El platillo volante bajó verticalmente atravesando las nubes, se detuvo a cincuenta pies del suelo y aterrizó con un golpe considerable sobre un erial salpicado de brezos.
—Ése —dijo el capitán Wyxtpthll— fue un piojoso aterrizaje.
Por supuesto, no usó precisamente estas palabras. Para oídos humanos, sus frases habrían sonado como cloqueo de una gallina enojada. El piloto mayor, Krthlugg, desató tres de sus tentáculos del panel de control, estiró sus cuatro piernas y se relajó cómodamente.
—No es culpa mía si de nuevo se atascó el automático —refunfuñó—. ¿Pero qué espera usted de una nave que debió haber sido demolida hace cinco mil años? Si esas cáscaras de queso que llenan formularios allá en el Planeta Base…
—¡Bueno, está bien! Estamos abajo y enteros que es más de lo que yo esperaba. Dígale a Crysteel y a Danstor que vengan aquí. Quiero hablar con ellos antes de que se vayan.
Crysteel y Danstor eran, muy obviamente, de una especie diferente al resto de la tripulación. Sólo tenían un par de piernas y brazos, no tenían ojos en la parte de atrás de la cabeza y otras deficiencias físicas que sus colegas trataban de disimular lo mejor posible. Estos mismos defectos, por supuesto, los habían convertido en la elección obvia para esta misión particular, porque sólo se necesitó un mínimo disfraz para hacerlos pasar como seres humanos bajo cualquier escrutinio, excepto el más riguroso.
—¿Están ahora perfectamente seguros —dijo el capitán— de que entienden sus instrucciones?
—Por supuesto —dijo Crysteel, levemente enfadado—. Ésta no es la primera vez que he hecho contacto con una raza primitiva. Mi especialidad es la antropología…
—Bien. ¿Y el idioma?
—Bueno, eso es asunto de Danstor, pero ahora puedo hablarlo con una razonable fluidez. Es un idioma muy simple y, después de todo, hemos estado estudiando sus programas de radio durante un par de años.
—¿Alguna otra cosa antes de irse?
—Éste…, hay sólo un asunto —Crysteel dudó levemente—. Por sus transmisiones es bastante obvio que el sistema social es muy primitivo y que el crimen y la ilegalidad son generales. Muchos de sus más ricos ciudadanos tienen que usar lo que denominan «detectives» o «agentes especiales» para proteger sus vidas y propiedades. Sabemos que está en contra de las reglas, pero nos preguntábamos…
—¿Qué?
—Bueno, nos sentiríamos mucho más seguros si pudiéramos llevarnos un par de disruptores Mark III.
—¡Nunca jamás! Me harían una corte marcial si oyeran algo de esto en la Base.
Supongan que matan a uno de los nativos…, entonces tendría detrás de mí a la Oficina de Política Interestelar, al Consejo de Conservación de los Aborígenes y a media docena de otros.
—Habría el mismo lío si «nosotros» llegáramos a morir —puntualizó Crysteel con considerable emoción—. Después de todo, usted es responsable de nuestra seguridad. ¿Se acuerda de aquella obra radial de la que le hablé? Describía una familia común, ¡pero hubo dos asesinatos en la primera media hora!
—Oh, muy bien… Pero sólo un Mark II… No queremos que hagan mucho daño si «hay» líos.
—Muchas gracias; es un gran alivio. Informaré cada treinta minutos, según lo convenido. No tardaremos más de un par de horas.
El capitán Wyxtpthll los vio desaparecer sobre la cima de la colina. Suspiró profundamente.
—¿Por qué —dijo— de toda la gente en la nave tenían que ser «ésos» dos?
—No se podía evitar —contestó el piloto—. Todas estas razas primitivas se aterrorizan al ver algo extraño. Si nos vieran llegar a «nosotros» habría un pánico general y antes de que supiéramos dónde estamos, las bombas estarían cayendo por encima de nosotros. Simplemente, estas cosas no se pueden precipitar.
El capitán Wyxtpthll estaba distraído haciendo con sus tentáculos una cuna para gatos, como lo hacía cuando estaba preocupado.
—Por supuesto —dijo—, si no regresan, siempre puedo irme e informar que el lugar es peligroso —se alegró considerablemente—. Sí, eso ahorraría un montón de problemas.
—¿Y desperdiciar todos los meses que nos pasamos estudiándolo? —dijo el piloto, escandalizado.
—No serán desperdiciados —replicó el capitán, desenredándose con un latigazo que no podría haber seguido ningún ojo humano—. Nuestro informe será útil para la próxima nave de observación. Sugeriré que hagamos otra visita en… eh, digamos cinco mil años. Para ese entonces el lugar puede estar civilizado… pese a que, francamente, lo dudo.
Samuel Higginsbotham se dedicaba a una porción de queso y sidra cuando vio las dos figuras que se aproximaban cruzando la vereda. Se secó la boca con el dorso de la mano, puso con cuidado la botella al lado de sus herramientas de recortar setos y miró con apacible sorpresa a la pareja, mientras se acercaba.
—Buenas —dijo alegremente entre bocados de queso.
Los forasteros se detuvieron. Uno estaba hojeando subrepticiamente un librito que, si Sam hubiera sabido, estaba atestado de frases comunes y expresiones tales como «Antes del pronóstico meteorológico, aquí va un anuncio de ventarrones», «¡Manténgalas arriba…, los tenemos rodeados!», y «¡Llamando a todos los coches!». Danstor, que no tenía necesidad de estos memorándums, replicó con bastante prontitud.
—Buenos días, mi señor —dijo en su mejor acento de BBC— ¿podría usted guiarnos a la más próxima aldea, villorrio, pueblecito o cualquier otra comunidad civilizada?
—¿Eh? —dijo Sam. Investigó sospechosamente a los forasteros, dándose cuenta por primera vez de que había algo muy extraño relacionado con sus ropas. Uno no usaba normalmente, anotó con ofuscación, un suéter de cuello volcado con un elegante traje del tipo usado por la gente de la ciudad. Y el tipo que todavía estaba hojeando el librito tenía puesto un traje de noche, que hubiera sido intachable de no ser por la triste corbata verde y roja, las botas con clavos de herradura y la gorra de paño. Crysteel y Danstor habían hecho lo más que podían, pero habían visto demasiadas obras de televisión. Cuando se considera que no tenían otra fuente de información, sus aberraciones sastreriles al menos eran comprensibles.
Sam se rascó la cabeza. Extranjeros, me supongo, se dijo. Ni siquiera los de la ciudad se visten así.
Señaló la ruta y les dio instrucciones explícitas en un acento tan marcado que nadie que viviera fuera del alcance del transmisor de la Regional Oeste de la BBC podría haber entendido más que una palabra de cada tres. A Crysteel y a Danstor, cuyo planeta de origen estaba tan lejos que las primeras señales de Marconi todavía no podrían haber llegado, les fue aún peor. Pero se las arreglaron para captar la idea general y se retiraron tranquilamente, preguntándose si su conocimiento del inglés era tan bueno como habían creído.
Así llegó y así pasó, bastante tranquilo y sin registro en los libros de historia, el primer encuentro entre la humanidad y seres del Exterior.
—¿Supongo —dijo Danstor pensativamente, pero sin mucha convicción— que no serviría? Nos hubiera ahorrado un montón de problemas.
—Me temo que no. A juzgar por su ropa y el trabajo al que estaba obviamente dedicado, no pudo haber sido un ciudadano muy inteligente o valioso. Dudo de hubiera podido siquiera entender quiénes somos. —¡Aquí hay otro!— dijo Danstor, señalando hacia delante.
—No hagas ningún movimiento repentino que pusiera causarle alarma. Camina naturalmente y déjale hablar primero.
El hombre de adelante dio grandes pasos hacia ellos con decisión, no mostró la más leve señal de reconocimiento y antes de que se recobraran ya estaba desapareciendo en la distancia.
—¡Bueno! —dijo Danstor.
—No importa —replicó Crysteel filosóficamente—. Probablemente tampoco nos hubiera servido.
—¡Ésa no es excusa para tener malos modales!
Miraron con cierta indignación la espalda del profesor Fitzsimmons, mientras éste, luciendo su más antiequipo de andar y absorto en una parte difícil de la teoría atómica, se empequeñecía en el fondo de la senda. Por primera vez, Crysteel comenzó a sospechar que hacer contacto podría no ser tan simple como ingenuamente había creído.
Little Milton era un típico pueblo inglés, que reposaba al pie de las colinas cuyas más altas laderas ocultaban ahora un secreto tan portentoso. Había muy poca gente paseando en esta mañana de verano, porque los hombres ya estaban en el trabajo y las mujeres todavía estaban recobrándose de la agobiante tarea de sacar a sus dueños y señores del camino, sanos y salvos. Consecuentemente Crysteel y Danstor casi habían alcanzado el centro del pueblo antes de su primer encuentro, que resultó ser con el cartero del pueblo, que pedaleaba de vuelta a su oficina después de completar la ronda. Estaba de muy mal humor, pues había tenido que entregar una postal de un penique en la granja de Dodgson, a un par de millas fuera de su ruta normal. Además, el paquete semanal de ropa blanca que Gunner Evans le enviaba a su chocheante madre había sido más pesado de lo normal, como no podía ser de otra manera, ya que contenía cuatro latas de excelente carne de buey robadas de la charcutería.
—Perdóneme —dijo Danstor cortésmente.
—No puedo parar —dijo el cartero, sin humor para una conversación accidental—. Tengo que hacer otra vuelta —y se fue.
—¡Realmente, esto es el colmo! —protestó Danstor—. ¿Van a ser todos así?
—Simplemente debes ser paciente —dijo Crysteel—. Recuerda que sus costumbres son algo diferentes de las nuestras; ganarse su confianza puede llevar algún tiempo. Ya he tenido anteriormente este tipo de problemas con razas primitivas. Todo antropólogo debe acostumbrarse a eso.
—Hum —dijo Danstor—. Sugiero que llamemos en alguna de sus casas. No podrán salir corriendo.
—Muy bien —aceptó Crysteel dubitativamente—. Pero evita cualquier cosa que parezca una capilla religiosa; de otro modo nos meteremos en líos.
La casa de reunión de la vieja viuda Tomkins difícilmente podría ser confundida, aún por los menos experimentados exploradores, con tal cosa.
La vieja dama estaba agradablemente excitada al ver a dos caballeros parados sobre el escalón de su puerta y no notó absolutamente nada extraño acerca de sus ropas. Visiones, de legados inesperados, de reporteros preguntándole acerca de su centésimo primer cumpleaños (en realidad tenía sólo noventa y cinco, pero se las había arreglado para mantenerlo oculto), brillaron a través de su mente. Recogió la pizarra que guardaba colgada cerca de la puerta y avanzó alegremente para saludar a sus visitantes.
—Tendrán que escribirlo —se sonrió, sosteniendo la pizarra—. He estado sorda estos últimos años. —Crysteel y Danstor se miraron uno al otro con espanto. Éste era un choque completamente inesperado, porque los únicos caracteres escritos que habían visto jamás eran anuncios de programas de televisión y nunca los habían descifrado en su totalidad. Pero Danstor, que tenía una memoria casi fotográfica, estuvo a la altura de las circunstancias. Sosteniendo difícilmente la tiza, escribió una frase que tenía razones para creer que era de uso común durante tales contratiempos en comunicación. Mientras sus misteriosos visitantes se alejaban caminando tristemente, la vieja señora Tomkins miró perdida e inútilmente las marcas sobre la pizarra. Pasó algún tiempo hasta que pudo descifrar los caracteres (Danstor había cometido varios errores) aún entonces ella no entendió mucho más.
LAS TRANSMISIONES SERÁN REANUDADAS TAN PRONTO COMO SEA POSIBLE.
Era lo mejor que pudo hacer Danstor; pero la vieja dama nunca llegó al fondo de la cuestión.
No tuvieron mucha más suerte en la siguiente casa que intentaron. La llamada fue atendida por una señorita cuyo vocabulario consistía, en su mayor parte, de risas tontas y que eventualmente se quebró por completo y les cerró la puerta en las narices. Mientras escuchaban la risa confusa e histérica, Crysteel y Danstor comenzaron a sospechar, con naufragante ánimo, que su disfraz de seres humanos normales no era tan efectivo como habían pretendido.
En el número 3, por el contrario, la señora Smith sólo tenía muchas ganas de hablar…, a ciento veinte palabras por minuto, con un acento tan impenetrable como el de Sam Higginsbotham. Danstor presentó sus excusas tan pronto como pudo decir una palabra en una interrupción y se alejó.
—¿Habrá alguien que hable como lo hacen en la radio? —se lamentó—. ¿Cómo entienden sus propios programas si todos hablan así?
—Creo que debemos haber aterrizado en el lugar equivocado —dijo Crysteel, comenzando a decaer en su optimismo. Cedió aún más cuando fue confundido, en rápida sucesión, con un investigador de la Encuesta Gallup, con el futuro candidato conservador, con un vendedor de aspiradoras y con un traficante del mercado negro local.
Al sexto o séptimo intento se les acabaron las amas de casa. La puerta fue abierta por un joven pandillero que apretaba en una gorra pegajosa un objeto que de inmediato hipnotizó a los visitantes. Era una revista cuya tapa mostraba un cohete gigante ascendiendo desde un planeta tachonado de cráteres que, fuera lo que fuera, obviamente no era la Tierra. A través del fondo se leían las palabras: «Sorprendentes Cuentos de Pseudociencia. Precio, 25 centavos».
Crysteel miró a Danstor con una expresión: «¿Estás pensando lo que yo pienso?», que el otro devolvió. Finalmente, aquí, seguro, había alguien que podía entenderles. Con mejor ánimo, Danstor se dirigió al joven.
—Creo que usted puede ayudarnos —dijo cortésmente—. Nos resulta muy difícil hacernos entender aquí. Sabe, acabamos de aterrizar en este planeta, provenientes del espacio, y queremos comunicarnos con su gobierno.
—¡Oh! —dijo Jimmy Williams, sin haber vuelto todavía completamente a la Tierra, proveniente de sus efímeras aventuras entre las lunas exteriores de Saturno—. ¿Dónde está su nave espacial?
—Está arriba, en las colinas; no queríamos espantar a nadie.
—¿Es un cohete?
—No, por favor. Están obsoletos[2] desde hace miles de años.
—Entonces, ¿cómo funciona? ¿Usa energía atómica?
—Supongo que sí —dijo Danstor, que tambaleaba bastante en física—. ¿Hay alguna otra forma de energía?
—Esto no nos lleva a ninguna parte —dijo Crysteel, impaciente por única vez—. Tenemos que hacerle preguntas a él. Trata de averiguar dónde podemos encontrar a algún oficial.
Antes de que Danstor pudiera contestar, una voz estentórea vino desde el interior de la casa.
—¡Jimmy! ¿Quién está ahí?
—Dos… hombres —dijo Jimmy, dudando un poco. Al menos, parecen hombres. Vienen de Marte. Siempre dije que esto iba a suceder.
Hubo un sonido de pesados movimientos y una dama de porte paquidérmico y aire feroz apareció en la oscuridad. Echó una mirada de indignación a los forasteros, miró la revista que llevaba Jimmy y resumió la situación.
—¡Deberían avergonzarse! —gritó, moviéndose alrededor de Crysteel y Danstor—. Ya es bastante malo tener en la casa un hijo bueno-para-nada que pierde todo su tiempo leyendo esa basura, sino hombres crecidos que vengan a ponerle ideas en la cabeza. ¡Hombres de Marte, sí! ¡Supongo que han venido en uno de esos platillos voladores!
—Pero yo nunca he mencionado a Marte —protestó Danstor débilmente.
¡Slam! Desde detrás de la puerta llegó el sonido de un violento altercado y el inconfundible ruido del papel que se rompe y un gemido de dolor. Y eso fue todo.
—Bueno —dijo al final Danstor—. ¿Qué intentamos ahora? ¿Y por qué dijo que veníamos de Marte? Ése ni siquiera es el planeta más cercano, si recuerdo correctamente.
—No lo sé —dijo Crysteel—. Pero supongo que es natural que crean que veníamos de algún planeta cercano. ¡Van a sufrir un buen shock cuando conozcan la verdad! ¡Marte, sí! Allí es aún peor que aquí, de acuerdo con los informes que vi. —Obviamente, estaba empezando a perder algo de su personalidad científica.
—Abandonemos las casas por un tiempo —dijo Danstor. Afuera debe haber más gente.
Esta aseveración probó ser perfectamente cierta, porque no se habían alejado mucho antes de encontrarse rodeados por chiquillos que hacían observaciones incomprensibles, pero obviamente groseras.
—¿Debemos tratar de calmarlos con regalos? —dijo Danstor con ansiedad—. Eso generalmente funciona entre razas más atrasadas.
—¿Bueno, has traído alguno?
—No; creí que tú…
Antes de que Danstor pudiera terminar, sus torturadores tomaron las de Villadiego y desaparecieron por una calle lateral. Una majestuosa figura de uniforme azul venía por la calle.
Los ojos de Crysteel se encendieron.
—¡Un policía! —dijo—. Probablemente yendo a investigar un asesinato en alguna parte. Pero quizá pueda dedicarnos un minuto —agregó, no muy esperanzado.
P. C. Hinks miró a los extraños con cierto asombro, pero se las arregló para mantener sus sentimientos fuera de su voz.
—Hola, gente. ¿Buscando algo?
—En realidad, sí —dijo Danstor, en su más amistoso y dulce tono de voz—. Quizá usted pueda ayudarnos. Sabe, acabamos de aterrizar en este planeta y queremos hacer contacto con las autoridades.
—¿Eh? —dijo P. C. Hinks, sorprendido. Hubo una larga pausa…, pero no demasiado larga porque P. C. Hinks era una joven policía brillante que no tenía ninguna intención de seguir siendo un policía de pueblo toda su vida—. Así que acaban de aterrizar, ¿no? En una nave espacial, supongo.
—Correcto —dijo Danstor, inmediatamente aliviado por la ausencia de la incredulidad, e incluso violencia, que tantas veces había provocado tal anuncio en los planetas más primitivos.
—¡Bueno, bueno! —dijo P. C. Hinks en tono que esperó que inspirarían confianza y sentimientos de amistad (no es que importara mucho si ambos se ponían violentos…, parecían una pareja bastante delgaducha)—. Sólo díganme lo que quieren y veré qué puedo hacer al respecto.
—Estoy tan agradecido —dijo Danstor—. Sabe, hemos aterrizado en este lugar tan remoto porque no queremos crear pánico. Sería mejor que nuestra presencia fuera conocida por el menor número de personas posible, hasta que nos hayamos comunicado con el gobierno.
—Comprendo —replicó P. C. Hinks, mirando desesperadamente a su alrededor para ver si había alguien con quien poder mandar un mensaje a su sargento ¿Y entonces qué proponen?
—Me temo que yo no pueda discutir nuestra política a largo plazo relativa a la Tierra —dijo Danstor, acorralado—. Todo lo que puedo decir es que se está revelando esta sección del Universo y que se la está abriendo al desarrollo, y estamos seguros de que les podemos ayudar de muchas maneras.
—Eso es muy amable de su parte —dijo P. C. Hinks de todo corazón—. Creo que lo mejor que pueden hacer es venir conmigo a la estación de modo que podamos conseguir una llamada con el primer ministro.
—Muchas gracias —dijo Danstor, lleno de gratitud. Caminaron confiadamente al lado de P. C. Hinks, pese a su ligera tendencia a mantenerse detrás de ellos, hasta que llegaron a la estación de policía del pueblo.
—Por aquí, caballeros —dijo P. C. Hinks, introduciéndoles cortésmente en un habitación que estaba bastante pobremente iluminada, aún comparada con los algo primitivos ambientes que ellos habían esperado encontrar. Antes que pudieran acostumbrarse completamente a lo que les rodeaba, se escuchó un «click» y se encontraron separados de su guía por una ancha puerta compuesta enteramente de barras de hierro.
—Ahora no se preocupen —dijo P. C. Hinks—. Todo estará bien. Volveré en un minuto.
Crysteel y Danstor se miraron entre sí con una expresión de duda que rápidamente se convirtió en terrible certeza.
—¡Estamos encerrados!
—¡Esto es una prisión!
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Yo no sé si ustedes entienden inglés —dijo una lánguida voz desde la oscuridad—, pero muy bien podrían dejar al prójimo dormir en paz.
Por primera vez, los dos prisioneros vieron que no estaban solos. Acostado sobre una cama en un rincón de la celda había un hombre joven algo arruinado que los miraba confusamente con una expresión resentida.
—¡Mi Dios! —dijo Danstor con nerviosismo—. ¿Supones que es un criminal peligroso?
—No parece muy peligroso por el momento —dijo Crysteel con más precisión de lo que suponía.
—¿Y por qué están adentro «ustedes»? —preguntó el desconocido, sentándose con poca firmeza—. Visten como si hubieran ido a un baile de disfraz. ¡Oh, mi pobre cabeza! —y cayó nuevamente boca abajo.
—¡Imagínate encerrar a alguien tan enfermo como éste! —dijo Danstor, que era un individuo dotado de buen corazón. Luego continuó—: No sé por qué estamos aquí. Sólo le dijimos al policía quiénes éramos y de dónde veníamos, y esto es lo que pasó.
—Bueno, ¿quiénes son ustedes?
—Acabamos de aterrizar…
—¡Oh, no tiene sentido pasar por todo eso de nuevo! —interrumpió Crysteel—. Nunca convenceremos a nadie.
—¡Hey! —dijo el desconocido, sentándose una vez más—. ¿Qué idioma es ese que están hablando? Conozco algunos, pero nunca oí nada parecido.
—Oh, está bien —le dijo Crysteel a Danstor—. Puedes decírselo. Total, no hay nada que hacer hasta que vuelva ese policía.
En ese momento, P. C. Hinks estaba ocupado en una ardorosa conversación con el superintendente del asilo mental local, que vigorosamente insistía en que todos sus pacientes estaban presentes. Sin embargo, prometió una cuidadosa verificación y que llamaría más tarde.
Preguntándose si todo no sería una broma pesada, P. C. Hinks colgó el receptor y tranquilamente emprendió el camino hacia las celdas. Los tres prisioneros parecían estar ocupados en una amistosa conversación, por lo que se alejó de puntillas. A todos les haría bien tener una oportunidad para calmarse. Se frotó cariñosamente el ojo al recordar qué batalla había sido meter al señor Graham en la celda durante las primeras horas de la mañana.
Aquel joven estaba ahora razonablemente sobrio, después de las celebraciones de la noche anterior, las cuales no lamentaba en lo más mínimo. (Después de todo, era un acontecimiento cuando uno por fin se graduaba y sacaba sobresaliente cuando sólo se esperaba un aprobado). Pero comenzó a temer que todavía estuviera bajo esa influencia, mientras Danstor desplegaba su relato y esperaba, sin tener esperanzas de que le creyeran.
En estas circunstancias, pensó Graham, lo mejor que se podía hacer era portarse lo más normalmente posible, hasta que las alucinaciones se sintieran hartas y se fueran.
—Si en realidad tienen una nave espacial sobre las colinas —remarcó—, seguro que pueden comunicarse con ella y pedirle a alguien que venga a rescatarles, ¿no?
—Queremos manejar esta situación nosotros solos —dijo Crysteel con dignidad—. Además, usted no conoce a nuestro capitán.
Sonaban muy convincentes, pensó Graham. Toda la historia concordaba notablemente bien. Y aún así…
—Me resulta un poco difícil creer que puedan construir naves interestelares, pero no puedan salir de la miserable estación de policía de un pueblo.
Danstor miró a Crysteel, que tembló incómodamente.
—Podríamos salir con mucha facilidad —dijo el antropólogo—. Pero no queremos utilizar recursos violentos a menos que sea absolutamente necesario. No tiene idea de los problemas que trae y los informes que tendríamos que llenar. Además, si llegáramos a salir, supongo que su Escuadrón Volante nos atraparía antes de que estuviéramos de vuelta en la nave.
—No en Little Milton —sonrió Graham—. Especialmente si pudiéramos llegar al «White Hart» sin que nos detengan. Mi coche está allí.
—¡Oh! —dijo Danstor, con el ánimo reviviendo repentinamente. Se volvió hacia su compañero y siguió una animada discusión. Luego, cautelosamente, sacó de un bolsillo interno un pequeño cilindro negro, manipulándolo con la misma seguridad que tendría una solterona nerviosa sosteniendo por primera vez en su vida un revólver cargado. Simultáneamente, Crysteel se retiró hacia el rincón más alejado de la celda.
Fue en este preciso momento en que Graham supo, con repentina y fría certeza, que estaba tan sobrio como una piedra y que la historia que había oído no era nada menos que la verdad.
No hubo escándalo ni molestias, no hubo ráfagas de chispas eléctricas ni rayos de colores…, pero una sección de pared de tres pies de diámetro se disolvió y formó una pequeña pirámide de arena. La luz del Sol entró corriendo a la celda mientras, con un gran suspiro de alivio, Danstor guardaba la misteriosa arma.
—Bueno, vamos —le apuró—. Le estamos esperando.
No hubo señales de persecución porque P. C. Hinks todavía estaba en el teléfono, discutiendo, y pasarían todavía varios minutos hasta que aquel brillante joven retornara a las celdas y recibiera el impacto más grande de su carrera oficial. En el «White Hart» ninguno estuvo particularmente sorprendido de ver nuevamente a Graham; todos sabían dónde y cómo había pasado la noche y expresaron la esperanza de que el Tribunal de Justicia local sería benigno con él cuando apareciera su caso.
Con grandes recelos, Crysteel y Danstor treparon a la parte de atrás del increíblemente despedazado Bentley, al que Graham llamaba afectuosamente «Rose». Pero no había nada malo en el motor que había bajo el herrumbroso bonete, y en seguida se alejaron de Little Milton rugiendo a cincuenta millas por hora. Era una sorprendente demostración de la relatividad de la velocidad, porque Crysteel y Danstor, que habían pasado los últimos años viajando tranquilamente a través del espacio a varios millones de millas por segundo, en toda su vida nunca habían estado tan aterrorizados. Cuando Crysteel recobró su aliento, sacó su pequeño transmisor portátil y llamó a la nave.
—Estamos de vuelta —gritó por sobre el rugido del viento—. Tenemos con nosotros un ser humano medianamente inteligente. Espérennos en… ¡whoops!…, perdón…, acabamos de pasar un puente…, alrededor de diez minutos. ¿Qué fue eso? No, por supuesto que no. No tuvimos el más leve problema. Todo salió perfectamente bien. «Adiós».
Sólo una vez Graham miró hacia atrás para ver cómo iban sus pasajeros. La vista fue un tanto inquietante porque sus orejas y su pelo (que no habían sido pegados muy firmemente) se habían volado, y habían comenzado a aparecer sus reales personalidades. Graham comenzó a sospechar, algo incómodo, que sus nuevas amistades tampoco tenían nariz. ¡Oh, bueno!, con la práctica uno podía acostumbrarse a cualquier cosa. Iba a haber mucho de eso en los años que vendrían.
El resto, por supuesto, todos ustedes lo conocen; pero no la historia completa del primer aterrizaje sobre la Tierra y las peculiares circunstancias bajo las cuales el embajador Graham se convirtió en representante de la humanidad ante todo el Universo, nunca se habían contado antes. Extrajimos los detalles principales, con una buena dosis de persuasión, de los mismos Crysteel y Danstor mientras trabajábamos en el Departamento de Asuntos Extraterrestres.
Era comprensible, en vista de su éxito en la Tierra, que sus superiores los hubieran elegido para hacer el primer contacto con nuestros misteriosos y reservados vecinos, los marcianos. Es también comprensible, a la luz de la evidencia precedente, que fueran tan remisos a embarcarse en esta última misión, y realmente no estamos sorprendidos de que desde entonces no se haya oído nada de ellos.