A Jason le encantaba el final del otoño en Boston, a pesar del invierno frío que anunciaba. Con su sombrero de fieltro de ala ancha al estilo Indiana Jones y su cómodo impermeable Burberry, estaba bien protegido contra la fría noche de octubre.
Ráfagas de viento hacían remolinear las hojas amarillentas de un olmo alrededor de los pies de Jason a medida que avanzaba por la calle Mt. Vernon. Después de cruzar el paseo del Government Center, rodeó el Faneuil Hall Meketplace, lleno de artistas callejeros, y se internó en el North End, la «pequeña Italia» de Boston. Había gente por todas partes; hombres que hablaban animadamente en las esquinas, mujeres que, asomadas a las ventanas, chismorreaban con sus amigas del otro lado de la calle. Se percibían los aromas a café molido y a tartas y pasteles con sabor a almendra. Como la misma Italia, el vecindario era un deleite para los sentidos.
Después de caminar dos manzanas por la calle Hannover, Jason dobló hacia la derecha y enseguida divisó la modesta casa de madera de Paul Revere. La plaza empedrada quedaba delimitada por una pesada cadena náutica negra enlazada en postes metálicos. Frente a la casa de Paul Revere se hallaba Carbonara, uno de los restaurantes favoritos de Jason. En la manzana había otros dos más, pero ninguno era tan bueno como el Carbonara. Jason ascendió por dos escalones y fue recibido por el maître, quien lo condujo a su mesa junto al ventanal frontal, que le proporcionaba una vista de la pintoresca plaza. Al igual que muchos rincones de Boston, el lugar tenía cierto aire de irrealidad.
Jason pidió una botella de vino blanco Gavi y se entretuvo saboreando una fuente de antipasto mientras aguardaba la llegada de Hayes. Al cabo de diez minutos un taxi se detuvo ante la puerta del restaurante, y Hayes se apeó. Cuando el automóvil se hubo alejado, Hayes permaneció unos segundos en la acera, mirando hacia la calle North, en la dirección por donde había venido. Jason lo observó, y preguntándose a qué esperaba para entrar. Un momento después Hayes dio media vuelta y cruzó el umbral del Carbonara.
Mientras el maître lo acompañaba a la mesa, Jason notó cuánto desentonaba Hayes en ese ambiente sofisticado y entre los comensales vestidos con gran elegancia. En lugar de su manchada bata de laboratorio, Hayes llevaba una holgada chaqueta de tweed con un parche descosido en el codo. Caminaba con tal dificultad que Jason se preguntó si había estado bebiendo.
Ignorando la presencia de Jason, Hayes se desplomó en la silla vacía y miró por el ventanal hacia la calle North. Apareció una pareja cogida del brazo y Hayes la contempló hasta que desapareció de su vista hacia la calle Prince. Los ojos del investigador todavía tenían un aspecto vidrioso, y Jason advirtió que sobre su nariz se había diseminado una nueva red de capilares. Su tez ofrecía un color ambarino, no muy distinto del que Harring exhibía cuando Jason lo había visto en la unidad coronaria. Todo apuntaba a que Hayes no se encontraba bien de salud.
Hayes hurgó en un bolsillo de su chaqueta de tweed y extrajo una cajetilla arrugada de Camel sin filtro. Sus ojos centelleaban. Tras encender un cigarrillo con manos temblorosas, anunció:
—Alguien está siguiéndome.
Jason no sabía cómo reaccionar.
—¿Estás seguro?
—Sin la menor duda —respondió Hayes antes de dar una larga calada. Un trozo de ceniza humeante cayó sobre el mantel blanco—. Un individuo moreno, agradable, bien vestido. Un extranjero —agregó con tono ponzoñoso.
—¿Eso te preocupa? —preguntó Jason, tratando de jugar al psiquiatra. Además de otras cosas, Hayes era un paranoico.
—¡Cielos, sí! —exclamó Hayes. Algunas cabezas se volvieron hacia él, y Hayes bajó la voz—: ¿Tú no estarías preocupado si alguien quisiera matarte?
—¿Matarte? —dijo Jason como un eco, convencido ya de que Hayes había perdido el juicio.
—En efecto. Y también a mi hijo.
—Ignoraba que tenías un hijo —admitió Jason.
De hecho ni siquiera sabía que Hayes estuviera casado. En la clínica se rumoreaba que el hombre frecuentaba discotecas en las escasas ocasiones en que deseaba divertirse.
Hayes aplastó el cigarrillo en el cenicero, maldijo entre dientes y, encendiendo otro, lanzó el humo en bocanadas cortas y nerviosas. Jason comprendió que se hallaba muy alterado y que sería preciso tratarlo con mucho tacto.
—Me gustaría poder ayudarte —declaró Jason—. Supongo que por eso querías hablar conmigo. Francamente, Alvin, no tienes buen aspecto.
Hayes apoyó el codo sobre la mesa y descansó la frente sobre la mano. El cigarrillo encendido se encontraba peligrosamente cerca de su despeinado cabello. Jason sintió la tentación de apartar la melena o el pitillo; no quería que el hombre se prendiera fuego como una pira. Sin embargo, temeroso de la reacción de Hayes, no hizo ninguna de las dos cosas.
—¿Quieren pedir la cena? —preguntó un camarero que sigilosamente se había acercado a la mesa.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó con desprecio Hayes, levantando de pronto la cabeza—. ¿No ve que estamos conversando?
—Disculpe, señor —dijo el camarero que, tras una inclinación, desapareció.
Después de una profunda calada, Hayes centró su atención en Jason.
—¿De modo que no tengo buen aspecto?
—No. No tienes buen color, y pareces agotado además de muy alterado.
—Ah, el clínico clarividente —replicó Hayes con tono sarcástico. Luego agregó—: Lo siento, no quise ser agresivo. Tienes razón. No me encuentro bien. En realidad, me siento terriblemente mal.
—¿Cuál es el problema?
—Tengo todos los males. Artritis, trastornos gastrointestinales, visión borrosa.
Incluso sequedad en la piel. Los tobillos me pican tanto que están volviéndome loco.
Literalmente, siento que mi cuerpo se desintegra.
—Tal vez deberías habérmelo explicado en mi consultorio —dijo Jason—. Así podría haberte hecho una revisión a fondo.
—Quizá más adelante… En todo caso no era por esto por lo que quería verte. De todos modos posiblemente ya es demasiado tarde para mí, pero si pudieras salvar a mi hijo… —A Hayes se le quebró la voz. De pronto señaló por el ventanal hacia la calle, exclamando—: ¡Allí está! Girando en su asiento, Jason logró apenas divisar una figura que desaparecía en dirección a la calle North. Entonces se volvió y preguntó:
—¿Por qué estás tan seguro de que era él?
—Me ha seguido desde que salí del PBS. Creo que se propone matarme.
Jason observó a su colega, incapaz de distinguir si se trataba de una amenaza real o un delirio. Lo cierto era que Hayes exhibía una conducta extraña, y de pronto en el cerebro de Jason resonó aquel viejo tópico: «Hasta los paranoicos tienen enemigos». Tal vez era cierto que alguien lo seguía. Jason cogió la botella de Gavi del cubo con hielo y llenó las copas.
—Creo que ha llegado el momento de que me cuentes qué sucede.
Después de apurar el vino de un trago como si se tratara de aguardiente, Hayes se secó la boca con el dorso de la mano.
—Es una historia tan increíble… ¿qué tal si me sirves un poco más de vino?
Jason volvió a llenarle la copa, y Hayes inició su relato.
—Supongo que no sabes mucho acerca de mis investigaciones…
—Tengo alguna idea.
—El crecimiento y el desarrollo —explicó Hayes—, de qué manera se activan y desactivan los genes. Por ejemplo, qué activa los genes apropiados en la pubertad.
Resolver ese problema representaría un logro muy importante, ya que no sólo nos permitiría potencialmente influir en el crecimiento y el desarrollo, sino también probablemente «desactivar» el cáncer o, después de un infarto, estimular la división celular para crear un nuevo músculo cardíaco. En términos simplificados, la activación y desactivación de los genes del crecimiento y el desarrollo ha constituido uno de mis principales intereses. Con todo, como sucede con tanta frecuencia en el campo de la investigación, la casualidad ha desempeñado un papel importante. Hace aproximadamente cuatro meses, en el curso de mi investigación, di con un descubrimiento inesperado, algo irónico, pero sorprendente. Me refiero a un descubrimiento científico trascendental. Créeme, merece un premio Nobel.
Jason estaba dispuesto a suspender su incredulidad, si bien se preguntaba si Hayes no mostraba síntomas de delirio de grandeza, además de su paranoia.
—¿En qué consistió tu descubrimiento?
—Un momento —dijo Hayes. Colocó el cigarrillo en el cenicero y se apretó el pecho con la mano derecha.
—¿Te sientes bien? —preguntó Jason.
El rostro de Hayes había adquirido un tono grisáceo, y sobre su frente aparecieron gotas de transpiración.
—Estoy bien —aseguró Hayes, dejando caer la mano sobre la mesa—. No informé de este descubrimiento porque comprendí que era el primer paso hacia un hallazgo todavía más importante. Me refiero a algo de la trascendencia de los antibióticos o la estructura helicoidal del ADN. Tal posibilidad me entusiasmó tanto que trabajaba las veinticuatro horas del día. Pero cierto día sospeché que mi hallazgo ya no era un secreto, que alguien más lo utilizaba. Cuando esa sospecha quedó confirmada, yo… —Hayes se interrumpió y se quedó mirando a Jason con una expresión de confusión que muy pronto se trocó en miedo.
—Alvin, ¿qué te ocurre?
Hayes no respondió. Una vez más se apretó el pecho con la mano derecha. De sus labios brotó un gemido, y acto seguido sus brazos se extendieron y sus manos se aferraron al mantel y tiraron de él. Las copas de vino se volcaron. Hayes trató en vano de ponerse en pie. En un acceso de violenta tos, expulsó una bocanada de sangre sobre la mesa, empapando el mantel y rociando a Jason, quien al saltar hacia atrás arrojó su silla al suelo. La sangre siguió manando en sucesivas efusiones mientras los comensales más cercanos empezaban a gritar.
Como médico, Jason sabía de qué se trataba. La sangre, de color escarlata, era literalmente bombeada por la boca de Hayes, lo que indicaba que procedía directamente del corazón. En los instantes que siguieron Hayes permaneció muy erguido en su silla, mientras en sus ojos el miedo daba paso a la perplejidad y el dolor.
Jason rodeó la mesa y lo tomó por los hombros. Lamentablemente no había manera de detener ese flujo de sangre; Hayes se desangraría o ahogaría. Así pues, solo cabía sostenerle hasta que la vida se le escapara.
Cuando el cuerpo de Hayes quedó flácido, Jason lo soltó y dejó que se desplomara.
Aunque el cuerpo humano contiene alrededor de seis litros de sangre, la cantidad diseminada en la mesa y el suelo parecía considerablemente mayor. Jason se acercó a una mesa vecina que había sido desocupada y tomó una servilleta para limpiarse las manos.
Por primera vez desde el inicio del episodio, Jason tomó conciencia de cuanto lo rodeaba. Los demás clientes del restaurante se habían levantando de las sillas y apartado de las mesas para apiñarse en el extremo más alejado de la sala. Por desgracia varias personas se habían descompuesto.
Hasta el maître se balanceaba, muy pálido.
—He pedido una ambulancia —consiguió decir bajo la mano apretada contra la boca.
Jason bajó la vista hacia Hayes. Sin un quirófano provisto de una máquina corazón-pulmón, no existía la menor posibilidad de salvarlo. Una ambulancia resultaría inútil, pero al menos serviría para retirar el cadáver. Después de echar otra ojeada al cuerpo inmóvil, Jason decidió que Hayes debía de padecer de cáncer de pulmón. El tumor había carcomido sin duda la aorta y provocado la hemorragia. Irónicamente, el cigarrillo de Hayes continuaba encendido sobre el cenicero, ahora repleto de sangre espumosa. Un hilo de humo ascendía con languidez hacia el techo.
Jason alcanzó a oír la sirena de una ambulancia que se acercaba. Antes de que llegara, un coche patrulla de la policía con su destellante azul aparcó ante el restaurante, y dos agentes uniformados entraron en el local. Ambos se detuvieron en seco al contemplar la sangrienta escena. El más joven, Peter Carbo, un muchacho rubio que aparentaba unos diecinueve años, se puso verde. Su compañero, Jeff Mario, le ordenó que interrogara a los clientes. Jeff Mario debía tener aproximadamente la misma edad que Jason.
—¿Qué demonios ha ocurrido? —preguntó, pasmado por la visión de ese río de sangre.
—Soy médico —dijo Jason, adelantándose—. Este hombre está muerto. Se ha desangrado. No pudo hacerse nada para impedirlo.
Después de acuclillarse junto a Hayes, Jeff Mario le tomó el pulso con mucho cuidado. Satisfecho, se puso en pie y concentró su atención en Jason.
—¿Es usted amigo de este hombre?
—En realidad soy más un colega que un amigo —respondió Jason—. Los dos trabajamos para el Plan de Buena Salud.
—¿Él también era médico? —preguntó Jeff Mario, señalando a Hayes con el pulgar.
Jason asintió.
—¿Estaba enfermo?
—No lo sé con certeza —contestó Jason—. Sospecho que tenía cáncer, pero no podría asegurarlo.
Jeff Mario extrajo una libreta y un lápiz.
—¿Cómo se llama el hombre?
—Alvin Hayes.
—¿El señor Hayes tiene familia?
—Supongo que sí. A decir verdad, no sé mucho acerca de su vida privada. Mencionó a un hijo, de modo que deduzco que tiene familia.
—¿Conoce su domicilio particular?
—No.
El oficial Mario miró a Jason un momento, luego se inclinó y hurgó en los bolsillos de Hayes hasta encontrar una billetera. La extrajo y revisó las tarjetas que contenía.
—Este tipo no tiene permiso de conducir —dijo Jeff Mario, mirando a Jason en busca de confirmación.
—Ignoro si lo tenía —manifestó Jason, que empezó a temblar. El horror del episodio vivido comenzaba a ejercer su efecto sobre él.
La sirena de la ambulancia, que había aumentado de volumen de forma progresiva, se desvaneció al otro lado del ventanal, donde apareció una destellante luz roja junto a la azul. Al cabo de un minuto dos hombres vestidos de blanco, uno de los cuales llevaba un maletín de metal, entraron en el local y se dirigieron directamente a Hayes.
—Este hombre es médico —explicó Jeff Mario, apuntando a Jason con el lápiz—. Dice que el tipo se desangró porque tenía cáncer.
—No estoy seguro de eso —aclaró Jason, en voz más alta de lo que habría deseado.
Entrelazó las manos para disimular los temblores.
Los hombres de la ambulancia examinaron brevemente a Hayes y luego se incorporaron. El que llevaba el maletín indicó al otro que fuera a buscar la camilla.
—Bien, aquí está su dirección —anunció Jeff Mario, quien seguía revisando la billetera de Hayes. Mostró una tarjeta—. Vive cerca del Hospital Municipal de Boston —añadió, y la escribió en la libreta.
Mientras tanto, el policía más joven anotaba el nombre y domicilio de los presentes, Jason incluido.
Cuando los policías se disponían a partir, Jason preguntó si podía acompañar el cuerpo de su colega; no le parecía bien enviar a Hayes solo al depósito de cadáveres.
Los agentes dijeron que no tenían inconveniente. Cuando salieron a la calle, Jason advirtió que se había congregado un gran gentío. En el North End las noticias corrían como un reguero de pólvora. La muchedumbre guardaba silencio, asustada por la presencia de la muerte.
Jason reparó en un hombre elegantemente vestido que de pronto retrocedió hasta fundirse en la multitud. Parecía un hombre de negocios —más latinoamericano o español que italiano, sobre todo por su manera de vestir— y por un instante Jason se preguntó por qué se había fijado especialmente en él.
En ese momento uno de los hombres de la ambulancia inquirió:
—¿Quiere que lo llevemos con su amigo?
Jason asintió, subió a la parte posterior del vehículo y se sentó a los pies de Hayes, mientras que el otro hombre se situaba cerca de la cabeza. La ambulancia se puso en marcha. Y por la ventanilla trasera Jason observó cómo el restaurante y la gente se alejaban. Cuando doblaron hacia la calle Hannover, tuvo que agarrarse para no caer.
La sirena no estaba encendida pero sí la luz destellante, que Jason vio reflejada en los escaparates de los comercios.
El viaje fue corto, alrededor de cinco minutos. El otro individuo trató de entablar una conversación intrascendente, pero Jason se ocupó de que se notara que estaba preocupado. Sin apartar la vista del cuerpo cubierto de Hayes, Jason trató de asimilar lo ocurrido. No podía dejar de pensar que la muerte le rondaba y, de un modo extraño, se sentía responsable de lo sucedido, como si el pobre hombre hubiera podido seguir con vida de no haber tenido la mala suerte de concertar una cita con él. Jason tenía plena conciencia de que, desde el punto de vista racional, tales pensamientos eran ridículos. Sin embargo los sentimientos no siempre se basan en la sensatez y la racionalidad.
Después de un viraje cerrado hacia la izquierda, la ambulancia retrocedió y se detuvo. Cuando la puerta posterior se abrió, Jason reconoció el patio del Hospital General de Massachusetts, un lugar familiar para él, pues tres años antes había trabajado allí de médico interno. Los dos hombres de la ambulancia bajaron a Hayes, y las ruedas se desplegaron debajo de la camilla. En silencio empujaron el cuerpo hacia la zona de urgencias, donde una enfermera los condujo a una sala de traumatología vacía.
Pese a ser médico, Jason ignoraba cuáles eran los trámites necesarios en una situación semejante. Le sorprendió que hubieran llevado a Hayes a la zona de urgencias, ya que no podía hacerse nada por él. Enseguida comprendió que era necesario que certificaran su muerte. Recordó entonces haberlo hecho cuando pertenecía al cuerpo médico de ese hospital.
La sala de traumatología contaba con una gran variedad de equipos preparados para su uso inmediato. En un rincón había un lavabo, donde Jason se limpió las manos de sangre. El pequeño espejo ubicado sobre la pila reveló que también en la cara tenía salpicaduras de sangre, ya secas. Después de lavarse el rostro, se secó con toallas de papel. Tenía asimismo manchados la chaqueta, la pechera de la camisa y los pantalones, pero por el momento no había manera de solucionar eso.
De pronto un residente del hospital entró en la estancia como una exhalación, portando en la mano una tablilla. Con actitud muy poco ceremoniosa, retiró la sábana que cubría a Hayes. Bajo la luz del fluorescente el rostro de Hayes presentaba una palidez espectral.
—¿Es usted un familiar? —preguntó el residente mientras auscultaba el pecho de Hayes.
Cuando se hubo quitado el estetoscopio de los oídos, Jason contestó:
—No, soy un colega. Los dos trabajábamos juntos en el PBS.
—¿Usted es médico? —inquirió el otro con un tono más deferente.
Jason asintió.
—¿Qué le ha ocurrido a su amigo? —preguntó mientras enfocaba una linterna de bolsillo en los ojos de Hayes.
—Se desangró sobre la mesa del restaurante —explicó Jason, deliberadamente brusco y bastante ofendido por la actitud del individuo.
—¿En serio? ¡Qué barbaridad! Bien, no cabe duda de que está muerto —afirmó, cubriendo de nuevo el cuerpo de Hayes con la sábana.
Jason tuvo que hacer acopio de autocontrol para no decir al residente qué pensaba de su insensibilidad, pero sabía que sería una pérdida de tiempo. Salió al vestíbulo y al observar la frenética actividad que se desarrollaba en la sala de urgencias recordó sus días como residente; parecía haber transcurrido una eternidad, pero en realidad nada había cambiado.
Treinta minutos después el cadáver de Hayes fue trasladado nuevamente a la ambulancia. Jason lo siguió y vio cómo lo introducían en el vehículo.
—¿Les importa si les acompaño? —preguntó, sin saber muy bien por qué, consciente de que con toda probabilidad actuaba así como consecuencia de la conmoción.
—Sólo vamos al depósito de cadáveres —explicó el conductor—. Por supuesto, puede venir con nosotros.
Al alejarse del patio del hospital, a Jason le sorprendió ver al hombre de negocios bien vestido que había divisado fuera del restaurante. Se encogió de hombros. Era una coincidencia demasiado grande. Qué extraño, pensó.
Jason nunca había estado en el depósito de cadáveres municipal. Mientras los hombres empujaban la camilla con el cuerpo de Hayes por puertas batientes, Jason deseó no haber acudido allí. El ambiente era tan desagradable como había sospechado.
La sala del depósito era amplia, con el piso revestido de baldosas viejas, manchadas y resquebrajadas. En dos paredes opuestas se alineaba una serie de puertas cuadradas, como de neveras, que alguna vez fueron blancas. Había varias camillas, algunas ocupadas por cuerpos cubiertos con sábanas, varias de las cuales exhibían manchas de sangre. El aire apestaba a antiséptico, y flotaba un olor similar al de pescado que hizo que Jason no tuviera muchas ganas de respirar. Un hombre corpulento y rubicundo, con delantal y guantes de goma, se acercó a Hayes y ayudó a colocar el cadáver en una de las viejas y manchadas camillas. Luego todos desaparecieron para ocuparse del papeleo necesario.
Por unos instantes Jason permaneció de pie en el depósito de cadáveres, reflexionando sobre el repentino fin de la distinguida vida de Hayes. Luego, acosado por el vivo recuerdo de su viaje al hospital después de la muerte de Danielle, decidió seguir a los hombres de la ambulancia. Cuando, cincuenta años atrás, se construyó el depósito de cadáveres municipal de la ciudad de Boston, fue considerado una joya en su estilo. Mientras ascendía por los amplios peldaños que conducían a las oficinas del piso superior, Jason advirtió ciertos detalles arquitectónicos con motivos del antiguo Egipto. Sin embargo el edificio se había visto afectado por el paso del tiempo; ahora era oscuro, sucio e inadecuado. Jason no lograba siquiera imaginar los horrores que ese vetusto edificio había contemplado.
En una oficina destartalada y descuidada encontró a los dos hombres de la ambulancia y el rubicundo empleado del depósito. Habían terminado con el papeleo y reían, completamente ajenos a la opresiva atmósfera de muerte que se respiraba en el lugar.
Jason interrumpió la conversación para preguntar si se encontraba en el edificio algún forense.
—Sí —contestó el empleado—. La doctora Danforth está terminando un caso urgente en la sala de autopsias.
—¿Hay algún lugar donde pueda esperarla? —inquirió Jason, quien no se sentía en condiciones de entrar en dicha sala.
—Arriba hay un salón biblioteca —explicó el empleado—, al lado de la oficina de la doctora Danforth.
La biblioteca era un recinto oscuro y con olor a moho, con enormes tomos encuadernados de informes de autopsia que se remontaban al siglo XVIII. En el centro de la habitación había una enorme mesa de roble con seis sillas y, más importante aún, un teléfono. Después de vacilar un instante, Jason decidió llamar a Shirley. Sabía que celebraba una reunión en su casa, pero consideró que debía enterarse de lo ocurrido.
—¡Jason! —exclamó ella—. ¿Vas a venir?
—Lamentablemente, no. Hay problemas.
—¿Problemas?
—Te prevengo que lo que voy a decirte te causará una fuerte impresión —avisó Jason
—, de modo que espero que estés sentada.
—Supongo que se trata de una broma —dijo Shirley con una nota de preocupación en la voz.
—Alvin Hayes ha muerto.
Se produjo un silencio. Al otro lado de la línea Jason oyó murmullos y risas, muy poco adecuados para la situación.
—¿Qué ha sucedido?
—No estoy seguro —respondió Jason, negándose a explicar los sórdidos detalles de lo ocurrido.
—¿Un infarto?
—Algo así —respondió Jason, evasivo.
—¡Por Dios! Pobre hombre.
—¿Sabes algo acerca de su familia? Me han preguntado por ella, pero no sé nada al respecto.
—Tampoco yo. Sé que está divorciado y tiene hijos, que al parecer se hallan bajo la custodia de la esposa. Creo que vive cerca de Manhattan. Eso es todo. Hayes era muy reservado con su vida privada.
—Siento molestarte en este momento.
—No seas tonto. ¿Dónde estás?
—En el depósito de cadáveres.
—¿Cómo llegaste allí?
—En la ambulancia, con el cuerpo de Hayes.
—Iré a buscarte.
—No hace falta —replicó Jason—. Después de hablar con la forense tomaré un taxi.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Shirley—. Debió ser una experiencia espantosa.
—Bueno, las he tenido mejores —reconoció Jason.
—Entonces no discutas. Iré a buscarte.
—¿Y tus invitados? —protestó Jason sin demasiada convicción. Se sentía culpable por haberle estropeado la fiesta, pero no tanto como para rehusar su ofrecimiento. Sabía que no estaba en condiciones de permanecer solo con el recuerdo de lo sucedido esa noche.
—Ya se las arreglarán solos —repuso Shirley—. ¿Dónde estás exactamente?
Jason le dio la dirección y colgó el auricular. Hundió la cabeza en las manos y cerró los ojos.
—Perdón —dijo una voz grave, con un leve acento irlandés—, ¿es usted el doctor Jason Howard?
—En efecto —respondió Jason, enderezándose al instante. Una figura corpulenta entró en la biblioteca. El hombre tenía la cara amplia, los párpados hinchados, nariz ancha y dientes cuadrados. Su cabello era oscuro con reflejos rojizos.
—Soy el detective Michael Curran, de Homicidios —se presentó, tendiendo una mano grande y callosa.
Jason la estrechó, nervioso por la súbita aparición del policía vestido de civil.
Advirtió que los ojos del detective lo escrutaban de pies a cabeza.
—El oficial Mario informó de que usted se encontraba en el lugar de los hechos con la víctima —dijo el detective Curran mientras tomaba asiento.
—¿Usted investiga la muerte de Hayes?
—Se trata de un procedimimento rutinario. Por lo que relató Mario, debió de ser una escena bastante dramática. Y no quiero que mi superior me reprenda si más adelante surgen problemas.
—Por supuesto, lo entiendo —dijo Jason.
De hecho la llegada del detective Curran le hizo recordar la insistencia con que Hayes aseguraba que alguien se proponía matarlo. Si bien su muerte parecía natural, Jason cayó en la cuenta de que, en parte, había sido el miedo de Hayes lo que le había impulsado a acudir al depósito de cadáveres para averiguar la causa del fallecimiento de su colega.
—De todos modos —dijo el detective Curran—, he de formular las preguntas de rutina. En su opinión, ¿cabía esperar la muerte del doctor Hayes? En otras palabras, ¿estaba enfermo?
—No, que yo sepa —contestó Jason—, aunque cuando lo vi esta tarde y luego esta noche, tuve la sensación de que no se encontraba bien.
Los pesados párpados del detective Curran se elevaron un poco.
—¿Qué quiere decir?
—Que tenía un aspecto lamentable. Y cuando se lo mencioné, reconoció que no se sentía bien.
—¿Cuáles eran los síntomas? —preguntó el detective, sacando una pequeña libreta.
—Fatiga, trastornos gástricos, dolor en las articulaciones. Se me ocurrió que podría tratarse de alguna fiebre, pero no estaba seguro.
—¿Qué pensó cuando le habló de esos síntomas?
—Me preocuparon —reconoció Jason—. Le dije que tal vez habría sido mejor que nos encontráramos en mi consultorio para hacerle algunas pruebas. Pero él había insistido en que nos viéramos fuera del hospital.
—¿Por qué?
—No estoy seguro —respondió Jason, quien procedió a describir la paranoia de Hayes y sus afirmaciones acerca de su gran descubrimiento.
Después de anotar lo relatado por Jason, Curran levantó la vista. Parecía más alerta.
—¿Qué quiere decir con eso de «paranoia»?
—Aseguró que alguien lo seguía y que quería matar a él y a su hijo.
—¿Explicó quién era esa persona?
—No. Si quiere que le sea franco, en ese momento pensé que se trataba de un delirio.
Se comportaba de manera muy extraña. Tuve la sensación de que estaba a punto de sufrir una descompensación.
—¿Una descompensación?
—Un colapso nervioso —aclaró Jason.
—Ya. —Curran se concentró en su libreta, y Jason lo miró escribir. Tenía el curioso hábito de mojar continuamente la punta del lápiz con la lengua.
En ese momento entró en la sala otra figura que rodeó la mesa en dirección a Jason.
Tanto este como el detective se pusieron inmediatamente en pie. La recién llegada era una mujer menuda, de apenas un metro cincuenta de estatura, que se presentó como la doctora Margaret Danforth. En contraste con su tamaño, su voz resonó con fuerza en la pequeña habitación.
—Siéntense —ordenó mientras sonreía a Curran, a quien ya conocía.
Jason calculó que la mujer tendría unos cuarenta años. Sus facciones eran delicadas, y sus cejas arqueadas le conferían un aspecto ingenuo. Llevaba el cabello rizado y muy corto. Lucía un sobrio vestido oscuro, con cuello de encaje. A Jason le costó bastante conciliar el aspecto de esa mujer con su cargo de forense de la ciudad de Boston.
—¿Cuál es el problema? —preguntó, yendo directamente al grano. En su rostro se advertían ojeras, y Jason supuso que llevaba muchas horas trabajando.
El detective Curran inclinó su silla hacia atrás y empezó a balancearse.
—Muerte súbita de North End. Al parecer un médico en un restaurante vomitó una cantidad considerable de sangre…
—Creo que sería más apropiado decir que la tosió —interrumpió Jason.
—¿Por qué? —preguntó el detective Curran, lanzándose bruscamente hacia delante.
Mojó la punta del lápiz con la lengua antes de realizar sus anotaciones.
—Describirlo como vómito implicaría que la sangre provenía del tracto digestivo —explicó Jason—. Pero era evidente que esa sangre brotaba de los pulmones; era de un color escarlata vivo y espumosa.
—¡Espumosa! Me gusta esa palabra —declaró Curran inclinándose sobre la libreta para apuntar el dato.
—Presumo que era sangre arterial —intervino Danforth.
—Así lo creo —dijo Jason.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Curran.
—Probablemente una ruptura de la aorta —contestó la doctora Danforth. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo, como si se hallara en una reunión para tomar el té—. La aorta es la principal arteria que parte del corazón —explicó al detective—. Y lleva sangre oxigenada a todo el cuerpo.
—Gracias —dijo Curran.
—Todo apunta a la existencia de un cáncer de pulmón o un aneurisma —añadió la doctora Danforth—. Un aneurisma consiste en la dilatación patológica de un vaso sanguíneo por alteración en sus paredes.
—Gracias de nuevo —dijo Curran—. Me es de gran ayuda que la gente sepa que soy ignorante.
Por la mente de Jason cruzó como un relámpago la imagen de Peter Falk representando el papel del detective Colombo. Estaba seguro de que Curran no era en absoluto un ignorante.
—¿Está usted de acuerdo, doctor? —preguntó Danforth, mirando a Jason.
—Yo me inclino por el cáncer de pulmón. Hayes era un fumador empedernido.
—Eso incrementa las probabilidades.
—¿Alguna posibilidad de juego sucio? —preguntó Curran, mirando a la doctora Danforth por entre sus pesados párpados.
La forense lanzó una carcajada.
—Si el diagnóstico es el que supongo, el único juego sucio habría estado a cargo del Hacedor o la industria tabacalera.
—Eso mismo pensaba yo —dijo Curran; cerró su libreta y se metió el lápiz en el bolsillo.
—¿Efectuará la autopsia ahora? —preguntó Jason.
—Cielos, no —respondió la doctora Danforth—. Podríamos hacerla si existiera alguna premura, pero no es así. Nos pondremos manos a la obra a primera hora de la mañana.
Supongo que tendremos algunas respuestas alrededor de las diez y media; si quiere, llame entonces y le informaremos.
Curran apoyó las manos sobre la mesa como si estuviera a punto de ponerse en pie.
En lugar de eso, dijo:
—El doctor Howard ha comentado que la víctima sospechaba que alguien intentaba matarlo. ¿Estoy en lo cierto, doctor?
Jason asintió.
—De modo que… —prosiguió Curran—, ¿podría tener eso en cuenta cuando realice la autopsia?
—Por supuesto —respondió la doctora Danforth—. En todos los casos que se nos presentan tenemos en cuenta todas las posibilidades. Es nuestro trabajo. Ahora, si me disculpan, quisiera irme a casa. Aún no he cenado.
Jason sintió náuseas. Se preguntó cómo era posible que Margaret Danforth tuviera apetito después de haber pasado el día abriendo cadáveres. Curran comentó lo mismo mien tras él y Jason descendían a la planta baja. Ofreció a este acompañarlo a casa, pero el médico le dijo que esperaba a una amiga. Acababa de decirlo cuando se abrió la puerta principal y apareció Shirley.
—Menuda amiga —murmuró Curran, guiñando el ojo a Jason.
Una vez más Shirley brillaba allí como un espejismo. Llevaba un vestido de seda roja, ceñido con un cinturón ancho de cuero. Irradiaba tal fuerza y vitalidad que su presencia constituía un fuerte contraste en ese sucio depósito de cadáveres. Jason sintió la imperiosa necesidad de sacarla de allí lo antes posible, no fuera que alguna fuerza malévola la rozara. Sin embargo ella se mostró renuente a apresurarse. Le había rodeado el cuello con los brazos y apretado la cabeza de él contra la suya, en una auténtica muestra de afecto. Jason empezó a temblar y se sorprendió de su propia reacción. De pronto descubrió que luchaba por no llorar, como un adolescente. La situación resultaba embarazosa.
Ella se echó hacia atrás y lo miró a los ojos. Jason se esforzó por esbozar una sonrisa torcida.
—Vaya día —dijo.
—¡Desde luego! —replicó ella—. ¿Hay alguna razón por la que debas quedarte aquí?
Jason negó con la cabeza.
—Vamos, te llevaré a casa —sugirió Shirley, conduciéndolo hacia su BMW, que tenía mal aparcado. Subieron al coche, que arrancó con un rugido.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Shirley cuando enfilaron la avenida Massachusetts.
—Ahora estoy mucho mejor —contestó Jason, mirando el perfil de Shirley, que las luces de la ciudad iluminaban de forma intermitente—. Lo que ocurre es que todas estas muertes me abruman. Tengo la sensación de que debería hacer algo.
—Eres demasiado severo contigo mismo. No puedes asumir la responsabilidad de todo. Además, Hayes no era paciente tuyo.
—Ya lo sé. Permanecieron un rato en silencio. Al cabo Shirley habló:
—Lo de Hayes es una tragedia. Era un genio, y no creo que tuviera más de cuarenta y cinco años.
—Tenía mi edad —explicó Jason—. Estudiamos juntos en la Facultad de Medicina.
—No lo sabía. Parecía mucho mayor.
—Sobre todo en los últimos tiempos —comentó Jason.
Pasaron junto al Symphony Hall, donde sin duda se había celebrado un concierto de gala, pues un grupo de hombres de etiqueta descendía por la escalinata principal.
—¿Qué dijo la forense? —preguntó Shirley.
—Que probablemente padecía cáncer. Realizarán la autopsia mañana a primera hora.
—¿Autopsia? ¿Quién dio la autorización para hacerla?
—No se precisa si el forense alberga dudas sobre la causa de la muerte.
—¿Qué dudas? Dijiste que Hayes había sufrido un infarto.
—No dije que fuera un infarto, sino que lo parecía. En todo caso realizar una autopsia es un proceso rutinario cuando se trata de una muerte inesperada. Hasta me interrogó un detective.
—Pues en mi opinión eso es malgastar el dinero de los contribuyentes —afirmó Shirley cuando giraron a la izquierda en la calle Beacon.
—¿Adónde vamos? —preguntó de pronto Jason.
—Te llevo a mi casa. Mis invitados todavía estarán allí. Te hará bien.
—De ningún modo —replicó Jason—. No estoy de ánimo para reuniones.
—¿Seguro? No quiero que te enfrasques en cavilaciones morbosas.
—Por favor —suplicó Jason—. Ni siquiera tengo fuerzas para discutir. Sólo necesito dormir. Además, mírame, voy hecho un desastre.
—Como quieras —concedió Shirley. Giró en la siguiente manzana hacia la izquierda y luego una vez más en la misma dirección, hacia la avenida Commonwealth, para enfi lar Beacon Hill. Tras una pausa añadió—: Temo que la muerte de Hayes suponga un gran golpe para el PBS. Contábamos con que él realizara hallazgos importantes. Será particularmente duro para mí, porque fui yo quien propuso que fuera contratado.
—Entonces permíteme que repita tu propio consejo; no eres responsable de su estado físico.
—Ya lo sé. Pero trata de convencer a los miembros del equipo directivo.
—En ese caso, supongo que no tengo más remedio que explicarte algo; son más malas noticias —dijo Jason—. Hayes creía haber hecho un descubrimiento científico de gran magnitud. Algo extraordinario. ¿Sabes algo al respecto?
—No, nada —contestó Shirley, alarmada—. ¿Te contó de qué se trataba?
—Lamentablemente, no. Y reconozco que no sabía si creerle. Actuaba de manera muy extraña y aseguraba que alguien quería matarlo.
—¿Crees que estaba sufriendo un colapso nervioso?
—En algún momento lo pensé.
—Pobre hombre. Si realmente realizó un gran descubrimiento su desaparición representará una pérdida por partida doble para el PBS.
—Si hubiera hecho un descubrimiento espectacular, ¿podrías averiguar algo al respecto?
—Por lo visto no conocías bien al doctor Hayes —repuso Shirley—. Era un hombre muy reservado, tanto en lo personal como en lo profesional. La mitad de lo que sabía lo llevaba en la cabeza.
Rodearon el Boston Garden y tomaron el carril lateral para entrar en Beacon Hill, un barrio residencial de casas de ladrillo en el centro de Boston; transitar por sus calles, de una sola dirección, constituía una pesadilla.
Después de cruzar la calle Charles, Shirley enfiló la Mt. Vernon para doblar en Louisburg Square. Cuando Jason decidió mudarse de las afueras al centro de la ciudad, tuvo la suerte de encontrar un apartamento de un dormitorio que daba a la plaza. El edificio era una gran casona cuyo propietario rara vez aparecía por allí. Era un lugar perfecto para Jason, ya que el apartamento contaba con una ventaja adicional, un garaje para guardar el coche.
Jason se bajó del automóvil y se inclinó hacia la ventanilla abierta.
—Gracias por recogerme. Ha sido muy importante para mí. —Extendió el brazo hacia el interior del vehículo y apretó el hombro de Shirley.
De pronto ella se asomó y agarró la corbata de Jason para obligarle a bajar la cabeza. Tras darle un beso apasionado, encendió el motor y partió.
Jason permaneció unos instantes en la acera, bañado por la luz de una farola, observando cómo el coche desaparecía por la calle Pinckney. Luego dio media vuelta y buscó las llaves en el bolsillo. Se alegraba de que Shirley hubiera aparecido en su vida y por primera vez consideró la posibilidad de entablar con ella una relación más seria.