—No puedes hacer nada —dijo Connolly—, absolutamente nada. ¿Por qué tienes que seguirme? —Estaba parado dándole la espalda a Pearson, mirando sobre las tranquilas aguas azules que conducían a Italia. A la izquierda, detrás de la anclada flotilla pesquera, el Sol se ocultaba en el esplendor del Mediterráneo, iluminando cielo y tierra con un color encarnado. Pero ninguno de los dos hombres se daba cuenta ni siquiera remotamente de la belleza que les circundaba.
Pearson se puso de pie y salió del oscuro porche del pequeño café, hacia la declinante luz solar. Se unió a Connolly cerca de la pared del acantilado, pero se cuidó de acercársele demasiado. Aún en épocas normales, a Connolly le disgustaba que le tocaran. La obsesión, cualquiera que fuese, le hacía ahora doblemente sensible.
—Escucha, Roy —empezó Pearson con urgencia. Hemos sido amigos durante veinte años, y debes saber que no te voy a abandonar en esta ocasión. Además…
—Ya sé. Le prometiste a Ruth.
—¿Y por qué no? Después de todo, ella es tu esposa. Tiene derecho a saber lo que pasó —hizo una pausa, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. Está preocupada, Roy. Mucho más preocupada que si sólo fuera otra mujer —casi agregó «otra vez», pero decidió no hacerlo.
Connolly apagó su cigarrillo en la plana pared de granito, luego arrojó el blanco cilindro al mar, de manera tal que cayó girando y dando vueltas sobre las aguas, cien metros más abajo. Se volvió y miró de frente a su amigo.
—Lo siento, Jack —dijo, y por un instante se notó un resplandor de la conocida personalidad que, Pearson lo sabía, debía estar atrapada en el interior del extraño que estaba parado al lado suyo—. Sé que estás tratando de ayudar, y lo aprecio. Pero hubiera preferido que no me siguieses. Sólo haces que las cosas salgan peor.
—Convénceme de eso y me iré.
—No puedo convencerte a ti más de lo que pudo convencerme a mí ese psiquiatra al que me persuadiste que consultara. ¡Pobre Curtis! Era un muchacho tan bien intencionado. Preséntale mis disculpas, ¿sí?
—No soy un psiquiatra, y no estoy tratando de curarte… de ninguna manera. Si te gusta tu forma de ser, es problema tuyo. Pero yo creo que debes hacernos saber qué es lo que pasó, así podremos obrar en consecuencia.
—¿Para deshacerse de mí?
Pearson se encogió de hombros. Se preguntó si Connolly podía ver a través de su fingida indiferencia la gran inquietud que él estaba tratando de ocultar. Ahora que parecían haber fallado todos los otros reproches, la actitud «francamente-no-me-importa» era la única que le quedaba.
—No estaba pensando en eso. Hay unos pocos detalles prácticos por los que preocuparse. ¿Quieres permanecer aquí indefinidamente? No puedes vivir sin dinero, aún en Syrene.
—Puedo quedarme en la villa de Clifford Rawnsley todo el tiempo que quiera. Sabes que fue un gran amigo de mi padre. En estos momentos está vacía, excepto los sirvientes, y ellos no me molestan.
Connolly se alejó del parapeto sobre el que estaba apoyado.
—Voy a subir a la colina antes de que se ponga oscuro —dijo. Las palabras eran abruptas pero Pearson sabía que no se le estaba despidiendo. Podía seguirle si quería, y ese conocimiento le causó la primera satisfacción que sintiera desde que localizó a Connolly. Era un pequeño triunfo, pero lo necesitaba.
No hablaron durante el ascenso; en realidad, Pearson apenas tenía aire para hablar. Connolly marchaba a paso muy vivo, como si tratara de extenuarse deliberadamente. La isla se desvaneció a sus espaldas, las blancas villas brillaban como fantasmas sobre los sombríos valles; los pequeños botes de pesca, habiendo terminado su día de trabajo, yacían descansando en el puerto. Y rodeándolo todo estaba el mar oscurecido.
Cuando Pearson pudo alcanzar a su amigo, Connolly estaba sentado enfrente de la capilla que los devotos isleños habían construido en el punto más elevado de Serene. De día, siempre había turistas, fotografiándose o admirándose de la tan publicitada belleza que se extendía debajo de ellos; pero ahora el lugar estaba desierto.
Connolly estaba respirando con dificultad por el esfuerzo realizado, pese a eso su rostro estaba relajado y por un instante pareció estar casi en paz. La sombra que oscurecía su mente se había ido, y se volvió a Pearson con una sonrisa parecida a su vieja y burlona mueca.
—Odia el ejercicio, Jack. Siempre le asusta terriblemente.
—¿Y quién es él? —preguntó Pearson—. Recuerda, todavía no nos has presentado.
Connolly sonrió ante el intento de humor de su amigo; luego su expresión se volvió grave de repente.
—Dime, Jack —empezó—. ¿Dirías que yo tengo una imaginación superdesarrollada?
—No, normal. Eres ciertamente menos imaginativo que yo.
Connolly asintió lentamente.
—Eso es bastante cierto, Jack, y debe ayudarte a que me creas. Porque estoy seguro que yo nunca pude haber inventado la criatura que me está obsesionando. Él realmente existe. No estoy sufriendo alucinaciones paranoicas o como las llame el doctor Curtis.
»¿Te acuerdas de Maude White? Todo empezó con ella. La encontré en una de las fiestas de David Trescott, hace seis semanas. Acababa de pelearme con Ruth y estaba bastante harto. Estábamos los dos bastante borrachos, y como estaba parando en la ciudad volvió al departamento conmigo».
Pearson se sonrió para sus adentros. ¡Pobre Roy! Era siempre el mismo esquema, pero él no parecía notarlo nunca. Cada «affaire» le parecía diferente, pero a nadie más. El eterno Don Juan, siempre buscando… siempre contrariado, porque lo que buscaba sólo lo podía encontrar en la cuna o en la tumba, pero nunca en medio de las dos.
—Creo que te ríes de lo que me golpeó… parece tan trivial, pese a que me asustó mucho más que cualquier cosa que haya sucedido en mi vida. Simplemente me dirigí al bar y serví los tragos, como ya lo había hecho más de cien veces. Cuando le entregué uno a Maude me di cuenta que había llenado «tres» vasos. El acto fue tan perfectamente natural que al principio no reconocí su significado. Entonces busqué desenfrenadamente por toda la habitación para ver dónde estaba el otro hombre… aún entonces yo sabía de alguna manera que no era un hombre. Pero, por supuesto, él no estaba allí. No estaba en ningún lugar del mundo exterior: se escondía en las profundidades de mi propio cerebro…
La noche estaba muy clara, el único sonido, una delgada cinta de música que se retorcía hacia las estrellas, proveniente de algún café del pueblo de abajo. La luz de la Luna naciente arroja chispas sobre el mar; más arriba, los brazos del crucifijo se perfilaban sobre la oscuridad. Como un brillante foco de las fronteras de la penumbra, Venus estaba siguiendo al Sol en un curso hacia el Oeste.
Pearson esperó, dejando que Connolly descansara. Parecía bastante lúcido y racional, por más extraña que fuera la historia que estaba contando. Su rostro se veía casi tranquilo a la luz de la Luna, pese a que podría ser la calma que viene antes de la aceptación de la derrota.
—Después recuerdo que estaba acostado en la cama mientras Maude me limpiaba la cara. Estaba bastante atemorizada: me había emborrachado y me corté la frente al caer. Había un charco de sangre alrededor pero eso no importaba. Lo que realmente me aterrorizaba era pensar que me había vuelto loco. Parece divertido, ahora que estoy mucho más aterrorizado de estar sano.
»Él estaba allí cuando me desperté y desde entonces siempre ha estado allí. De alguna manera me libré de Maude (no fue fácil) y traté de explicarme lo que había sucedido.
Dime, Jack, ¿crees en la telepatía?».
El abrupto desafío tomó a Pearson con la guardia baja.
—Nunca pensé mucho en eso, pero la evidencia parece bastante convincente. ¿Sugieres que alguna otra persona está leyendo tu mente?
—No es tan simple. Lo que estoy contando ahora lo he ido descubriendo con bastante lentitud… generalmente cuando soñaba o estaba levemente borracho. Puedes decir que eso invalida la evidencia, pero yo no pienso así. Al principio, ése fue el único camino que pude abrir a través de la barrera que me separa de Omega… más tarde te contaré por qué lo he llamado así. Pero ahora no hay ningún obstáculo: sé que él está allí todo el tiempo, esperando que yo baje la guardia. Día y noche, borracho o sobrio, soy consciente de su presencia. En oportunidades como ésta, está inmóvil, vigilándome de reojo. Mi única esperanza es que se canse de esperar y vaya en busca de otra víctima.
La voz de Connolly, hasta ese momento tranquila, de repente pareció próxima a quebrarse.
—Trata de imaginar el horror de ese descubrimiento: el efecto de aprender que todo acto, todo pensamiento o deseo que pasara por tu mente está siendo vigilado y compartido por otro ser. Por supuesto, implicó para mí el fin de toda vida normal. Tuve que abandonar a Ruth y no le podía decir por qué. Además, para peor, Maude empezó a perseguirme. No me dejaba solo, y me bombardeaba con cartas y llamadas telefónicas. Era un infierno. No podía luchar con las dos, entonces me escapé. Y pensé que en Syrene, todos los lugares, él encontraría algo de interés y dejaría de molestarme.
—Ahora entiendo —dijo Pearson con suavidad—. Así que «éso» es lo que él está buscando. Una especie de mirón telepático… que ya no se satisface con sólo espiar…
—Supongo que te estás burlando de mí —dijo Connolly, sin resentimiento—. Pero no me molesta, lo has resumido con mucha precisión, como lo haces siempre. Pasó bastante tiempo hasta que comprendí cuál era su juego. Una vez que pasó el primer impacto, traté de analizar la posición lógicamente. Pensé hacia atrás desde el momento del reconocimiento, y al final supe que no era una invasión repentina de mi mente. Había estado conmigo durante años, tan bien escondido que yo nunca lo había adivinado. Espero que te rías de esto, conociéndome como me conoces. Pero nunca me he sentido cómodo con una mujer, aún cuando la estuviera haciendo el amor, y ahora sé la razón. Omega ha estado siempre allí, compartiendo mis emociones, mirando las pasiones que ya no puede experimentar en su cuerpo.
»Lo que ya te he dicho, Jack, te debe ser difícil de creer, pero no es nada comparado con lo que tengo que decirte ahora. Pero recuerda… no soy un hombre imaginativo, y mira a ver si puedes encontrar en mi historia algún punto flojo.
»No sé si has leído algo de la evidencia que sugiere que la telepatía es de algún modo independiente del tiempo. Yo “sé” que lo es. Omega no pertenece a nuestra época: está en algún lugar del futuro. Inmensamente alejado de nosotros. Por un tiempo creí que debía ser uno de los últimos hombres… por eso le di su nombre. Pero ahora estoy seguro; quizá pertenezca a una civilización en la que haya una miríada de diferentes razas humanas, esparcidas por todo el Universo… algunas todavía ascendiendo, otras hundiéndose en la decadencia. Su gente, esté donde esté, ha alcanzado las alturas y descendido de ellas hacia profundidades que las bestias nunca podrían conocer. Hay una sensación demoníaca relacionada con él, Jack… el demonio real que la mayoría de nosotros nunca se encuentra en su vida. Aún así, a veces siento lástima por él, porque sé qué lo hizo ser como es.
»¿Nunca te preguntaste, Jack, qué hará la raza humana cuando la ciencia haya descubierto todo, cuando ya no haya más mundos que explorar, cuando todas sus estrellas hayan revelado sus secretos? Omega es una de las respuestas. Espero que no sea la única, porque si así fuera, todo aquello por lo que nos hemos empeñado habría sido en vano. Espero que él y su raza sean un cáncer aislado en un universo aún sano, pero nunca podré estar seguro.
»Ellos han mimado sus cuerpos hasta que fueron inútiles, y han descubierto su error demasiado tarde. Quizá creyeron, como lo han pensado algunos hombres, que podían vivir sólo del intelecto. Y quizá son inmortales, y ésa debe ser su condenación eterna. A través de los años, sus mentes se han ido corroyendo en sus débiles cuerpos, buscando algún alivio para su intolerable aburrimiento. Al final lo han encontrado de la única manera que pueden, enviando sus mentes hacia una época anterior, más viril, y volviéndose parásitos de las emociones de otros.
»Quisiera saber cuántos de ellos hay. Quizá expliquen todos los casos de lo que se acostumbra a llamar posesión. ¡Cómo deben haber saqueado el pasado para mimar su hambre! ¿Puedes imaginártelos, juntándose como cuervos de carroña alrededor del decadente Imperio Romano, peleándose entre sí por las mentes de Nerón, Calígula y Tiberio? Quizá Omega no pudo obtener esos premios privilegiados. O quizá no tiene mucha elección y debe tomar cualquier mente que pueda contactar en cualquier época, transfiriéndose desde ésa a otra, en cualquier oportunidad que tenga.
»Solamente con mucha lentitud, por supuesto, pude deducir todo esto. Creo que su diversión se ve aumentada al saber que yo conozco su presencia. Creo que él está ayudando deliberadamente…, rompiendo su lado de la barrera. Porque al fin fui capaz de verlo».
«Connolly se interrumpió. Mirando en derredor, Pearson vio que ya no estaban solos sobre la cima de la colina. Una pareja joven, con las manos cogidas estaba subiendo el sendero que conducía al crucifijo. Ambos tenían la belleza física tan común y generosa entre los isleños. Eran indiferentes a la noche que los rodeaba, y a cualquier espectador, y pasaron a su lado sin la menor señal de reconocimiento. Hubo una amarga sonrisa en los labios de Connolly mientras los veían alejarse.
—Supongo que debería avergonzarme de esto, pero estaba deseando que me abandonara y fuera tras ese muchacho. Pero no lo hará pese a que me he negado a seguirle el juego, se quedará a ver qué pasa.
—Me ibas a decir cómo es —dijo Pearson, sorprendido por la interrupción. Connolly encendió un cigarrillo e inhaló profundamente antes de responder.
—¿Puedes imaginar una habitación sin paredes? Él está en una especie de espacio vacío, ovoidal… rodeado por una niebla espesa que siempre parece estar retorciéndose y dando vueltas, pero nunca cambia de posición. No hay entrada ni salida…, ni gravedad, a menos que haya aprendido a desafiarla. Porque él flota en el centro, y alrededor de él hay un círculo de cilindros cortos, aflautados, que giran lentamente en el aire. Creo que deben ser una especie de máquinas, que obedecen sus deseos. Y una vez había un gran óvalo colgando a su lado, con brazos hermosamente formados, perfectamente humanos, que salían de él. Pudo haber sido nada más que un robot, pero aquellas manos y dedos parecían estar vivos. Le estaban alimentando y dando masajes, tratándolo como a un bebé. Era horrible…
»¿Has visto alguna vez un lémur o un tarsius espectral? Él es muy parecido a eso… una horrible imitación de la humanidad, con enormes ojos llenos de benevolencia. Y es extraño (él no es de la forma en que uno se imaginó que seguiría la evolución), está cubierto con una fina capa de piel, tan azul como la habitación en que vive. Todas las veces que le vi estaba en la misma posición, medio acurrucado, como un bebé que duerme. Creo que sus piernas se han atrofiado completamente; quizá sus brazos también. Solamente su cerebro está todavía activo, persiguiendo su presa a través de todas las épocas.
»Y ahora sabes por qué no hay nada que puedas hacer tú o cualquier otro. Tus psiquiatras podrían curarme si estuviera loco, pero aún no se inventó la ciencia que pueda tratar con Omega».
Connolly hizo una pausa y luego sonrió con una mueca.
—Sólo porque estoy cuerdo, me doy cuenta que no puede esperarse que me creas. Por tanto, no hay nada en lo que podamos estar de acuerdo.
Pearson se levantó del peñasco sobre el que estaba sentado y tembló ligeramente. La noche se estaba poniendo fría, pero eso no era nada comparado con la sensación de desamparo interno que había invadido a Connolly mientras hablaba.
—Roy, seré franco —comenzó lentamente—. Por supuesto que no te creo. Pero mientras tú mismo creas en Omega, él es real para ti, y sobre esa base yo lo aceptaré y lucharé contigo contra él.
—Puede ser un juego peligroso. ¿Qué sabemos lo que puede hacer cuando lo arrinconemos?
—Correré ese riesgo —replicó Pearson, empezando a bajar la colina. Connolly le siguió sin más discusión—. Mientras tanto, ¿qué te propones hacer?
—Relajarme. Evitar emociones. Sobre todo, mantenerme alejado de las mujeres… Ruth, Maude y todo el resto. Ésa ha sido la tarea más difícil. No es fácil romper los hábitos de toda una vida.
—Puedo creer eso —replicó Pearson, un poco secamente—. ¿Qué éxito tuviste?
—Completo. Verás, su propia ansiedad derrota sus propósitos, llenándome con una especie de náusea y autorrepugnancia cada vez que pienso en el sexo. ¡Dios!, y pensar que toda la vida me he reído de los mojigatos y ahora me he vuelto uno de ellos.
Allí estaba la respuesta, pensó Pearson en un repentino relámpago de percepción. Él nunca lo habría creído, pero el pasado de Connolly finalmente le había alcanzado. Omega no era nada más que un símbolo de su conciencia, una personificación de la culpa. Cuando Connolly se diera cuenta de esto, dejaría de estar obsesionado. Y en lo que respecta a la extraordinariamente detallada naturaleza de su alucinación, ése era uno de los tantos ejemplos de las tretas que puede urdir la mente humana para engañarse a sí misma. Debía haber alguna razón de por qué la obsesión había adoptado esta forma, pero eso era de menor importancia.
Pearson le explicó esto a Connolly con detalle mientras se aproximaban al pueblo. El otro escuchó tan pacientemente que Pearson tuvo la incómoda sensación de que se estaba burlando de él, pero continuó ásperamente hasta el final:
—Tu historia es tan lógica como la mía, pero ninguno de nosotros puede convencer al otro. Si tuvieras razón, entonces a su debido tiempo yo debería volver a «normal». No puedo negar la posibilidad: simplemente no la creo. No puedes imaginarte cuán real es Omega para mí. Él es más real que tú: si cierro mis ojos tú te has ido, pero él aún está allí. ¡Me gustaría saber qué está esperando! He dejado atrás mi vieja vida; «él» sabe que no volveré a ella mientras él esté allí. ¿Entonces qué gana con quedarse ahí? —se volvió hacia Pearson con una ansiedad febril—. Eso es lo que realmente me asusta, Jack. Él debe saber cuál es mi futuro… toda mi vida debe ser como un libro en el que se puede zambullir cuando quiere. Por tanto, debe haber alguna experiencia delante de mí que está esperando saborear. A veces…, a veces me preguntó si no es mi muerte.
Ahora estaban entre las casas de las afueras del pueblo, y delante de ellos la vida nocturna de Syrene se les acercaba. Ahora que ya no estaban solos, hubo un cambio sutil en la actitud de Connolly. En la cima de la colina había estado, si no con su personalidad habitual, al menos amistoso y predispuesto a hablar. Pero ahora, la vista que tenía ante sí de las multitudes felices y libres de preocupaciones, pareció hacerle replegarse en sí mismo. Se detuvo mientras Pearson avanzaba e inmediatamente se negó a ir más lejos.
—¿Qué pasa? —preguntó Pearson—. Seguro que vendrás al hotel y cenarás conmigo, ¿no? Connolly sacudió su cabeza.
—No puedo —dijo—. Me encontraría con demasiada gente.
Era una frase sorprendente en un hombre que siempre se había deleitado con multitudes y fiestas. Mostraba como nadie lo había hecho, cuánto había cambiado Connolly. Antes de que Pearson pudiera pensar una réplica adecuada, el otro giró sobre sus talones y se fue por una calle lateral. Herido y sorprendido, Pearson comenzó a perseguirlo y luego decidió que era inútil.
Esa noche le envió a Ruth un largo telegrama, dándole toda la confianza posible. Luego, cansadísimo, se fue a la cama.
Aun así, fue incapaz de dormir durante una hora. Su cuerpo estaba exhausto, pero su cerebro estaba aún activo. Yacía observando la mancha de luz lunar moviéndose a través del papel de la pared, marcando el paso del tiempo tan inexorablemente como todavía debía hacerlo en la lejana época que había visto Connolly. Por supuesto, eso era pura fantasía…; aún contra su voluntad, Pearson estaba comenzando a aceptar a Omega como una real y viviente amenaza. Y en un sentido, Omega «era» real…, tan real como esas otras abstracciones mentales, el Ego y el Subconsciente.
Pearson se preguntaba si Connolly había sido prudente al volver a Syrene. En tiempos de crisis emocional (había habido otras, pero ninguna tan importante como ésta), la reacción de Connolly era siempre la misma. Siempre volvía de nuevo a la adorable isla donde sus encantadores y débiles padres le habían hecho nacer y donde había pasado su juventud. Ahora estaba buscando, y Pearson lo sabía lo suficientemente bien, la satisfacción que sólo había conocido durante un período de su vida, y que había buscado tan vanamente en los brazos de Ruth y de todas las otras que habían sido incapaces de resistirlo.
Pearson no estaba tratando de criticar a su infeliz amigo. Nunca hacía juicios; solamente observaba con un interés brillante, simpático, que apenas era tolerancia, porque la tolerancia implicaba el relajamiento de principios que nunca había poseído…
Después de una noche sin descanso, finalmente Pearson cayó en un sueño tan profundo que se levantó una hora más tarde que de costumbre. Tomó el desayuno en su habitación y luego fue al mostrador de recepción a ver si había alguna respuesta de Ruth. Alguien más había llegado durante la noche: dos maletas de viaje, obviamente inglesas, estaban amontonadas en un rincón del hall, esperando que las llevara el «groom». Con una inútil curiosidad, Pearson miró las etiquetas para saber quién sería su compatriota. Luego se enderezó, miró bruscamente a su alrededor y se dirigió rápidamente hacia el recepcionista.
—Esta inglesa —dijo con ansiedad—. ¿Cuándo llegó?
—Hace un ahora, «signore», en el barco de la mañana.
—¿Está aquí ahora?
El recepcionista pareció un poco indeciso y luego capituló elegantemente.
—No, «signore». Estaba tremendamente apurada y me preguntó dónde podría encontrar al señor Connolly. Entonces se lo dije. Espero que haya estado bien. Pearson maldijo para sus adentros. Era un increíble golpe de mala suerte, algo de lo que nunca había soñado defenderse. Maude White era una mujer con mucha más determinación de lo que Connolly había supuesto. De alguna manera había descubierto a dónde se había escapado, y el orgullo, o el deseo, o ambos la habían hecho seguirle. Que ella hubiera ido a este hotel no era sorprendente; era una elección casi inevitable para los ingleses visitantes de Syrene.
Mientras trepaba el sendero hasta la villa, Pearson luchó contra una creciente sensación de futilidad e inutilidad. No tenía idea de lo que haría cuando se encontrara con Connolly y Maude. Sentía nada más que un vago pero urgente impulso de ayudar. Si pudiera alcanzar a Maude antes de que ella llegara a la villa, quizá podría convencerla de que Connolly era un hombre enfermo y que su intervención sólo podría hacerle daño. ¿Pero era cierto? Era perfectamente posible que hubiera tenido lugar una tierna reconciliación y que ninguna de las partes tuviera el menor deseo de verlo. Estaban hablando juntos en el patio hermosamente dispuesto que había frente a la villa, cuando Pearson apareció cruzando los portones y se detuvo para recobrar el aliento. Connolly descansaba sobre un asiento de hierro forjado, debajo de una palmera, mientras Maude paseaba de aquí para allá, a pocas yardas de él. Ella estaba hablando suavemente, Pearson no podía oír sus palabras, pero por la entonación de su voz era obvio que estaba discutiendo con Connolly. Era una situación embarazosa. Mientras Pearson estaba todavía preguntándose si debía seguir más adelante, Connolly levantó la vista y le vio. Su cara era una máscara completamente desprovista de expresión; no mostraba bienvenida ni resentimiento.
Debido a la interrupción, Maude giró velozmente para ver quién era el intruso y por primera vez Pearson vio su rostro. Era una hermosa mujer, pero la desesperación y la cólera habían retorcido tanto sus facciones que parecía una figura de alguna tragedia griega. No sólo estaba sufriendo la amargura de ser desdeñada, sino también la agonía de no saber por qué.
La llegada de Pearson debió haber actuado como un gatillo para sus acorraladas emociones. De repente giró alejándose de él y se volvió hacia Connolly, que continuaba observándola con ojos opacos. Durante un instante, Pearson no pudo ver lo que ella hacía, luego gritó con horror:
—¡Cuidado, Roy!
Connolly se movió con sorprendente velocidad, como si súbitamente hubiera salido de un trance. Agarró la muñeca de Maude, hubo una breve lucha y después se apartó de ella, mirando fascinadamente algo que tenía en la palma de la mano. La mujer estaba parada, inmóvil, paralizada por el miedo y la vergüenza, los nudillos apretados contra su boca.
Connolly empuñó la pistola con su mano derecha y la golpeó afectuosamente con la izquierda. Hubo un débil gemido proveniente de Maude.
—¡Sólo quería asustarte, Roy! ¡Lo juro!
—Está bien querida —dijo Connolly suavemente—. Te creo. No hay nada de qué preocuparse —la voz era perfectamente natural. Se volvió hacia Pearson y le obsequió su vieja y juvenil sonrisa.
—Así que «esto» es lo que él estaba esperando, Jack —dijo—. No lo voy a contrariar.
—No —gritó Pearson, blanco de terror—. ¡No lo hagas, Roy, por el amor de Dios!
Pero Connolly estaba fuera del alcance de las súplicas de su amigo cuando se llevó la pistola a la cabeza. En ese mismo instante, Pearson supo al fin, con una horrible claridad, que Omega era real y que ahora Omega estaría buscando una nueva morada.
Nunca vio el relámpago del arma ni escuchó la débil pero adecuada explosión. El mundo que conocía había desaparecido de su vista, y rodeándole estaban ahora las nieblas fijas, pero serpenteantes de la habitación azul. Mirando fijamente desde su centro (¿cómo lo habían hecho ya tantas veces a través de las épocas?), había dos ojos vastos y sin párpados. Por el momento estaban satisfechos, pero sólo por el momento.