso un jersey y una chaqueta de tweed y abandonó el apartamento.
El trayecto de Beacon Hill a Combat Zone suponía un paseo de sólo quince minutos.
Pero esos quince minutos representaban al mismo tiempo una enorme distancia social.
Beacon Hill era el epítome del bienestar económico y el decoro, con sus calles empedradas y sus farolas de gas. Combat Zone, en cambio, era su sórdido opuesto.
Jason bordeó Boston hasta llegar a la calle Washington, plagada de bares, donde los transeúntes se mezclaban, no sin cierta inquietud, con los grupos de vocingleros estudiantes y obreros de Dorchester con cazadoras de cuero. El Club Cabaré se hallaba en la mitad de la manzana, entre un cine de películas pornográficas y una librería para adultos, en cuyo escaparate exhibía una variedad de supuestos aditamentos sexuales. El cartel CHICAS UNIVERSITARIAS EN «TOPLESS» fulguraba con pintura fluorescente.
Jason se acercó a la puerta y entró en el local, una sala larga y oscura, iluminada en el centro por un foco que alumbraba la pasarela de madera. Detrás había pequeños reservados, y una música estridente salía de unos grandes altavoces que flanqueaban la escalera que conducía a la pasarela desde el piso superior.
El aire estaba cargado de humo de cigarrillo y ese particular aroma químico de desodorante barato. El lugar estaba prácticamente ocupado por hombres inclinados sobre sus bebidas. Resultaba difícil ver qué ocurría en el interior de los reservados, pero, mientras avanzaba, Jason alcanzó a distinguir a numerosas mujeres que lucían escotes pronunciados y faldas compuestas por delgadas tiras de tela. Encontró un taburete libre en el bar. Una camarera de camisa blanca y pantalones cortos negros muy ajustados le tomó nota casi al instante.
Mientras la mujer colocaba ante él una cerveza y un vaso, una bailarina semidesnuda bajó por la escalera y se pavoneó por la pasarela. Jason levantó la vista y la observó, y por un instante las miradas de ambos se cruzaron. La mujer exhibía una expresión de aburrimiento, estaba muy maquillada, y su cabello, rubio platino, tenía la consistencia de la paja. Jason calculó que contaría más de treinta años y, por consiguiente, no era en absoluto una estudiante.
Al echar una ojeada por el recinto, notó expresiones parecidas de aburrimiento en los rostros de los hombres que seguían con la mirada los movimientos de la bailarina sobre la pasarela. Jason bebió la cerveza directamente de la botella; en un antro semejante no se le ocurriría posar sus labios sobre un vaso.
Cuando el rock and roll terminó, la bailarina actuó como si de pronto se hubiera quedado sin recursos. Con cierta timidez, desplazó el peso del cuerpo de un tacón de diez centímetros al otro, esperando que se iniciara el próximo número. Jason advirtió que tenía un corazón tatuado en el muslo derecho.
Al sonar un fuerte redoble de tambores, la rubia comenzó a bailar de nuevo y se quitó su escueta camiseta. Quedó con sólo un tanga y los zapatos. No obstante, los hombres ubicados en el bar parecían tallados en piedra y los únicos movimientos que realizaban eran los necesarios para acercarse los vasos o los cigarrillos a los labios; por lo menos hasta que la bailarina empezó a avanzar por la pasarela. Entonces algunos le tendieron billetes de un dólar.
Jason contempló un rato el espectáculo y luego volvió a recorrer el recinto con la mirada. A unos seis metros había un reservado ocupado por un hombre de traje oscuro que fumaba un cigarrillo y parecía leer un libro a través de sus gafas oscuras. Jason no acertó a comprender cómo era capaz de ver algo en la penumbra; supuso que era el gerente. Apostados, a cada lado del reservado varios tipos con pinta de culturistas, camisetas blancas y, los brazos cruzados, volvían la cabeza una y otra vez, inspeccionando el local.
Cuando la música cesó, la mujer rubia recogió sus prendas y subió presurosa por las escaleras entre unos pocos aplausos. La música volvió a sonar, y otra bailarina descendió por los peldaños y evolucionó sobre la pasarela. Vestida con un colorido y voluminoso traje de gitana, bien podría haber sido hermana de la primera… su hermana mayor.
Jason no tardó en comprender cuál era la estructura del espectáculo; aparecía una chica con una vestimenta rara, empezaba a bailar y se quitaba la ropa. Transcurrieron cuarenta y cinco minutos, y Jason se preguntó si Carol Donner se presentaría esa noche. Se lo preguntó a una camarera.
—Es la próxima. ¿Quiere otra ronda, señor?
Jason negó con la cabeza. Le bastaba con una cerveza. Al pasear la mirada advirtió que varias bailarinas habían regresado al salón y, tras hablar con el hombre de gafas os curas, deambulaban por el recinto, conversando con los parroquianos. Jason trató de imaginar a Hayes, el reputado biólogo nuclear, allí en el bar. No pudo.
La música cesó, y la luz de la pasarela se hizo menos intensa. Por primera vez en la velada un sistema de altavoces anunció a la siguiente bailarina: la famosa Carol Donner. Los aburridos clientes apoyados en la barra parecieron despertar de pronto.
Se oyeron algunos silbidos.
La música cambió de ritmo; ahora sonaba un rock más suave, y una figura apareció en la pasarela. Cuando las luces se intensificaron, Jason quedó asombrado. Para su sorpresa, Carol Donner era una joven muy hermosa. Su piel ofrecía un aspecto lozano, y sus ojos refulgían. Lucía un body, una cinta para el cabello y calentadores, como si asistiera a una clase de aeróbic. Estaba descalza. Se desplazó por la pasarela con gracilidad, y Jason notó que su sonrisa denotaba una alegría auténtica.
A medida que su número avanzaba, se quitó los calentadores, una cinta de seda que le ceñía la cintura, por último el body. El público la aplaudió cuando bailó en topless en dirección a la escalera. No bien hubo desaparecido, los parroquianos volvieron a sumirse en la indiferencia. Jason aguardó a que Carol regresara al salón, como las otras muchachas, pero al cabo de veinte minutos temió que tal vez no lo hiciera. Se bajó del taburete y se acercó al hombre de las gafas oscuras. Al ver que se aproximaba un guardaespaldas descruzó los brazos.
—Perdón —dijo Jason—. ¿Podría hablar con Carol Donner?
El hombre se quitó el cigarro de los labios.
—¿Quién diablos es usted?
Jason se mostró renuente a dar su verdadero nombre, y ante su vacilación el hombre de las gafas oscuras hizo una seña a uno de los matones. Jason sintió que un par de manazas aferraban su brazo y lo empujaban hacia la puerta.
—Yo solo quería…
Cogiéndolo de la chaqueta lo condujeron a través del local hacia el otro lado de unas cortinas, mientras sus pies apenas si rozaban el piso. Con una gran dosis de humillación, se encontró arrojado a la calle.