El dolor era como un cuchillo al rojo vivo clavado en el pecho y se irradiaba velozmente hacia arriba en paroxismos cegadores que le paralizaban la mandíbula y el brazo izquierdo. Inmediatamente Cedric fue presa del terror que acompaña al miedo a la muerte. Cedric Harring jamás había sentido nada semejante.
En un acto reflejo se aferró con más fuerza al volante del automóvil y de alguna manera se las ingenió para evitar que el vehículo continuase zigzagueando mientras jadeaba tratando de respirar. Acababa de enfilar Storrow Drive por la calle Berkeley, en el centro de la ciudad, y había acelerado en dirección oeste, mezclándose con el enloquecido tráfico de Boston. Las imágenes flotaban ante él y retrocedían, como si circulara por un largo túnel.
Apelando a toda su fuerza de voluntad, Cedric venció la oscuridad que amenazaba con devorarlo. Poco a poco su visión comenzó a aclararse. Aún estaba vivo. En lugar de detener el coche, su instinto le indicó que, si quería sobrevivir, debía dirigirse cuanto antes a un hospital. Por afortunada coincidencia, el Centro Médico del Plan de Buena Salud no se encontraba demasiado lejos. Aguanta un poco más, se dijo.
Tras el dolor apareció una profusa transpiración que primero le bañó la frente y pronto se extendió por el resto de su cuerpo. El sudor le producía escozor en los ojos, pero Cedric no se atrevió a soltar el volante para secárselo. Se internó en Fenway, conjunto residencial ajardinado de Boston, y el dolor le asaltó de nuevo, oprimiéndole el pecho como una cincha de acero. Más adelante, los coches disminuían la marcha ante la luz roja de un semáforo. Pero él no podía detenerse. No había tiempo. Así pues, se inclinó, tocó el claxon y pasó como una exhalación por el cruce. Los automóviles que circulaban por la otra calle lograron esquivarlo por milímetros. Cedric alcanzó a ver los rostros de los conductores, perplejos y furiosos. Se hallaba en Park Drive, con los Back Bay Fens y los jardines de la Victoria a su izquierda. El dolor se había vuelto intenso y abrumador. Casi no podía respirar.
La clínica se encontraba cerca, a la derecha, donde antes se alzaba un edificio de la firma Sears. Un poco más. Por favor… Ante él apareció un gran cartel blanco con una flecha y letras rojas: URGENCIAS.
Cedric se las ingenió para enfilar directamente hacia la plataforma que conducía a la sala de urgencias, no frenó y se estrelló contra el contrafuerte de cemento. Cayó hacia delante, haciendo sonar el claxon, tratando desesperadamente de respirar.
La primera persona que se aproximó a su automóvil fue el guardia de seguridad, quien abrió la portezuela de par en par y, después de observar la alarmante palidez de Cedric, pidió ayuda a voz en grito. Cedric apenas si logró murmurar:
—Dolor en el pecho.
La jefa de enfermeras, Hilary Barton, acudió en aquel instante y solicitó una camilla. Cuando las enfermeras y el guardia de seguridad consiguieron sacar a Cedric del vehículo, apareció un médico de guardia que ayudó a colocarlo sobre la camilla. Se llamaba Emil Frank y era residente desde hacía sólo cuatro meses; unos pocos años antes habría sido considerado interno. Al instante notó la palidez del rostro de Cedric y la profusa transpiración.
—Diaforesis —dijo con tono autoritario—. Probablemente se trata de un infarto.
Hilary puso los ojos en blanco; por supuesto que era un infarto. Mientras avanzaban permaneció junto al paciente, sin prestar atención al doctor Frank, quien se había colocado ya el estetoscopio e intentaba auscultar a Cedric.
En cuanto llegaron a la sala, Hilary pidió oxígeno y una exploración electrocardiográfica, y sugirió a Emil que se administraran al paciente cuatro miligramos de morfina.
A medida que el dolor remitía, la mente de Cedric se aclaró. Aunque nadie se lo hubiera dicho, sabía que había sufrido un infarto y que había estado muy próximo a la muerte. Aun en ese momento, mientras observaba la máscara de oxígeno, el frasco de suero conectado a su brazo y el electrocardiógrafo que vomitaba papel al suelo, Cedric se sintió más vulnerable que nunca.
—Vamos a trasladarlo a la unidad coronaria —informó Hilary—. Todo saldrá bien. —La enfermera le dio una palmada en la mano, y Cedric trató de sonreír.
—Ya hemos avisado a su esposa.
En lo que a Cedric concernía, la unidad coronaria era muy similar a la sala de urgencias, e igualmente aterradora. Estaba llena de aparatos esotéricos y ultramodernos. Oía los latidos de su corazón magnificados por un bip mecánico y, cuando volvía la cabeza, alcanzaba a ver un trazado fosforescente que atravesaba un monitor esférico.
Si bien los aparatos y máquinas le provocaban pavor, resultaba tranquilizador saber que la clínica contaba con semejante tecnología. Aún más tranquilizador le resultó que su médico, que había sido llamado poco después de la llegada de Cedric, entrara en ese momento en la unidad coronaria.
Cedric era paciente del doctor Jason Howard desde hacía cinco años, cuando su empresa, el Boston National Bank, insistió en que sus ejecutivos de alto rango se sometieran a chequeos anuales. Y cuando el doctor Howard, unos años antes y de forma intempestiva, había abandonado la práctica privada de la medicina para entrar a formar parte del cuerpo médico del Plan de Buena Salud (PBS), Cedric lo siguió. Eso significó pasar de la Cruz Azul a un seguro médico privado, pero lo que le impulsó a hacerlo no fue el PBS, sino su confianza en el doctor Howard, lo que Cedric manifestó al médico con toda claridad.
—¿Cómo vamos? —preguntó Jason, tomando el brazo de Cedric mientras observaba la pantalla del ECG.
—No muy bien —contestó con voz áspera Cedric, quien necesitó inspirar varias veces para pronunciar esas tres palabras.
—Quiero que trate de relajarse.
Cedric cerró los ojos. ¡Relajarse! Vaya broma.
—¿Tiene mucho dolor?
Cedric asintió. Por las mejillas le rodaban lágrimas.
—Otra dosis de morfina —ordenó Jason.
Minutos después de la segunda dosis, el dolor se hizo más tolerable. El doctor Howard hablaba con el residente para asegurarse de que le habían tomado todas las muestras de sangre necesarias y le pidió un catéter especial. Cedric lo miraba, mucho más tranquilo al ver el perfil apuesto y algo aguileño de Howard e intuir la seguridad y autoridad de ese hombre. Mejor aún, percibía la compasión del doctor Howard, su preocupación. Al doctor Howard le importaba.
—Tenemos que hacerle un pequeño reconocimiento —le explicó Jason—. Queremos insertarle un catéter SwanGanz para ver qué sucede en el interior de su cuerpo.
Emplearemos anestesia local, de modo que no le dolerá. ¿De acuerdo?
Cedric asintió. Por lo que a él respectaba, el doctor Howard tenía carta blanca para hacer lo que juzgara oportuno. Le gustaba la actitud del doctor Howard —jamás hablaba con altivez a sus pacientes—, a pesar de que tres semanas atrás, al realizarle un chequeo, el médico había censurado su dieta excesivamente rica en colesterol, su hábito de fumar dos cajetillas de cigarrillos diarios y su sedentarismo. Ojalá lo hubiera escuchado, pensó Cedric. Sin embargo, pese a la visión pesimista del doctor Howard respecto al estilo de vida de Cedric, aquel había reconocido que los resultados de la revisión eran satisfactorios. El índice de colesterol no era demasiado elevado, y su electrocardiograma era perfecto. Ya más tranquilo, Cedric había abandonado todo intento de dejar de fumar y empezar a hacer ejercicio como le habían aconsejado.
Menos de una semana después, Cedric tuvo la sensación de que estaba a punto de contraer la gripe. Eso fue solo el comienzo. Su aparato digestivo comenzó a hacerse sentir, y le atacó una terrible artritis. Incluso su visión pareció deteriorarse.
Recordaba haber comentado a su esposa que se sentía como si de pronto hubiese envejecido treinta años. Presentaba todos los síntomas que su padre había tenido durante sus últimos meses de vida en la clínica geriátrica. En algunas ocasiones, cuando se miraba de reojo en el espejo, era como si estuviera viendo el fantasma de su padre.
Pese a la morfina, Cedric sintió de pronto una puñalada de dolor intolerable y abrasador. Tal como le había ocurrido en el coche, tuvo la impresión de que se alejaba por un túnel oscuro. Todavía veía al doctor Howard, pero cada vez más distante, y apenas si oía su voz. Entonces el túnel empezó a llenarse de agua. Cedric se ahogaba e intentaba nadar. Comenzó a bracear y manotear con desesperación, pero no encontró ninguna resistencia.
Más tarde, tras unos instantes de agonía, Cedric recobró el conocimiento. Mientras luchaba por regresar al estado consciente, experimentó una presión intermitente en el pecho y algo en la garganta. Alguien estaba de rodillas junto a él y le oprimía el tórax con las manos. Cedric lanzó un grito cuando en su pecho se produjo una explosión y la oscuridad se abatió sobre él como un manto oscuro.
La muerte siempre había sido el peor enemigo del doctor Jason Howard. Cuando era residente del Hospital General de Massachusetts se había mantenido fiel a esa creencia, llegando incluso al extremo de no darse por vencido ante un paro cardíaco hasta que un superior le ordenaba que desistiera de su intento por reanimar al paciente.
Se negaba a creer que ese hombre de cincuenta y seis años a quien había examinado sólo tres semanas antes y declarado sano en líneas generales, estuviera a punto de morir. Lo consideraba una afrenta personal.
Después de observar el monitor, que todavía mostraba una actividad ECG normal, Jason tocó el cuello de Cedric y no sintió el pulso.
—Dadme una aguja para inyección cardíaca —pidió—. Y que alguien le tome la presión arterial.
Le colocaron en la mano una enorme aguja cardíaca mientras él palpaba el pecho de Cedric para localizar el borde del esternón.
—No hay presión arterial —informó Philip Barnes, un anestesista que había acudido a la llamada general que se había difundido por los altavoces tan pronto como Cedric sufrió el paro cardíaco. Había colocado al paciente un tubo endotraqueal y lo ventilaba con oxígeno mediante la compresión de una bolsa Ambu.
Para Jason el diagnóstico era obvio: ruptura cardíaca. Puesto que el electrocardiógrafo todavía funcionaba y no existía, sin embargo, ninguna acción de bombeo del corazón, dedujo que se trataba de una disociación electromecánica. Eso solo podía significar una cosa: la porción de corazón privada de suministro de sangre de pronto se había abierto en dos como una uva apretada entre los dedos. Para corroborar la veracidad de ese espantoso diagnóstico, Jason hundió la aguja cardíaca en el pecho de Cedric, atravesando la cubierta del corazón, el pericardio. Cuando tiró del émbolo, la jeringa se llenó de sangre. No cabía duda; a Cedric se le había reventado el corazón dentro del pecho.
—Llevémoslo a cirugía —exclamó Jason, situándose al pie de la cama de su paciente.
Philip hizo una seña a Judith Reinhart, la jefa de enfermeras de la unidad coronaria. Ambos sabían que era inútil. En el mejor de los casos conseguirían conectar a Cedric a la máquina del corazón-pulmón. Y después, ¿qué?
Philip dejó de suministrar oxígeno al paciente y, en lugar de ayudar a empujar la camilla, se acercó a Jason, le puso una mano en el hombro y lo detuvo.
—Tiene que ser una ruptura cardíaca. Tú y yo lo sabemos. Lo hemos perdido, Jason.
El doctor hizo un gesto de protesta, y Philip lo aferró con más fuerza. Jason miró entonces el rostro ambarino de Cedric. Sabía que Philip tenía razón. Por más que detestara tener que reconocerlo, había perdido al paciente.
—Tienes razón —admitió y de mala gana permitió que Philip y Judith lo alejaran de la unidad coronaria, dejando en manos de las enfermeras la tarea de preparar el cuerpo de Cedric.
Cuando caminaban hacia el vestíbulo central, Jason cayó en la cuenta de que Cedric era el tercer paciente que moría pocas semanas después de someterse a un chequeo con resultados satisfactorios. El primero había fallecido también de un paro cardíaco, y el otro de derrame cerebral.
—Tal vez debería contemplar la posibilidad de cambiar de profesión —dijo Jason, medio en serio—. Ni siquiera mis pacientes internados en la clínica evolucionan como deberían.
—Es solo una mala racha —repuso Philip, dándole una palmada en el hombro—. Tenemos malas épocas. Las cosas mejorarán.
—Sí, claro —concedió Jason.
Philip lo abandonó para dirigirse a cirugía.
Jason encontró un sillón vacío y se dejó caer pesadamente en él. Tenía que prepararse para enfrentarse a la esposa de Cedric, que llegaría a la clínica en cualquier momento. Se sentía agotado.
—Cualquiera pensaría que a estas alturas debería haberme acostumbrado más a la muerte —murmuró.
—Precisamente eso lo convierte en un buen médico —replicó Judith mientras se ocupaba del papeleo correspondiente.
Jason aceptó el cumplido, pero sabía que su actitud hacia la muerte iba mucho más allá de su vida profesional. Hacía apenas dos años la muerte había destruido todo cuanto Jason más quería y valoraba. Todavía recordaba el timbrazo del teléfono a las doce y cuarto de una noche oscura de noviembre. Había quedado dormido en su despacho mientras trataba de ponerse al día en la lectura de las publicaciones médicas. Pensó que sería Danielle, su esposa, que llamaba desde el Hospital Infantil para avisarle que se retrasaría un poco. Ella era pediatra, y le habían pedido que acudiera esa noche para asistir a un seminario sobre trastornos respiratorios. En cambio la llamada era de la policía de tráfico, para informarle de que un vehículo procedente de Albany, con una carga de planchas de aluminio, había rebasado la división central de la autopista y embestido de frente el automóvil de su esposa. Ella no tuvo la menor posibilidad de salvarse.
Jason recordaba la voz del policía como si todo hubiera ocurrido el día anterior. Tras la conmoción y la incredulidad iniciales, se había apoderado de él la furia, seguida de un abrumador sentimiento de culpabilidad. Si al menos hubiera acompañado a Danielle como tantas veces había hecho, para esperarla leyendo en la Biblioteca Médica Countway, o si al menos hubiera insistido en que se quedara a dormir en el hospital…
Pocos meses después vendió la casa en que rondaba la presencia de Danielle, abandonó la práctica privada de la medicina y vendió el consultorio. Fue entonces cuando se incorporó al cuerpo médico del Plan de Buena Salud. Hizo todo cuanto Patrick Quillan, un psiquiatra amigo, le había aconsejado. Pero el dolor seguía allí, y también la furia.
—Perdón, doctor Howard…
Jason levantó la vista hacia la cara de Kay, la secretaria de la unidad.
—La señora Harring está en la sala de espera —informó Kay—. Le he dicho que usted hablaría con ella.
—Dios —exclamó Jason, frotándose los ojos. Hablar con los familiares de un paciente fallecido era una tarea difícil para cualquier médico, pero desde la muerte de Danielle Jason sentía como propio el dolor de esas personas.
Junto a la unidad coronaria había una pequeña sala de ancha de espera con revistas viejas, sillas y plantas de plástico. La señora Harring miraba fijamente por la ventana que daba hacia el norte, en dirección a Fenway Park y el río Charles. Era una mujer menuda de pelo cano. Cuando Jason entró, ella dio media vuelta y lo miró con ojos enrojecidos y aterrados.
—Soy el doctor Howard —se presentó Jason, indicándole que tomara asiento.
Ella se sentó en el borde de la silla.
—Así pues, es grave… —comenzó a decir ella con un hilo de voz.
—Me temo que son muy malas noticias. El señor Harring ha fallecido. Hemos hecho todo lo posible por salvarlo. Al menos no ha sufrido.
Jason se odió por tener que decir esas mentiras que todo el mundo esperaba oír.
Sabía que Cedric había sufrido; había visto el miedo mortal reflejado en su rostro. La muerte siempre era una lucha, rara vez esa disminución pacífica de la vida que muestran las películas.
El color desapareció del rostro de la señora Harring, y por un momento Jason temió que se desmayara. Por fin la mujer habló:
—No puedo creerlo.
Jason asintió.
—Ya lo sé. —Desde luego que lo sabía.
—No lo entiendo —declaró ella. Miró a Jason con expresión desafiante, el rostro demudado—. Usted le dijo que su salud era muy buena. Le hizo una revisión general y dijo que los resultados eran normales. ¿Por qué no detectó nada en ese chequeo?
Podría haber evitado este desenlance.
Jason reconoció la rabia, ese precursor tan familiar de la congoja. Sintió una enorme compasión por ella.
—No dije exactamente que su salud fuera perfecta —replicó muy suavemente—. Los análisis de laboratorio eran satisfactorios, pero le previne, como siempre, con respecto a su tabaquismo y su dieta. Y le recordé que su padre había muerto de un infarto. La suma de todos esos factores le convertía en una persona con un alto riesgo de sufrir problemas cardíacos, pese a los resultados de las pruebas.
—¡Pero su padre tenía setenta y cuatro años cuando murió! ¡Y Cedric solo cincuenta y seis! ¿Qué sentido tiene someterse a un chequeo si uno fallece tres semanas después?
—Lo lamento —dijo Jason con ternura—. Nuestra capacidad de predecir el futuro es limitada. Sólo nos queda hacer todo lo que podemos por el enfermo.
La señora Harring suspiró y dejó salir todo el aire de sus pulmones. Sus estrechos hombros se encorvaron hacia delante. Jason advirtió que la furia de la mujer se desvanecía para ser reemplazada por una pena angustiosa. Cuando habló, lo hizo con voz temblorosa:
—Sé que ha hecho todo cuanto ha podido. Lo lamento.
Jason se inclinó para ponerle la mano en el hombro. Debajo de su vestido de seda, la sintió muy frágil.
—Sé lo difícil que es esto para usted.
—¿Puedo verlo? —preguntó ella, llorando.
—Desde luego. —Jason se puso en pie y le ofreció la mano.
—¿Sabía que Cedric había concertado una cita para verlo? —inquirió la señora Harring cuando caminaban por el pasillo. Se secó los ojos con un pañuelo de papel que había extraído del bolso.
—No; no lo sabía —reconoció Jason.
—La semana próxima; la única hora libre que había. Cedric no se encontraba bien.
Jason sintió que dentro de él bullía una preocupación defensiva. Aunque estaba seguro de no haber cometido ninguna negligencia profesional, nada le garantizaba que no sería demandado.
—Cuando llamó, ¿dijo que tenía un dolor en el pecho? —preguntó Jason. Se detuvo junto a la señora Harring frente a la puerta de la unidad coronaria.
—No, no. Presentaba diversos síntomas y, sobre todo, un gran agotamiento.
Jason lanzó un suspiro de alivio.
—Le dolían las articulaciones —prosiguió la señora Harring—, y le escocían los ojos.
Le costaba un gran esfuerzo conducir de noche.
¿Le costaba conducir de noche? Aunque no era un síntoma relacionado con un infarto, encendió una señal de alarma en la mente de Jason.
—Y la piel se le puso muy seca. Además, había perdido mucho pelo…
—El pelo se reemplaza de forma natural —dijo Jason, mecánicamente.
Era evidente que esa letanía de quejas no tenía nada que ver con el infarto agudo sufrido por su marido. Abrió la pesada puerta de la unidad e indicó a la señora Harring que lo siguiera. Después la guio al compartimento por la sala.
Cedric estaba cubierto con una sábana blanca y limpia. La señora Harring colocó su mano, delgada y huesuda, sobre la cabeza de su esposo.
—¿Le gustaría verle la cara? —preguntó Jason.
La señora Harring asintió, y los ojos volvieron a llenársele de lágrimas, que le rodaron por las mejillas. Jason echó hacia atrás la sábana y retrocedió un paso.
—¡Dios mío! —exclamó ella—. ¡Está igual que su padre antes de morir! —Miró hacia otro lado y murmuro—: Nunca había sospechado hasta qué punto envejece la muerte a una persona.
«Por lo general no es así», pensó Jason. Ahora que ya no estaba concentrado en el corazón de Cedric, reparó en los cambios que había sufrido su rostro. Había perdido mucho pelo, tenía los ojos más hundidos y su cara presentaba un aspecto macilento y enjuto muy distinto de la apariencia que Jason recordaba de Cedric tres semanas antes, cuando le había efectuado el chequeo. Jason volvió a cubrirle con la sábana y condujo a la señora Harring hacia la pequeña sala de espera. La obligó a sentarse y tomó asiento frente a ella.
—Sé que no es un buen momento para abordar este tema —dijo Jason—, pero nos gustaría que nos diera permiso para examinar el cuerpo de su marido. Gracias a eso tal vez aprendamos algo que resulte beneficioso para otra persona en el futuro.
—Supongo que si puede ayudar a otros…
La señora Harring se mordió el labio. Le costaba mucho pensar, y mucho más tomar una decisión…
—Sí, será de gran ayuda. Y realmente apreciamos su generosidad. Si aguarda aquí un minuto, pediré que le traigan los formularios.
—Muy bien —concedió la señora Harring con resignación.
—Lo lamento —repitió Jason—. Por favor, llámeme si puedo hacer algo por usted.
Jason comunicó a Judith que la señora Harring había consentido en que se realizara la autopsia.
—Hemos telefoneado a la oficina del forense y hablado con la doctora Danforth. Nos ha dicho que le interesa el caso —informó Judith.
—Bueno, entonces asegúrate de que nos envíen todos los resultados —dijo Jason.
Tras vacilar un instante, añadió.
—¿Notaste algo raro en el señor Harring? ¿No tenía un aspecto demasiado envejecido para un hombre de cincuenta y seis años?
—No noté nada —respondió Judith antes de alejarse presurosa. En una unidad con once pacientes, ya la reclamaban para atender otra crisis.
Jason era consciente de que el caso de Cedric estaba desbaratándole los compromisos del día, pero la muerte inesperada de su paciente seguía perturbándolo.
Después de tomar una decisión llamó a la doctora Danforth, que tenía una voz grave y sonora, y la convenció de que les permitiera realizar la autopsia en la clínica con el argumento de que el paciente procedía de una familia con tendencia a padecer enfermedades coronarias, y que quería comparar la patología cardíaca con las ergometrías que le había practicado con anterioridad. La forense dejó el caso en sus manos.
Antes de abandonar la unidad coronaria, Jason aprovechó la oportunidad para ver a otro de sus pacientes que no se encontraba muy bien.
Brian Lennox, de sesenta y un años, también había sufrido un infarto. Llevaba tres días internado en la clínica, y si bien en un principio el tratamiento había dado buen resultado, el curso de su enfermedad había tomado un repentino giro negativo. Esa mañana, antes de realizar su recorrido de visitas diario, Jason planeaba sacar a Lennox de la unidad coronaria, hasta que descubrió que el hombre estaba a punto de sufrir una insuficiencia cardíaca congestiva. Supuso una enorme decepción para él tener que incorporar a Brian Lennox a la lista de pacientes internados en la clínica que en los últimos tiempos habían empeorado. En lugar de trasladar al paciente, Jason había ordenado un tratamiento intensivo para evitar la insuficiencia cardíaca.
Cualquier esperanza de que el señor Lennox se recuperara desapareció en cuanto Jason lo vio. Sentado en la cama, respiraba de forma rápida y superficial detrás de una máscara de oxígeno. Su rostro había adquirido una tonalidad grisácea que Jason había aprendido a temer. La enfermera que lo atendía se enderezó después de controlar el goteo intravenoso y condujo al doctor fuera del compartimento, hasta el centro de la sala. El nombre que lucía en el uniforme era «señorita Levay, ED».
—Nada parece surtir efecto —explicó, preocupada—. A pesar de todo, la presión en la vena pulmonar ha aumentado. Se le han administrado diuréticos, Hidralazina y Nitropruside. No sé qué hacer.
Jason miró por encima del hombro a la señorita Levay en dirección al cubículo donde se encontraba su paciente. El señor Lennox respiraba como una locomotora en miniatura. La única solución que se le ocurrió fue un trasplante, lo que por otro lado resultaba imposible, pues el hombre era un gran fumador y sin duda tenía un enfisema además del problema cardíaco. De todos modos el señor Lennox debería haber respondido a la medicación. Jason sospechó que tal vez el área del corazón afectada por el infarto estaba ampliándose.
—Citemos al equipo de cardiología —propuso Jason—. Tal vez ellos conseguirán detectar si las coronarias están más deterioradas. Es lo único que se me ocurre. Quizá sea candidato a un bypass.
—Bueno, al menos es algo —replicó la señorita Levay, quien sin vacilar se dirigió al escritorio central para convocar la consulta.
Jason regresó junto a Brian Lennox para brindarle un poco de compasión. Deseó tener algo más para darle, pero no podía hacer más por él; se suponía que el diurético debía reducir los líquidos, mientras que los medicamentos disminuían la precarga y poscarga sobre el corazón. Todo esto tenía como finalidad aminorar el esfuerzo que se le exigía al corazón para que bombeara la sangre y así permitir que este cicatrizara después del infarto. Sin embargo el tratamiento no funcionaba. Lennox empeoraba pese a todos los esfuerzos. Tenía los ojos hundidos y vidriosos.
Jason posó la mano sobre la frente sudorosa de Brian y le apartó el cabello. Para su sorpresa, algunos pelos quedaron en su mano. Los observó con perplejidad y luego, con mucho cuidado, tiró de otros, que salieron casi sin resistencia. Al mirar la almohada, encontró más pelo. Se preguntó si algún medicamento de los que le había administrado tendría como efecto secundario potencial la caída del cabello. Decidió que estudiaría el asunto por la tarde. En ese momento la caída del cabello carecía de importancia, pero le recordó el comentario de la señora Harring. ¡Extraño!
Después de ordenar que le avisaran una vez efectuada la consulta del equipo de cardiología, y tras echar una última mirada masoquista al cuerpo de Cedric Harring cubierto con una sábana, Jason abandonó la sala de unidad coronaria y subió en el ascensor hasta el segundo piso, que conectaba la clínica con el edificio de consultorios externos. El Centro Médico PBS constituía el imponente núcleo central del importante plan de medicina privada; contaba con una clínica de cuatrocientas camas con un centro de cirugía ambulatoria, un departamento separado de consultorios externos, una pequeña ala dedicada a la investigación y toda una planta de oficinas. El bloque principal, originalmente diseñado como edificio de oficinas de los almacenes Sears, tenía ciertas reminiscencias de art déco y había sido totalmente reformado para albergar la clínica y las oficinas de administración. El destinado a consultorios externos e investigación era nuevo, pero había sido construido imitando la vieja estructura del principal. Estaba edificado sobre pilares, con un aparcamiento en el subterráneo. El consultorio de Jason se encontraba en el tercer piso, junto con el resto del departamento de Medicina Interna.
En el Centro PBS había dieciséis médicos internos. La mayoría eran especialistas, y unos pocos, como Jason, se dedicaban a la medicina clínica. Jason siempre había pensado que lo que le interesaba realmente era toda la variedad de enfermedades humanas, no tan sólo algunos órganos o sistemas específicos.
Las oficinas y consultorios estaban distribuidos alrededor del perímetro de una sala de espera con asientos confortables y un escritorio central. Los gabinetes de examen se hallaban entre los consultorios, y en un extremo había pequeñas salas de tratamiento.
Había un equipo de personal de apoyo que en teoría debía trabajar por turnos con los diversos médicos, pero en la práctica las enfermeras y secretarias tendían a colaborar de forma casi exclusiva con uno de ellos. Tal situación estimulaba la eficacia, puesto que permitía cierta adaptación a las excentricidades de cada doctor. Una enfermera llamada Sally Baunan y una secretaria llamada Claudia Mockelberg se habían alineado junto a Jason, quien se llevaba bien con ambas mujeres, y en particular con Claudia, quien se tomaba un gran interés por el bienestar del médico. Había perdido a su único hijo en Vietnam y sostenía que Jason se le parecía muchísimo pese a la diferencia de edad entre ambos.
Al ver llegar a Jason las dos mujeres lo siguieron a su consultorio. Sally llevaba en los brazos una pila de carpetas con las historias clínicas de los pacientes que esperaban ser atendidos. Era una mujer compulsiva, y el retraso de Jason había perturbado su rutina, cuidadosamente planeada. Estaba impaciente porque «empezara la función», pero Claudia la detuvo y le pidió que saliera del consultorio.
—¿Ha ido tan mal como su aspecto da a entender? —preguntó Claudia.
—¿Tanto se me nota? —replicó Jason mientras se lavaba las manos en la pila ubicada en un rincón del consultorio. Ella asintió.
—Parece un hombre que acaba de ser arrollado por un tren emocional.
—Cedric Harring ha muerto —explicó él—. ¿Lo recuerda?
—Vagamente —reconoció Claudia—. Después de que lo llamaran a urgencias, busqué el historial clínico del paciente. Está sobre su escritorio.
Jason bajó la vista hacia la carpeta. En ocasiones la eficiencia de Claudia era apabullante.
—¿Por qué no se sienta un momento? —sugirió la secretaria. Nadie como ella en el PBS conocía la reacción de Jason ante la muerte. Claudia era una de las dos únicas personas del centro a quienes Jason había confiado todo lo relativo al fatal accidente de su esposa.
—Ya vamos muy retrasados con los pacientes —dijo Jason—. Sally comenzará a impacientarse.
—Al demonio con Sally. —Claudia rodeó el escritorio y con mucha suavidad lo obligó a sentarse—. Sally puede esperar algunos minutos más.
Jason sonrió a su pesar e, inclinándose, hojeó el historial clínico de Cedric Harring.
—¿Recuerda que, el mes pasado, otros dos pacientes murieron poco después de someterse a un chequeo completo?
—Briggs y Connoly —dijo Claudia sin vacilar.
—¿Qué tal si busca sus historiales clínicos? No me gusta nada lo que está pasando.
—Sólo si me promete que no… —Claudia se interrumpió para buscar la palabra adecuada— se preocupará en exceso por eso. La gente muere. Desgraciadamente ocurre. Es un hecho asociado de manera inevitable a esta profesión. ¿Comprende? ¿Por qué no toma una taza de café?
—Los historiales clínicos —repitió Jason.
—Muy bien, muy bien —concedió Claudia antes de retirarse.
Jason abrió la carpeta de Cedric Harring y comenzó a leer el historial clínico y los resultados del chequeo. Aparte de sus hábitos de vida nada saludables, no había ningún otro dato preocupante. Estudió el electrocardiograma y la ergometría en busca de alguna señal de desastre inminente. No encontró nada, ni aun contando con la ventaja que le proporcionaba saber cómo había evolucionado el caso.
Claudia entró en el consultorio sin llamar. Jason alcanzó a oír las súplicas de Sally:
«Claudia… por favor», pero esta le cerró la puerta en las narices, se acercó al escritorio y dejó caer sobre él las carpetas de Briggs y Connoly.
—Los nativos están muy inquietos —dijo antes de marcharse.
Jason procedió a examinar los historiales. Briggs había fallecido de un infarto masivo similar, probablemente, al de Harring. La autopsia había mostrado una oclusión extendida en toda la zona coronaria, pese a que el electrocardiograma realizado cuatro semanas antes de su muerte, en el chequeo, ofrecía un aspecto tan normal como el de Harring, y lo mismo ocurría con la ergometría. Jason meneó la cabeza, desalentado. Se suponía que la ergometría, aún más que el electrocardiograma, debía detectar cualquier señal que preludiara un desenlace fatal.
Todo parecía indicar que el chequeo para ejecutivos resultaba totalmente inútil; no sólo no detectaba los problemas serios, sino que proporcionaba una falsa sensación de seguridad a los pacientes, quienes, puesto que los resultados de la revisión eran normales, ya no se sentían motivados para cambiar su estilo de vida poco saludable.
Briggs, al igual que Harring, rondaba los sesenta, fumaba mucho y jamás hacía ejercicio.
El segundo paciente, Rupert Connoly, había muerto de un ataque cerebrovascular masivo. Como en los otros casos, había transcurrido poco tiempo desde que fuera sometido a un chequeo para ejecutivos, que tampoco reveló anormalidades alarmantes.
Además de un estilo de vida poco saludable, Connoly había sido un gran bebedor, aunque sin llegar a ser alcohólico. Jason se disponía a cerrar la carpeta cuando advirtió un detalle que había pasado por alto. En el informe de la autopsia forense había registrado un desarrollo significativo de cataratas. Jason no recordaba con exactitud la edad del paciente, de modo que buscó la página correspondiente a los datos personales. Connoly sólo contaba cincuenta y ocho años. Si bien la existencia de cataratas a esa edad no era desconocida, se trataba de un hecho poco común. Jason estudió la hoja correspondiente al examen físico para ver si había detectado la presencia de cataratas en el chequeo. Se sintió inquieto al descubrir que no las había incluido; según su informe, los ojos, los oídos, la nariz y la garganta se hallaban dentro de límites normales. Jason se preguntó si quizá con la edad estaba volviéndose descuidado. Luego leyó que en su informe constaba que el estado de las retinas era normal. Al visualizar las retinas, forzosamente tendría que haber notado la existencia de cataratas. De todos modos, como no era oftalmólogo, conocía sus limitaciones en tal sentido. Se preguntó si alguna clase de cataratas impedían el paso de la luz más que otras. Agregó esa pregunta a su lista mental de asuntos que debía investigar.
Jason apiló las carpetas. Tres hombres aparentemente sanos habían fallecido un mes después de un chequeo completo. «Dios santo —pensó—. Por lo general la gente teme acudir a los hospitales y clínicas. Si esto llega a divulgarse, es posible que se nieguen a someterse a chequeos clínicos». Jason tomó las tres carpetas y salió de su consultorio. Observó que en el escritorio central Sally se ponía en pie y lo miraba con expresión interrogante. Jason formó silenciosamente con los labios las palabras “dos minutos» mientras recorría la sala. Pasó junto a varios pacientes suyos, a quienes saludó sonriente con una inclinación de la cabeza, y se internó en el vestíbulo que conducía al consultorio de Roger Wanamaker, un interno especialista en cardiología cuya opinión le merecía gran respeto. Lo encontró en el momento en que salía de un gabinete de examen. Era un hombre obeso con cara de sabueso, llena de carnosidades y piel sobrante.
—¿Dispones de unos minutos para una breve consulta? —preguntó Jason.
—Te costará bastante —bromeó Roger—. ¿De qué se trata?
Jason siguió al hombre a su desordenado consultorio.
—Por desgracia, de algunos datos bastante alarmantes. —Jason abrió las carpetas de sus tres pacientes fallecidos, buscó los electrocardiogramas y los colocó delante de Roger—. He de reconocer que me da bastante vergüenza explicarlo, pero lo cierto es que tres de mis pacientes, de mediana edad, murieron poco después de que sus exhaustivos chequeos para ejecutivos demostraran que gozaban de buena salud. Uno de ellos ha muerto hoy; ruptura cardíaca después de un infarto masivo de miocardio. Yo mismo le realicé un examen clínico hace tres semanas. Es este. Aun conociendo el desenlace, no logro encontrar ningún problema en los trazados. ¿Qué opinas tú?
Se produjo un silencio mientras Roger examinaba los electrocardiogramas.
—Bienvenido al club —dijo finalmente.
—¿Al club?
—Estos electros no revelan ningún problema —afirmó Roger—. Todos hemos pasado por lo mismo. En los últimos meses he tenido dos casos así. Y creo que, si se atrevieran, todos reconocerían que han tenido por lo menos un par de casos semejantes.
—¿Y por qué no ha salido el tema a relucir?
—Contesta tú a esa pregunta —replicó Roger con una sonrisa irónica—. Tampoco tú has divulgado lo que te ha sucedido, ¿verdad? Es ropa sucia. Todos preferimos no llamar la atención sobre el asunto. Pero tú eres el jefe del servicio. ¿Por qué no convocas una reunión?
Jason asintió con una expresión apenada. Ser jefe del servicio no era un cargo deseable. Cada año lo asumía un interno distinto, y dos meses antes le había correspondido a Jason.
—Supongo que es lo más conveniente —admitió Jason mientras recogía las carpetas del escritorio de Roger—, aunque sólo sea para que los médicos que han tenido la misma experiencia sepan que no están solos.
—De acuerdo —convino Roger poniéndose en pie—. Pero no esperes que todos sean tan sinceros como tú.
Jason regresó al escritorio central e indicó con una seña a Sally que hiciera pasar al primer paciente. La enfermera se levantó al instante. Luego Jason se dirigió a Claudia.
—Claudia, necesito que me haga un favor. Confeccione una lista de todos los chequeos que he realizado el último año, busque las carpetas de los historiales clínicos e infórmese de cuál es el estado de salud de esos pacientes. Quiero asegurarme de que no hay otro episodio similar a los que se han presentado.
—Será una lista muy larga —advirtió Claudia.
Jason lo sabía. En su deseo de promocionar la medicina preventiva, el PBS había llevado a cabo una gran campaña a favor de los chequeos anuales y había modernizado el proceso para abarcar al mayor número posible de personas. Jason sabía que, como promedio, realizaba más de cinco revisiones a la semana.
Durante las horas que siguieron se dedicó a atender a sus pacientes, quienes le brindaron una interminable letanía de problemas y lamentos. Sally se mostró inexorable en su tarea de hacer pasar al siguiente paciente en cuanto el anterior salía.
Saltándose el almuerzo, Jason logró visitar a todos los enfermos que habían concertado cita.
A media tarde, cuando regresaba a un gabinete de tratamiento donde había realizado una sigmoidoscopia a un paciente con cilitis ulcerosa recurrente, Claudia le hizo señas de que se dirigiera al escritorio central. Al acercarse Jason advirtió que la mujer exhibía una sonrisa petulante, lo cual le indicó que sucedía algo.
—Tiene una visita muy importante —anunció Claudia con voz engolada, imitando a un personaje de televisión.
—¿Quién? —preguntó Jason, escrutando con la mirada la sala de espera.
—Está en su consultorio —dijo Claudia. Jason miró hacia allí. La puerta estaba cerrada. No era propio de Claudia hacer entrar a alguien en su ausencia. Volvió a mirar a su secretaria.
—Claudia, ¿cómo ha permitido que alguien me espere en mi consultorio?
—Insistió en que así fuera —contestó Claudia—, y ¿quién soy yo para impedírselo?
Era evidente que, quienquiera que fuese, esa persona la había ofendido. Jason, que la conocía bien, lo adivinó. Y sin duda la persona en cuestión tenía cierta autoridad en el PBS. En cualquier caso Jason comenzaba a hartarse del juego.
—¿Me dirá de quién se trata, o es una sorpresa?
—Es el doctor Alvin Hayes —respondió Claudia, parpadeando y haciendo un gesto despreciativo.
Agnes, la secretaria de Roger, rio entre dientes.
Jason se encaminó hacia su consultorio. Recibir la visita del doctor Alvin Hayes constituía un hecho insólito, pues era nada menos que el investigador estrella del PBS, que lo había contratado para mejorar su imagen. Se había tratado de una operación semejante a la de la Corporación Humana, cuando se contrató al doctor William DeVries, el cardiocirujano de fama internacional. Si bien el PBS, como Organización de Mantenimiento de la Salud, no apoyaba la investigación, había contratado a Hayes con un sueldo fabuloso con el fin de aumentar su prestigio, especialmente entre la comunidad académica de Boston. Al fin y al cabo, el doctor Alvin Hayes, un biólogo molecular de fama internacional, había aparecido en la portada de la revista Time después de haber desarrollado un método para producir la hormona del crecimiento humano con tecnología de ADN recombinante. La hormona de crecimiento que había creado era idéntica a la variedad humana. Los primeros intentos habían dado como resultado una hormona similar, pero no idéntica. Por ese motivo su descubrimiento se consideró de enorme importancia.
Jason abrió la puerta de su consultorio. No lograba intuir el motivo de la visita de Hayes, quien prácticamente no le había prestado la menor atención desde el día en que se incorporó al centro, hacía ya un año, pese al hecho de que ambos habían estudiado juntos en la Facultad de Medicina de Harvard. Después de la graduación cada uno había tomado un camino distinto. Cuando Alvin Hayes entró a formar parte del PBS, Jason lo buscó para darle la bienvenida. Sin embargo aquel se había mantenido distante, sin duda impresionado por su propia celebridad, y era evidente que despreciaba la decisión de Jason de seguir practicando la medicina clínica. Aparte de algunos encuentros casuales, ambos doctores se ignoraban. De hecho Hayes prescindía por completo de todos los demás integrantes del PBS y se había convertido en lo que la gente suele llamar un «científico loco». Había llegado incluso al extremo de descuidar su aspecto personal; vestía ropa holgada, sin planchar, y llevaba el pelo muy largo, lo que le daba la apariencia de un nostálgico de la turbulenta década de los sesenta. Si bien la gente murmuraba —Hayes tenía pocos amigos—, todos lo respetaban. Trabajaba muchísimas horas durante el día y elaboraba un número increíble de estudios y artículos científicos.
Alvin Hayes estaba arrellanado en uno de los sillones situados frente al escritorio.
De aproximadamente la misma estatura que Jason, el cabello desgreñado le caía al rededor del rostro, juvenil y regordete, que aparecía más amarillento que nunca.
Siempre había exhibido esa peculiar palidez que caracteriza a los científicos que pasan gran parte de su tiempo en el laboratorio, pero el ojo clínico de Jason percibió un incremento en esa tonalidad, así como una laxitud que hacía que Hayes pareciera enfermo y evidentemente agotado. Jason se preguntó si se trataba de una visita profesional.
—Lamento molestarte —dijo Hayes, poniéndose en pie con bastante esfuerzo—. Sé que estás ocupado.
—En absoluto —mintió Jason, quien rodeó el escritorio para tomar asiento. Se quitó el estetoscopio que le colgaba del cuello—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Hayes se mostraba nervioso y fatigado, como si no hubiera dormido en varios días.
—Necesito hablar contigo —dijo inclinándose y adoptando un tono de conspiración.
Jason se echó hacia atrás. El aliento de Hayes era fétido, y sus ojos tenían un aspecto vidrioso, lo que le otorgaba una apariencia de alucinado. Llevaba la bata blanca de laboratorio, arrugada y manchada, arremangada por encima de los codos. Su reloj de pulsera estaba tan suelto que a Jason le extrañó que no lo hubiera perdido.
—¿Cuál es el problema?
Hayes se inclinó aún más, los nudillos apoyados sobre el escritorio de Jason.
—Aquí no —murmuró—. Quiero hablar contigo esta noche, fuera del PBS.
Se produjo un silencio tenso.
El comportamiento de Hayes era a todas luces anormal, y Jason se preguntó si no resultaría más conveniente tratar de convencerle de que visitara a su amigo Patrick Quillan, pensando que tal vez un psiquiatra le serviría de más ayuda. Si Hayes quería conversar fuera de la clínica, sin duda el asunto no tenía nada que ver con su salud.
—Es importante —agregó Hayes, golpeando con impaciencia el escritorio de Jason.
—De acuerdo —se apresuró a decir Jason, temeroso de que Hayes armara un escándalo—. ¿Qué tal si cenamos juntos? —Prefería citarse con él en un lugar público.
—Muy bien. ¿Dónde?
—No importa dónde —respondió Jason, encogiéndose de hombros—. ¿Qué te parece el North End, para saborear especialidades italianas?
—De acuerdo. ¿Cuándo y dónde?
Jason repasó mentalmente la lista de restaurantes que conocía en el North End de Boston, un barrio populoso formado por calles serpenteantes donde el visitante tiene la extraña impresión de que ha sido transportado a la Italia meridional.
—¿Qué te parece el Carbonara? —sugirió—. Está en la plaza Rachel Revere, frente a la Paul Rever House.
—Lo conozco —dijo Hayes—. ¿A qué hora?
—¿A las ocho?
—Perfecto. —Hayes dio media vuelta y caminó tambaleándose hacia la puerta—. Y no invites a nadie más. Quiero hablar contigo a solas.
Y sin aguardar respuesta, cerró la puerta tras de sí. Jason meneó la cabeza y se dispuso a atender a los pacientes que lo esperaban.
Al cabo de pocos minutos se encontraba ya enfrascado en su tarea, y el extraño episodio con Hayes había desaparecido de su mente. La tarde transcurrió sin ninguna sorpresa desagradable. Al menos sus pacientes externos parecían encontrarse bien y responder de manera positiva a los diversos tratamientos que les había recetado. Eso reforzó su confianza y lo compensó del malestar que le había provocado la muerte de Harring. Cuando sólo le quedaban dos pacientes por atender, cruzó la sala de espera después de haber realizado una intervención quirúrgica menor en un gabinete de tratamiento. Antes de entrar en su consultorio para extender una receta, reparó en que Shirley Montgomery estaba apoyada contra el escritorio central, conversando con las secretarias. En ese ambiente, Shirley se destacaba tanto como Cenicienta en el baile. En contraste con las demás mujeres, que usaban faldas y blusas blancas o conjuntos de chaqueta y pantalón blancos, Shirley lucía un vestido de seda de corte clásico que intentaba —sin conseguirlo— ocultar su atractiva figura. Aunque pocas personas lo adivinarían al verla, Shirley era la ejecutiva encargada de la organización del PBS. Además de ser tan atractiva como una modelo, se había doctorado en administración hospitalaria en la Universidad de Columbia y había realizado un curso de posgrado en la Escuela de Comercio de la Universidad de Harvard. En lugar de intimidar a los demás con su belleza y su inteligencia, Shirley se mostraba expansiva y simpática y como resultado se llevaba bien con todo el mundo; con el personal de mantenimiento, las secretarias, las enfermeras e incluso los cirujanos. Shirley Montgomery bien podía atribuirse el mérito de contribuir a la cohesión y el perfecto funcionamiento del PBS.
Cuando vio a Jason, se excusó con las secretarias y se acercó a él con la gracilidad de una bailarina. Se peinaba la castaña cabellera hacia un lado, dejando descubierta la frente.
El maquillaje estaba aplicado con manos tan expertas que parecía inexistente. Sus enormes ojos azules exhibían un brillo de inteligencia.
—Perdóneme, doctor Howard —dijo, formalmente, mientras en las comisuras de su boca aparecía el esbozo de una sonrisa. Aunque el personal lo ignoraba, Shirley y Jason se veían fuera de la clínica desde hacía varios meses. Todo había comenzado durante una de las reuniones semestrales del cuerpo médico, donde charlaron mientras bebían un cóctel. Cuando Jason se enteró de que el marido de Shirley había muerto hacía poco de cáncer, se sintió inmediatamente ligado a ella.
Durante la cena que siguió, ella le contó que cierta mañana, tres años antes, su marido había despertado con un fuerte dolor de cabeza. Pocos meses después moría de un tumor cerebral que no respondió a ningún tratamiento. Por esa época ambos trabajaban en la Corporación Hospitalaria Humana. Después, al igual que Jason, Shirley había sentido el impulso de mudarse y se había trasladado a Boston. Su historia afectó tanto a Jason que este se obligó a romper su muro de silencio. Así pues, esa misma noche le confió la angustia que le habían provocado el accidente y la muerte de su esposa.
El hecho de compartir semejante experiencia emocional unió a Jason y Shirley, que iniciaron una relación entre el romance y la amistad. Los dos sabían que, emocionalmente, el otro estaba demasiado afectado para apresurarse. Jason estaba perplejo. Shirley jamás lo había abordado de esa manera. Como de costumbre, él apenas comprendía qué pasaba por la mente de Shirley. En muchos sentidos era la mujer más complicada que había conocido jamás.
—¿En qué puedo servirla? —preguntó Jason, tratando de adivinar qué se proponía.
—Supongo que estará muy ocupado —contestó ella—, pero me preguntaba si estaría libre esta noche. —Shirley bajó la voz y dio la espalda a Claudia, quien tenía la vista clavada en ella—. Esta noche celebraré en mi casa una cena con varios conocidos de la Harvard Business School y me gustaría que asistiera. ¿Lo hará?
Al punto Jason lamentó haberse citado con Alvin Hayes. Ojalá hubieran quedado sólo para tomar unas copas…
—Sé que la invitación es muy precipitada —dijo Shirley al percibir la vacilación de Jason.
—Ese no es el problema. He prometido a Alvin Hayes que cenaría con él.
—¿A nuestro doctor Hayes? —preguntó Shirley con evidente sorpresa.
—El mismo. Sé que resulta extraño, pero lo noté bastante alterado. Y aunque jamás se ha mostrado muy cordial conmigo, sentí lástima por él. La idea de reunirnos partió de él.
—¡Caramba, qué pena! —exclamó Shirley—. Sé que habría disfrutado de la compañía de este grupo de amigos. Bueno, otra vez será…
—Le tomo la palabra —dijo Jason. Shirley se disponía a alejarse cuando él recordó su conversación con Roger Wanamaker—. Creo que es mi deber informarle de que he decidido convocar una reunión del cuerpo médico. Una serie de pacientes han muerto de enfermedades coronarias que nuestros chequeos no detectaron. Como jefe del servicio debo investigar el asunto. Fallecer repentinamente un mes después de que aseguráramos al paciente que su salud era satisfactoria no constituye una buena propaganda para el PBS.
—¡Santo Dios! —exclamó Shirley—. ¡No se le ocurra propagar rumores de esa naturaleza!
—Bueno, resulta un tanto desalentador ver que alguien a quien uno ha examinado a fondo y declarado sano muere a las pocas semanas. La finalidad del chequeo para ejecutivos consiste en evitar que eso suceda. Opino que deberíamos tratar de incrementar la sensibilidad de las ergometrías.
—Una finalidad muy loable —convino Shirley—. Sólo le pido que no divulgue demasiado esos casos. Nuestros chequeos para ejecutivos desempeñan un papel primordial en la campaña para atraer a empleados de las corporaciones más importantes de esta zona. Así pues, mantengamos la información dentro de los límites de nuestra organización.
—Por supuesto —concedió Jason—. Lamento lo de esta noche.
—También yo —dijo Shirley. Luego, en voz baja, añadió—: Pensaba que el doctor Hayes era una persona poco sociable a quien no le gustaba salir. ¿Qué le ocurre?
—Lo ignoro —reconoció Jason—, pero en cuanto me entere se lo comunicaré.
—Por favor —dijo Shirley—. Al fin y al cabo, fui yo quien insistió en contratar a Hayes. Por ese motivo me siento responsable. Nos mantendremos en contacto —dijo antes de alejarse, sonriendo a los pacientes que esperaban.
Jason la observó hasta que advirtió la mirada penetrante de Claudia, quien enseguida bajó la vista y se enfrascó en su trabajo. Jason se preguntó si había descubierto el secreto de su relación con Shirley. Encogiéndose de hombros, entró en su consultorio para atender a los dos últimos pacientes.