JÚPITER CINCO

El profesor Forster es un hombre tan pequeño, que se le tuvo que hacer un traje espacial especialmente para él. Pero lo que le faltaba en tamaño físico, lo compensaba más que en exceso (como tan a menudo se da el caso) en puro empuje y determinación. Cuando le conocí, se había pasado veinte años persiguiendo un sueño. Aún más, había persuadido a una completa sucesión de obstinados hombres de negocios, delegados al Consejo Mundial y administradores de trusts científicos para que sufragaran sus gastos y le proveyeran una nave con toda su tripulación. Pese a todo lo que sucedió después, todavía creo que ésta fue su hazaña más extraordinaria…

La Arnold Toynbee tenía una tripulación de seis hombres cuando abandonó la Tierra. Además del profesor y Charles Ashton, su principal asistente, estaba el acostumbrado triunvirato de piloto-navegante-ingeniero y dos estudiantes graduados… Bill Hawkins y yo. Ninguno de nosotros había ido antes al espacio, y estábamos tan excitados por todo el asunto que no nos preocupaba en lo más mínimo si volvíamos o no a la Tierra antes de que comenzara la próxima temporada de clases. Teníamos la fuerte sospecha de que nuestro tutor tenía puntos de vista muy similares. El informe que presentó sobre nosotros era una obra maestra de ambigüedad, pero como el número de personas que podía comenzar a leer la escritura marciana podía contarse, por decir así, con los dedos de una mano, obtuvimos el trabajo.

Como estábamos yendo hacia Júpiter, y no hacia Marte, el objeto de esta particular cualidad parecía un poco oscuro, pese a que, conociendo un poco de las teorías del profesor, teníamos unas muy acentuadas sospechas. Fueron parcialmente confirmadas cuando estuvimos a diez días de la Tierra.

El profesor nos miró muy pensativamente cuando contestamos a su llamamiento. Aún bajo cero «g» siempre se las arreglaba para mantener su dignidad, mientras lo mejor que nosotros podíamos hacer era aferrarnos al pasamanos y flotar alrededor como algas marinas a la deriva. Tenía la impresión pese a que, por supuesto, podía estar equivocado, de que él estaba pensando: ¿qué he hecho yo para merecer esto?, mientras nos miraba a Bill y a mí alternativamente. Lanzó entonces una especie de suspiro: «Ya es demasiado tarde para hacer algo al respecto», y comenzó a hablar en esa forma lenta y paciente que usa siempre cuando tiene que explicar algo. Al menos, siempre la usa cuando nos habla a nosotros; pero de pronto se me ocurrió… ¡oh, no importa!

—Desde que abandonamos la Tierra —dijo—, no he tenido muchas oportunidades de contarles el propósito de esta expedición. Quizá ya lo han adivinado.

—Yo creo que sí —dijo Bill.

—Bueno, sigue —replicó el profesor con un brillo peculiar en su mirada. Hice todo lo que pude por detener a Bill, pero ¿ha tratado alguna vez de patear a alguien cuando usted está en caída libre?

—Usted quiere encontrar alguna prueba (quiero decir, alguna prueba más) de su teoría de difusión de la cultura extraterrestre.

—¿Y tienen ustedes alguna idea de la razón por la cual la estoy yendo a buscar a Júpiter?

—Bueno, no exactamente. Supongo que usted espera encontrar algo en una de las lunas.

—Brillante, Bill, brillante. Hay quince satélites conocidos, y su área total es la mitad de la de la Tierra, más o menos. ¿Dónde comenzarías a buscar si tuvieras un par de semanas que perder?… Me gustaría saberlo.

Bill miró de costado al profesor dudosamente, como si casi sospechara su sarcasmo.

—No sé mucho de astronomía —dijo—. Pero hay cuatro lunas grandes, ¿no es así? Yo comenzaría con ésas.

—Para tu información: cinco; Europa, Ganímedes y Calixto son cada una de ellas casi tan grandes como África. ¿Trabajarías con ellas por orden alfabético?

—No —replicó Bill prontamente—. Comenzaría con la más cercana a Júpiter e iría hacia fuera.

—Creo que no desperdiciaremos más tiempo siguiendo tus procesos lógicos —suspiró el profesor. Estaba obviamente impaciente por comenzar su preparado discurso. De cualquier manera, estás bastante equivocado. No vamos a ninguna de las grandes lunas, en absoluto. Han sido examinadas fotográficamente desde el espacio y se exploraron grandes áreas sobre su superficie. No tienen nada que posea interés arqueológico.Nosotros estamos yendo a un lugar que nunca antes ha sido visitado.

—¡No a Júpiter! —jadeé.

—¡No, por Dios, nada tan sencillo como eso! Pero vamos a ir más cerca de él de lo que jamás haya estado nadie.

Se detuvo pensativamente.

Es curioso, saben (o probablemente no), que es casi tan difícil viajar entre los satélites de Júpiter como lo es hacerlo entre los planetas, pese a que las distancias son mucho más pequeñas. Esto es porque Júpiter tiene un campo gravitatorio similar a la Tierra y sus lunas viajan muy rápidamente. La luna más interior se está moviendo casi tan rápido como la Tierra y el viaje desde Ganímedes hasta ella consume casi tanto combustible como la travesía desde la Tierra a Venus, aún cuando sólo dura un día y medio.

»Y es ese viaje el que vamos a hacer nosotros. Ninguno lo hizo antes porque nadie pudo pensar en una buena razón que justificara el gasto. Júpiter Cinco tiene sólo treinta kilómetros de diámetro, de modo que posiblemente no podría ser de mucho interés. Incluso alguno de los satélites exteriores, que son más fáciles de alcanzar, no han sido visitados porque no parecía valer la pena el gasto del combustible para los cohetes».

—Entonces, ¿por qué vamos a desperdiciarlo nosotros? —pregunté con impaciencia. Todo el asunto sonaba como una completa caza de ilusiones, pese a que mientras probara ser interesante, y no implicara un peligro real, no me molestaba mucho. Quizá deba confesar (aunque tengo la tentación de no decir nada, como ya lo han hecho tantos otros), que por ese entonces yo no creía ni una palabra de las teorías del profesor Forster. Por supuesto que me daba cuenta de que era un hombre muy brillante en su campo, pero también rechazaba algunas de sus más fantásticas ideas. Después de todo, la evidencia era tan ligera y las conclusiones tan revolucionarias que apenas podía evitarse ser un poco escéptico.

Quizá todavía puedan recordar el asombro causado cuando la primera expedición a Marte descubrió los restos, no de una antigua civilización, sino de dos. Ambas habían alcanzado un alto grado de desarrollo, pero ambas habían perecido hacía más de cinco millones de años. La razón era desconocida (y todavía lo es). No pareció haber sido una guerra, porque las dos culturas parecían haber convivido amigablemente. Una de las razas era similar a los insectos, y la otra recordaba vagamente a los reptiles. Los insectos parecían haber sido los marcianos genuinos, originales. El pueblo-reptil (usualmente denominado «Cultura X») había aparecido en escena algún tiempo después.

Al menos, eso era lo que sostenía el profesor Forster. Ciertamente, ellos habían poseído el secreto de los viajes espaciales, porque las ruinas de sus peculiares ciudades cruciformes se habían encontrado (de todos los lugares posibles): en Mercurio. Forster creía que habían tratado de colonizar todos los planetas pequeños… habiéndose eliminado a la Tierra y a Venus debido a su excesiva gravedad. Para el profesor era una fuente de disgustos que nunca se hubieran descubierto en la Luna huellas de la Cultura X, pese a que estaba seguro de que tal descubrimiento solamente era cuestión de tiempo.

La teoría «convencional» sobre la Cultura X era que había llegado originariamente desde uno de los planetas más pequeños, o desde los satélites; había establecido contactos pacíficos con los marcianos (la única otra raza inteligente en la historia conocida del sistema) y había muerto al mismo tiempo que la civilización marciana. Pero el profesor Forster tenía ideas más ambiciosas: estaba convencido de que la Cultura X había llegado al Sistema Solar proveniente del espacio interestelar. El hecho de que nadie más creyera esto le molestaba, aunque no demasiado, porque era una de esas personas que son felices sólo cuando están en minoría.

Desde mi asiento podía ver a Júpiter a través de la ventanilla de la cabina, mientras el profesor Forster desarrollaba su plan. Era una vista hermosa: podía observar perfectamente los cinturones de nubes ecuatoriales, y tres de los satélites eran visibles como pequeñas estrellas cercanas al planeta. Me pregunté cuál sería Ganímedes, nuestro primer lugar de visita.

—Si Jack condesciende a prestar atención —continuó el profesor—, les diré por qué estamos yendo tan lejos de casa. Ustedes saben que durante el último año me pasé un montón de tiempo hurgando alrededor de las ruinas en el cinturón de penumbra de Mercurio. Quizá han leído la conferencia que di sobre el tema en la Escuela de Economía de Londres. Incluso pudieron haber estado allí… recuerdo ciertos disturbios en el fondo de la sala.

»Lo que entonces no le dije a nadie era que mientras estuve en Mercurio descubrí una importante clave sobre el origen de la Cultura X. No comenté nada al respecto, pese a que estuve extremadamente tentado de hacerlo cuando tontos como el doctor Haughton trataron de divertirse a mi costa. Pero no iba a arriesgarme a dejar que algún otro llegara aquí antes de que yo pudiera organizar esta expedición». Una de las cosas que encontré en Mercurio fue un bajorrelieve, bastante bien conservado, del Sistema Solar. No es el primero que se descubre… como ya saben. Los motivos astronómicos son comunes en el verdadero arte marciano y en el de la Cultura X. Pero había ciertos símbolos peculiares sobre varios planetas, incluyendo Marte y Mercurio. Creo que el esquema tiene cierto significado histórico, y lo más curioso es que el pequeño Júpiter Cinco (uno de los menos importantes de todos los satélites) parecía atraer toda la atención sobre sí. Estoy convencido de que en Cinco hay algo que es la clave para todo el problema de la Cultura X, y voy allá para descubrirlo.

Que yo recuerde, ni Bill ni yo quedamos particularmente impresionados por la historia del profesor. Quizá los de la Cultura X habían dejado en Cinco algunos artefactos, debido a razones que sólo ellos conocían. Sería muy interesante descubrirlos, pero era muy improbable que fueran tan importantes como pensaba el profesor. Creo que estaba un poco desilusionado por nuestra falta de entusiasmo. Pero era culpa suya, ya que, como descubrimos más tarde, todavía nos estaba ocultando algo.

Aterrizamos sobre Ganímedes, la luna más grande, alrededor de una semana más tarde. Ganímedes es el único satélite que tiene una base permanente; hay un observatorio y una estación geofísica con un staff de casi cincuenta científicos. Se alegraron de recibir visitas, pero no nos quedamos mucho tiempo, ya que el profesor estaba ansioso por recargar combustible y despegar nuevamente. El hecho de que nos dirigiésemos hacia Cinco, naturalmente creó un gran interés, pero el profesor se negaba a hablar y nosotros no podíamos hacerlo; nos vigilaba demasiado de cerca.

Ganímedes, de paso, es un lugar bastante interesante, y nos las arreglamos para ver más de él en el viaje de vuelta. Pero como he prometido escribir un artículo acerca de ello para otra revista, será mejor que aquí no diga nada más. (Les convendría echar un vistazo al «National Astrographic Magazine», de la próxima primavera). El salto desde Ganímedes hasta Cinco requirió justo un día y medio y nos produjo la incómoda sensación de ver a Júpiter expandiéndose hora tras hora hasta que pareció que iba a llenar el firmamento. No sé mucho de astronomía, pero no podía evitar el pensar en el tremendo campo gravitatorio dentro del cual estábamos cayendo. Las cosas pueden salir mal tan fácilmente… Si se nos acabara el combustible nunca podríamos volver a Ganímedes e incluso podríamos caer hacia Júpiter.

Me gustaría poder describir lo que era ver ese globo colosal, con sus furiosos cinturones tormentosos girando en el cielo, delante de nosotros. En realidad sí hice el intento, pero algunos amigos que han leído este manuscrito me aconsejaron que suprimiera el resultado. (También me dieron otro montón de consejos que no creo hayan podido darlos seriamente, porque si los hubiera seguido no había habido ninguna historia).

Afortunadamente, se han publicado ya tantas fotos en colores de Júpiter, que obligadamente tienen que haber visto alguna de ellas. Incluso, pueden haber llegado a ver aquella que, como explicaré más tarde, fue la causa de todas nuestras preocupaciones.

Al fin Júpiter dejó de crecer; habíamos penetrado en la órbita de Cinco, y pronto alcanzaríamos la pequeña luna mientras ésta giraba alrededor del planeta. Estábamos todos apretujados en el cuarto de control, esperando echar la primera ojeada a nuestro blanco. Al menos eso hacían los que pudieron entrar. Bill y yo estábamos amontonados afuera, en el corredor, y sólo podíamos treparnos sobre los hombros de los demás. Kingsley Searle, nuestro piloto, estaba en el asiento de control, mirándonos tan sereno como siempre; Eric Fulton, el ingeniero, masticaba pensativamente su bigote mientras vigilaba el indicador del nivel de combustible, y Tony Groves estaba haciendo cosas complicadas con sus tablas de navegación.

Y el profesor parecía estar rígidamente pegado al ocular del teleperiscopio. Súbitamente dio un salto, y escuchamos un silbido prolongado. Un minuto después, sin una palabra, le hizo a Searle una seña con la cabeza, quien tomó su lugar en el ocular. Pasó exactamente lo mismo que antes, y Searle dejó su lugar a Fulton. Cuando Groves reaccionó de idéntica forma, la cosa ya se había vuelto un tanto monótona, así que entramos arrastrándonos como gusanos y ocupamos el lugar después de una pequeña oposición.

No sé exactamente qué esperaba ver, probablemente por eso me sentí desilusionado. Una pequeña luna colgaba en el espacio, su sector «noche» débilmente iluminado por el resplandor[3] de Júpiter. Y eso parecía ser todo.

Y entonces comencé a hacer descubrimientos adicionales, en la forma en que se hace cuando se mira a través de un telescopio durante el tiempo suficiente. Sobre la superficie del satélite había débiles líneas entrecruzadas, y de golpe mi mente comprendió el esquema completo. Porque esto era un esquema; aquellas líneas cubrían a Cinco con la misma precisión geométrica con que las líneas de latitud y longitud dividen un globo terrestre. Supongo que yo también di mi silbidito de asombro porque Bill me apartó del paso y cogió su turno para mirar.

Después de esto, sólo recuerdo que el profesor parecía muy satisfecho de sí mismo mientras lo bombardeábamos a preguntas.

—Por supuesto —explicó—, esto no es tanta sorpresa para mí como lo es para ustedes. Además de la evidencia que encontré en Mercurio, había otras claves. Tengo un amigo en el Observatorio de Ganímedes al que le prometí guardar tal secreto, que estos días ha estado bajo un esfuerzo bastante considerable. Para cualquiera que no sea astrónomo, es bastante sorprendente que en el Observatorio nunca se hayan molestado mucho por los satélites. Los grandes instrumentos se usan todos en las nebulosas extragalácticas, y los más pequeños invierten todo su tiempo en observar a Júpiter.

»Lo único que el Observatorio le hizo a Cinco fue medir su diámetro y sacarle algunas fotografías. No eran lo suficientemente buenas como para mostrar las marcas que acabamos de observar, si no ya habría habido una investigación anterior. Pero cuando le pedí que observara, mi amigo Lawton las detectó con su reflector de cien centímetros, y también notó algo que debería haberse visto antes. Cinco tiene sólo treinta kilómetros de diámetro, pero es mucho más brillante de lo que debería ser por su tamaño. Cuando se compara su reflectividad… su alb… su…».

—Su albedo.

—Gracias, Tony… su albedo con el de las otras lunas, se encuentra que es mucho mejor reflector de lo que debería ser. De hecho, se comporta más como metal pulido que como roca.

—Entonces, ¡eso explica todo! —dije—. Los de la Cultura X deben haber recubierto Cinco con una corteza exterior… como las cúpulas que construyeron en Mercurio, pero en una mayor escala.

El profesor me miró con cierta piedad.

—¡Así que todavía no lo habías adivinado! —dijo.

No creo que eso fuera posible. Francamente, ¿ustedes lo hubieran hecho mejor en las mismas circunstancias?

Tres horas más tarde aterrizamos sobre una enorme llanura metálica. Cuando miré a través de las ventanillas me sentí completamente empequeñecido por lo que me rodeaba. Una hormiga que se arrastrara en la parte superior de un tanque de petróleo se hubiera sentido exactamente igual… y la reluciente masa de Júpiter, allá arriba en el cielo, no ayudaba mucho que digamos. Incluso el habitual engreimiento del profesor parecía estar oscurecido por una especie de reverente temor.

La llanura no estaba totalmente desprovista de marcas. Atravesándola en varias direcciones había anchas franjas, a lo largo de las cuales habían sido unidas las estupendas placas de metal. Estas franjas, o el entrecruzado diseño que formaban, era lo que habíamos visto desde el espacio.

A un cuarto de kilómetro de distancia había una colina baja… al menos, lo que en un mundo natural habría sido una colina. La habíamos visto mientras llegábamos, después de hacer desde el espacio una cuidadosa inspección del satélite. Era una de esas seis proyecciones: cuatro dispuestas equidistantes entre sí alrededor del ecuador y las otras dos en los polos. La sospecha de que serían introducidas en el mundo que había bajo la corteza metálica era bastante obvia.

Sé que algunos piensan que debe ser muy entretenido caminar dentro de un traje espacial sobre un planeta con baja gravedad y sin atmósfera. Bueno, no es así. Hay que pensar tantas cosas, hacer tantas verificaciones y observar tantas precauciones, que el esfuerzo mental pesa más que el encanto… al menos, en lo que a mí respecta. Pero debo admitir que, en esta oportunidad, mientras salía trepando de la compuerta hermética, estaba tan excitado que, por primera vez, estas cosas no me preocuparon.

La gravedad de Cinco era tan microscópica que caminar estaba completamente fuera de toda consideración. Nos habíamos unido con una cuerda como los alpinistas y nos propulsábamos con pequeños estallidos de nuestras pistolas de reacción. Los astronautas experimentados, Fulton y Groves, estaban en los dos extremos de la cadena, de modo que era reprimida cualquier imprudente ansiedad de los del medio.

Tardamos sólo unos pocos minutos en alcanzar nuestro objetivo, que resultó ser una cúpula ancha y baja, con un perímetro de un kilómetro como mínimo. Me pregunté si no sería una gigantesca compuerta lo suficientemente ancha como para permitir la entrada de naves espaciales. A menos que tuviéramos mucha suerte, podríamos no encontrar un camino para entrar, ya que los mecanismos de control no funcionarían más, e, incluso si lo hicieran, no sabríamos cómo manejarlos. Era difícil imaginarse algo más atormentador que tener la puerta cerrada, impidiendo la entrada al mayor descubrimiento arqueológico de toda la Historia.

Habíamos dado un cuarto de circuito alrededor de la cúpula, cuando encontramos una abertura en la corteza metálica. Era bastante pequeña (sólo tenía dos metros de ancho), y era casi tan circular que por un momento no nos dimos cuenta de lo que era. Entonces, desde la radio llegó la voz de Tony:

—Eso no es artificial. Tenemos que darle las gracias a un meteorito.

—¡Imposible! —protestó el profesor Forster—. Es demasiado regular.

Tony era obstinado.

—Los meteoritos grandes producen siempre agujeros circulares, a menos que incidan muy oblicuamente. Y miré los bordes; pude ver que hubo una especie de explosión. Probablemente el meteorito y la corteza se evaporaron, no encontrándose ningún fragmento.

—¡Era de esperar una cosa así! —dijo Kingsley—. ¿Cuánto hace que esto está aquí? ¿Cinco millones de años? Me sorprende que no hayamos encontrado otros cráteres.

—Quizá tenga razón —dijo el profesor, demasiado contento para discutir—. De todos modos, yo entro primero.

—Está bien —dijo Kingsley, que por ser el capitán siempre tenía la última palabra de todo—. Le daré veinte metros de cuerda y me sentaré en el borde del agujero para poder mantener contacto radial.

Y así el profesor Forster fue el primer hombre que entró en Cinco, como merecía. Nos amontonamos cerca de Kingsley, de modo que pudiera darnos informes de los progresos del profesor.

Éste no llegó muy lejos. Había otra cáscara inmediatamente dentro de la exterior, como podíamos haber supuesto. El profesor tenía sitio entre ellas para pararse perfectamente derecho, y tan lejos como su linterna podía arrojar su rayo luminoso, podía ver hileras de soportes y vigas, pero eso era casi todo.

Tardamos alrededor de veinticuatro horas antes de poder avanzar algo más. Cerca del término de ese lapso, recuerdo haberle preguntado al profesor por qué no había pensado en traer explosivos. Me miró, muy herido.

—Hay suficientes en la nave como para volarnos a todos —dijo—. Pero no voy a correr el riesgo de hacer ningún daño si puedo encontrar alguna otra manera.

Eso es lo que yo llamo paciencia, pero comprendí su punto de vista. Después de todo, ¿qué eran otros pocos días en una búsqueda que ya le había llevado veinte años?

Fue Bill Hawkins, de todos nosotros, el que encontró el camino para entrar cuando ya habíamos abandonado nuestro primer frente de ataque. Cerca del Polo Norte del pequeño mundo descubrió un agujero de meteorito realmente gigante… de alrededor de cien metros de ancho y que atravesaba las dos cortezas exteriores que rodeaban a Cinco. Había descubierto todavía otra corteza debajo de aquélla, y por una de esas casualidades que deben ocurrir si se espera el tiempo suficiente, un segundo meteorito, más pequeño, había entrado por el cráter y se había introducido en la cubierta más interior. El agujero tenía el tamaño justo como para permitir la entrada de un hombre con el traje espacial puesto. Entramos de cabeza, de uno en fondo.

Supongo que nunca he tenido una experiencia más sobrenatural que colgar de ese techo tan tremendo, como una araña suspendida bajo la cúpula de San Pedro. Sólo sabía que el espacio en el que flotábamos era inmenso. No podíamos determinar cuán grande era, porque nuestras linternas no nos daban ningún sentido de distancia. En esta caverna sin aire ni polvo, los rayos, por supuesto, eran totalmente invisibles, y cuando los dirigimos hacia el techo, pudimos ver los óvalos de luz, bailando a lo lejos, hasta que fueron demasiado difusos para ser visibles. Si los apuntábamos hacia abajo, podíamos ver un pálido tizne de iluminación, que estaba tan lejos que no revelaba nada.

Muy lentamente, bajo la diminuta gravedad de este pequeño mundo, caímos hacia abajo hasta que nos frenaron nuestras cuerdas de seguridad. Sobre mi cabeza podía ver la pequeña mancha luminosa a través de la cual habíamos entrado; era remota pero reconfortante.

Y entonces, mientras me balanceaba en el extremo de mi cable con un indolente movimiento pendular, en tanto las luces de mis compañeros brillaban como vacilantes estrellas en la oscuridad que me rodeaba, la verdad golpeó repentinamente en mi cerebro. Me olvidé de que todos estábamos a circuito abierto y grité involuntariamente:

—Profesor, ¡de ninguna manera creo que esto sea un planeta! ¡Es una nave espacial!

Y me detuve sintiendo que me había portado como un tonto. Hubo un silencio breve, tenso, y luego una confusión ruidosa cuando todos empezaron a disentir al mismo tiempo. La voz del profesor Forster cortó la confusión, y pude ver que estaba tan complacido como sorprendido.

—Tienes razón, Jack. Ésta es la nave que trajo a la Cultura X al Sistema Solar.

Oí que alguien (pareció ser Eric Fulton) lanzaba un gemido de incredulidad.

—¡Es fantástico! ¡Una nave de treinta kilómetros de ancho!

—¡Usted tendría que saber más que eso! —replicó el profesor con sorprendente dulzura—. Suponga que una civilización quisiera cruzar el espacio interestelar… ¿de qué otra manera encararía el problema? Construiría un planetoide móvil, tardando quizá siglos en completar el trabajo. Como la nave tendría que ser un mundo autoabastecido, que pudiera soportar a sus habitantes por generaciones, necesariamente tendría que ser tan grande como esto. Quisiera saber cuántos soles visitaron hasta que encontraron el nuestro y supieron que su búsqueda había terminado. Deben haber tenido naves más pequeñas que los podían llevar hasta los planetas, y por supuesto tenían que dejar a la embarcación-madre en algún lugar del espacio. Entonces la estacionaron aquí en una cerrada órbita cerca del planeta más grande, donde estaría segura para siempre, o hasta que la volvieran a necesitar. Era el lugar lógico: si la hubieran puesto rodeando al Sol, pasado un cierto tiempo, las atracciones de los planetas habrían alterado tanto su órbita, que podría haberse perdido. Aquí nunca podría sucederle eso.

—Dígame, profesor —preguntó alguien—, ¿usted adivinó todo esto antes de que partiéramos?

—Lo esperaba. Todas las evidencias señalaban hacia esta respuesta. Siempre hubo algo anómalo respecto del Satélite Cinco, pese a que nadie pareció haberlo notado. ¿Por qué únicamente esta luna está tan cerca de Júpiter, cuando todos los otros pequeños satélites están setenta veces más lejos? Hablando en términos astronómicos, no tendría el menor sentido. Pero basta de charla. Tenemos trabajo que hacer.

Esto, creo yo, debe quedar grabado como la antiaceleración del siglo. Siete de nosotros estábamos enfrentados con el mayor descubrimiento arqueológico de todos los tiempos. Casi un mundo entero (un mundo pequeño, artificial, pero aún así un mundo) estaba esperando nuestra exploración. Todo lo que podíamos hacer era un reconocimiento ligero y superficial: aquí habría material para generaciones de investigadores.

El primer paso fue bajar una poderosa fuente lumínica alimentada por una línea de transmisión proveniente de la nave. Aquélla haría las veces de faro y evitaría que nos perdiésemos además de dar iluminación a la superficie interior del satélite. (Incluso ahora, todavía me resulta difícil llamar nave a Cinco). Luego nos deslizamos por la cuerda hasta la superficie que había debajo. Fue una caída de casi un kilómetro, y en esta baja gravedad se podía descender en completa seguridad, sin retardar la caída. El suave choque producido por el impacto podía absorberse fácilmente con los bastones de resortes que llevábamos al efecto.

No quiero ocupar más lugar con otra descripción de todas las maravillas de Satélite Cinco; ya hubo suficientes fotos mapas y libros sobre este tema. (El mío, de paso, saldrá el próximo verano publicado por Sidwick y Jackson). Lo que en su lugar me gustaría darles es alguna impresión de lo que se sentía al ser de los primeros hombres en entrar a ese extraño mundo metálico. Aún así, lamento decir (sé que resulta difícil de creer) que simplemente no recuerdo lo que sentí cuando atravesamos los ejes de entrada, que estaban rematados en forma de hongo. Supongo que estaba tan excitado y abrumado por todas las maravillas que me rodeaban que me olvidé de todo lo demás. Pero puedo recordar la impresión causada por el inmenso tamaño, algo que las meras fotografías no pueden proporcionar. Los constructores de este mundo, provenientes del mundo de baja gravedad, eran gigantes… casi cuatro veces más altos que el Hombre. Nosotros éramos pigmeos gateando entre sus obras.

En nuestra primera visita nunca llegamos más abajo de los niveles exteriores, por lo que encontramos pocas de las maravillas científicas que la expedición descubriría con posterioridad. Y estaba bien así; las áreas residenciales nos proporcionarían lo suficiente como para mantenernos ocupados durante varias vidas. El globo que estábamos explorando debía haber sido iluminado con anterioridad con luz solar artificial, que se colara a través de la triple coraza que lo rodeaba, evitando que su atmósfera se filtrara al espacio exterior. Aquí, sobre la superficie, los jovianos (supongo que no puedo evitar el adoptar el nombre popular aplicado a los de la Cultura X) habían reproducido, tan precisamente como pudieron, las condiciones del mundo que habían abandonado quién sabe cuántas eras atrás. Quizá tenían día y noche, cambios de estaciones, lluvia y niebla. Incluso se habían llevado consigo al exilio un pequeño mar. El agua todavía estaba allí, formando un lago congelado de tres kilómetros de ancho. Oí que hay un plan para electrolizarlo y proveer otra vez a Cinco de una atmósfera respirable, tan pronto como se hayan remendado los agujeros producidos por los meteoritos en la corteza exterior.

Cuantas más obras suyas veíamos, más nos gustaba la raza cuyas posesiones estábamos ocupando por primera vez en cinco millones de años. Aún cuando fueran gigantes provenientes de otro sol, tenían mucho en común con el Hombre, y es una tragedia que nuestras razas se hayan desconectado por lo que, a escala cósmica, es un margen tan estrecho.

Nosotros fuimos, supongo, mucho más afortunados que cualquier arqueólogo de la historia. El vacío del espacio había resguardado todo, evitando su decadencia y (esto era algo que no se podía suponer) los jovianos no habían despojado a su nave de todos sus tesoros cuando salieron a colonizar el Sistema Solar. Aquí, en la superficie interior de Cinco, todo parecía estar intacto, tal cual había estado al final del prolongado viaje de la nave. Quizá los viajeros la habían conservado como un altar en memoria de su hogar perdido o quizá habían pensado que algún día podrían tener que usar estas cosas otra vez.

Fuera cual fuere la razón, aquí todo estaba como lo habían dejado sus creadores. Algunas veces me aterrorizaba. A veces, mientras estaba fotografiando, con la ayuda de Bill, algún gran muro cincelado, la absoluta intemporalidad del lugar me golpeaba el corazón. Yo miraba a mi alrededor, casi esperando ver formas gigantescas acercándose majestuosamente a través de los pasillos, para continuar las tareas momentáneamente interrumpidas.

Al cuarto día descubrimos la galería de arte. Era el único nombre que podía caberle: su propósito era inequívoco.

Cuando Groves y Searle, que habían efectuado rápidas pasadas sobre el hemisferio sur, informaron del descubrimiento, decidimos concentrar allí todas nuestras fuerzas. Porque, como había dicho alguien, el arte de un pueblo revela su alma, y aquí podríamos encontrar la clave de la Cultura X.

El edificio era inmenso, incluso para los standards de esta raza gigantesca. Como todas las otras estructuras de Cinco, estaba hecha de metal, aunque allí no había nada frío ni metálico. El pico más alto se alzaba a mitad de camino del remoto techo del mundo y desde lejos (antes de que los detalles fueran visibles) el edificio no era muy distinto de una catedral gótica. Engañados por esta casual semejanza, algunos escritores posteriores lo confundieron con un templo, pero nunca encontramos entre los jovianos ninguna huella de lo que podríamos llamar religión. Aún así parece haber algo parecido en el nombre «El Templo del Arte» y ha prendido tan fuertemente que ya nadie lo puede cambiar. Se ha estimado que sólo en este edificio hay entre diez y veinte millones de manifestaciones individuales…, la cosecha almacenada a través de toda la historia de una raza que pudo haber sido mucho más antigua que el Hombre. Y fue allí donde encontré una pequeña habitación circular que a primera vista no parecía ser más que el lugar de unión de seis corredores de irradiación. Yo estaba solo (y, por tanto, me temo, desobedeciendo las órdenes del profesor), y tomando lo que creí que sería un rápido atajo para volver a donde estaban mis compañeros. Los oscuros muros pasaban a mi lado silenciosamente a medida que me deslizaba con rapidez, mientras la luz de mi antorcha bailaba sobre el cielo raso. Éste estaba cubierto con inscripciones profundamente grabadas, y yo estaba tan ocupado buscando agrupaciones de caracteres conocidos, que durante cierto tiempo no le presté ninguna atención al piso de la cámara. Entonces vi la estatua, y enfoqué mis rayos sobre ella.

El momento en que uno se encuentra por primera vez con una obra de arte, tiene un impacto que ya nunca puede ser revivido. En este caso el tema hacía que el efecto fuera aún más abrumador. Yo era el primer hombre en conocer cómo había sido la apariencia de los jovianos, porque aquí, tallado con suprema habilidad y autoridad, había un modelo de uno de ellos, obviamente tomado de la vida real.

La cabeza, delgada y con forma de reptil, miraba derecho hacia mí, con sus ojos sin vida fijos en los míos. Dos de las manos estaban recogidas sobre el pecho con un aire de resignación; las otras dos sostenían un instrumento cuya utilidad todavía se desconoce. La cola, larga y poderosa (que probablemente como la del canguro equilibraba el resto del cuerpo), se extendía sobre el piso, aumentando la impresión de descanso o de reposo.

No había nada de humano en el rostro ni en el cuerpo. Por ejemplo, no tenía fosas nasales; sólo unas aberturas parecidas a branquias en el cuello. Pero aún así la figura me emocionó profundamente; el artista había sobrepasado las barreras del tiempo y de la cultura en una forma que yo nunca hubiera creído posible. «Inhumano…, pero humano», fue el veredicto del profesor. Había muchas cosas que podríamos no haber compartido con los constructores de este mundo, pero todo lo que fuera realmente importante lo habríamos sentido de la misma forma.

Tal como uno puede leer las emociones en el rostro ajeno pero familiar de un perro o de un caballo, así me pareció comprender los sentimientos del ser que tenía frente a mí. Aquí había sabiduría y autoridad…, la energía tranquila y confiada que se advierte en el famoso retrato del Dux Loredano, de Bellini. Pero también había tristeza…, la tristeza de una raza que había hecho un esfuerzo inmenso, y lo había hecho en vano.

Todavía no sabemos por qué esta solitaria estatua es la única representación artística que de sí mismos hicieron los jovianos. Uno no esperaría encontrar tabúes de esta naturaleza en una raza tan avanzada; tal vez conozcamos la respuesta cuando hayamos descifrado las inscripciones grabadas sobre los muros de la cámara.

Aún así, yo ya estaba seguro de la finalidad de esa estatua. Fue puesta aquí para actuar como un puente temporal y saludar a los seres que algún día se alzaran sobre las pisadas de sus creadores. Quizá por eso estaba hecha de un tamaño tan inferior al real. Ya en aquel entonces debían haber supuesto que el futuro pertenecía a la Tierra o a Venus y, por tanto, a seres a los que ellos hubiesen tomado por enanos. Sabían que el tamaño podía ser, al igual que el tiempo, una barrera.

Pocos minutos más tarde, estaba con mis compañeros en camino de vuelta hacia la nave, ansioso de comunicarle el descubrimiento al profesor. Él había estado echando un sueñecito, pese a que no creo que promediara más de cuatro horas de sueño diarias durante todo el tiempo que estuvimos en Cinco. La dorada luz de Júpiter inundaba la metálica llanura cuando salimos de la corteza y estuvimos una vez más bajo las estrellas.

—¡Hola! —escuché a Bill en la radio—. El profesor ha movido la nave.

—¡Es absurdo! —retruqué—. Está exactamente donde la dejamos.

Luego giré mi cabeza y vi la causa de la equivocación de Bill. Teníamos visitas.

La segunda nave había aterrizado a un par de kilómetros de distancia y, de acuerdo con lo que podían ver mis inexpertos ojos, muy bien podía haber sido una réplica exacta de la nuestra. Cuando atravesamos la compuerta, nos encontramos con que el profesor, un poco legañoso, ya hacía las veces de anfitrión. Para nuestra sorpresa, mas no exactamente para nuestro disgusto, uno de los tres vigilantes era una muchacha de pelo castaño, extremadamente atractiva.

—Éste es —dijo un tanto cansado el profesor Forster—, el señor Randolph Mays, el escritor científico. Me imagino que ya han oído hablar de él. Y éste es… —se volvió hacia Mays—. Me temo que no he retenido los nombres.

—Mi piloto, Donald Hopkins; mi secretaria, Marianne Mitchell.

Hubo apenas una pequeña pausa antes de la palabra «secretaria», pero fue lo suficientemente larga como para encender en mi cerebro una pequeña señal luminosa. Pude reprimir el movimiento de mis cejas, pero pesqué una mirada de Bill que decía sin necesidad de palabras: «Si estás pensando lo que yo pienso, me avergüenzo de ti».

Mays era un hombre alto, un poco pálido, de cabello ralo, y con una actitud de bonhomía que parecía ser sólo superficial…, la coloración protectora de un hombre que debe mostrarse amigable con demasiada gente.

—Espero que esto sea para ustedes una sorpresa tan grande como lo es para mí —dijo con innecesaria sinceridad—. Ciertamente, nunca creí encontrar a nadie que llegara aquí antes que yo, y ciertamente nunca esperé encontrarme con todo esto.

—¿Qué le trajo por aquí? —dijo Ashton, tratando de no parecer demasiado sospechosamente inquisidor.

—Precisamente se lo estaba explicando al profesor. ¿Me puede dar la carpeta, Marianne?… Gracias.

Sacó una serie de pinturas astronómicas, muy buenas por cierto, y las hizo circular. Mostraban los planetas vistos desde sus satélites…, un tema bastante común, por supuesto.

—Todos ustedes ya han visto esta clase de cosas —continuó Mays—, pero aquí hay una diferencia. Estas pinturas tiene casi cien años de antigüedad. Fueron pintadas por un artista llamado Chesley Bonestell, y aparecieron en «Life» allá por 1944…, mucho antes de que empezaran los viajes espaciales, por cierto. Ahora lo que sucede es que «Life» me ha encargado que recorra el Sistema Solar y vea cómo estas pinturas imaginativas se pueden comparar con la realidad. En la edición del centenario se publicarán al lado de las fotografías reales. Buena idea, ¿eh?

Tuve que admitir que lo era. Pero eso iba a complicar las cosas, y me pregunté qué pensaría el profesor al respecto. Entonces miré otra vez a la señorita Mitchell, situada reservadamente en un rincón, y decidí que habría compensaciones.

Bajo cualquier otra circunstancia, nos hubiéramos sentido muy complacidos de encontrar otro grupo de exploradores, pero aquí había que considerar el asunto de la prioridad. Seguro que Mays se apresuraría a volver a la Tierra tan pronto como pudiera, con su misión original abandonada y todos sus rollos de películas utilizados aquí y ahora. Era difícil determinar cómo podríamos detenerlo e incluso no estábamos seguros de que deseáramos hacerlo. Queríamos toda la publicidad y apoyo posibles, pero preferíamos hacer las cosas con calma y de acuerdo con nuestros gustos. Me pregunté cómo sería el profesor en materia de tacto, y temí lo peor.

Sin embargo al principio las relaciones diplomáticas fueron lo suficientemente suaves. Al profesor se le había ocurrido la brillante idea de hacernos formar pareja con cada uno de los del equipo de Mays, de modo que actuáramos simultáneamente como guías y supervisores. Al duplicar el número de grupos investigadores también aumentó en gran medida la velocidad a la que podíamos trabajar. No era seguro para nadie el operar sólo bajo estas condiciones, y esto nos habría significado una gran desventaja.

Al otro día del arribo del grupo Mays, el profesor delineó su política.

—Espero que podamos llevarnos bien —dijo con un poco de ansiedad—. En lo que a mí respecta, pueden ir donde quieran y fotografiar lo que les guste, siempre que no se lleven nada y siempre que no regresen antes que nosotros a la Tierra con sus informes.

—No veo cómo podremos detenerles… —protestó Ashton.

—Bueno, no tenía intenciones de hacer esto, pero ya he registrado una demanda en relación con Cinco. Anoche la envié por radio a Ganímedes y ahora ya debe estar en La Haya.

—Pero nadie puede pedir un cuerpo astronómico para sí mismo. Eso se estableció en el caso de la Luna, allá por el siglo pasado.

El profesor sonrió un tanto socarronamente.

—No estoy apropiándome un cuerpo astronómico. He presentado una demanda de salvamento y lo hice en nombre de la Organización Científica Mundial. Si Mays se lleva algo de Cinco, se lo estará robando a ellos. Mañana iré a explicar la situación amablemente, por si se le ocurre alguna idea brillante.

Ciertamente me parecía extraño considerar al Satélite Cinco como un caso de salvamento, y ya me podía imaginar algunas preciosas disputas legales a nuestro regreso. Pero por el momento la acción del profesor nos debería proporcionar algunas defensas y podría impedir que Mays recogiera algunos «souvenirs»; eso era lo que esperábamos, con demasiado optimismo.

Tuve que organizarme, pero me las arreglé para formar pareja con Marianne en varios viajes al interior de Cinco. A Mays parecía no importarle: no había ninguna razón particular por la cual debiera hacerlo. Un traje espacial es la caperuza más perfecta que se haya podido inventar, maldito sea.

Naturalmente que en la primera oportunidad que tuve la llevé a la galería de arte y le mostré mi descubrimiento. Se quedó mirando la estatua durante un largo rato, mientras yo sostenía el rayo de mi linterna enfocado sobre ella.

—Es muy hermosa —susurró finalmente—. ¡Sólo piensa en los millones de años que esperó aquí en la oscuridad! Pero tendrás que ponerle un nombre.

—Ya lo hice. La bauticé «El Embajador».

—¿Por qué?

—Bueno, porque creo que es una especie de enviado portando un saludo para nosotros. La gente que lo hizo sabía que algún día alguien tendría que llegar aquí y encontrar este lugar.

—Creo que tienes razón. «El Embajador»…; sí, fue muy inteligente de tu parte. Hay algo noble alrededor de él y algo muy triste también. ¿No lo sientes así? Pude notar que Marianne era una mujer muy inteligente. Era bastante notable la forma en que ella comprendió mi punto de vista y el interés que se tomaba por todo lo que le mostraba. Pero «El Embajador» la fascinaba más que todo lo demás, y siempre volvía a él.

—¿Sabes, Jack? —me dijo (creo que fue en algún momento del día siguiente, cuando Mays también había venido a verla)—. Debes llevarte la estatua a la Tierra. Piensa en la sensación que provocaría.

Yo suspiré.

—Al profesor le gustaría hacerlo, pero debe pesar una tonelada. No podemos permitirnos el gasto de combustible. Tendrá que esperar un viaje posterior.

Ella pareció asombrada.

—Pero si aquí las cosas apenas pesan… —protestó.

—Eso es diferente —expliqué—. Está el peso, y está la inercia…, dos cosas bastante diferentes. Ahora la inercia…, ¡oh, no importa! De todos modos no la podemos llevar. El capitán Searle ya nos lo dijo definitivamente.

—¡Qué pena! —dijo Marianne.

Me olvidé de lo referente a esta conversación hasta la noche anterior a nuestra partida. Habíamos tenido un día ocupadísimo y agotador, embalando nuestro equipo (una buena parte de él, por supuesto, la habíamos dejado para uso futuro). Todo nuestro material fotográfico había sido utilizado. Como señaló Charlie Ashton, si ahora nos encontrásemos un joviano vivo, seríamos incapaces de registrar el hecho. Creo que todos estábamos deseando un período de reposo, una oportunidad para relajarnos y ordenar nuestras impresiones, y recobrarnos de nuestro choque frontal con una cultura extraña.

El navío de Mays, el «Henry Luce», también estaba casi listo para despegar. Partiríamos al mismo tiempo, una disposición que al profesor le venía admirablemente bien, ya que no confiaba en Mays, y no quería dejarle solo en Cinco.

Todo estaba dispuesto cuando, al verificar nuestros documentos, descubrí que faltaban seis rollos de película ya expuestos. Eran fotografías de un conjunto de transcripciones del Templo del Arte. Después de pensar durante un buen rato recordé que habían sido confiados a mi cuidado y que los había colocado cuidadosamente sobre una moldura del Templo con la intención de recogerlos más tarde.

Faltaba bastante para la partida; el profesor y Ashton estaban cancelando algunas deudas con el sueño, No parecía no haber ninguna razón por la cual yo no pudiera volver a recoger el material que faltaba. Yo sabía que iba a haber una buena trifulca si lo dejaba abandonado, y como recordaba exactamente dónde estaba, sólo tenía que ausentarme durante treinta minutos. Entonces fui, explicándole mi misión a Bill, por si había algún accidente.

La fuente luminosa ya no funcionaba, por supuesto, y la oscuridad que reinaba dentro de la corteza de Cinco era, en cierta forma, opresiva. Pero yo había dejado un farol portátil en la entrada, y me dejé caer libremente hasta que mi linterna de mano me dijo que era tiempo de frenar la caída. Diez minutos más tarde, con un suspiro de alivio, recogí las películas olvidadas.

Era una cosa bastante natural que presentara mis últimos respetos a «El Embajador»; podrían pasar años hasta que lo viera de nuevo, y esa figura tranquila y enigmática había comenzado a ejercer sobre mí una extraordinaria fascinación.

Desgraciadamente, esa fascinación no se había limitado sólo a mí. Porque la cámara estaba vacía y la estatua había desaparecido.

Supongo que pude volverme y no decir nada, evitando así explicaciones embarazosas. Pero estaba demasiado furioso como para pensar en ser discreto, y tan pronto como regresé, despertamos al profesor y le contamos lo sucedido.

Se sentó en su litera, frotándose los ojos para despejarse; luego profirió unas cuantas palabras fuertes contra el señor Mays y sus acompañantes, palabras que no conviene repetir aquí.

—Lo que no entiendo —dijo Searle— es cómo pudieron sacarla…, si es que en realidad lo hicieron. Tendríamos que haberla visto.

—Hay muchos escondites y pudieron haber esperado hasta que no hubiera nadie cerca antes de subirla hasta el casco exterior. Debe haber sido un trabajo bastante grande, incluso bajo esta gravedad —señaló Eric Fulton en tono de admiración.

—No hay tiempo para homenajes póstumos —dijo el profesor con salvajismo—. Tenemos cinco horas para pensar algo. No pueden despegar antes, porque estamos precisamente en el lado opuesto a Ganímedes. ¿Esto es correcto o no, Kingsley?

Searle asintió.

—Sí. Debemos movernos hasta el otro lado de Júpiter antes de que podamos entrar en una órbita de transferencia…, al menos en alguna razonablemente económica.

—Bien. Eso nos da tiempo para respirar. ¿A quién se le ocurre alguna idea?

Recordando ahora con frecuencia toda la historia me parece que nuestra conducta subsiguiente fue un poco peculiar y ligeramente salvaje. No era el tipo de cosas que meses atrás hubiéramos imaginado hacer. Pero estábamos sorprendidos y fatigados por el exceso de trabajo, y nuestro alejamiento respecto de otros seres humanos hacía que todo pareciera diferente. Ya que aquí no había otras leyes, teníamos que dictarlas nosotros…

—¿No podemos hacer algo para que no puedan despegar?… ¿Podríamos sabotear sus reactores, por ejemplo? —preguntó Bill.

A Searle esta idea no le gustaba nada.

—No debemos hacer nada por las buenas —dijo—. Además, Don Hopkins es buen amigo mío. Si yo le causara algún daño a su nave, él no me lo perdonaría nunca. También existiría el peligro de que hiciéramos algo que no se pudiera reparar.

—Entonces sáquenle el combustible —dijo Groves lacónicamente.

—¡Por supuesto! Probablemente estén todos dormidos; no hay luz en la cabina. Lo único que tenemos que hacer es conectar y bombear.

—Una idea muy bonita —señalé—. Pero estamos separados por dos kilómetros. ¿Cuántos metros de tubo tenemos? ¿Llegan a cien metros?

Los demás ignoraron esta interrupción como si fuera absolutamente despreciable y siguieron haciendo planes. Cinco minutos más tarde, los técnicos ya tenían todo dispuesto: sólo teníamos que meternos en nuestros trajes espaciales y hacer el trabajo.

Cuando me uní a la expedición del profesor, nunca pensé que terminaría como un porteador africano de esas viejas historias de aventuras, llevando la carga sobre mi cabeza. Especialmente cuando esa carga era la sexta parte de una nave espacial (por ser tan bajo, el profesor Forster no podía prestar ayuda efectiva). Ahora que sus tanques de combustible estaban medio vacíos, el peso de la nave bajo esta gravedad era de unos 200 kilogramos. Nos reunimos bajo ella, la alzamos, y se fue hacia arriba…, muy lentamente, por supuesto, porque su inercia todavía no había cambiado. Entonces comenzamos a marchar.

El trayecto nos llevó un buen rato, y no fue tan fácil como lo habíamos pensado. Pero ahora las dos naves estaban una al lado de la otra y nadie nos había visto. En el «Henry Luce» todos estaban profundamente dormidos, como debíamos haber estado nosotros, de acuerdo con lo que ellos esperaban.

Pese a que estaba algo falto de aire, encontraba en toda la aventura una cierta diversión infantil, mientras Searle y Fulton sacaban de la compuerta hermética los tubos usados para recargar combustible y los acoplaban a la otra nave con toda tranquilidad.

—La belleza de este plan —me explicó Groves mientras le observábamos— reside en el hecho de que no pueden hacer nada para detenernos, a menos que salgan y nos desacoplen el tubo. Los podemos dejar completamente secos en cinco minutos, y despertarse y meterse en sus trajes espaciales les llevará la mitad de ese lapso.

Repentinamente me asaltó un temor horrendo.

—¿Y si encendieran sus cohetes y trataran de escapar?

—Entonces nos aplastarían a todos. No; lo único que pueden hacer es salir y ver qué pasa. ¡Ah, allá van las bombas!

Los tubos se habían endurecido como las mangas de baja presión contra incendios, y supe que el combustible estaba fluyendo hacia nuestros tanques. En cualquier momento se encenderían las luces en el «Henry Luce» y sus sorprendidos habitantes saldrían por las escotillas.

Fue algo desconcertante cuando vimos que no lo hicieron. Debían haber estado durmiendo muy profundamente como para no sentir las vibraciones producidas por las bombas; pero cuando se terminó todo, no sucedió nada, y nos quedamos parados mirando a nuestro alrededor un poco tontamente. Searle y Fulton desconectaron el tubo con mucho cuidado y lo colocaron de nuevo en la compuerta.

—¿Y…? —le preguntamos al profesor.

Pensó durante un minuto.

—Entremos en la nave —dijo.

Después de quitarnos los trajes espaciales y reunirnos dentro del cuarto de control, o al menos lo más adentro posible, el profesor se sentó ante la radio y presionó la señal de «Emergencia». Nuestros durmientes vecinos se despertarían en un par de segundos, cuando su receptor automático hiciera sonar la alarma.

La pantalla de TV brilló vivamente. Allí, un poco asustado, estaba Randolph Mays.

—Hola, Forster —dijo rápidamente—. ¿Qué problema tienen?

—Aquí no pasa nada —replicó el profesor, con su más fría cortesía—, pero ustedes perdieron algo importante. Miren su nivel de combustible.

La pantalla se vació, y durante unos instantes llegó a través del micrófono una mezcla de gritos y gruñidos confusos. Luego Mays volvió, compitiendo el asombro y la alarma en sus facciones.

—¿Qué pasa? —preguntó enfadado—. ¿Sabe algo de esto?

El profesor le dejó chisporrotear un poco antes de contestar.

—Creo que es mejor que venga y charlemos un poco —dijo—. No tendrá que caminar mucho.

Mays le echó una mirada de indignación y luego replicó:

—¡Seguro que iré!

Y la pantalla quedó vacía.

—¡Ahora tendrá que bajar! —dijo Bill con alegría—. ¡No puede hacer otra cosa!

—No es tan simple como crees —advirtió Fulton—. Si realmente quisiera hacerse el malo, sólo se tendría que sentar y radiar a Ganímedes pidiendo una nave tanque.

—¿Y eso de qué le serviría? Perdería varios días y le costaría una fortuna.

—Sí pero todavía tendría la estatua, si es que tanto la quiere. Y al demandarnos recobraría su dinero.

Se encendió la luz de la compuerta, y Mays entró tropezando al cuarto de control. Estaba de ánimo sorprendentemente conciliatorio; debía haber recapacitado en el camino.

—Bueno, bueno —dijo amablemente—. ¿A qué lleva todo esto?

—Lo sabe perfectamente bien —replicó fríamente el profesor—. Le dije con suficiente claridad que no se podía sacar nada de Cinco. Ha estado robando cosas que no le pertenecen.

—Vamos, sea razonable. ¿A quién le pertenecen? No puede reclamar todo lo de este planeta como propiedad personal.

—Esto no es un planeta…; es una nave, y las leyes de salvamento están en vigor.

—Francamente, ése es un punto muy discutible. ¿No cree usted que tendría que esperar hasta obtener un dictamen judicial?

El profesor se estaba comportando con una cortesía de hielo, pero pude notar que el esfuerzo era terrible, y que en cualquier momento podría haber una explosión.

—Escuche, señor Mays —dijo con una calma insolente—. Lo que usted se llevó es el hallazgo individual más importante que hemos hecho aquí. Le haré algunas concesiones, dado que usted no aprecia lo que hizo y no entiende el punto de vista de un arqueólogo como yo. Devuelva esa estatua y le bombearemos otra vez el combustible y no se dirá nada más.

Mays se frotó la barbilla pensativamente.

—Realmente no veo por qué tiene que hacer un escándalo tan grande por una estatua sola, si se considera todo lo que todavía hay allí.

Fue entonces cuando el profesor cometió uno de sus raros errores.

—Usted habla como alguien que ha robado la Monna Lisa del Louvre y argumenta que nadie la echará de menos debido a todos los otros cuadros que quedan. Esta estatua es única, y lo es en un sentido en el que no lo puede ser ninguna obra de arte terrestre. Por eso es por lo que estoy decidido a recuperarla.

Cuando uno negocia algo, nunca debe demostrar con claridad que realmente hay algo que necesita en grado sumo. Vi un resplandor codicioso en la mirada de Mays, y me dije: «¡Uh-huh! Se va a poner pesado». Y recordé la frase de Fulton acerca de la llamada a Ganímedes pidiendo una nave-tanque.

—Deme media hora para pensarlo —dijo Mays volviéndose hacia la compuerta.

—Muy bien —replicó el profesor inflexiblemente—. Media hora…, nada más.

Debo reconocer que Mays tenía cerebro. En menos de cinco minutos vimos que sus antenas de comunicaciones comenzaron a girar hasta que se enfocaron hacia Ganímedes. Por supuesto que tratamos de escuchar, pero él tenía un equipo de interferencia. Estos periodistas deberían confiar en los demás…

La respuesta llegó unos minutos después, y también fue interferida. Mientras esperábamos el próximo acontecimiento, tuvimos otro consejo de guerra. El profesor entraba ahora en ese obstinado estado de no-me-detengo-ante-nada. Se dio cuenta de que había cometido un error de cálculo, y eso le despertó el instinto de lucha.

Creo que Mays debió sentir algún recelo, porque cuando volvió traía refuerzos. Su piloto, Donald Hopkins, venía con él, y parecía algo incómodo.

—Pude arreglar todo, profesor —dijo con afectación—. Tardaré un poco más, pero si fuera necesario podré volver sin su ayuda. Aún así debo admitir que si pudiéramos llegar a un acuerdo se ahorraría un montón de trabajo y de dinero. Le diré lo que vamos a hacer. Devuélvame mi combustible y yo le devolveré los otros… esto… «souvenirs» que recogí. Pero insisto en quedarme con la Monna Lisa, aún cuando eso implique que no esté de vuelta en Ganímedes hasta mediados de la semana próxima.

Entonces el profesor profirió una serie de los que usualmente se denominan juramentos de profundidad espacial, pese a que les puedo asegurar que son sumamente parecidos a cualquier otro tipo de juramento. Eso pareció aliviarle de sus pesares, y se volvió perversamente amigable.

—Mi estimado señor Mays —dijo—. Usted es un tramposo incurable y, por tanto, no tendré escrúpulos en pelear con usted. Estoy dispuesto a hacer uso de la fuerza, porque sé que la ley me justificará.

Mays pareció levemente alarmado, pero no sin motivos. Nos habíamos situado en posiciones estratégicas, rodeando la puerta.

—Por favor, no sea tan melodramático —dijo con arrogancia—. Éste es el siglo veintiuno, y no el Lejano Oeste, allá por 1800.

—Por 1880 —dijo Bill, que es un fanático de la precisión.

—Debo rogarle —continuó el profesor— que se considere arrestado mientras decidimos qué se debe hacer. Señor Searle, llévelo a la cabina B.

Mays se movió de espaldas a la pared lateralmente, riéndose nerviosamente.

—¡Realmente, profesor, esto es demasiado infantil! No puede detenerme contra mi voluntad.

Y miró al capitán del «Henry Luce» pidiendo ayuda.

Donald Hopkins se sacudió del uniforme una pelusa imaginaria.

—Me niego —señaló, para beneficio de todos a verme envuelto en disputas vulgares.

Mays le dirigió una mirada venenosa y capituló de mala gana. Nos aseguramos de que tuviera una buena provisión de cosas para leer y lo encerramos.

Una vez que lo quitamos de en medio, el profesor se volvió hacia Hopkins, que miraba con envidia nuestros indicadores de nivel de combustible.

—Capitán, ¿puedo suponer —preguntó cortésmente— que usted no desea verse envuelto en ninguno de los negocios sucios de su patrón?

—Yo soy neutral. Mi obligación es traer la nave hasta aquí y llevarla de vuelta a casa. Pueden disputarse esto entre ustedes.

—Gracias. Creo que nos comprendemos perfectamente. Tal vez sería mejor que usted volviera a su nave y explicara la situación. Les llamaremos pasados unos minutos.

El capitán Hopkins se dirigió lánguidamente hacia la puerta. Cuando iba a marcharse, se volvió hacia Searle.

—Entre paréntesis, Kigsley —dijo con lentitud—, ¿pensaste en la tortura? Por favor, llamadme si llegáis a eso… Tengo algunas ideas sumamente interesantes.

Y se fue, dejándonos con nuestro rehén.

Creo que el profesor había esperado hacer un intercambio directo. Si así fue, no había contado con la obstinación de Marianne.

—Es lo que Randolph se merecía —dijo—. Pero realmente no veo que eso signifique ninguna diferencia. Estará tan cómodo en su nave como en la nuestra, y no le pueden hacer nada. Avísenme cuando estén hartos de tenerlo ahí.

Parecía ser un «impasse» absoluto. Habíamos sido casi demasiado inteligentes, y eso no nos había llevado a ningún lado. Habíamos capturado a Mays, pero no nos servía para nada.

El profesor estaba parado dándonos la espalda, mirando fijamente la ventana y de mal humor. Aparentemente equilibrada sobre el horizonte, la inmensa mole de Júpiter parecía llenar el firmamento.

—Tenemos que convencerla de que realmente queremos guerra —dijo, y luego, abruptamente se volvió hacia mí—: ¿Crees que en realidad le gusta ese pillo?

—¡Eh!…, no me sorprendería. Sí; realmente creo que sí.

El profesor pareció muy pensativo. Luego le dijo a Searle:

—Venga a mi cuarto. Quiero hablarle de algo.

Se ausentaron durante un rato. Cuando volvieron, los dos tenían un indefinible aire de alegre anticipación, y el profesor traía un papel cubierto de cifras. Fue hacia la radio y llamó al «Henry Luce».

—Hola —dijo Marianne, contestando con tanta rapidez que era obvio que nos había estado esperando—. ¿Decidió cancelarlo? Me estoy aburriendo demasiado.

El profesor la miró con seriedad.

—Señorita Mitchell —replicó—. Aparentemente, usted no nos ha tomado en serio. Por tanto, estoy preparando para su beneficio una demostración algo… drástica. Voy a poner a su patrón en una posición de la cual estará sumamente ansioso que usted le saque lo más pronto posible.

—¿De veras? —replicó Marianne indiferente, pese a que creí detectar en su voz un deje de aprensión.

—Supongo —dijo el profesor con suavidad— que usted no sabe nada de mecánica celeste. ¿No? Muy mal. Pero su piloto le confirmará todo lo que yo le diga. ¿No es cierto, Hopkins?

—Prosiga —dijo desde el fondo una voz estudiadamente neutral.

—Entonces escuche con atención, señorita Mitchell. Quisiera hacerle recordar nuestra curiosa (y ciertamente precaria) posición sobre este satélite. Sólo tiene que mirar por la ventana para ver cuán cerca de Júpiter estamos, y casi ni necesito recordarle que Júpiter posee, y lejos, el campo gravitatorio más intenso de todos los planetas. ¿Me sigue?

—Sí —replicó Marianne, ya no tan segura de sí misma—. Continúe.

—Muy bien. Este pequeño mundo gira alrededor de Júpiter en casi doce horas exactas. Ahora, hay un conocido teorema que dice que si un cuerpo cae desde una órbita al centro de atracción, la caída le llevará ciento setenta y siete milésimas de tiempo. En otras palabras: cualquier cosa que caiga hacia Júpiter desde aquí alcanzaría el centro del planeta en unas dos horas y siete minutos. Estoy seguro de que el capitán Hopkins puede confirmarlo.

Hubo una larga pausa. Luego escuchamos decir a Hopkins:

—Bueno, por supuesto que no puedo confirmar las cifras exactas, pero probablemente sean correctas. De cualquier modo, debe ser algo muy parecido.

—Bien —continuó el profesor—. Ahora estoy seguro de que se da cuenta —siguió, con una sincera sonrisa de satisfacción de que una caída hasta el centro del planeta es un caso muy teórico. Si realmente se dejara caer algo desde aquí, alcanzaría la atmósfera superior de Júpiter en un tiempo considerablemente más corto. Espero no estar aburriéndola, ¿o sí?

—No —dijo Marianne algo débilmente.

—Me alegro de oírselo decir. De todas maneras, el capitán Searle ya ha calculado el tiempo, que es de una hora treinta y cinco minutos. No podemos garantizar precisión absoluta, ¡ja, ja!

»Ahora, indudablemente, no ha escapado a su atención que este satélite tiene un campo gravitatorio extremadamente débil. La velocidad de escape es de sólo diez metros por segundo, y cualquier cosa que se arroje desde aquí a esa velocidad, no volvería jamás. ¿Correcto, señor Hopkins?

—Perfectamente correcto.

—Entonces voy a ir al grano: Nos proponemos llevar al señor Mays a dar un paseo hasta que esté inmediatamente debajo de Júpiter, sacarle las pistolas de reacción de su traje espacial y… lanzarlo hacia adelante. Estamos preparados para recogerlo con nuestra nave tan pronto como usted haya devuelto los bienes que han robado. Después de lo que le he dicho, estoy seguro de que comprenderá que el tiempo es un factor vital. Una hora y treinta y cinco minutos es un lapso asombrosamente corto, ¿no?

—Profesor —gemí—, ¡no puede hacer eso!

—¡Cállate! —ladró—. Bueno, señorita Mitchell, ¿qué me dice?

Marianne le miraba fijamente, con una mezcla de horror e incredulidad.

—¡Eso es un simple «bluff»! —gritó—. ¡No creo que usted haga nada de eso! ¡Su tripulación no le dejará!

El profesor suspiró.

—¡Qué lástima! —dijo—. Capitán Searle…, señor Groves…, por favor, cojan al prisionero y procedan de acuerdo con las instrucciones.

—Sí, señor —replicó Searle, con gran solemnidad.

Mays parecía asustado, pero obstinado.

—¿Qué van a hacer ahora? —dijo, mientras se le devolvía su traje.

Searle le sacó de la cartuchera las pistolas de reacción.

—De momento, métase dentro —dijo—. Vamos a dar un paseo.

Entonces comprendí lo que esperaba hacer el profesor. Todo el asunto era un «bluff» colosal: por supuesto que él realmente no arrojaría a Mays hacia Júpiter; y en todo caso, Searle y Groves no lo harían. Y, además, Marianne seguramente entrevería nuestro «bluff», y entonces quedaríamos como unos perfectos idiotas.

Mays no podía escaparse; sin sus pistolas de reacción estaba bastante indefenso. Agarrándole de los brazos, y remolcándole como un globo cautivo, sus escoltas partieron hacia el horizonte… y hacia Júpiter.

Mirando la otra nave, pude notar que Marianne estaba ante las ventanillas de observación con la vista fija en el trío que partía. El profesor Forster también lo notó.

—Señorita Mitchell, supongo que ya se habrá convencido de que no están llevando un traje espacial vacío. ¿Puedo sugerirle que siga los procedimientos con un telescopio? En un minuto estarán sobre el horizonte, pero podrá ver al señor Mays cuando comience a… ascender.

Del altavoz llegó un silencio inquebrantable. El período de suspense pareció durar un tiempo muy largo. ¿Estaba esperando Marianne para ver lo lejos que llegaba el profesor?

Para ese entonces, yo había tomado posesión de un par de gemelos y barría el cielo más allá del ridículamente cercano horizonte. De repente lo vi… como un pequeño relámpago sobre el amarillo y vasto escenario de Júpiter. Enfoqué rápidamente, y precisamente pude distinguir las tres siluetas que se elevaban hacia el espacio. Mientras observaba, se separaron: dos de ellas desaceleraron con sus pistolas y comenzaron a caer hacia Cinco. La otra siguió ascendiendo irremediablemente en dirección a la tremenda masa de Júpiter.

Con horror e incredulidad, me volví hacia el profesor.

—¡Realmente lo hicieron! —grité—. ¡Creí que sólo estaba haciendo un «bluff»!

—La señorita Mitchell también creyó eso, no tengo ninguna duda —dijo tranquilamente el profesor, para beneficio del micrófono—. Espero no tener que explicarte la urgencia de la situación. Como ya he dicho una o dos veces, el tiempo de caída desde nuestra órbita hasta la superficie de Júpiter es de noventa y cinco minutos. Pero, por supuesto, si uno esperase incluso la mitad de ese tiempo podría ser ya demasiado tarde…

Dejó que eso penetrara. Desde la otra nave no hubo ninguna respuesta.

—Y ahora —continuó—, voy a desconectar nuestro receptor para no tener más discusiones. Esperaremos hasta que hayan descargado esa estatua (y los otros temas que el señor Mays tuvo el descuido de mencionar) antes de hablarles nuevamente. Hasta luego.

Fueron diez minutos muy incómodos. Había perdido de vista a Mays y me preguntaba seriamente si no deberíamos dominar al profesor e ir tras él, antes de convertirnos en asesinos. Pero los que podían hacer volar la nave eran los que realmente habrían cometido el crimen. Yo no sabía qué pensar.

Entonces se abrió lentamente la compuerta del «Henry Luce». Apareció un par de siluetas con trajes espaciales, sosteniendo entre ellas a la causa de este alboroto.

—Rendición incondicional —murmuró el profesor, con un suspiro de satisfacción—. Métanla en nuestra nave —dijo por la radio—. Les abriré la compuerta hermética.

No parecía tener ningún apuro. Yo seguía mirando el reloj ansiosamente; ya habían pasado quince minutos. Inmediatamente se oyeron ruidos de golpes y silbidos agudos provenientes de la compuerta, se abrió la puerta interior y entró el capitán Hopkins. Fue seguido por Marianne, que sólo necesitaba un hacha manchada de sangre para parecerse a Clitemnestra. Me esforcé por evitar su mirada, en cambio el profesor parecía no sentir ninguna vergüenza. Entró caminando a la compuerta, comprobó que sus pertenencias estuvieran de regreso y salió frotándose las manos.

—Bueno, así es —dijo con alegría—. Ahora sentémonos y tomemos un trago para olvidar todo este disgusto, ¿sí?

Indignado, señalé el reloj.

—¡Usted se volvió loco! —grité furioso—. ¡Ya está a mitad de camino hacia Júpiter!

El profesor Forster me miró con una expresión condenatoria.

—La impaciencia —expresó— es un defecto común entre los jóvenes. No veo ninguna razón para acciones precipitadas.

Marianne habló por primera vez; ahora parecía realmente aterrorizada.

—Pero usted prometió… —susurró.

Súbitamente, el profesor capituló. Ya había hecho su pequeña broma, y no quería prolongar la agonía.

—Le puedo decir, señorita Mitchell (y a ti también, Jack), que Mays no está en mayor peligro que nosotros. Podemos ir y recogerlo cuando nos guste.

—¿Quiere decir que me mintió?

—Ciertamente, no. Todo lo que le dije era perfectamente cierto. Sólo que usted llegó a conclusiones erróneas. Cuando dije que un cuerpo tardaría noventa y cinco minutos en caer desde aquí hasta Júpiter, omití (y debo confesar, no accidentalmente) una frase bastante importante. Tendría que haber agregado, un cuerpo en reposo respecto de Júpiter. Su amigo el señor Mays compartía la velocidad orbital del satélite y todavía la conserva. Una velocidad de veintiséis kilómetros por segundo, señorita Mitchell.

—¡Oh, sí!, lo arrojamos completamente fuera de Cinco y hacia Júpiter. Pero la velocidad que le imprimimos era despreciable. Aún se está moviendo prácticamente en la misma órbita que antes. Lo máximo que puede hacer (tengo al capitán Searle calculando las cifras), es ir unos cien kilómetros hacia adentro, a la deriva. Y en una revolución (doce horas) estará de vuelta en el mismo lugar de partida, sin molestarnos en hacer absolutamente nada.

Hubo un silencio largo, largo. El rostro de Marianne era un estudio de frustración, alivio y molestia por haber sido burlada. Se volvió hacia el capitán Hopkins.

—¡Usted debe haberlo sabido todo este tiempo! ¿Por qué no me lo dijo?

Hopkins expresó con gesto herido:

—Usted no me lo preguntó —le dijo.

Recogimos a Mays cerca de una hora después. Estaba sólo a diez kilómetros de altura y le localizamos rápidamente por la brillante luz de su traje. Su radio había sido desconectada, por una razón que no se me había ocurrido. Él era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que no estaba en peligro, y si su equipo hubiera estado funcionando, podría haber llamado a su nave y poner en evidencia nuestro «bluff». Esto es, si hubiese querido hacerlo. Personalmente, yo creo que me hubiera costado mucho cancelar todo el asunto, incluso si hubiese sabido que estaba perfectamente a salvo. Allá arriba se debía sentir una soledad terrible.

Para gran sorpresa mía, Mays no estaba tan furioso como yo había supuesto. Quizá se sintiera demasiado aliviado por estar otra vez en nuestra pequeña y abrigada cabina, después de haber flotado impulsado apenas por el silbido de nuestros cohetes. O quizá sentía que había sido vencido en buena ley y no guardaba ningún rencor. Realmente creo que era esto último.

No hay mucho más que decir, excepto que sí le jugamos otra mala pasada antes de abandonar Cinco. Tenía en sus tanques mucho más combustible de lo que en realidad necesitaba, ahora que su carga estaba sustancialmente reducida. Al quedarnos nosotros con el exceso, pudimos, después de todo, llevarnos «El Embajador» a Ganímedes. Oh, sí, el profesor le dio un cheque por el combustible que habíamos tomado prestado. Todo fue perfectamente legal.

Sin embargo, hubo una interesante consecuencia que debo contarles. Al día siguiente de abrirse la nueva galería en el Museo Británico, fui para ver «El Embajador», en parte para descubrir si su impacto era todavía tan grande, en este ambiente que ahora le rodeaba. (Para la crónica, no lo era… pese a que aún es considerable, y Bloomsbury ya nunca me parecerá el mismo). Una inmensa multitud se arremolinaba alrededor de la galería, y en medio de ella estaban Mays y Marianne.

Y terminamos compartiendo un muy agradable almuerzo en Holborn. Respecto de Mays diré esto… no guarda ningún rencor. Pero todavía estoy bastante resentido con Marianne.

Y, francamente, no puedo imaginarme qué ve en él.