Y ahora este sol estaba tan cercano que el huracán de radiación estaba obligando al Swarm a volver a la oscura noche del espacio. Pronto ya no podría acercarse más; los ventarrones de luz sobre los cuales cabalgaba de estrella en estrella ya no podrían verse de frente tan cerca de su origen. A menos que encontrara un planeta muy pronto, y pudiera caer bajo la paz y seguridad de su sombra, este sol debía ser abandonado como ya lo habían sido tantos otros anteriormente.
Ya se habían buscado y descartado seis fríos mundos exteriores. O estaban congelados más allá de toda esperanza de vida orgánica, o si no albergaban entidades de especies que eran inútiles para el Swarm. Para que éste pudiera sobrevivir, debía encontrar huéspedes no demasiado distintos de aquellos que había abandonado en su sentenciado y distante hogar. Hacía millones de años que el Swarm había comenzado su viaje, barrido hacia las estrellas por los fuegos que produjo, al estallar, su propio sol. Aún así, el recuerdo de su perdida tierra natal era agudo y claro, un dolor que no moriría nunca.
Adelante había un planeta, arrastrando su cono de sombra a través de la noche barrida por las llamas. Los sentidos que el Swarm había desarrollado a lo largo de su extenso viaje se proyectaron hacia el mundo que se acercaba, se proyectaron y lo encontraron aceptable. Los duros golpes de radiación cesaron cuando el negro disco del planeta eclipsó al Sol. El Swarm se deslizó suavemente en caída libre hasta que golpeó la franja exterior de la atmósfera. La primera vez que había aterrizado sobre un planeta casi encuentra la muerte, pero ahora contrajo su tenue sustancia con la impensada habilidad que da la larga práctica, hasta que formó una esfera pequeña y firmemente tejida. Su velocidad disminuyó lentamente, hasta que al fin flotó inmóvil entre la tierra y el cielo.
Durante muchos años cabalgó los vientos de la estratosfera de polo a polo o dejó que los silenciosos disparos del alba le arrojaran hacia el Oeste, apartándolo del Sol naciente. En todos lados encontró vida, pero inteligencia en ninguno. Había cosas que se arrastraban, y volaban y saltaban, pero no había cosas que hablaran o construyeran. Dentro de diez millones de años podría haber aquí criaturas con mentes que el Swarm podría poseer y guiar para sus propios propósitos; pero ahora no había señal de ellas. No podía adivinar cuál de las innumerables formas de vida de este planeta sería la heredera del futuro, y sin tal huésped estaba indefenso… un mero esquema de cargas eléctricas, una matriz de orden y propio conocimiento en un universo de caos. El Swarm no tenía control sobre la materia por sus propios medios, pero aún así, una vez que se hubiera alojado en la mente de una raza sensorial, no había nada que estuviera fuera de su poder.
No era la primera vez, y no sería la última, que el planeta fuera vigilado por un visitante del espacio…, pero nunca por ninguno en una tan peculiar y urgente necesidad. El Swarm se enfrentaba con un tremendo dilema. Podía comenzar una vez más sus cansinos viajes, esperando poder encontrar definitivamente las condiciones que buscaba, o podía esperar aquí, sobre este mundo, haciendo tiempo hasta que se levantara una raza que se acomodara a sus propósitos.
Se movió como la niebla a través de las sombras, dejando que los vientos vagabundos le llevaran donde quisieran. Los toscos y malformados reptiles de este joven mundo nunca le vieron pasar, pero él les observó, grabando, analizando, tratando de adivinar el futuro. Había tan poco que elegir entre todas estas criaturas; ninguna de ellas mostraba siquiera los primeros débiles brillos de una mente consciente. Pero si abandonaba este mundo en búsqueda de otro, podría recorrer el universo en vano hasta el fin del tiempo.
Finalmente tomó una decisión. Debido a su propia naturaleza, podía elegir las dos alternativas. La mayor parte del Swarm continuaría sus viajes entre las estrellas, pero una porción de él permanecería sobre este mundo, como una semilla plantada en espera de la futura cosecha.
Comenzó a girar sobre su eje, y su tenue cuerpo se aplanó hasta convertirse en un disco. Ahora fluctuaba entre las fronteras de la visibilidad…, era un pálido fantasma, un débil fuego fatuo que súbitamente se escindió en dos fragmentos desiguales. La rotación murió lentamente: el Swarm se había convertido en dos, cada uno de ellos como una entidad con todos los recuerdos del original y todos sus deseos y necesidades.
Hubo un último intercambio de ideas entre padre e hijo que al mismo tiempo eran gemelos idénticos. Si todo anduviera bien para los dos, se encontrarían nuevamente en el futuro lejano, aquí en este valle entre las montañas. El que iba a permanecer aquí, volvería a este punto a intervalos regulares, indefinidamente; el que continuara la búsqueda enviaría un emisario si alguna vez se encontrara un mundo mejor. Y entonces se unirían nuevamente, sin ser ya exiliados sin hogar vagando en vano en medio de las indiferentes estrellas.
La luz del alba se derramaba sobre las montañas nuevas y desnudas cuando el Swarm padre se elevó hasta colocarse frente al Sol. En el borde de la atmósfera, los ventarrones de radiación lo atraparon y lo barrieron irresistiblemente más allá de los planetas, para comenzar una vez más la interminable búsqueda.
El que quedó comenzó su igualmente desesperanzada tarea. Necesitaba un animal que no fuera de una especie tan escasa, que las enfermedades o los accidentes la hicieran extinguirse, ni tampoco tan pequeño que nunca pudiera adquirir poder sobre el mundo físico. Y debería multiplicarse rápidamente, de forma tal que su evolución pudiera ser dirigida y controlada tan suavemente como fuera posible. La búsqueda fue prolongada, y la elección difícil, pero al fin el Swarm seleccionó su huésped. Como la lluvia que se hunde en el suelo sediento, penetró en los cuerpos de ciertos pequeños lagartos y comenzó a dirigir sus destinos. Fue un trabajo intenso, aún para un ser que nunca podría conocer la muerte. Pasaron generaciones y generaciones de lagartos hasta que se produjo la más mínima mejora en la raza. Y siempre, de acuerdo con lo convenido, el Swarm volvía a su cita entre las montañas. Siempre volvió en vano. No había mensajero proveniente de las estrellas que trajera noticias de mejor fortuna en alguna otra parte.
Los siglos se alargaron en milenios, los milenios en eones. De acuerdo con los standards geológicos, los lagartos estaban ahora cambiando rápidamente. En realidad ya no eran lagartos, sino criaturas de sangre caliente, cubiertas de piel, que parían vivos a sus hijos. Todavía eran pequeñas y débiles, sus mentes eran rudimentarias, pero contenían las semillas de la futura grandeza.
Pero no sólo las criaturas vivientes cambiaban a medida que pasaban las épocas. Los continentes se separaban, las montañas se gastaban bajo el peso de las constantes lluvias. A través de todos estos cambios, el Swarm mantuvo su propósito, y siempre, en los plazos convenidos, iba al lugar de encuentro que se había elegido hacía ya tanto tiempo, esperaba pacientemente durante un rato y se alejaba. Quizá el Swarm padre todavía estaba buscando o quizá (era una idea terrible y difícil de aceptar) le había alcanzado algún destino desconocido y había seguido el camino de la raza a la que había dominado anteriormente. No había nada que hacer más que esperar y ver si la tenaz forma de vida de este planeta podía ser obligada a entrar en el sendero que conducía a la inteligencia.
Y así pasaron los eones…
En algún lugar del laberinto de la evolución, el Swarm cometió su error fatal y siguió el camino equivocado. Hacía cien millones de años que había llegado a la Tierra y estaba muy cansado. No podía morir, pero podía degenerar. Los recuerdos de su viejo hogar y de sus destinos se estaban desvaneciendo: su inteligencia estaba decayendo aún cuando sus huéspedes estaban trepando la larga ladera que les conduciría al conocimiento de sí mismos.
Por una cósmica ironía, al dar el ímpetu que un día traería la inteligencia a este mundo, el Swarm se había consumido. Había alcanzado el último estado de parasitismo; ya no podía existir alejado de sus huéspedes. Ya nunca más podría cabalgar libre por este mundo, conducido por el viento y por el Sol. Para hacer el peregrinaje hasta el viejo lugar de encuentro, debía viajar lenta y difícilmente dentro de mil pequeños cuerpos. Aún así continuaba la costumbre inmemorial, conducido por el deseo de reunión que le quemaba con más voracidad que nunca, ahora que conocía la amargura del fracaso. Sólo si el Swarm padre retornara y lo reabsorbiera, podría conocer nueva vida y vigor.
Los glaciares llegaron y se fueron; las pequeñas bestias que ahora albergaban a la decadente inteligencia extraña, escaparon de milagro de las garras del hielo. Los océanos conquistaron la tierra, y aún así la raza sobrevivió. Incluso se multiplicó, pero no podía hacer más. Este mundo no sería nunca su propiedad, porque muy lejos, en el corazón de otro continente, un cierto mono había descendido de los árboles y estaba mirando hacia las estrellas con los primeros indicios de curiosidad.
La mente del Swarm se estaba dispersando, desparramándose entre un millón de pequeños cuerpos, y ya no era capaz de unirse y hacer imponer su voluntad. Había perdido toda cohesión, sus recuerdos se estaban desvaneciendo. En un millón de años como máximo, se habrían ido todos.
Sólo se mantenía una cosa… la ciega urgencia que todavía, a intervalos, que por alguna extraña aberración se estaban volviendo cada vez más cortos, le conducía a buscar su fin en un valle que había dejado de existir hacía ya mucho tiempo.
Recorriendo tranquilamente la senda de la luz lunar, el crucero de placer pasó la isla con un guiñante faro, y entró en el fiordo. Era una noche tranquila y agradable, Venus se hundía en el Oeste, más allá de las Feroe, y las luces del puerto se reflejaban apenas temblorosamente en las lejanas y tranquilas aguas.
Nils y Christina estaban extremadamente contentos. Parados uno al lado del otro contra la barandilla del barco, las manos entrelazadas, observaban las arboladas laderas que se deslizaban silenciosamente. Los altos árboles estaban inmóviles bajo la luz lunar, ni el menor soplo de viento molestaba sus hojas, desde charcos de sombra sus delgados troncos se elevaban pálidamente. Todo el mundo estaba dormido; solamente el barco se atrevía a romper el encanto que había hechizado la noche. De repente, Christina lanzó un pequeño gemido, y Nils sintió sus dedos apretarse convulsivamente sobre los suyos. Siguió su mirada: ella estaba mirando fijamente a través de las aguas, hacia los silenciosos centinelas del bosque.
—¿Qué pasa, querida?
—¡Mira! —replicó ella, en un suspiro que Nils apenas pudo escuchar.
—¡Allá, bajo los pinos!
Nils miró, y mientras lo hacía, la belleza de la noche se desvaneció lentamente, y terrores ancestrales llegaron gateando desde el exilio. Porque debajo de los árboles la tierra estaba viva: una sucia marea marrón se movía bajando las laderas de la colina y se sumergía en las aguas oscuras. Aquí había un claro sobre el cual caía, no ensombrecida, la luz lunar. Incluso mientras él observaba, estaba cambiando: la superficie de la tierra parecía estar ondulándose hacia abajo, como una lenta cascada que tendiera a unirse con el mar.
Y entonces, Nils se rió, y el mundo estuvo cuerdo una vez más. Christina lo miró, sorprendida, pero otra vez confiada.
—¿No te acuerdas? —sonrió—. Lo leímos en el diario de esta mañana. Lo hacen cada cierto tiempo y siempre de noche. Está pasando esto desde hace días. Se estaba burlando de ella, alejando la tensión de los últimos minutos. Christina le devolvió la mirada y una lenta sonrisa iluminó su rostro.
—¡Por supuesto! —dijo ella—. ¡Qué tonta soy!
Luego se volvió una vez más hacia la tierra y su expresión se volvió triste, porque tenía muy buen corazón.
—¡Pobrecitas! —suspiró—. Quisiera saber por qué lo hacen.
Nils se encogió de hombros con indiferencia.
—Nadie lo sabe —contestó—. Es nada más que otro de esos misterios. Yo no pensaría en eso, si tanto te preocupa. Mira…, pronto estaremos en el puerto.
Se volvieron hacia las luces en donde estaba su futuro y Christina miró sólo una vez hacia atrás, hacia la marca trágica y sin sentido que todavía flotaba sobre la Luna.
Obedeciendo a un impulso cuyo significado nunca habían conocido, las sentenciadas legiones de turones de Noruega habían encontrado el olvido bajo las olas.