Jason no pasó una buena noche. Cada vez que cerraba los ojos veía la expresión de Hayes en el instante anterior a la catástrofe y de nuevo experimentaba la espantosa sensación de impotencia al ver cómo la sangre se le escapaba de la boca junto con la vida.
La imagen continuaba acosándolo mientras conducía hacia su trabajo; de pronto recordó algo que había olvidado comentar a Curran y Shirley. Hayes había afirmado que su descubrimiento no era un secreto, que alguien lo usaba. Pese a ignorar el significado de esas palabras, Jason decidió que telefonearía al detective en cuanto llegara al PBS.
Sin embargo, no bien hubo cruzado la puerta del edificio, cuando lo llamaron por los altavoces para que se dirigiera sin tardanza a la unidad coronaria. Brian Lennox había empeorado. Después de un rápido examen, Jason comprendió que apenas podía hacer nada por él. Los integrantes del equipo de cardiología cuya opinión había solicitado el día anterior tampoco se mostraron optimistas, si bien uno de ellos, Harry Sarnoff, había ordenado que se realizara un estudio coronario de urgencia esa mañana, pues la única esperanza que quedaba consistía en comprobar si una operación lograría salvar al paciente.
Fuera del compartimiento de Brian, la enfermera preguntó:
—Si el paciente sufriera un paro cardíaco, ¿deberíamos practicarle técnicas de reanimación? Hasta sus riñones parecen deteriorados.
Jason detestaba tomar esa clase de decisiones, pero se mostró firme en que el paciente fuera mantenido con vida a cualquier precio, por lo menos hasta que tuvieran los resultados de la cardiografía.
El resto de la ronda contribuyó a deprimirle aún más. Los casos de diabetes no evolucionaban como cabía esperar. Dos pacientes habían sufrido una insuficiencia renal y el tercero amenazaba con padecerla. Lo más desalentador era que esas personas no habían ingresado en la clínica por ese motivo; la insuficiencia renal se había presentado mientras eran tratados por otros problemas.
Tampoco los dos enfermos de leucemia respondían al tratamiento. Ambos habían desarrollado cardiopatías significativas aunque habían sido internados por problemas respiratorios. Y los dos enfermos de sida empeoraban notablemente. Los únicos pacientes que mejoraban eran dos muchachas con hepatitis. El último paciente de la ronda de Jason era un hombre de treinta y cinco años aquejado de fiebre reumática en su infancia, que había acudido a la clínica para someterse a una evaluación de las válvulas cardíacas. Gracias a Dios su estado permanecía estacionario.
Al llegar al consultorio Jason tuvo que mostrarse severo con Claudia. La noticia de la muerte de Hayes ya se había difundido por todo el PBS, y Claudia exhibió una curiosidad descontrolada. Jason manifestó que no pensaba hablar del tema. Ella insistió. El doctor le ordenó que saliera del consultorio. Más tarde Jason se disculpó y le relató sucintamente los hechos. A las diez y media recibió una llamada de Henry Sarnoff con noticias deprimentes. Las arterias coronarias de Brian Lennox estaban mucho peor, pero sin bloqueo focal. En otras palabras, la arteriosclerosis se extendía a un ritmo veloz, y no había ninguna posibilidad de realizar una intervención quirúrgica. Sarnoff aseguró no haber visto jamás un desarrollo tan rápido de ateromas y le pidió permiso para utilizar ese caso en un trabajo suyo, a lo que Jason accedió.
Después de la llamada de Sarnoff, Jason se encerró en su consultorio durante unos minutos. Cuando se sintió emocionalmente preparado, telefoneó a la unidad coronaria para hablar con la enfermera a cargo de Brian Lennox. Tras comentarle los resultados de la cardiografia, le indicó que no practicaran al paciente técnicas de reanimación.
Puesto que no había esperanzas para él, era mejor abreviar su sufrimiento. La enfermera estuvo de acuerdo. Después de colgar, Jason se quedó con la vista clavada en el teléfono. En momentos como ese solía preguntarse qué le había impulsado a estudiar medicina.
Cuando llegó la hora de la comida, Jason decidió informarse de los resultados de la autopsia de Hayes. Con luz diurna, el depósito de cadáveres no resultaba un lugar tan tétrico; tan sólo era uno de los muchos edificios vetustos, deteriorados y no demasiado limpios de la ciudad. Incluso los detalles arquitectónicos egipcios resultaban más cómicos que imponentes. De todos modos evitó la sala de depósito de cadáveres y se dirigió directamente a la estrecha oficina de Margaret Danforth, situada junto a la biblioteca. La doctora estaba inclinada sobre su escritorio, comiendo una gran hamburguesa. Lo saludó con la mano y sonrió.
—Bienvenido.
—No quisiera molestarla —dijo Jason tomando asiento. Una vez más se maravilló de lo menuda y femenina que parecía para ese trabajo.
—No es ninguna molestia. Esta mañana he practicado la autopsia al doctor Hayes. —Se recostó en la silla, que crujió un poco—. Reconozco que quedé bastante sorprendida.
No era cáncer.
—¿Qué era, entonces?
—Un aneurisma. Un aneurisma aórtico que estalló dentro del árbol traqueobronquial. ¿Padeció Hayes alguna vez la sífilis?
Jason meneó la cabeza.
—No, que yo sepa. Lo dudo bastante.
—Lo cierto es que tenía un aspecto extraño —afirmó Margaret—. ¿Le importa que siga comiendo? Debo realizar otra autopsia dentro de unos minutos.
—En absoluto —contestó Jason, asombrado de que la mujer pudiera comer en ese lugar. De hecho él se notaba el estómago revuelto. De todo el edificio emanaba un leve olor a pescado—. ¿Qué tenía un aspecto extraño?
Margaret masticó y tragó.
—La aorta poseía una consistencia terrosa, al igual que la tráquea. Nunca he visto nada parecido, salvo en un individuo de ciento catorce años cuya autopsia realicé. ¿Se imagina? Su historia salió publicada en The Globe. Tenía cuarenta y cuatro años cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Sorprendente.
—¿Cuándo tendrá el informe microscópico?
—Dentro de dos semanas —respondió Margaret—. No contamos con financiación suficiente para disponer de personal de apoyo adecuado. Y las placas se retrasan bastante.
—Si pudiera darme algunas muestras, me encargaría de que nuestro Departamento de Patología las procesara.
—Debemos procesarlas nosotros. Estoy segura de que usted lo comprende.
—No propongo que ustedes no lo hagan, sino que también nosotros podríamos hacerlo. Eso nos permitiría ganar un poco de tiempo.
—No veo por qué no —concedió Margaret.
Se puso en pie y, tras dar otro bocado a la hamburguesa, indicó a Jason que la siguiera. Ambos subieron por la escalera a la sala de autopsias.
Era un recinto largo y rectangular, con cuatro mesas de acero inoxidables. El olor a formaldehído y a otros fluidos era abrumador. Dos de las mesas se encontraban ocupadas, y las otras dos eran limpiadas en ese momento. Margaret, perfectamente cómoda en ese medio, seguía masticando el último resto de su almuerzo mientras conducía a Jason hasta una especie de tina. Después de revisar numerosos frascos con tapa de plástico, separó algunos. Luego extrajo el contenido de cada recipiente, lo colocó sobre una tabla de corte y separó un trozo con una cuchilla. A continuación tomó unos frascos vacíos, les puso un etiqueta, vertió formaldehído en ellos e introdujo las respectivas muestras. Cuando hubo acabado, metió los frascos en una bolsa de papel vegetal y se la entregó a Jason. La operación fue realizada con notable eficiencia.
De regreso en el PBS, Jason se dirigió al Departamento de Patología, donde encontró al doctor Jackson Madsen absorto sobre su microscopio. El doctor Madsen era un hombre alto y enjuto que, a los sesenta años, todavía se jactaba de participar en maratones. Al ver a Jason manifestó cuánto lo compadecía por haber tenido que presenciar la muerte de Hayes.
—Por lo visto aquí no hay secretos —dijo Jason un tanto molesto.
—Por supuesto que no —replicó Jackson—. Un centro médico es como un pequeño pueblo; vive de los chismes. —Al ver la bolsa de papel vegetal, añadió—: ¿Tienes algo para mí?
—En cierto modo, sí —respondió Jason, que comenzó a explicarle la procedencia de las muestras. A continuación le preguntó si, puesto que en el laboratorio municipal tardarían dos semanas en procesar las placas, le importaría realizar esa tarea en los laboratorios del PBS.
—Lo haré con mucho gusto —contestó Jackson y tomó la bolsa—. Ya que estás aquí, ¿deseas que te dé los resultados del caso Harring?
Jason tragó saliva.
—Por supuesto. Adelante.
—Ruptura cardíaca. El primer caso que he visto en años. El ventrículo izquierdo se abrió en dos. Cuando seccioné el corazón tuve la impresión de que todas las arterias coronarias estaban afectadas. Ese hombre tenía la peor enfermedad coronaria que he visto en mucho tiempo.
«Menudo golpe para nuestro maravilloso plan de prevención», pensó Jason. Un poco a la defensiva, explicó a Jackson que había vuelto a estudiar el historial clínico de Harring, sin encontrar en el electrocardiograma realizado apenas un mes antes nada que preludiara lo que había de desencadenarse y terminar con la vida del paciente.
—Tal vez deberías revisar tus electrocardiógrafos —sugirió Jackson—. Te aseguro que el corazón de ese hombre se hallaba en un estado calamitoso. Mañana contaremos ya con las secciones microscópicas.
Después de salir del Departamento de Patología, Jason reflexionó sobre el consejo de Jackson. En ningún momento había contemplado la posibilidad de que existiera un electrocardiógrafo defectuoso. Cuando llegó a su consultorio la descartó por completo, pues si esas máquinas funcionaran mal, ya se habrían percatado de ello. Además se usaban dos electrocardiógrafos distintos para la prueba de reposo y la ergometría. De pronto recordó algo. Sin duda Hayes había sido sometido a un chequeo completo al entrar a formar parte del PBS, como todos los nuevos empleados.
Después de que Claudia le informara de los mensajes telefónicos que había recibido, Jason le pidió que averiguara si existía un historial clínico del doctor Alvin Hayes y, en caso afirmativo, que lo consiguiera. Evitando a Sally, se dirigió a Radiología. Con la ayuda de una secretaria del departamento localizó la carpeta de Alvin Hayes. Tal como suponía, contenía una radiografía de tórax realizada seis meses antes. La estudió brevemente. Luego, armado con la placa, buscó a uno de los cuatro cardiólogos del cuerpo médico. Se acercó al doctor Milton Perlman, que en ese momento salía de una sala, le describió la muerte de Hayes y los resultados de la autopsia, y le entregó la radiografía. Milton se llevó la placa a su consultorio, la calzó sobre un negatoscopio y encendió la luz. Observó atentamente la radiografía antes de volverse hacia Jason.
—Aquí no se aprecia ningún aneurisma —afirmó, con su típico acento virginiano—. La aorta presenta un aspecto normal, sin calcificaciones.
—¿Es posible eso? —preguntó Jason.
—Tiene que serlo —respondió Milton, fijándose en el nombre y el número de la placa
—Supongo que siempre existe la posibilidad de un error en la identificación de la radiografía, pero lo dudo. Si este hombre murió de un aneurisma, lo desarrolló en el curso del último mes.
—No sabía que eso pudiera ocurrir.
—¿Qué quieres que te diga? —replicó Milton, alzando las manos.
Jason regresó a su consultorio meditando la cuestión. Un aneurisma podía formarse de manera vertiginosa, sobre todo si la víctima padecía de una combinación de enfermedad arterial e hipertensión. Sin embargo al revisar los estudios clínicos realizados a Hayes descubrió que, tal como sospechaba, tanto su presión arterial como sus sonidos cardíacos eran normales. Ante la inexistencia de trastornos vasculares, solo cabía aguardar el análisis de las secciones microscópicas. Tal vez Hayes había contraído una extraña enfermedad infecciosa que había afectado a sus arterias, incluida la aorta. Por primera vez Jason se preguntó si acaso estaban presenciando el nacimiento de una nueva y terrible enfermedad.
Después de cambiarse la chaqueta por una bata blanca, salió de su consultorio y se topó con Sally.
—¡Está muy retrasado con sus pacientes! —regañó ella.
—¿Alguna otra novedad? —replicó Jason, echando a andar hacia el gabinete de exámenes A.
Gracias a una combinación de trabajo duro y buena suerte, Jason logró ponerse al día con el plan de visitas. La suerte consistió en que ese día no acudieran pacientes nuevos a quienes debía dedicar más tiempo, ni pacientes antiguos con problemas nuevos. A las tres de la tarde disfrutó de un momento de descanso cuando un paciente canceló su visita.
Jason no consiguió apartar de su mente lo ocurrido con Hayes en toda la tarde. Y, puesto que disponía de un poco de tiempo libre, se dirigió al sexto piso, donde se hallaba el laboratorio del doctor Alvin Hayes, pensando que quizá la asistente de este sabría si el gran descubrimiento a que había aludido el difunto tenía alguna base real.
En cuanto salió del ascensor, Jason tuvo la sensación de estar en otro mundo. Uno de los incentivos que la PBS había brindado a Hayes para que aceptara su oferta había consistido en la construcción de un nuevo laboratorio que ocupaba gran parte del sexto piso.
La zona adyacente al ascensor estaba amueblada con cómodos sillones de cuero, alfombras mullidas y hasta una enorme librería con puertas de vidrio que contenía las últimas publicaciones acerca de biología molecular. Más allá de esa sala de recepción había una habitación estéril donde los visitantes debían colocarse delantales blancos y cubiertas protectoras en los zapatos. Jason accionó el picaporte de la puerta y, al encontrarla abierta, entró.
Se puso el delantal y los protectores de zapatos e intentó abrir la puerta interior.
Como suponía, estaba cerrada. Junto a ella había un timbre; lo pulsó y aguardó. Sobre el dintel parpadeó una pequeña luz roja perteneciente a una cámara de televisión de circuito cerrado. A continuación la puerta se abrió con un zumbido, y Jason entró.
El laboratorio estaba dividido en dos secciones principales. La primera, de fórmica y azulejos blancos, incluía una gran sala central con varias oficinas contiguas. Los tubos fluorescentes del techo arrojaban una luz deslumbradora. El recinto albergaba un gran número de equipos sofisticados, la mayoría de los cuales Jason no logró reconocer. Una puerta de acero cerrada separaba la primera sección de la segunda, y junto a ella un letrero rezaba:
SALA DE ANIMALES E INCUBADORA DE BACTERIAS.
PROHIBIDA LA ENTRADA.
Sentada en uno de los largos bancos de laboratorio de la primera sección se hallaba una mujer muy rubia que Jason había visto en varias ocasiones en la cafetería del PBS. De facciones afiladas, nariz levemente aguileña, llevaba el cabello peinado hacia atrás y sujeto con una especie de rodete. Jason notó que tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando.
—Disculpe, soy el doctor Jason Howard —dijo, tendiendo la mano.
Ella la estrechó. Tenía la piel muy fría.
—Helene Brennquivist —dijo, con leve acento escandinavo.
—¿Tiene un momento?
Helene no respondió, limitándose a cerrar el cuaderno de anotaciones y apartar una cápsula de cajas de Petri.
—Me gustaría formularle unas preguntas —prosiguió Jason. Observó que la mujer poseía la extraña habilidad de mantener una expresión absolutamente impasible en el rostro—. ¿Este es, o fue, el laboratorio del doctor Hayes? —añadió, describiendo con la mano un círculo que abarcaba todo el recinto.
Ella asintió.
—Y supongo que usted trabajaba con el doctor Hayes.
Otro asentimiento con la cabeza, menos perceptible que el primero. Jason advirtió que, por algún motivo, la mujer había adoptado una actitud defensiva.
—Presumo que está enterada de la mala noticia concerniente al doctor Hayes.
Esta vez ella parpadeó, y Jason creyó percibir un brillo de lágrimas en sus ojos.
—Yo estaba con el doctor Hayes cuando murió —explicó Jason, mirando a Helene fijamente. Salvo por ese atisbo de lágrimas en los ojos, su rostro no reflejaba ningún sentimiento o emoción, lo cual hizo que él se preguntara si esa no sería una forma de aflicción—. Poco antes de morir Hayes me aseguró que había hecho un descubrimiento trascendental…
Jason dejó que su comentario flotara en el aire, con la esperanza de recibir una respuesta. Pero no obtuvo ninguna. Helene se limitó a observarle.
—¿Y bien? ¿Se produjo o no un descubrimiento importante? —preguntó Jason, inclinándose.
—No sabía si había usted terminado de hablar —declaró Helene—. De hecho no había formulado ninguna pregunta.
—Es cierto —reconoció Jason—, pero esperaba que usted me respondiera. Confío en que sepa a qué se refería el doctor Hayes.
—Me temo que no. Otras personas de la administración del centro han venido para plantearme la misma cuestión. Lamentablemente no tengo ni idea de a qué se refería el doctor Hayes.
Jason supuso que Shirley se había entrevistado con Helene a primera hora de la mañana.
—Además del doctor Hayes, ¿es usted la única persona que trabaja en este laboratorio?
—En efecto —contestó Helene—. Solíamos tener una secretaria, pero el doctor Hayes la despidió hace tres meses. Opinaba que hablaba demasiado.
—¿De qué temía que hablara?
—De cualquier cosa. El doctor Hayes era un hombre muy reservado, sobre todo respecto a su trabajo.
—Comprendo —dijo Jason. Su impresión inicial de que Hayes se había vuelto paranoico parecía tener algún fundamento—. ¿En qué consiste su tarea aquí, señorita Brennquivist?
—Soy bióloga molecular, como el doctor Hayes, aunque carezco de su habilidad.
Utilizo técnicas recombinantes de ADN para modificar bacterias coli y producir así diversas proteínas que interesaban al doctor Hayes.
Jason asintió como si entendiera. Había oído el término «técnicas recombinantes de ADN», pero apenas si tenía una noción muy vaga de lo que significaba. Desde que había abandonado la Facultad de Medicina se habían producido grandes avances en ese campo. En todo caso sí recordaba el temor de que los estudios relativos a la recombinación de ADN pudieran crear bacterias capaces de provocar enfermedades nuevas y desconocidas.
Pensando precisamente en la súbita muerte de Hayes, Jason inquirió:
—¿Había descubierto usted algunas cepas nuevas y potencialmente peligrosas?
—No —respondió Helene sin vacilar.
—¿Cómo puede estar tan segura?
—Por dos motivos. En primer lugar, era yo quien realizaba el trabajo de recombinación bacteriana, no el doctor Hayes. En segundo lugar, usamos una cepa de bacterias coli de la clase E que no puede desarrollarse fuera del laboratorio.
—Claro —dijo Jason para alentarla a seguir hablando.
—Las investigaciones del doctor Hayes se centraban en el crecimiento y el desarrollo. Dedicaba la mayor parte del tiempo a aislar los factores de crecimiento del eje hipotálamo —hipófisis responsable de la pubertad y el desarrollo sexual. Las proteínas son factores de crecimiento. Estoy segura de que usted no lo ignora.
—Desde luego —replicó Jason.
«Qué mujer tan extraña», pensó. Al principio la conversación había resultado difícil y había tenido que extraerle las palabras con sacacorchos. Ahora que se encontraba en terreno científico, se mostraba muy locuaz.
—El doctor Hayes solía darme una proteína, y yo trataba de producirla con técnicas recombinantes de ADN. Esa es mi tarea aquí. —Se volvió hacia la pila de cápsulas de Petri, cogió una y retiró la tapa. Después se la entregó a Jason. Sobre la superficie descansaban grupos blancuzcos de colonias bacterianas.
Helene volvió a colocar la cápsula en su lugar.
—Al doctor Hayes le fascinaban la activación y desactivación de genes, el equilibrio entre represión y expresión, el papel de las proteínas represoras y el lugar en que se acoplan con el ADN. Ha usado el gen de la hormona del crecimiento como prototipo.
¿Le gustaría ver su último mapa del cromosoma 17?
—Por supuesto —respondió Jason, obligándose a sonreír. En el laboratorio sonó un timbre que ahogó momentáneamente el leve zumbido de los equipos electrónicos. Una pantalla frente a Helene mostró a cuatro personas y un perro que se hallaban en el vestíbulo. Jason reconoció enseguida a Shirley Montgomery y el detective Michael Curran. Las otras dos personas le resultaron desconocidas.
—Dios —exclamó Helene mientras extendía el brazo para pulsar el botón que abría la puerta.
Jason se puso en pie cuando los recién llegados empezaron a entrar en la habitación. En el rostro de Shirley apareció una fugaz expresión de sorpresa al ver a Jason, pero se mostró muy tranquila cuando presentó al detective Curran a Helene.
Cuando el policía comenzó a interrogarla, Shirley tomó a Jason del brazo y lo condujo a la oficina más próxima, que el hombre supuso era la de Hayes. Las paredes estaban cubiertas de fotografías progresivamente ampliadas de genitales humanos, que abarcaban la evolución anatómica de la pubertad. Las copias estaban colocadas en marcos de acero inoxidable.
—Qué decoración tan curiosa —comentó Jason con ironía. Shirley actuó como si ni siquiera hubiera visto las fotografías. Su rostro, habitualmente sereno, exhibía una expresión de preocupación y fastidio.
—Este asunto se nos está yendo de las manos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jason.
—Al parecer anoche la policía recibió una llamada anónima que aseguraba que el doctor Alvin Hayes era traficante de drogas. Registraron su apartamento y encontraron una cantidad considerable de heroína, cocaína y dinero. Ahora tienen una orden de registro para revisar su laboratorio.
—¡Santo Cielo! —exclamó Jason, entendiendo de pronto el porqué de la presencia del perro.
—Y por si eso fuera poco, descubrieron que vivía con una mujer llamada Carol Donner.
—Ese nombre me resulta conocido —dijo Jason.
—Pues no debía —replicó Shirley con tono severo—. Carol Donner es una bailarina exótica del Club Cabaré en la Combat Zone.
—¡Ja! —exclamó Jason, riendo entre dientes.
—¡Jason! No es para reírse.
—No estoy riendo —protestó él—. Sencillamente estoy asombrado.
—Si tú estás asombrado, ¿qué supones que dirán los miembros del equipo directivo?
Y pensar que yo insistí en contratar a Hayes. Bastantes inconvenientes nos ha causado ya su muerte. Me temo que esto se convertirá en una pesadilla.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Jason.
—No tengo la menor idea —reconoció Shirley—. Por el momento mi intuición me dice que, cuanto menos hagamos, mejor.
—¿Qué opinas del supuesto descubrimiento de Hayes?
—Creo que ese hombre deliraba —afirmó Shirley—. ¡No debemos olvidar que estaba implicado en asuntos de drogas y liado con una bailarina exótica! ¡Por el amor de Dios!
Exasperada, Shirley regresó a la parte principal del laboratorio, donde el detective Curran todavía conversaba con Helene, mientras los otros dos hombres y el perro registraban minuciosamente el laboratorio. Jason los observó largo rato y luego se excusó aduciendo que debía cumplir con sus obligaciones. Aún debía atender a unos pacientes externos y visitar a algunos internados.
Aunque estaba más convencido que nunca de que Hayes había sufrido un colapso nervioso y en realidad no había realizado ningún descubrimiento trascendental, antes de partir hacia su casa Jason se detuvo en la biblioteca para coger un delgado volumen titulado Recombinantes de ADN: Una introducción para legos.
El tráfico en la hora punta era tan denso como de costumbre, y cuando detuvo el automóvil en el aparcamiento frente a su casa y le colocó el freno de mano, Jason sintió el habitual alivio por el hecho de haber llegado ileso. Subió a su apartamento y colocó el maletín sobre el escritorio del pequeño despacho que daba a la plaza. Los olmos sin hojas semejaban esqueletos contra el cielo nocturno. Ya estaba bastante oscuro aunque sólo eran las siete menos cuarto de la tarde. Después de ponerse el chándal bajó y comenzó a correr por la calle Mt. Vernon, cruzó el Storrow Drive por el puente Arthur Fiedler y avanzó a lo largo del Charles hasta el puente Boston University antes de girar. A diferencia de en verano, vio a pocas personas practicar deporte. De regreso a casa se detuvo en el Mercado De Luca y compró pescado fresco, lo necesario para preparar una ensalada y una botella de Chardonnay California.
Le gustaba cocinar, de modo que después de ducharse preparó el pescado a la parrilla con un poco de ajo y aceite de oliva. Aderezó la ensalada, sacó el vino del congelador, donde lo había colocado para que estuviera más frappé, y se sirvió una copa. Cuando todo estuvo listo, llevó la cena al despacho en una bandeja. Sólo entonces abrió el pequeño libro que había sacado de la biblioteca y se dispuso a disfrutar de la noche.
La primera parte le sirvió de repaso. Jason sabía bien que el ácido desoxirribonucleico, más conocido como ADN, era una molécula que tenía forma de doble hélice. Estaba constituido por subunidades repetitivas llamadas «bases», que tenían la propiedad de acoplarse entre sí de maneras muy específicas. Algunas zonas particulares del ADN se denominaban «genes», y cada gen participaba en la producción de una proteína específica.
Jason se sintió alentado y tomó un sorbo de vino. El libro estaba bien escrito, y su lectura resultaba amena al tiempo que didáctica. Le gustaba aprender nuevos datos, como que cada célula humana poseía cuatro mil millones pares base. El apartado siguiente versaba sobre las bacterias y la facilidad y rapidez con que se reproducían.
Trillones de células idénticas podían formarse a partir de una inicial en cuestión de días. Esto era importante, porque en ingeniería genética las bacterias servían como recipientes de pequeños fragmentos de ADN. Este elemento extraño era incorporado al ADN de cada bacteria y luego, cuando la célula se dividía, generaba los fragmentos originales. La bacteria con el recién incorporado ADN se denominaba «cepa recombinante», y la nueva molécula de ADN se llamaba «ADN recombinante». Hasta ahí todo bien.
Jason comió un poco de pescado y ensalada y tomó un buen sorbo de vino. El siguiente capítulo del libro resultó un poco más complicado. Trataba de cómo conseguían los genes producir, dentro de la molécula de ADN, sus respectivas proteínas. La primera parte del proceso consistía en realizar una copia del segmento de ADN con una molécula llamada «mensajera ARN». Esta dirigía entonces la producción de la proteína en un proceso denominado «transcripción». Jason bebió un poco más de vino. La última parte del capítulo se le antojó particularmente interesante, pues explicaba los elaborados mecanismos que activaban y desactivaban los genes.
Jason se puso en pie y se dirigió a la cocina. Abrió la nevera y se sirvió otra copa de vino. De nuevo en su despacho, miró por la ventana, observando las luces del convento St. Margaret, al otro lado de la plaza. Encontraba divertido que hubiera un convento en la manzana residencial más buscada de Boston. ¡Renuncia a los bienes materiales, hazte monje y múdate a Louisburg! Sonrió y bajó la vista hacia el libro sobre ADN recombinante. Tomó asiento y releyó la sección relativa al timing de la expresión genética. Le resultó complicada y fascinante a la vez. Al parecer se había descubierto un sinnúmero de proteínas que actuaban como inhibidoras de la función genética.
Dichas proteínas se adherían al ADN o hacían que este se enroscara para proteger los genes afectados.
Jason cerró el libro. Era suficiente para una noche. Además, el apartado sobre el control de la función genética era lo que inconscientemente había estado buscando. Al leer el capítulo había recordado el comentario de Hayes respecto a que su principal interés era conocer «cómo los genes se activaban y desactivaban». Helene también había aludido a ello.
Bebiendo un trago de vino se dirigió a la sala de estar, donde reflexionó mientras con aire ausente tocaba los candelabros colocados sobre la repisa de la chimenea. ¿Qué había querido decir Hayes al afirmar que había hecho un descubrimiento científico trascendental? Por el momento Jason descartó la idea de que Hayes tuviera delirios de grandeza. Al fin y al cabo era un investigador de primera línea y fama internacional que dedicaba a su trabajo las veinticuatro horas del día. Así pues, existía la posibilidad de que hubiera dicho la verdad. Si había realizado un gran hallazgo, sería sin duda en el campo de la activación y desactivación de genes, y probablemente guardaría relación con el crecimiento y el desarrollo. Por un momento la mente de Jason se vio invadida por las imágenes de las fotografías de genitales que había en la oficina de Hayes.
El sonido del teléfono le sacó de sus pensamientos. Era la jefa de enfermeras de la unidad coronaria.
—Brian Lennox acaba de morir. Tuvo un episodio terminal de arritmia ventricular que evolucionó hasta convertirse en una asistolia.
—Voy para allá —dijo Jason.
Colgó el auricular y caviló sobre la jerga científica utilizada por la enfermera, que supuso constituía una suerte de defensa emocional. Una vez más la sombra de la muerte se cernía sobre él como una nube perniciosa.