ERROR TÉCNICO

Fue uno de esos accidentes de los que nadie era responsable. Richard Nelson había entrado y salido del hueco del generador una docena de veces, tomando lecturas de temperaturas para asegurarse de que el terrible frío del hielo líquido no se estaba filtrando a través del aislamiento. Éste era el primer generador del mundo que utilizaba el principio de la superconductividad. Las espiras del inmenso estator habían sido sumergidas en un baño de helio y las millas de cable tenían ahora una resistencia demasiado pequeña para ser medida con algún medio conocido por el Hombre.

Nelson notó con satisfacción que la temperatura no había descendido más allá de lo esperado. El sistema de aislamiento estaba cumpliendo con su deber; sería seguro bajo el rotor dentro del hueco. Aquel cilindro de mil toneladas estaba ahora colgando a cincuenta pies sobre la cabeza de Nelson, como la amenazadora cabeza de un martinete gigantesco. Él y todos los demás de la oficina se sentirían mucho más felices cuando lo hubieran colocado en sus cojinetes y calzado en el eje de la turbina.

Nelson guardó su cuaderno de notas y comenzó a caminar hacia la escala. En el centro geométrico de la cavidad concertó su cita con el destino.

Durante la última hora, la carga de la red de trabajo de la oficina había estado aumentado constantemente, mientras la zona de penumbra barría el continente. Cuando los últimos rayos de luz solar se desvanecieron en las nubes, miles de arcos de mercurio saltaron a la vida a lo largo de las grandes carreteras. En las ciudades, los tubos fluorescentes comenzaron a brillar por millones; las amas de casa conectaron sus radio-cocinas para preparar la comida de la noche. Las agujas de los megavatímetros comenzaron a arrastrarse remontando las escalas.

Ésas eran las cargas normales. Pero sobre una montaña distante trescientas millas hacia el Sur, un analizador gigante de rayos cósmicos fue puesto súbitamente en acción para aguardar la esperada lluvia proveniente de la nueva supernova de Copernicus, que los astrónomos habían detectado sólo una hora antes: Pronto, las bobinas de sus imanes de cinco mil toneladas comenzaron a arrojar sus enormes corrientes proveniente de los thyratrones conversores.

Mil millas al Oeste, la niebla se arrastraba hacia el aeropuerto más grande del hemisferio. Ya nadie se preocupaba mucho por la niebla, ahora que todos los aviones podían aterrizar con un radar propio aún con visibilidad cero, pero era más agradable no tenerla alrededor. Por tanto, los dispersores gigantes fueron puestos en operación y cerca de mil megavatios comenzaron a irradiar hacia la noche, coagulando las gotitas de agua y abriendo grandes espacios a través de los bancos de niebla, como una guadaña que deja atrás el césped recién cortado.

Los medidores de la fábrica dieron otro salto y el ingeniero de guardia ordenó que los generadores auxiliares entraran en acción. Deseó que la máquina grande y nueva estuviese terminada; entonces ya no habría más horas de ansiedad como ésta. Pero creyó que podía manejar la carga. Media hora más tarde, la Oficina Meteorológica emitió por radio un aviso de helada general. En sesenta segundos, más de un millón de estufas fueron conectadas anticipadamente. Los medidores pasaron la marca de peligro y siguieron subiendo.

Tres disyuntores gigantes saltaron de sus respectivos contactos. Tres circuitos se habían abierto, pero el cuarto interruptor no cumplió con su obligación. Lentamente las grandes barras de cobre comenzaron a brillar con un color rojo-cereza. El acre olor de aislamiento ardiente llenó el aire y el metal fundido cayó pesadamente en el piso de abajo, solidificándose inmediatamente sobre las placas de cemento. De golpe, los conductores cedieron mientras las terminales de la carga se libraban de sus soportes. Con un color verde brillante, los arcos de cobre ardiente se inflamaron y murieron mientras se abría el circuito. Las terminales libres de los inmensos conductores cayeron hasta diez pies antes de chocar con el equipo de abajo. En una fracción de segundo se habían soldado a través de las líneas que conducían hasta el nuevo generador.

Fuerzas más grandes que cualquiera producida por el Hombre hasta ese momento estaban en guerra con los bobinados de la máquina. No había resistencia que oponer a la corriente, pero la inducción de los tremendos bobinados retrasó el momento del pico de intensidad. La corriente se alzó a su máximo en una inmensa oleada que duró varios segundos. En ese instante Nelson llegaba al centro del hueco.

Entonces la corriente trató de estabilizarse, oscilando desenfrenadamente entre límites más y más estrechos. Pero nunca alcanzó su estado estacionario; en alguna parte, los dispositivos de seguridad se sobrepusieron y entraron en operación, y el circuito que nunca debería haberse cerrado fue abierto otra vez. Con un último espasmo moribundo, casi tan violento como el primero, la corriente decayó definitivamente. Todo había terminado.

Cuando volvieron las luces de emergencia, el asistente de Nelson caminó hasta el borde del hueco del rotor. No sabía qué había sucedido, pero debía haber sido algo serio. Nelson, a cincuenta pies más abajo, debía estarse preguntando qué estaba pasando.

—¡Hola, Dick! —gritó—. ¿Terminaste? Mejor que veamos cuál es el problema.

No hubo respuesta. Se inclinó sobre el borde del gran hueco y miró en él. La luz era mala y la sombra del rotor impedía ver lo que había debajo. Al principio pareció que el hueco estaba vacío, pero eso era ridículo; había visto entrar a Nelson hacía pocos minutos. Llamó de nuevo.

—¡Hola! ¿Estás bien, Dick?

Nuevamente no hubo respuesta. Ya preocupado, el asistente comenzó a descender por la escala. Estaba a mitad de camino cuando un sonido curioso, como el de un globo de juguete que explotara a gran distancia, le hizo mirar por encima de su hombro. Entonces vio a Nelson, yaciendo en el centro del hueco sobre el maderamen provisorio que cubría el eje de la turbina. Estaba muy quieto y parecía haber algo raro cerca del ángulo en que estaba acostado.

El físico jefe, Ralph Hughes, levantó la vista de su atestado escritorio cuando se abrió la puerta. Las cosas estaban retornando lentamente a la normalidad después de los desastres de la noche anterior. Afortunadamente, el problema no había afectado mucho a su departamento, ya que el generador no había sido dañado. Estaba contento de no ser el ingeniero jefe: Murdock todavía debía estar sepultado bajo un montón de papeles. El pensamiento le proporcionó al doctor Hughes una considerable satisfacción.

—Hola, doc —saludó al visitante—. ¿Qué le trae por aquí? ¿Cómo anda su paciente?

El doctor Sanderson saludó brevemente.

—Estará fuera del hospital en un día o dos. Pero quiero hablarle de él.

—No le conozco…, nunca voy cerca de la planta, excepto cuando todo el Directorio se pone de rodillas y me lo ruega. Después de todo, a Murdock se le paga para que el lugar funcione.

Sanderson sonrió con una mueca. No había afecto entre el ingeniero jefe y el brillante y joven físico. Sus personalidades eran demasiado diferentes y existía la inevitable rivalidad entre el teórico experto y el hombre «práctico».

—Yo creo que eso es cosa suya, Ralph. De cualquier modo, está por encima de mí. ¿Oyó lo que le pasó a Nelson?

—Estaba dentro de mi nuevo generador cuando toda la energía fue disparada dentro de él, ¿no es así?

—Correcto. Su asistente le encontró sufriendo un shock cuando se cortó la corriente.

—¿Qué tipo de shock? No pudo haber sido eléctrico; las espiras están aisladas, por supuesto. De todos modos, me parece que estaba en el centro del hueco cuando le encontraron.

—Es cierto. No sabemos qué pasó. Pero ya ha vuelto en sí y no parece estar peor…, excepto por una cosa —el doctor dudó un instante, como para elegir sus palabras cuidadosamente.

—Bueno, ¡siga! ¡No me mantenga en este suspenso!

—Dejé a Nelson tan pronto como vi que estaba bastante bien, pero una hora después Matron llamó para decirme que Nelson quería hablar conmigo con urgencia. Cuando llegué a la guardia, él estaba sentado en la cama mirando un diario, con una expresión de sorpresa. Le pregunté qué pasaba. Me dijo: «Me pasó algo, doc». Entonces yo dije: «Por supuesto que sí, pero curarás en un par de días». Sacudió su cabeza; pude notar en sus ojos una nota de preocupación. Levantó el diario que había estado mirando y señaló: «Ya no puedo leer más», dijo.

»Diagnostiqué amnesia y pensé: ¡Esto es una molestia! ¿Te imaginas todo lo demás que se olvidó? Nelson debe haber leído en mi expresión porque siguió diciendo: 'Oh, todavía conozco las letras y las palabras…, ¡pero están todas equivocadas, al revés!' Sostuvo otra vez el diario. 'Parece exactamente como si lo estuviera viendo en un espejo, dijo. 'Puedo deletrear cada palabra por separado, de una letra por vez. ¿Podría conseguirme un espejo de mano? Quiero probar algo.

»Lo hice. Sostuvo el diario frente al espejo y miró la imagen reflejada. Luego comenzó a leer en voz alta, a velocidad normal. Pero ése es un truco que lo puede aprender cualquiera (los linotipistas lo tienen que hacer con los tipos de imprenta) y no me impresioné. Por otra parte, no podía entender por qué un hombre inteligente como Nelson fingiría de esa manera. Entonces decidí hacerle una broma, creyendo que el shock debía haberle tocado un poco la mente. Estaba casi seguro de que él sufría de alguna ilusión, pese a que parecía estar perfectamente normal.

»Un momento después apartó el diario y dijo: 'Bueno, doc, ¿qué saca de eso?' No sabía bien qué decirle sin herir sus sentimientos; entonces eludí el compromiso y dije: 'Creo que deberé enviarle al doctor Humphries, el psicólogo. Esto está un poco fuera de mi jurisdicción. Entonces él hizo una cierta observación sobre el doctor Humphries y sus tests de inteligencia, por lo que supongo que ya había estado en sus manos».

—Correcto —exclamó Hughes—. Todos los hombres son tamizados en el departamento de psicología antes de entrar en la compañía. Aún así, es sorprendente lo que atraviesa ese tamiz —agregó pensativamente.

El doctor Sanderson sonrió y continuó su relato.

—Me levantaba para irme cuando Nelson dijo: «Oh, casi me olvido. Creo que debo haberme caído sobre mi brazo derecho. Siento una torcedura muy fuerte en la muñeca». «Veámosla», dije, inclinándome para levantársela. «No, el otro brazo», dijo Nelson, y levantó su brazo izquierdo. Todavía burlándome de él, le contesté: «Como tú quieras. Pero dijiste que era el derecho, ¿o no?».

»Nelson pareció confundido. “¿Qué?”, replicó. “Éste es mi brazo derecho. Mis ojos pueden estar raros, pero sobre eso no hay discusión posible. Y para probarlo, aquí está mi anillo de casamiento. Durante cinco años no me pude sacar el maldito objeto del dedo”. Esto me impresionó bastante. Porque, usted sabe, era su brazo izquierdo el que él tenía levantado, y su mano izquierda tenía puesto el anillo. Pude ver que lo que él decía era bastante cierto. Tendría que cortar el anillo para sacarlo otra vez de allí. Entonces dije:

»—¿Tienes alguna cicatriz característica?». Contestó: «Que me acuerde yo, no».

»—¿Algún arreglo dental?

»—Sí, bastantes.

»Nos sentamos, mirándonos uno al otro en silencio, mientras una enfermera iba a buscar la historia clínica de Nelson. “Se contemplaron uno al otro con salvaje aprensión”, es casi lo que pudiera haber dicho un novelista. Antes de que volviera la enfermera me asaltó una idea brillante. Era una concepción fantástica, pero ya todo el asunto se estaba tornando más y más desenfrenado. Le pregunté a Nelson si podía mostrarme las cosas que habían estado dentro de sus bolsillos. Aquí están.

El doctor Sanderson sacó un puñado de monedas y un diario pequeño, forrado en cuero. Hughes lo reconoció inmediatamente como un Diario del Ingeniero Eléctrico; él mismo tenía uno en su bolsillo. Se lo sacó de la mano al doctor y lo abrió en una hoja al azar, con el ligero sentimiento de culpa que uno siempre tiene cuando un diario ajeno (aún más, de un amigo) cae en sus manos.

Y entonces a Ralph Hughes le pareció que los cimientos de su mundo estaban cediendo. Hasta ahora había escuchado al doctor Sanderson con cierta ligereza, preguntándose a qué se debía todo ese alboroto. Pero ahora la prueba incontrovertible estaba en sus propias manos, requiriendo su atención y desafiando su lógica.

Porque no podía leer ni una palabra del diario de Nelson. Tanto las letras impresas como las manuscritas estaban invertidas, como vistas en un espejo.

El doctor Hughes se levantó de la silla y rápidamente caminó varias veces alrededor de la habitación. Su visitante estaba sentado, observándole silenciosamente. En la cuarta vuelta se detuvo frente a la ventana y miró hacia el lago, eclipsado por el blanco muro del dique. Eso pareció reasegurarle y se volvió otra vez hacia el doctor Sanderson.

—¿Usted espera que yo crea que Nelson ha sido lateralmente invertido de alguna manera, de forma tal que su lado derecho e izquierdo hayan sido intercambiados?

—Yo no espero que usted crea nada. Yo sólo le estoy dando la evidencia. Si puede sacar alguna otra conclusión estaría encantado de oírla. Podría agregar que ya he verificado los dientes de Nelson. Todos los arreglos habían sido traspuestos. Explíquelo si puede.

Esas monedas son también bastante interesantes.

Hughes las recogió. Incluían un chelín, una hermosa corona de las nuevas, de cobre-berilio, y unos pocos peniques y mediopeniques. Él las hubiera aceptado como vuelta sin ninguna duda. No siendo más observador que su vecino, nunca habría notado hacia qué costado miraba la cabeza de la Reina. Pero la inscripción… Hughes pudo imaginarse la consternación en el Mint (lugar de acuñación de monedas en Londres) si alguna vez llegaran a conocer estas curiosas monedas. También habían sido invertidas lateralmente, igual que el diario.

La voz del doctor Sanderson quebró su ensueño:

—Le pedí a Nelson que no dijera nada de todo esto. Voy a escribir un informe completo; causará sensación cuando esté publicado. Pero queremos saber cómo ha sucedido esto. Como usted es el diseñador de la máquina, he acudido para que me aconseje.

El doctor Hughes no pareció oírle. Estaba sentado enfrente de su escritorio, con las manos extendidas sobre él, con los meñiques juntos. Por primera vez en su vida estaba pensando seriamente en la diferencia entre izquierda y derecha.

El doctor Sanderson no dejó que Nelson abandonara el hospital por varios días, durante los cuales estuvo estudiando a su peculiar paciente y acumulando material para su informe. Hasta donde podía suponer, Nelson era perfectamente normal, excepto su inversión. Estaba aprendiendo a leer de nuevo y su progreso era fácil después que hubo superado la extrañeza inicial.

Probablemente nunca usaría de nuevo las herramientas de la misma forma en que lo había hecho antes del accidente; por el resto de su vida, el mundo lo consideraría zurdo. Sin embargo, eso no le impondría la más mínima desventaja.

El doctor Sanderson ya había cesado de especular sobre la causa de la actual condición de Nelson. Sabía muy poco de electricidad; ése era el trabajo de Hughes. Confiaba en que el físico proporcionaría la respuesta a su debido tiempo; siempre lo había hecho así anteriormente. La compañía no era una institución filantrópica y tenía buenas razones para requerir los servicios de Hughes. El nuevo generador, que estaría funcionando dentro de una semana, era el niño nacido de su cerebro, pese a que no tenía casi nada que ver con los detalles de ingeniería.

El mismo doctor Hughes tenía menos confianza. La magnitud del problema era aterradora; porque se había percatado, y Sanderson no, de que involucraba regiones de la ciencia extremadamente nuevas. Sabía que sólo había una manera por la que un objeto podía volverse su propia imagen especular. Pero ¿cómo podría probarse una teoría tan fantástica?

Había reunido toda la información disponible sobre el fallo que había energizado la gran armadura. Ciertos cálculos habían dado una estimación de las corrientes que habían fluido a través de las bobinas durante los pocos segundos que éstas habían estado conduciendo electricidad. Pero las cifras no eran más que conjeturas; deseó poder repetir el experimento para obtener datos precisos. Sería divertido ver la cara de Murdock si le dijera: «¿Le molesta si provoco un perfecto corto entre los Generadores Uno y Diez en algún momento de esta noche?». No, eso estaba definitivamente fuera de consideración.

Por suerte todavía tenía el prototipo. Pruebas efectuadas con él habían proporcionado una serie de ideas sobre el campo producido en el centro del generador, pero sus magnitudes ya eran materia de conjeturas. Debían haber sido enormes. Los alambres del bobinado permanecieron en sus ranuras sólo por milagro. Hughes luchó denodadamente con sus cálculos por más de un mes y se internó en regiones de física atómica que había estado eludiendo cuidadosamente desde que abandonó la universidad. Lentamente, toda la teoría completa comenzó a desplegarse dentro de su mente. Faltaba aún un largo trecho hasta la prueba definitiva, pero el camino estaba libre. En otro mes ya habría terminado.

El gran generador, que había dominado sus pensamientos durante el último año, parecía ahora trivial y sin importancia. Apenas se molestó en agradecer las felicitaciones de sus colegas cuando el generador pasó la prueba definitiva y comenzó a alimentar el sistema con millones de kilovatios. Debieron pensar que era un poco extraño, pero siempre se le había considerado un tanto impredecible. Era lo que se esperaba de él: la compañía se hubiera sentido desilusionada si su genio amaestrado no poseyera ninguna excentricidad.

El doctor Sanderson fue a verle de nuevo dos semanas después. Estaba muy serio…

—Nelson está de vuelta en el hospital —anunció—. Me equivoqué cuando dije que estaba O. K.

—¿Qué le pasa? —preguntó Hughes, sorprendido.

—Se está muriendo de hambre.

—¿Muriendo de hambre? ¿Qué demonios está diciendo?

El doctor Sanderson acercó una silla al escritorio de Hughes y se sentó.

—No pensé en usted durante las últimas semanas —comenzó— porque yo sabía que usted estaba ocupado con sus propias teorías. Todo ese tiempo estuve observando a Nelson con mucho cuidado y escribiendo mi informe. Al principio, como ya le dije, parecía perfectamente normal. Yo no tenía ninguna duda de que todo saldría perfectamente bien.

»Entonces noté que él estaba perdiendo peso. Pasó algún tiempo hasta que tuve la certeza de eso; entonces empecé a notar otros síntomas, más técnicos. Comenzó a quejarse de debilidad y falta de concentración. Tenía todas las apariencias de una deficiencia vitamínica. Le di concentrados vitamínicos especiales, pero no le han hecho nada. Por eso vine, para tener otra charla con usted.

Hughes pareció molesto y frustrado.

—¡Pero, después de todo, el doctor es usted!

—Sí, pero esta teoría mía necesita cierto apoyo. Yo soy sólo un médico desconocido…, nadie me escucharía hasta que fuese demasiado tarde. Porque Nelson se está muriendo, y creo que yo sé el porqué…

Al principio, sir Robert se mostró obstinado, pero el doctor Hughes se salió con la suya, como siempre. Los miembros del Consejo estaban todavía desfilando hacia el salón de conferencias, refunfuñando y haciendo un escándalo bárbaro por la reunión extraordinaria a la que se les había convocado. Su perplejidad aumentó más cuando oyeron que era Hughes el que se dirigía a ellos. Todos conocían al físico y su reputación, pero él era un científico y ellos eran hombres de negocios. ¿Qué estaba planeando sir Robert?

El doctor Hughes, la causa de todo el problema, se sentía molesto consigo mismo por estar nervioso. Su opinión acerca del Consejo no era muy halagadora, pero sir Robert era un hombre al que podía respetar, por lo que no había razón para asustarse de ellos. Loco o no, para ellos él tenía un valor de miles de libras esterlinas.

El doctor Sanderson le sonrió para infundirle coraje mientras entraba al salón de conferencias. La sonrisa no tuvo mucho éxito, pero ayudó. Sir Robert acababa de hablar. Sostuvo sus anteojos con aquel gesto nervioso que le era propio y tosió ansiosamente. Hughes se preguntó, y no por primera vez, cómo un anciano aparentemente tan tímido podía dirigir un imperio comercial tan vasto.

—Bueno, caballeros, aquí está el doctor Hughes. Él les… ejem… explicará todo. Le he rogado que no sea demasiado técnico. Tienen la libertad de interrumpirle si llegara a ascender a la estratosfera más rarificada de la matemática superior. Doctor Hughes…

Lentamente al principio y cada vez más rápido a medida que se ganaba la confianza de su audiencia, el físico comenzó a contar su historia. El diario de Nelson produjo una exclamación de asombro en el Consejo y las monedas invertidas probaron ser curiosidades fascinantes. Hughes se sintió complacido al ver que había despertado el interés de sus oyentes. Inspiró profundamente y efectuó la zambullida que había estado temiendo.

—Caballeros, ya han oído lo que le pasó a Nelson; pero lo que les voy a decir ahora es aún más sobrecogedor. Debo pedir su más profunda atención.

Tomó de la mesa de conferencias una hoja rectangular de un cuaderno, la dobló a lo largo de una diagonal y la cortó por el doblez.

—Aquí tenemos dos triángulos rectángulos con lados iguales. Los pongo sobre la mesa…, así. —Colocó los triángulos de papel uno al lado del otro, con sus hipotenusas tocándose, de manera que formaban una figura como un barrilete—. Ahora, tal como los he dispuesto, cada triángulo es la imagen especular del otro. Pueden imaginar que el plano especular está a lo largo de la hipotenusa. Éste es el hecho que quiero que noten. Mientras mantenga los triángulos en el plano de la mesa, puedo deslizarlos y girarlos tanto como yo quiera, pero nunca podré colocarlos de tal forma que uno cubra al otro exactamente. Igual que un par de guantes, no son intercambiables pese a que sus dimensiones son idénticas.

Hizo una pausa para permitir que esto penetrase profundamente. No hubo ningún comentario; entonces prosiguió.

—Ahora, si tomo uno de los triángulos, lo giro en el aire y lo pongo de nuevo en la mesa, los dos ya no son imágenes especulares, pero se han vuelto completamente idénticos…, así —unió la acción a la palabra—. Esto puede parecer muy elemental y en realidad lo es. Pero nos enseña una lección muy importante. Los triángulos sobre la mesa eran objetos planos, restringidos a dos dimensiones. Para cambiar uno en su imagen especular tuve que levantarlo y rotarlo en la tercera dimensión. ¿Ven a dónde me estoy dirigiendo?

Miró alrededor de la mesa. Uno o dos de los consejeros asintieron lentamente, en el alba de la comprensión.

—Similarmente, para cambiar un cuerpo sólido, tridimensional, tal como un hombre, en su imagen especular, debe girársele en una cuarta dimensión. Repito… una cuarta dimensión.

Hubo un tenso silencio. Alguien tosió, pero fue una tos nerviosa, no escéptica.

—La geometría tetradimensional ha sido, como ya lo saben —se habría sorprendido mucho si lo supieran—, una de las más poderosas herramientas de la matemática desde antes de la época de Einstein. Pero hasta ahora ha sido siempre una ficción matemática, sin tener existencia real en el mundo físico. Ahora parece que corrientes nunca imaginadas, que llegan a millones de amperios, que fluyeron momentáneamente en los bobinados de nuestro generador, deben haber producido una extensión hacia la cuarta dimensión, durante una fracción de segundo y en un volumen lo suficientemente grande como para contener a un hombre.

»Estuve haciendo algunos cálculos y llegué a esta conclusión: De hecho se generó un “hiperespacio” de diez pies de lado, algo así como diez mil pies cuárticos (¡y no cúbicos!). Nelson estaba ocupando ese espacio. El repentino colapso del campo al abrirse el circuito causó la rotación del espacio y Nelson fue invertido.

»Debo pedirles que acepten esta teoría, porque ninguna otra explicación se ajusta a los hechos. Tengo aquí los desarrollos matemáticos, si los quieren consultar. Blandió las hojas frente a su audiencia, de modo que los consejeros pudieran ver la imponente formación de ecuaciones. La técnica tuvo éxito…, siempre lo tenía. Se debilitaron visiblemente. Solamente McPherson, el secretario, estaba hecho de un material más rígido. Había tenido una educación semitécnica y todavía leía bastantes obras de divulgación científica, cosa que le gustaba sacar a relucir cada vez que tenía oportunidad de hacerlo. Pero era inteligente y deseaba aprender, y el doctor Hughes frecuentemente había perdido tiempo de trabajo discutiendo con él alguna nueva teoría científica.

—Usted dijo que Nelson ha sido rotado en la cuarta dimensión, pero yo creía que Einstein había demostrado que la cuarta dimensión era el tiempo.

Hughes suspiró para sus adentros. Había estado esperando esta pregunta inevitable.

—Me refería a una dimensión adicional del espacio —explicó pacientemente—. Con eso quiero indicar una dimensión o dirección formando ángulos rectos con nuestras tres normales direcciones. Se le puede llamar la cuarta dimensión, si se quiere. Como normalmente consideramos el espacio como tridimensional, por tanto es costumbre denominar al tiempo cuarta dimensión. Pero el título es arbitrario. Como les pido que me concedan cuatro dimensiones espaciales, deberemos denominar al tiempo la quinta dimensión.

—¡Cinco dimensiones! ¡Cielo santo! —explotó alguien, lejos de la mesa.

El doctor Hughes no pudo resistir la oportunidad.

—Frecuentemente se ha postulado un espacio de varios millones de dimensiones, en la física subatómica.

Hubo un silencio apabullante. Nadie parecía inclinado a discutir, ni siquiera McPherson.

—Ahora llego a la segunda parte de mi declaración —continuó el doctor Hughes—. Pocas semanas después de la inversión descubrimos que algo andaba mal en el caso de Nelson. Tomaba alimentos normalmente, pero no parecían nutrirle correctamente. La explicación fue dada por el doctor Sanderson, y eso nos conduce a los dominios de la química orgánica. Lamento estar hablando como un libro de texto, pero pronto se darán cuenta de cuán vitalmente importante es esto para la compañía. Y también tendrán la satisfacción de saber que ahora estamos en un terreno igualmente desconocido para todos.

Esto no era totalmente cierto, porque Hughes todavía recordaba algunos fragmentos de la química que aprendiera. Pero podría alentar a los rezagados.

—Los compuestos orgánicos están formados por átomos de carbono, hidrógeno y oxígeno, junto con otros elementos, dispuestos espacialmente en formas muy complicadas. A los químicos les gusta hacer modelos de esos compuestos con agujas de tejer y plastilina de colores. Frecuentemente los resultados son muy hermosos y parecen obras de arte moderno.

»Ahora es posible tener dos compuestos orgánicos, conteniendo idéntico número de átomos, dispuestos de tal manera que uno sea la imagen especular del otro. Se les denomina estereoisómeros y son muy comunes dentro de los azúcares. Si pudieran colocar sus moléculas unas al lado de las otras, podrían ver que guardan la misma relación que un guante derecho y uno izquierdo. De hecho se les llama compuestos dextrógiros o levógiros (dextro o levo). Espero que esto sea suficientemente claro. El doctor Hughes miró a su alrededor ansiosamente. Aparentemente lo era.

—Los estereoisómeros tienen propiedades químicas casi idénticas —prosiguió—, pese a que hay sutiles diferencias. En los últimos años, me dijo el doctor Sanderson, se ha encontrado que ciertos alimentos esenciales, incluyendo la nueva clase de vitaminas descubierta por el profesor Vanderburg, poseen propiedades dependientes de la disposición espacial de sus átomos. Caballeros, en otras palabras, los compuestos levógiros podrían ser esenciales para la vida, pero los compuestos dextrógiros no tendrían ningún valor. Esto a pesar de que sus fórmulas químicas son idénticas.

»Ahora apreciarán por qué la inversión de Nelson es mucho más seria de lo que pensamos en un principio. No es sólo cosa de enseñarle a leer de nuevo, en cuyo caso (aparte de un interés filosófico) todo el asunto sería bastante trivial. Actualmente él se está muriendo de hambre en medio de la abundancia, simplemente porque no puede asimilar cierto tipo de alimentos, así como nosotros no podemos meter nuestro pie derecho en una bota izquierda.

»El doctor Sanderson ha intentado un experimento que demostró la validez de esta teoría. Con gran dificultad ha obtenido los estereoisómeros de muchas de estas vitaminas. El mismo profesor Vanderburg las sintetizó cuando oyó nuestro problema. Ya han producido un muy marcado progreso en la condición de Nelson.

El doctor Hughes hizo una pausa y sacó unos papeles. Pensó que le daría tiempo al Consejo para prepararse para el shock. Si no fuera porque estaba en juego la vida de un hombre, la situación habría sido muy divertida. El Consejo sería golpeado donde más le dolía.

—Caballeros, como se darán cuenta, ya que Nelson fue herido (si lo pueden decir así) mientras estaba de servicio, la compañía está expuesta a pagar por cualquier tratamiento que pudiera necesitar. Hemos encontrado ese tratamiento, y ustedes podrán preguntarse por qué he tardado tanto tiempo en decírselo. La razón es muy simple. La producción de los estereoisómeros necesarios es casi tan difícil como la extracción de radio… más aún, en algunos casos. El doctor Sanderson me dijo que mantener vivo a Nelson costará más de cinco mil libras diarias.

El silencio duró medio minuto; entonces todo el mundo comenzó a hablar al mismo tiempo. Sir Robert golpeó la mesa y restauró el orden inmediatamente. Había comenzado el consejo de guerra.

Tres horas más tarde, un Hughes exhausto abandonó el salón de conferencias y fue en busca del doctor Sanderson, al que encontró en su oficina, hirviendo de impaciencia.

—Bueno, ¿cuál fue la decisión? —preguntó el médico.

—Lo que me temía. Quieren que reinvierta a Nelson.

—¿Puede hacerlo?

—Francamente, no lo sé. Todo lo que puedo esperar es reproducir las condiciones del fallo original tan precisamente como pueda.

—¿No hubo otras sugerencias?

—Bastantes; la mayoría eran estúpidas. McPherson tuvo la mejor idea… Quería usar el generador para invertir los alimentos normales, de modo que Nelson pudiera comerlos. Tuve que puntualizar que el dejar fuera de acción a la máquina para este propósito costaría varios millones por año, y de cualquier manera, los bobinados no lo resistirían más que unas pocas veces. Y así se derrumbó ese esquema. Luego sir Robert quiso saber si usted podía garantizar que no había vitaminas que hubiéramos pasado por alto, o que todavía no estuvieran descubiertas. Su idea era que pese a nuestras dietas sintéticas, después de todo no seríamos capaces de mantener vivo a Nelson.

—¿Qué respondió a eso?

—Tuve que admitir que era una posibilidad. Por tanto, sir Robert va a tener una charla con Nelson. Esperaba poder persuadirle para que corra el riesgo; y si falla el experimento, cuidará de su familia.

Ninguno de los dos hombres dijo nada por unos pocos minutos. Entonces el doctor Sanderson rompió el silencio.

—¿Entiende ahora la clase de decisión que muchas veces tiene que tomar un cirujano? —dijo.

Hughes asintió, de acuerdo con él.

—Es un precioso dilema, ¿o no? Un hombre perfectamente sano, pero mantenerlo vivo costará dos millones por año, y ni siquiera de eso podemos estar seguros. Yo sé que el Consejo está pensando más en su preciosa hoja de balance que en cualquier otra cosa, pero no veo ninguna alternativa. Nelson tendrá que correr un riesgo.

—¿Usted no podría hacer primero algunas pruebas?

—Imposible. Sólo sacar el rotor es una operación de ingeniería superior. Tendremos que efectuar el experimento cuando la carga en el sistema esté al mínimo. Entonces cerraremos otra vez el rotor, y arreglaremos todo el lío que haya provocado nuestro corto artificial. Todo esto tiene que hacerse antes que las cargas puntas vuelvan otra vez. El pobre Murdock está loco de furia.

—No le culpo. ¿Cuándo comenzará el experimento?

—Necesito unos pocos días, como mínimo. Incluso aunque Nelson está de acuerdo, yo tengo que preparar todo mi instrumental.

Nadie supo nunca lo que sir Robert le dijo a Nelson durante las horas que estuvieron juntos. El doctor Hughes estaba bastante preparado para el experimento cuando sonó el teléfono y la voz del Viejo dijo:

—¿Hughes?, tenga listo su equipo. Le he hablado a Murdock, y hemos fijado la fecha para el martes por la noche. ¿Puede disponer todo para entonces?

—Sí, sir Robert.

—Bien. Todas las tardes envíeme un informe progresivo hasta el martes. Eso es todo.

El gran cilindro del rotor dominaba el enorme cuarto, colgando a treinta pies sobre el resplandeciente piso plástico. Un pequeño grupo de hombres estaba parado silenciosamente en el borde del ensombrecido agujero, esperando pacientemente. Un laberinto de cables provisionales corría hasta el equipo del doctor Hughes… osciloscopios de rayos múltiples, megavatímetros y micronómetros, y los relevadores construidos especialmente para cerrar el circuito en el instante calculado.

Ése era el mayor problema de todos. El doctor Hughes no tenía manera de determinar cuándo debería cerrarse el circuito; si debía ser cuando el voltaje estuviera en un máximo, cuando fuera cero, o en algún punto intermedio de la onda senoidal. Había elegido el curso más simple y seguro. El circuito debía cerrarse a voltaje cero; cuando se abriera de nuevo dependería de la velocidad de los interruptores.

Dentro de diez minutos, la última de las grandes fábricas del área de servicio se iría a cerrar. El pronóstico meteorológico había sido favorable: no habría cargas anormales hasta la mañana siguiente. Para ese entonces, el rotor ya debería estar de vuelta en su posición y el generador trabajando nuevamente. Por fortuna el singular método de construcción hacía que fuera fácil volver a armar la máquina, pero ésa sería una operación muy exacta y no había tiempo que perder.

Cuando entró Nelson, acompañado por sir Robert y el doctor Sanderson, estaba muy pálido. Hughes pensó que parecía estar yendo hacia su ejecución. El pensamiento fue algo inoportuno, y apresuradamente lo dejó de lado.

Había bastante tiempo como para una última y casi innecesaria verificación del equipo. Apenas lo había terminado cuando oyó la tranquila voz de sir Robert.

—Estamos listos, doctor Hughes.

No con mucha firmeza caminó hacia el borde del hoyo. Nelson ya había descendido, y de acuerdo con las instrucciones recibidas, estaba parado en el centro exacto, su rostro levantado allá abajo parecía una blanca burbuja. El doctor Hughes le hizo una breve señal de aliento y se volvió para reunirse con el grupo cerca de su equipo.

Conectó el osciloscopio con un movimiento de látigo, y jugó con los controles sincronizadores hasta que un único ciclo de la onda principal quedó fijo sobre la pantalla. Entonces ajustó la fase: los brillantes puntos de luz se movieron uno hacia el otro recorriendo la onda hasta que se juntaron en el centro geométrico de ésta. Miró a Murdock brevemente; éste estaba observando atentamente los megavatímetros. El ingeniero movió su cabeza hacia abajo. Con una silenciosa plegaria, Hughes apretó el interruptor.

Se oyó el pequeñísimo «click» de la unidad de relevadores. Una fracción de segundo más tarde, todo el edificio pareció tambalearse al tiempo que los grandes conductores estallaron en el cuarto de contacto, a trescientos pies de distancia. Las luces se desvanecieron, y casi murieron. Luego todo terminó. Los interruptores, llevados casi a la velocidad de una explosión, habían clarificado nuevamente la línea. Las luces volvieron a la normalidad y las agujas de los megavatímetros se deslizaron de vuelta hacia la zona inferior de sus escalas.

El equipo había soportado la sobrecarga. ¿Pero qué pasaba con Nelson?

El doctor Hughes se sorprendió al ver que sir Robert, a pesar de sus sesenta años, ya había llegado al generador. Estaba parado sobre el borde, mirando hacia abajo, dentro del gran hoyo. Lentamente, el físico fue a reunirse con él. Tenía miedo de apurarse; un creciente sentimiento de premonición estaba llenando su mente. Ya se podía imaginar a Nelson yaciendo en un retorcido montón en el centro del pozo, sus ojos inanimados mirándoles fijamente, con reproche. Entonces le sobrevino un pensamiento aún más horrible. ¿Supongamos que el campo desapareciera demasiado rápido, cuando la inversión estuviera completada sólo parcialmente? En un momento más, conocería lo peor.

No hay mayor impacto que el de lo totalmente inesperado, porque contra éste la mente no tiene oportunidad de preparar sus defensas. El doctor Hughes estaba preparado para casi cualquier cosa cuando alcanzó el generador. Casi, pero no lo bastante…

No esperó encontrarlo completamente vacío.

Lo que vino después nunca pudo recordarlo perfectamente. Murdock pareció hacerse cargo. Hubo una gran ráfaga de actividad, y los ingenieros se movieron como un enjambre para volver a colocar el rotor gigante. En algún lugar, muy lejos, oyó decir a sir Robert, una y otra vez: «Nos esmeraremos al máximo, nos esmeraremos al máximo». Él debería haberle replicado, de alguna manera, pero todo era tan vago…

En las grises horas que precedían al alba, el doctor Hughes se despertó de su sueño espasmódico. Toda la noche estuvo atormentado por sus sueños, por sobrenaturales fantasías de geometría multidimensional. Había visiones de universos extraños, extraterrestres universos de formas enfermizas y planos que se entremezclaban, a lo largo de los cuales él estaba condenado a luchar indefinidamente, escapando de algún terror sin nombre. Nelson, soñó, estaba atrapado en una de esas dimensiones no terrenas, y él trataba de llegar hasta Nelson. A veces él mismo era Nelson, y se imaginaba que podía ver a su alrededor el universo que conocía extrañamente distorsionado y separado de él por muros invisibles.

La pesadilla se desvaneció cuando se levantó, con gran esfuerzo. Se sentó sosteniéndose la cabeza durante unos momentos, mientras su mente comenzaba a aclararse. Sabía que algo estaba sucediendo: ésta no era la primera vez que la solución de algún frustrante problema le sobrevenía repentinamente durante la noche.

Aún faltaba una pieza en el rompecabezas que se estaba acomodando en su mente. Solamente una pieza… y de repente la tuvo. Había algo que había dicho el asistente de Nelson, cuando estaba describiendo el accidente original. En ese momento había parecido algo trivial; hasta ahora, Hughes se había olvidado completamente de eso.

—Cuando miré en el interior del generador, no parecía haber nadie allí, por lo que comencé a descender por la escala.

¡Qué tonto había sido! ¡El viejo McPherson tenía razón, o al menos parcialmente, después de todo!

El campo había girado a Nelson en la cuarta dimensión del espacio, pero también había habido un desplazamiento en el «tiempo». En la primera ocasión sólo había sido cosa de segundos. Esta vez, las condiciones debían haber sido diferentes, a pesar de todo su cuidado. Había tantos factores desconocidos, y la teoría era conjetura, en su mayor parte.

Nelson no había estado en el interior del generador al fin del experimento. Pero debería estar.

El doctor Hughes sintió un sudor frío cubriendo todo su cuerpo. Se imaginó aquel cilindro de diez mil toneladas, girando bajo el empuje de sus cincuenta millones de H. P. ¿Supongamos que de repente algo se materializara en el espacio que ya había ocupado…?

Saltó fuera de la cama y agarró el teléfono privado que comunicaba con la oficina. No había tiempo que perder… el rotor debía ser desalojado de inmediato. Murdock podría discutir más tarde.

Muy suavemente, algo tomó la casa por sus cimientos, y la balanceó hacia adelante y hacia atrás, así como un niño dormido podría sacudir su sonajero. Copos de yeso cayeron planeando el cielo raso; un reticulado de grietas apareció en las paredes como por arte de magia. Las luces vacilaron, se volvieron súbitamente brillantes y desaparecieron.

El doctor Hughes apartó la cortina y miró hacia las montañas. La oficina era invisible más allá de las faldas del monte Perrin, pero su situación estaba marcada con claridad por la vasta columna de escombros que se levantaban lentamente sobre la fría luz del amanecer.