—Esto te interesará —dijo Karn afectadamente—. ¡Échale sólo una ojeada!
Empujó el legajo que había estado leyendo y por enésima vez me decidí a pedir su transferencia, o si no la mía.
—¿De qué se trata? —pregunté cansadamente.
—Es un largo informe de un tal doctor Matthews al ministro de Ciencia. —Me lo sacudió enfrente de mí ¡Léelo, nada más!
Sin mucho entusiasmo comencé a recorrer el legajo. Unos pocos minutos más tarde levanté la vista y admití de mala gana:
—Quizá tengas razón… esta vez —no volví a hablar hasta que terminé.
Mi estimado ministro (comenzaba la carta), como le ha pedido, aquí está mi informe especial acerca de los experimentos del profesor Hancock, que han tenido resultados tan inesperados y extraordinarios. No he tenido tiempo de disponerlo de una manera más ortodoxa, pero le envío el dictado tal como está.
Ya que tiene muchos asuntos que requieren su atención, quizá deba resumir brevemente nuestras negociaciones con el profesor Hancock. Hasta 1955 el profesor tenía la Silla Kelvin en la Facultad de Ingeniería Eléctrica de la Universidad de Brendon, de la cual podía ausentarse indefinidamente para llevar a cabo sus investigaciones. En éstas era acompañado por el difunto doctor Clayton, en un tiempo geólogo jefe del Ministerio de Combustible y Energía. Su investigación conjunta era financiada por donaciones provenientes de la Fundación Paul y de la Sociedad Real.
El profesor esperaba desarrollar el sonar como un medio de preciso revelamiento geológico. El sonar, como usted sabrá, es el equivalente acústico del radar, y pese a ser menos conocido, es algunos millones de años más antiguo, ya que los murciélagos lo usan con mucha efectividad para detectar de noche insectos y obstáculos. El profesor Hancock intentaba enviar dentro de la tierra pulsos supersónicos de alta energía y partiendo de los ecos que volvieran construir una imagen de lo que yaciera debajo. La imagen sería desplegada en un tubo de rayos catódicos, y todo el sistema sería exactamente análogo al tipo de radar usado en aviación para mostrar la tierra a través de las nubes.
En 1957 los dos científicos habían conseguido un éxito parcial, pero habían agotado sus fondos. A principios de 1958 se dirigieron directamente al Gobierno para pedir una donación en bloque. El doctor Clayton hizo notar el inmenso valor de un invento que nos permitiría tomar una especie de radiografía de la corteza terrestre y el ministro de Combustible le dio su aprobación antes de pasarnos la petición. En esa época se acababa de publicar el informe del Comité Bernal y estábamos muy ansiosos de que los casos merecedores fueran tratados rápidamente para evitar críticas posteriores. Inmediatamente fui a ver al profesor y presenté un informe favorable; el primer pago de nuestra contribución (S/543A/68) se hizo pocos días después. Desde ese momento he estado continuamente al tanto de la investigación y hasta cierto punto he asistido con consejo técnico.
El equipo usado en los experimentos es complejo, pero sus principios son simples. Pulsos de ondas supersónicas muy cortos, pero extremadamente poderosos, son generados por un transmisor especial que gira continuamente en una pileta de un pesado líquido orgánico. El chorro de rayos producido pasa dentro de la tierra y «escudriña» como un rayo de radar, buscando ecos. Por medio de un muy ingenioso circuito retardador, que resistiré la tentación de describir, pueden seleccionarse ecos provenientes de cualquier profundidad entonces, en un tubo de rayos catódicos y a la manera normal, pueden construirse fotos de los estratos.
Cuando conocí al profesor Hancock, su aparato era casi primitivo, pero fue capaz de mostrarme la distribución de rocas hasta una profundidad de varios centenares de pies, y pudimos ver con bastante claridad una parte de la Línea Bakerloo que pasaba muy cerca de su laboratorio. Gran parte del éxito del profesor se debía a la gran intensidad de sus estallidos supersónicos; casi desde el principio fue capaz de generar potencias pico de varios cientos de kilovatios, la mayoría de los cuales era irradiada hacia el suelo. No era seguro quedarse cerca del transmisor y noté que el piso estaba bastante caliente cerca de él. Me sorprendí un poco al ver un gran número de pájaros en la vecindad, pero descubrí rápidamente que eran atraídos por los centenares de gusanos muertos que yacían en el suelo.
En la época de la muerte del doctor Clayton, en 1960, el equipo estaba funcionando a un nivel de potencia superior a un megavatio y podían obtener fotos bastante buenas de estratos que estaban a una milla por debajo de la superficie. El doctor Clayton había correlacionado los resultados con conocidos revelamientos geológicos, y había probado más allá de toda duda el valor de la información obtenida. La muerte del doctor Clayton en un accidente automovilístico fue una gran tragedia. Siempre había ejercido una influencia estabilizadora sobre el profesor, que nunca se había interesado mucho en las aplicaciones prácticas de su trabajo. Poco tiempo después noté un nítido cambio en la apariencia del profesor y pocos meses más tarde me confió sus nuevas ambiciones. Traté de persuadirlo para que publicara sus resultados (ya había gastado más de cincuenta mil libras), y el Comité de Cuentas Públicas se estaba poniendo difícil de nuevo, pero él pidió un poco más de tiempo. Creo que puedo explicar mejor su actitud mediante sus propias palabras, las que recuerdo muy vívidamente porque fueron expresadas con peculiar énfasis:
«—¿Nunca se preguntó —dijo— cómo es realmente la Tierra en su interior? Sólo hemos arañado su superficie con nuestras minas y pozos. Lo que yace debajo es tan desconocido como la otra cara de la Luna.
»Sabemos que la Tierra es innaturalmente densa…, mucho más densa que lo que indicarían las rocas y el suelo de su corteza. El corazón puede ser metal sólido, pero hasta ahora no ha habido manera de determinarlo. Aún a diez millas de profundidad, la presión debe ser de treinta toneladas por pulgada cuadrada, o más, y la temperatura de varios cientos de grados. Cómo es en el centro, hace tambalear la imaginación; la presión debe ser de miles de toneladas por pulgada cuadrada. Es extraño pensar que en dos o tres años habremos llegado a la Luna, pero cuando alcancemos las estrellas seguiremos estando lejos de ese infierno a cuatro mil millas bajo nuestros pies.
»Ahora puedo obtener ecos provenientes de dos millas de profundidad, pero tengo la esperanza de subir el transmisor hasta diez megavatios, en pocos meses. Con esa potencia, estoy convencido de que el alcance se incrementará hasta diez millas; y no quiero detenerme allí».
Yo estaba impresionado, pero al mismo tiempo me sentía un poco escéptico.
«—Todo está muy bien —dije—, pero seguramente cuanto más profundo vaya habrá menos que ver. La presión hará imposible la existencia de cavidades después de unas pocas millas simplemente habrá una masa homogénea volviéndose más y más densa».
«—Es muy posible —aceptó el profesor—. Pero todavía puedo aprender un montón de las características de transmisión. ¡De cualquier modo, veremos cuando lleguemos ahí!».
Eso fue hace cuatro meses, y ayer vi el resultado de la búsqueda. Cuando contesté su invitación, el profesor estaba claramente excitado, pero no me dio ningún indicio de lo que había descubierto, si es que había descubierto algo. Me mostró su mejorado equipo y levantó el nuevo receptor de su baño. La sensitividad de los nuevos «pickup» había sido perfeccionada y esto sólo ya había duplicado efectivamente el alcance, arte de la incrementada potencia del transmisor. Era extraño observar todo el armazón de acero girando lentamente, y comprender que estaba explorando regiones, pese a su cercanía, que el hombre nunca podría alcanzar.
Cuando entramos en el cuartito que contenía el equipo de observación, el profesor estaba extrañamente silencioso. Conectó el transmisor, y aún cuando éste hallaba a cien yardas de distancia, pude sentir un cómodo hormigueo. Luego se iluminó el tubo de rayos catódicos y la base temporal que giraba lentamente dibujó la imagen que yo ya había visto tan a menudo. Ahora, sin embargo, la definición estaba muy mejorada debido al aumento de potencia y sensitividad del equipo. Ajusté el control de profundidad y lo enfoqué en el subterráneo, que era claramente visible como una ele oscura atravesando la levemente iluminada pantalla. Mientras estaba observando, de repente pareció llenarse de niebla y supe que estaba pasando un tren.
En seguida continué el descenso. Pese a que ya había visto esta imagen muchas veces, siempre era pavoroso ver grandes masas luminosas que flotaban hacia mí y saber que eran rocas enterradas, quizá los restos de los glaciares de hace cincuenta mil años. El doctor Clayton había hecho una carta de forma que pudiera identificar los estratos a medida que los atravesábamos inmediatamente y vi que había pasado el suelo aluvial y estaba entrando al gran plato de arcilla que atrapa y sostiene el agua artesiana de la ciudad. En seguida, eso también fue dejado atrás, y me estaba dejando caer a través de la roca sólida a casi una milla de la superficie.
La imagen todavía era clara y brillante, pese a que había poco que ver, porque ahora había pocos cambios en la estructura terrestre. La presión ya se estaba elevando a mil atmósferas; en seguida sería imposible que cualquier cavidad permaneciera abierta, porque la misma roca empezaría a fluir. Me hundí milla tras milla, pero sobre la pantalla sólo flotaba una pálida niebla, a veces rota cuando los ecos eran devueltos desde vetas o filones de un material más denso. Se volvían más y más escasas a medida que aumentaba la profundidad… o si no, eran tan pequeñas que ya no se podían ver.
Por supuesto, la escala de la imagen estaba expandiéndose continuamente. Ahora tenía muchas millas de ancho y me sentí como un aviador que mira hacia abajo desde una gran altura, un ininterrumpido techo de nubes. Por un momento, me atrapó una sensación de vértigo mientras pensaba en el abismo dentro del cual estaba mirando. Ya no creo que el mundo vuelva a parecerme sólido.
A la profundidad de diez millas me paré y miré al profesor. No había habido alteración por cierto tiempo y yo sabía que ahora la roca debía estar comprimida en una masa informe y homogénea. Hice un rápido cálculo mental y me estremecí al pensar que la presión debía ser de treinta toneladas por pulgada cuadrada como mínimo. El pulso explorador giraba ahora más lentamente, porque los débiles ecos tardaban muchos segundos para volver luchando desde las profundidades.
—Bueno, profesor —dije—. Le felicito. Es una hazaña maravillosa. Pero parece que ahora hemos llegado al corazón. No creo que haya ningún cambio desde aquí hasta el centro.
Se sonrió de costado.
—Siga —dijo—. Todavía no ha terminado.
Había algo en su voz que me extrañó y me alarmó. Le miré atentamente por un instante: sus facciones eran apenas visibles en el brillo verde-azulado del tubo de rayos catódicos.
—¿Hasta dónde puede llegar esto? —le pregunté, cuando recomenzó el interminable descenso.
—Quince millas —dijo lacónicamente. Me pregunté cómo lo sabía, porque el último rasgo distintivo que yo había visto con claridad estaba a ocho millas debajo de nosotros. Pero continué la larga caída a través de la roca, girando ahora el trazador más y más lentamente, hasta que hacer una revolución completa le llevó casi cinco minutos. Podía oír al profesor respirando pesadamente detrás de mí, y una vez crujió el respaldo de mi silla cuando lo apretaron sus dedos.
Entonces, de repente, comenzaron a reaparecer en la pantalla marcas muy opacas. Ansioso me incliné hacia adelante, preguntándome si ésta era la primera visión del corazón de hierro del mundo. Con agonizante lentitud, el trazador giró un ángulo recto, y luego otro. Y entonces…, súbitamente, salté de mi silla y grité: «¡Mi Dios!», y me di vuelta para enfrentar al profesor. Sólo una vez en mi vida había recibido tal shock intelectual… hacía quince años, cuando accidentalmente prendí la radio y oí la caída de la primera bomba atómica. Eso había sido inesperado, pero esto era inconcebible. Porque sobre la pantalla había aparecido un conglomerado de líneas oscuras, cruzando y recruzándose para formar un reticulado perfectamente simétrico.
Sé que no dije nada durante muchos minutos, porque el trazador dio una vuelta completa mientras yo estaba helado por la sorpresa. Entonces el profesor habló con una voz suave, monstruosamente tranquila:
—Quería que lo viera usted mismo antes de decir algo. Esa imagen tiene ahora treinta millas de diámetro y aquellos cuadrados tienen dos o tres millas de lado. Notará que las líneas verticales convergen y que las horizontales se curvan en arcos. Estamos mirando una parte de una enorme estructura de anillos concéntricos; el centro debe estar muchas millas al Norte, es probablemente en la región de Cambridge. Sólo podemos adivinar cuán lejos se extiende en la otra dirección.
—¿Pero qué «es», por el amor de Dios?
—Bueno, es claramente artificial.
—¡Eso es ridículo! ¡A quince millas de profundidad!
El profesor señaló otra vez hacia la pantalla.
—Dios sabe que he hecho todo lo posible —dijo—, pero no puedo convencerme de que la Naturaleza haya hecho algo como eso.
Yo no tenía nada que decir, y continuó:
—Lo descubrí hace tres días, cuando estaba tratando de encontrar el máximo alcance del equipo. Puedo profundizar más y me inclino a pensar que esta estructura es tan densa que ya no transmitirá mis radiaciones.
»He probado una docena de teorías, pero al final siempre vuelvo a la misma. Sabemos que ahí abajo la presión debe ser de ocho o nueve mil atmósferas, y la temperatura lo bastante alta como para fundir la roca. Pero la materia normal es casi espacio vacío. Supongamos que hubiera vida allá abajo…, no vida orgánica, por supuesto, pero vida basada en materia parcialmente condensada, materia en la cual las capas electrónicas son escasas o directamente no están. ¿Ve lo que quiero decir? Para tales criaturas, aún la roca que está a quince millas de profundidad no ofrecería más resistencia que el agua… y nosotros y nuestro mundo seríamos tan tenues como fantasmas.
—Entonces eso que podemos ver…
—Es una ciudad o su equivalente. Ya ha visto su tamaño; por tanto, puede juzgar por sí mismo la civilización que la debe haber construido. Todo el mundo que conocemos (nuestros océanos y continentes y montañas) no es nada más que una película de niebla que rodea algo que está más allá de nuestro entendimiento.
Ninguno de nosotros dijo nada por un rato. Recuerdo haber sentido una tonta sorpresa por ser uno de los primeros hombres del mundo en conocer la aterradora verdad. Porque de alguna forma yo nunca dudé de que fuera la verdad. Y me pregunté cómo reaccionaría el resto de la humanidad cuando llegara la revelación.
En seguida rompí el silencio.
—Si usted tiene razón —dije—, ¿por qué ellos (sean lo que sean) nunca tomaron contacto con nosotros? El profesor me miró con cierta compasión.
—Creemos que somos buenos ingenieros —dijo—, ¿pero cómo podríamos alcanzarlos? Además, no estoy del todo seguro de que no haya habido contactos. Piense en todas las criaturas subterráneas de la mitología… gnomos, duendes y todo eso. No, es casi imposible…, lo retiro. Aún así, la idea es bastante sugestiva.
Durante todo ese tiempo no había cambiado el esquema de la pantalla: la confusa malla todavía brillaba ahí, desafiando nuestra cordura. Traté de imaginar calles y edificios, y las criaturas andando entre ellos, criaturas que podían atravesar la roca incandescente como los peces nadan a través del agua. Era fantástico… y entonces recordé lo increíblemente limitado de las variaciones de presiones y temperaturas bajo las cuales existe la raza humana. «Nosotros», no ellos, éramos los duendes, porque casi toda la materia del Universo está a temperaturas de miles o aún de millones de grados.
—Bueno —dije débilmente—, ¿qué hacemos ahora?
El profesor se inclinó ansiosamente hacia adelante.
—Primero debemos aprender mucho más y debemos mantener esto en un silencio absoluto hasta que estemos seguros de los hechos. ¿Puede imaginarse el pánico que habría si se filtrara esta información? Por supuesto, tarde o temprano la verdad es inevitable, pero debemos ser capaces de desvelarla con lentitud.
»Se habrá dado cuenta de que la parte de relevación geológica de mi trabajo no tiene ahora la menor importancia. Lo primero que tenemos que hacer es construir una cadena de estaciones para encontrar la extensión de la estructura. Las imagino a intervalos de diez millas hacia el Norte, pero me gustaría construir la primera en algún lugar del sur de Londres para ver lo extensa que es. Todo el trabajo debe ser tan secreto como la construcción de la primera cadena de radar en las postrimerías de la década del treinta.
»Al mismo tiempo, voy a incrementar otra vez la potencia de mi transmisor. Espero ser capaz de concentrar la salida mucho más estrechamente, y por tanto aumentar en gran medida la concentración de energía. Pero esto implicará todo tipo de dificultades mecánicas y necesitaré ayuda».
Prometí hacer el máximo posible para obtener ayuda, y el profesor espera que usted mismo pronto pueda visitar su laboratorio. Al mismo tiempo, le envío una fotografía de la pantalla de visión, que si bien no es tan clara como el original, probará, sin ninguna duda, así espero, que nuestras observaciones no estaban equivocadas.
Sé muy bien que nuestra donación a la Sociedad Interplanetaria nos ha llevado peligrosamente cerca del total estimado para este año, pero seguro que aún el cruce del espacio es menos importante que este descubrimiento que puede tener los efectos más profundos sobre la filosofía y el futuro de toda la raza humana.
Me recosté y miré a Karn. En el documento había muchas cosas que yo no entendía, pero las líneas principales eran suficientemente claras.
—Sí —dije—, ¡esto es! ¿Dónde está esa fotografía?
Me la entregó. La calidad era pobre, porque había sido copiada muchas veces antes de llegar a nosotros. Pero el esquema era inconfundible y lo reconocí inmediatamente.
—Eran buenos científicos —dije con admiración—. Eso es Callastheon, sin duda. Así que al fin hemos descubierto la verdad, aunque cuando nos llevó trescientos años.
—¿No es sorprendente —preguntó Karn—, cuando consideras la montaña de cosas que hemos tenido que traducir y la dificultad de copiarla antes de que se evapore?
Por un rato me quedé sentado, en silencio, pensando en la extraña raza cuyas reliquias estábamos examinando. Una sola vez (¿y nunca más?), había ido por el gran respiradero que nuestros ingenieros habían abierto en el Mundo de Sombras. Había sido una experiencia aterradora e inolvidable. Las múltiples capas de mi traje presurizado habían hecho difícil todo movimiento, y pese a mi aislamiento pude sentir el increíble frío que había a mi alrededor.
—¡Qué pena —musité— que nuestra urgencia los haya destruido tan completamente! Era una raza inteligente y podríamos haber aprendido mucho de ellos.
—No creo que podamos ser culpables —dijo Karn—. Realmente nunca creímos que algo pudiera existir bajo esas horribles condiciones de casi vacío y tan cerca del cero absoluto. No podía evitarse.
Yo no estaba de acuerdo.
—Yo creo que esto prueba que ellos eran la raza más inteligente. Después de todo, «ellos» nos descubrieron primero. Todos se rieron de mi abuelo cuando dijo que la radiación que había detectado proveniente del Mundo de Sombras debía ser artificial.
Karn pasó uno de sus tentáculos por el manuscrito.
—Ciertamente hemos descubierto la causa de esa radiación —dijo—. Fíjate la fecha…, es sólo un año antes del descubrimiento de tu abuelo. ¡Después de todo el profesor tendría que haber obtenido su donación! —se rió desagradablemente—. Debe haberle dado un shock cuando nos vio salir a la superficie, justo debajo de él.
Apenas oí sus palabras, porque una sensación incómoda me había asaltado repentinamente. Pensé en los miles de millas de roca que había bajo la gran ciudad de Callastheon, que se hacían más calientes y densas a lo largo de todo el camino hasta el desconocido corazón de la Tierra. Entonces me volví hacia Karn.
—No es tan gracioso —dije quedamente—. El próximo turno puede ser nuestro.