Fiestas reales en provincias

LXIX. Balance general de festejos

La abundancia excepcional de fiestas organizadas por el rey y la real familia, o en obsequio de éstos, o para solemnizar sucesos que les afectaban, no se manifestó sólo en Madrid y en los sitios reales, sino que tuvo por teatro todos los ámbitos de la Monarquía española.

Limito la mención al territorio peninsular, y con preferencia, en cuanto a públicos regocijos, a lugares donde los reyes asistían personalmente, omitiendo relaciones muy circunstanciadas, porque la índole de los festejos en provincias difería poco, en general, de los que hemos visto en Madrid, siéndoles inferior en brillantez.

Barcelona, Valencia, Sevilla, Granada, Córdoba, Valladolid, Burgos, Salamanca, Soria y otras capitales exteriorizaron su ardor monárquico, festejando el paso del rey por su recinto o los fastos de la familia reinante.

Y hasta pueblos de menor cuantía, sacados ocasionalmente de su oscuridad habitual por imprevistos actos palaciegos realizados en su demarcación, vistieron galas insólitas en honor de los altos huéspedes que el azar les llevaba. Tal fue el caso de Nacalvarnero cuando, en 1649, ratificaron allí sus bodas Felipe IV y Mariana de Austria; e Irún como ciudad fronteriza de la raya de Francia, al llegar allí los primeros ministros español y francés —don Luis de Haro y el cardenal Mazarino— para ajustar la paz de los Pirineos[80].

La llegada de príncipes extranjeros producía en todas partes lucidas fiestas. Así aconteció con el viaje del príncipe de Gales, reseñado en otro lugar de este libro, y con el de la princesa de Carignan, María de Borbón, recibida con honores reales en su desembarco en Barcelona el 26 de julio de 1636, y agasajada poco después en Zaragoza con bailes y músicas del país, mascaradas, cabalgatas, luminarias, fuegos de artificio y dos corridas de toros, una de ellas por la noche con toros encohetados (es decir, provistos de cohetes en la cola y cuernos) e iluminación de la plaza con miles de hachas de cera y centenares de faroles; espectáculo de fantasía y novedad para la época[81].

El nacimiento de la infanta Margarita y el de los príncipes Felipe Próspero, Baltasar Carlos y Carlos, en quienes sucesivamente se cifró la esperanza del país para la sucesión al trono, fueron conmemorados en muchas poblaciones con fiestas y regocijos públicos, siempre a base de los consabidos fuegos, luminarias, máscaras, banquetes, toros y cañas[82].

Memorables fueron los de Barcelona en 1623 por el natalicio de la citada infanta, singularmente un espléndido torneo celebrado en la plaza del Borne[83].

Con otros torneos, entre varias fiestas, conmemoró la ciudad condal, en 1661 y 1662, el nacimiento de Felipe Próspero, pues aquellos caballerescos espectáculos, aunque en franca decadencia, sólo se practicaban ya, como vestigio medieval, en los países de la antigua corona de Aragón. La capital de Cataluña, para festejar el término de la rebelión de aquella comarca, la victoria de su pacificador, don Juan de Austria, y la clemencia del rey para los vencidos, celebró con festejos extraordinarios las Carnestolendas de 1653. Tres días (9, 10 y 11 de febrero) duraron las fiestas, siendo la principal una brillante mascarada con carros, estatuas y alegorías, que desfiló ante la plaza de Palacio, donde residía don Juan. Desde los balcones próximos y desde la calle, damas y caballeros arrojaron al balcón donde aquél presenciaba su paso, huevos dorados, plateados y de varios colores, rellenos de aguas perfumadas; atención a que él correspondió en forma análoga, y obsequiando a sus agresores con una opípara merienda… «Llegaron todos los gremios de la ciudad —escribe una Relación de la época[84]— con varios clarines, dulzainas, adufes[85] y panderos en forma de bailes y danzas, con unos vidrios llenos de aguas de olores, que despedían por diferentes y varios picos. De los cuales las señoras que bailaban tiraban desde la calle a la ventana de su alteza, vertiéndose las aguas odoríferas de ellos por el suelo. Otros tiraban unas naranjas de cera de colores, llenas de aguas, y su alteza las recibía y recogía con la mano al vuelo, con mucho donaire y gracia, cosa que pareció muy bien y de gran placer para todos».

LXX. Un viaje accidentado: Felipe IV en Andalucía

Más especial mención requieren los divertimientos organizados por las provincias, cuando el rey las visitaba o pasaba por ellas con ocasión de algún viaje.

La primera excursión importante realizada por Felipe IV, fuera de Valladolid —su ciudad natal—, Madrid —su Corte y residencia ordinaria— y los sitios reales inmediatos, fue para visitar Andalucía. Hízolo en 1624, cuando no había cumplido los veinte años de edad, y el amor a las diversiones llegaba en él a todo su juvenil apogeo.

Salió de Madrid el rey, con su hermano don Carlos, el jueves 8 de febrero del año dicho, acompañándoles el favorito Olivares, cortesanos, grandes, títulos, consejeros, secretarios, oficiales, guardias, servidores y demás personas de su séquito[86]. Entre ellas figuraba Quevedo, el gran escritor, a quien debemos una relación ingeniosa y detallada del viaje aquel[87].

En la mayoría de los hogares del tránsito se les agasajó con luminarias, cohetes y bailes. Mil pequeños incidentes molestos y unos temporales furiosos dificultaron la marcha de la expedición.

El mismo día 8 durmieron los excursionistas en Aranjuez, habiendo por el camino un accidente de carruaje, que relata Quevedo graciosamente así: «Yo caí, San Pablo cayó; mayor fue la caída de Luzbel… Volcóse el coche del Almirante (íbamos en él seis); descalabróse don Enrique Enríquez[88]; yo salí por el zaquizamí del coche, asiéndome uno de las quijadas, y otro me decía: “Don Francisco, deme la mano”, y yo le decía: “Don Fulano, deme el pie”. Salí de juicio y del coche. Hanle al cochero hecho santiguador de caminos, diciendo no le había sucedido tal en su vida. Yo le dije: “Vuesa merced lo ha volcado tan bien, que parece lo haya hecho muchas veces”.

»Llegué a Aranjuez, y aquella noche don Enrique y yo tuvimos dos obleas por colchones. Dormí con pie de amigo; soñé la cama; tal era ella».

Por la lluvia y el tiempo fatal, tuvieron que detenerse los viajeros todo el viernes en Aranjuez, llegando el sábado 10 a Tembleque.

Quevedo escribe: «Su Majestad es tan alentado, que los más días se pone a caballo, y ni la nieve ni el granizo le retiran. En Tembleque aquel Concejo recibió a Su Majestad con una fiesta de toros… Tuvieron juegos a propósito y bien ejecutados. Su Majestad, de un arcabucazo pasó un toro que no le pudieron desjarretar».

Y otra relación de entonces, aludiendo a la fiesta de Tembleque en honor del rey, cuenta haber sido los toros «tan bravos, que el postrero mereció ser trofeo de su escopeta»[89].

No fue, como en otros lugares de la obra consigno, la vez única que Felipe IV ejercitó su diestra puntería en derribar reses bravas.

Según una de las relaciones anónimas y coetáneas del viaje[90], al llegar al pueblo de Dos Barrios se agasajó al rey con una corrida, en la cual de 13 toros preparados sólo pudieron lidiarse tres; pero tan valientes, que dos de ellos rompieron dos veces seguidas el cerco que la guardia palatina formaba en torno suyo con las alabardas o picas, según uso en las corridas reales, y el tercero de aquellos cornúpetos resistió a las armas de los lidiadores, por lo cual el rey le disparó dos tiros de arcabuz, dándole muerte[91].

Siguió la expedición a Madridejos, Villarta, Manzanares, la Membrilla y otros pueblos, siempre acosada por vientos y nieves. «Uno de los puntos visitados fue —escribe Quevedo— mi Torre de Juan de Abad, donde para poder Su Majestad dormir derribó la casa que le repartieron: tal era, que fue de más provecho derribada»[92].

Dejando las planicies manchegas, atravesaron Sierra Morena y avanzaron por la región andaluza. En Santisteban se les recibió con cohetes, luminarias y un toro de fuego[93]. Más penosa fue la jornada de Linares. Era el jueves 15. La noche les sorprendió con agua y ventisca en unos pantanos, donde se hundieron acémilas y coches, costando gran esfuerzo sacar de allí la litera real, y perdiéronse importantes cargas.

La situación debió de ser apurada realmente, aunque no exenta de lances cómicos, según se deduce del relato de Quevedo. «… Jornada para el cielo y camino de salvación, estrecho y lleno de trabajos», dice éste, refiriendo que pasaron cuatro horas mortales empantanados en una cuesta, sin poder moverse de los coches hasta que el Almirante envió gente en su auxilio.

«Estaba la cuesta toda llena de hogueras y hachones de paja, que habían puesto fuego a los olivares del lugar. Oíanse lamentos de arrieros en pena, azotes y gritos de cocheros, maldiciones de caminantes. Los de a pie sacaban la pierna de donde la metieron sin media ni zapato, y hubo alguno que dijo: “¿Quién descalza abajo?”. Parecía un purgatorio de poquito…».

«… Llegamos a Linares después de haberse recogido el Almirante… Dormimos a pares don Enrique y yo; hay cama de siete durmientes… El Duque del Infantado se quedó en Linares, por haber caído su litera y aporreádose; pero tan valiente con la cabeza magullada, que tirara de la litera y de su gente, si no le estorbara su grandeza, y era de ver sus lacayos hacer más que de mulas descansándolas… El Patriarca no parece, y le andan pregonando entre los pantanos, y pareció entre las acémilas. Mis camisas, me dicen se las pone el cochero… Su Majestad se ha mostrado con tal valentía y valor arrastrando a todos, sin recelar los peores temporales del mundo… En esta incomodidad va afabilísimo con todos, granjeando los vasallos que heredó. Es rey hecho de par en par a sus reinos, y es consuelo tener rey que nos arrastre y no nosotros al rey, y ver que nos lleva donde quiere»[94].

Años después cambiaría mucho este concepto optimista de Quevedo sobre Felipe IV.

Molidos y maltrechos llegaron de noche el monarca y pocas personas más el viernes 16 a Andújar, «sin luz ni guía», deteniéndose allí «por la gran creciente del Guadalquivir, y para esperar la llegada del rezagado séquito y dar lugar a que pareciesen los equipajes perdidos, se remediaran los males que causó el temporal en personas y bastimentos y aguardar a que éste abonanzase»[95].

Dos días se detuvieron en Andújar. Se obsequió allí al rey con una cabalgata, donde iban 24 caballeros enmascarados, varios trofeos y un carro con vistosos adornos[96].

El marqués del Carpio, gentilhombre de cámara de Su Majestad, dispuso un magnífico recibimiento en su estado y villas del Carpio y Adamuz, con una cacería en sus montes[97].

El 19 llegó la comitiva al Carpio, siendo el primer día claro de su excursión. «Este, pues, primer buen día, que fue martes de Carnestolendas a 20, hizo el Marqués a S. M. un grandísimo presente de regalos… Presentóle también un pulidísimo ajedrez de oro[98]… Presentó también a Su Alteza un muy rico aderezo de monte, y a las doce, que era ya después de comer el Rey nuestro Señor, le tuvo en la plaza del Carpio las más sazonadas fiestas de toros y cañas que se puede imaginar: hubo muchos rejones y fue la gala de las cañas vestidos negros con botones de oro, plumas, toquilla, bandas y mangas de color. Acabóse la fiesta temprano y fuese S. M. desde la plaza a dormir a Ardamuz»[99].

El jueves día 22, a las tres de la tarde, llegó la comitiva a Córdoba, donde pasó dos días, que fueron de continuas fiestas. «Tuvo la ciudad toros y cañas, rejones y lanzadas. Los que las corrieron fueron 42 caballeros»[100].

El obispo de Córdoba obsequió al rey con 12.000 escudos de oro, dos fuentes de plata, 100 pomos de agua de color, 100 barriles de aceitunas y 50 cajas de conserva.

Dio principio la noche a una alegre mascarada, acompañada de todos los caballeros cordobeses, que con hachas en las manos, a pesar de las tinieblas, hacían no sentirse la ausencia del día. Para el día siguiente (viernes) se había prevenido, por remate de unas cañas, 12 valientes toros, que pudieran alegrar la plaza, si la cristiana piedad de nuestro gran monarca no tuviera por inconveniente dejarlos lidiar en Cuaresma, cuando es más tiempo de ayuno y penitencia que de semejantes entretenimientos; y así, por gusto de Su Majestad, se suspendió lo uno y lo otro, aunque con algún sentimiento de las cuadrillas, que en vistosos colores quisieron dar muestra de su contento[101].

No deja de ser extraño y curioso que, en tiempos tan devotos, se preparase para Viernes Santo una fiesta de máximo bullicio por la flor de la buena sociedad cordobesa, y que fuese menester la mesura del rey para evitar agasajo tan impropio de la ocasión.

En su tránsito desde Córdoba a Sevilla, detúvose la comitiva real en el castillo de la Monclova el día 28. Allí comió el monarca y recibió la visita del anciano e impedido duque de Arcos. Este, que apenas podía moverse por sus dolores y achaques, se hizo transportar en una silla de manos, y, seguido de escolta, con litera y coche, pernoctó en el convento de frailes mercenarios de Fuentes, llegando al castillo, y siendo subido en la propia litera que le conducía, por angosta escalerilla, a la cámara del rey, a quien besó la mano con la mayor reverencia. El duque, a quien acompañaba su nieto el marqués de Zahara, expresó al soberano su regocijo por la honra que para Andalucía implicaba el viaje aquel. Respondió Felipe en términos muy afables, otorgando al prócer el título de consejero de Estado. Y como en la planta baja del propio castillo se había instalado la sala del Consejo, formado por los que acompañaban al rey, el duque de Arcos tomó allí mismo posesión de su cargo, subiendo nuevamente a besar la mano del monarca por la merced recibida. Todo se hizo con la propia solemnidad que en el palacio de Madrid.

«Volvióse el Duque a su silla con todos los referidos señores, de quien se despidió en la escalera, acompañándole a la salida la guardia de S. M. con los clarines. Mandó S. M. se repartiesen entre los porteros y demás 300 escudos, y regresó al pueblo, donde fue recibido con repique de campanas y gran alborozo de sus vecinos, que salieron a verle entrar. Enterado el Duque de la falta que S. M. llevaba de mulas y caballos, dispuso que de sus caballerizas se llevasen a Carmona seis magníficas mulas de un mismo color y ocho excelentes caballos», obsequio que agradó sobremanera al rey…[102].

LXXI. El rey en Sevilla

Era Sevilla el principal objeto del viaje regio de 1624, y para la estancia del rey se tomaron con gran anticipación las necesarias medidas, empezando por adelantarse Olivares a su señor, a fin de fiscalizar lo hecho y dar nuevas órdenes. Se atendió principalmente a limpiar las calles por donde había de pasar el séquito real, pues —dice una relación de aquel viaje— «por causa de los coches, de ordinario les sobra de lodo lo que les sobra de empedrado»[103]. El jueves 28 de febrero llegó el rey a Sevilla hacia mediodía en una carroza, dentro de la cual iban también su hermano el infante D. Carlos, Olivares, el duque del Infantado, el almirante de Castilla y el cardenal Zapata[104]. Pero como la llegada estaba anunciada para el siguiente día, se detuvieron los expedicionarios hasta él en el convento de San Jerónimo, situado a media legua de la ciudad. Fueron recibidos por los frailes con música de trompetas y chirimías.

Aquella noche ardieron luminarias en toda Sevilla y fuegos en la Giralda, y el rey con sus acompañantes fue a verlos, recatado en un coche, manteniendo el incógnito, según costumbre misteriosa muy del gusto de la época, y que nos recuerda lo que el príncipe de Gales había hecho el año anterior en Madrid. También visitó el monarca de ocultis la catedral, que estaba cerrada, y se abrió a los altos visitantes merced al nombre de San Gil, dado a la puerta por sus compañeros como contraseña convenida. Lo propio hizo con el Alcázar, y a las nueve y media regresaba a San Jerónimo con igual sigilo. Pero éste era, como ocurre en tales casos, un secreto a voces, y numerosos transeúntes, especialmente chiquillos, advirtieron quién iba en el carruaje, y rodearon éste vitoreando al rey con gran alborozo.

Al día siguiente, 1 de marzo, hizo Felipe su entrada pública y solemne en la ciudad, de cuatro a cinco de la tarde, en un coche de seis mulas… Vestía de pardo, con bordados de oro, botas blancas y muchas plumas. En el segundo testero del vehículo iba el infante D. Carlos, con traje encarnado y plata; en un estribo Olivares y el duque del Infantado, y en otro el marqués del Carpio y el almirante.

A su paso, las milicias hicieron las acostumbradas salvas[105]. Tanto el coche del rey como los de su séquito llevaban echadas las cortinillas. Las calles del tránsito lucían colgaduras, doseles de seda, oro y damasco, y ricas pinturas. En la de las Sierpes, tan castiza y animadamente céntrica entonces como ahora, la fachada de una casa principal hallábase guarnecida con pequeños bufetes de plata, y algunos de oro intercalados.

Al llegar la comitiva real delante de la cárcel, los reclusos soltaron gran cantidad de pájaros, que llevaban sujeto un papel con la siguiente súplica:

Los presos de esta prisión

hoy esperan libertad

con ver a Su Majestad.

Las luminarias y los fuegos se repitieron aquella noche y la siguiente. La mocedad y el buen porte del monarca produjeron buena impresión en los sevillanos, inflamando su monarquismo.

El 2 de marzo hubo recepción en el Alcázar, acudiendo a besar la mano del rey todas las Corporaciones y autoridades: Tribunal de la Inquisición, Cabildo eclesiástico, Audiencia y Ayuntamiento.

En el séquito municipal llamaba la atención la rica indumentaria de los Veinticuatro[106] y jurados, y formaba parte de la misma el favorito Olivares, como alcalde mayor honorario que era de la ciudad (igual que de los demás Municipios españoles).

Aquella noche hubo también luminarias y vistosos fuegos en la Giralda, plazuela de Santo Tomás, Alcázar y Lonja, presenciándolos el rey desde un balcón de este último edificio.

El domingo por la mañana visitó Felipe IV oficialmente la catedral, y por la tarde hubo comedia en el Alcázar, representando la compañía de Tomás Fernández.

El lunes recorrió el soberano la parte del Guadalquivir, vio por dentro la Torre del Oro, y fue por el río al convento de las Cuevas en una falúa espléndidamente adornada. Su casco, pintado de varios colores, predominando el rojo, lucía ramilletes y plumas. El interior revestíase con paños de raso, cortinajes de brocado, adornos de terciopelo carmesí y ricas alfombras; todo con bordados de seda y oro. Formaban su tripulación 12 hombres, que vestían de blanco con camisas de encaje, calzones marineros, bonetes y bandas coloradas; todo con cabos de oro. Servía de timonel un veinticuatro llamado Galindo. Al embarcar el rey, todos los navíos anclados en el Guadalquivir hicieron salvas de artillería, respondiendo la falúa real con sones de chirimías y clarines. Tras ellas marchaban otras falúas conduciendo a los demás personajes. A la puerta del monasterio aguardaba al monarca una muchedumbre de gitanos y gitanas, que hasta dentro de la sagrada mansión le acompañaron «tocando adufes, sonajas y otros instrumentos, y bailando maravillosamente»[107].

Salieron a recibir al rey los monjes, enseñándole todo el convento de las Cuevas con las reliquias que en él se guardaban. «Y en los claustros tenían puestas dos fuentes artificiales, corriendo la una de vino blanco y la otra de vino tinto… y estuvieron corriendo hasta que S. M. se volvió a Palacio»[108].

Al lado de las fuentes había cuatro grandes depósitos con refacción copiosa, para que los visitantes pudieran merendar a todo su sabor. Aun obsequiaron al rey los buenos religiosos con el presente de muy regalados manjares y golosinas, que Felipe mandó intactos a la reina.

Regresaron a Sevilla los expedicionarios también por el río, y esto dio ocasión al soberano para presenciar una abundante pesca. «Sacando al tiempo que S. M. pasaba de un barco de los que estaban para ese efecto prevenidos en el río la red, y, vaciándola en la falúa de S. M., entre el pescado salieron saltando dos muy grandes sábalos[109], que por ser cosa que S. M. había visto pocas veces tan frescos ni vivos, se holgó mucho, y así, los mandó llevar a su palacio»[110].

También aquel día hubo extraordinarios fuegos de artificio, quemándose el árbol de la nación flamenca, «en que estaban las 17 provincias de Flandes, que dicen se apreció en 1.500 ducados. Y esa misma noche hubo una famosa máscara, que guiaba el Duque de Alcalá, en que hubo 200 caballeros con hachas blancas, gran número de pajes y lacayos, y con clarines, trompetas, atabales y chirimías salió de las casas del Excmo. Duque de Medina, y por la calle de la Sierpe, plaza de San Francisco y calle de Génova hasta Los Alcázares, donde S. M., el Infante don Carlos y demás caballeros la aguardaban»[111]. Llevaban los caballeros enmascarados vestidos negros con mangas, toquillas, bandas y plumas de varios colores. Efectuaron su primera carrera en el patio principal del Alcázar y después corrieron por las calles de la ciudad.

Al siguiente día, martes, visitó el rey la Giralda, y recibió al cabildo eclesiástico, que le hizo un donativo de 30.000 ducados para ayuda del viaje. La estancia de Felipe IV en Sevilla duró trece días, pero no consta que hubiera más fiestas.

Salió el rey de Sevilla el miércoles 13 de marzo, a las cinco de la mañana. Comió en Galera, fue a dormir al palacio del rey don Pedro, donde permaneció dos días[112], marchando luego al soto de Doñana.

LXXII. Un duque espléndido: las bodas de Camacho en el soto de Doñana

La nota culminante de toda la expedición fue la cacería en el bosque de Doñana[113], por la esplendidez de cuento oriental con que el rey y su comitiva fueron agasajados en los dominios del duque de Medina Sidonia, propietario de aquel soto de caza.

El coto de Doñana es una inmensa posesión de nueve leguas de longitud, y cuya anchura cambia de dos a cinco. Está situado en la provincia de Cádiz, junto a la de Huelva, entre la orilla derecha del Guadalquivir y el Océano Atlántico. La parte próxima al río es la mejor, por sus espesos pinares, y el lugar preferente para la caza. Constituía entonces, y sigue constituyendo, una especie de isla cinegética, de fauna abundante y rica.

Un escritor moderno dice de ella:

«No hay parque real en Europa que presente tanta variedad de caza. Se conocen varias clases de jabalíes… Los venados y ciervos andan en manadas… Se ven en bastante número el gato montés, el clavo y el cerval[114] o el lince… El lobo, la zorra, el tejón, los melones (sic) y otras alimañas… La ornitología no es menos rica ni variada: además de la perdiz, la bécada y el sisón, acogen las lagunas una prodigiosa reunión de patos, gansos, zarzaretas y otras aves acuáticas. Los avestruces y cuervos forman columnas, que obscurecen el sol»[115].

El duque de Medina Sidonia estaba enfermo en Sanlúcar cuando el rey llegó a Doñana. Pero encargó a su hijo el conde de Niebla que le hiciera los honores, y con gran antelación, desde su retiro, dispuso tal cantidad de víveres, pertrechos, regalos, fiestas y obsequios de toda índole, que causaron la admiración de propios y extraños.

A fin de hospedar al rey, hizo el duque grandes obras en su casa del bosque de Doñana, disponiéndole 30 aposentos, revestidos de espléndidos tapices. Construyó una caballeriza para doscientos caballos del monarca, cochera para todos sus coches, dos cocinas de 120 pies cada una, un enorme granero, un gran horno y otras dependencias de tamaño considerable[116], destinadas tan sólo al servicio del soberano, levantándose enfrente otras edificaciones de no menor amplitud, a fin de atender a las necesidades de su séquito. «Para estas obras se llevaron 8.000 tablas, 1.500 pinos, 100 velas de navío y 60.000 clavos»[117]. Se cubrió el bosque con tiendas de campaña, asemejándose a una ciudad portátil[118]. Reuniéronse enormes provisiones de carnes, pescados, confituras y conservas. «Fue cosa admirable —dice una relación— que en un bosque estuviesen tan sobrados los mantenimientos, que aun a los pasajeros se les ofrecían y daban con importunación y ruegos[119]. Sólo en vestir de terciopelo negro con guarnición azul y plata a los numerosos lacayos y pajes, se invirtieron 150.000 ducados»[120].

Llegaron a Doñana el rey y su comitiva el 14 de marzo.

Aquella noche, entre el séquito real y la gente extraña de los contornos, atraída por la curiosidad, se reunieron más de 12.000 personas. Todos comieron abundantísimamente, «siendo en este desorden mayores los desperdicios»[121].

El aposentador de S. M., que había ido antes para disponer lo necesario, nada tuvo que hacer, y quedó pasmado de tanta grandeza. Lo propio ocurrió a un alcalde de Corte, el cual declaró «que S. M. no tenía en su palacio el tercio de esto»[122].

«No permitió S. E. [el Duque] que en Doñana hubiese mujer de ningún estado ni calidad. En todo lo demás no se puso tasa»[123].

«Su Majestad holgó ver la casa que llaman Doñana, que es grande y con torre principal, y ver los fuegos que se hacían, y ver a la redonda tantas tiendas, que tenían todas encima banderitas…». «Y hubo tanta gente llegada [es decir, intrusos], que llegaron a 2.000 personas. Fue necesario pregonar que [bajo] pena de azotes se saliesen todos de la isla»[124].

Cuatro días permaneció el rey en el bosque, pasándose en continuas fiestas. El mismo que llegó fue la primera batida de caza. Felipe IV cercó el monte con muchos caballeros, acompañándole como mayordomo mayor el duque del Infantado.

Vestía el monarca aquel día «sayuela verde, jubón amarillo listado de negro, montera de rico pardo», y los 24 monteros que iban con él llevaban «librea de paño verde, espadas, puñales y espuelas doradas, tahalíes de ante y aderezos de lo mismo con seis lanzas»[125].

Aquella noche hubo fuegos artificiales, que presenció Felipe desde una ventana de la casa de Doñana, donde se hospedaban él, el infante y el Conde-Duque. Al día siguiente por la mañana se corrieron toros «y el rey a escopetazos mató tres de ellos». Todos los días iba a caza de jabalíes, matando no pocos, y a diario también había en Doñana representaciones escénicas: en un patio, para la comitiva; en una sala, para el rey.

Las comedias representábanse con todo el aparato que en la Corte. Según una relación, se hicieron cuatro, siendo su intérprete la famosa comedianta Amarilis, y una loa, improvisada de repente por Atilano de Prada.

También procuró el duque que sus bufones divirtieran al rey en sus escasos ocios. Cogollos el truhán iba siempre al lado de Felipe y del infante haciéndoles reír[126], pues ni en aquella excursión cinegética, que ya era un divertimiento, podía prescindir la real familia de sus chocarreros gustos.

Sobre las diarias expediciones de caza y las proezas que en ellas realizó Felipe IV, cambian algo los detalles de los diversos narradores, quienes ponen en la cuenta de la escopeta real número variable de jabalíes, venados y pájaros, a los que ha de añadirse un gran tejón y los toros que ya indiqué. La más importante de aquellas jiras fue la del domingo 17, en la cual el rey «fue a la laguna que llaman Santa Olalla, dentro del mismo bosque; dentro de una barca… dorada…, mató muchas aves… y a la vuelta mató un jabalí»[127].

El monarca y sus acompañantes salieron de Doñana literalmente abrumados de agasajos. El conde de Niebla, en nombre de su progenitor, les obsequió con magníficos corceles y ropa blanca riquísima. «Por lo que sobró de pescado, trigo, harina y conservas, hubo quien ofreció 1.500 ducados, y advierto que no hubo lacayo de S. M. ni oficial que no llevase a esportilla de 200 reales»[128]. Los dispendios fantásticos realizados por el duque de Medina Sidonia para obsequiar al rey en su cacería de Doñana, quebrantaron fuertemente su patrimonio, y tuvo que acudir con peticiones de dinero a los vasallos de sus dilatados dominios.

El doctor Thebussem ha exhumado documentos referentes a los apremios pecuniarios del duque a la ciudad de Medina, y acuerdos de su Cabildo municipal[129].

«Me figuro —añade el moderno erudito— que tales peticiones, súplicas, lágrimas y miserias, fueron extensivas a los muchos pueblos, villas y lugares del ducado de Medina Sidonia, y que todos accederían, con peor o mejor voluntad, a pagar los vidrios rotos en el bosque de Doñana. Sabido es que las bodas de Camacho fueron penitencia de monje y parvedad de anacoreta, si se comparan con aquellas cocinas de 120 pies de largo cada una, y con aquellos abastecimientos de 800 fanegas de harina, 80 botas de vino, 10 de vinagre, 200 jamones, 100 tocinos, 400 arrobas de aceite, 300 de fruta, 600 de pescado, 50 de manteca de Flandes, 50 de miel, 200 de azúcar, 200 de almíbares, 400 de carbón, 300 quesos, 400 melones, 1.000 barriles de aceitunas, 8.000 naranjas, 3.000 limones, 10 carretadas de sal, 250 de paja, 1.500 fanegas de cebada, 2.400 barriles de ostras y lenguados en escabeche, 1.400 pastelones de lamprea, 46 acémilas porteando nieve, 4.000 cargas de lona, 1.000 gallinas, 100.000 huevos, 600 cabras paridas, que daban 20 arrobas de leche diarias; cabrito, pescado fresco, conejos, perdices, faisanes, pavos… y otros comestibles en exageradas cantidades. Sería necesario copiar toda la relación, si hubiésemos de dar cuenta del rico menaje, de las viviendas, vestidos de pajes, monteros y señores; aderezo de coches y caballos, partidas de caza y pesca, comedias, bailes, música, castillos de fuegos y valiosos regalos de telas, armas y joyas, con que el Duque obsequió a cuantos personajes asistieron a la fiesta, la cual ocasionó, al decir de los cronistas, unos 300.000 ducados de gasto»[130].

Es decir, unas 600.000 pesetas actuales. Y, dada la enorme diferencia de valor adquisitivo entre la moneda entonces y hoy, se comprende la magnitud del despilfarro. ¿Quién diría que diecisiete años más tarde aquel obsequioso y manirroto, por cortesanismo, duque de Medina Sidonia, acusado de querer alzarse con el trono de Andalucía, iba a ver malparado el prestigio de su blasón con el vejamen de una cárcel y una fuerte multa? Y aun le salvaron la vida su alcurnia y su parentesco con el Conde-Duque.

LXXIII. Fin del viaje a Andalucía

El martes 19 de marzo salió de Doñana el rey al amanecer, en coches de mulas del duque. Llegó a las diez a la playa, donde este prócer le tenía dispuestas dos falúas «de las armadas del mar Océano y guardas del Estrecho», que ocupó la comitiva real.

Para su acceso a tales embarcaciones, hízose un puente en la playa por el lado del bosque. Varios barcos escoltaron a Felipe en su acuática travesía. Desembarcó junto a la ermita de Nuestra Señora de Bonanza[131], por un muelle que había hecho en la plaza, que costó 2.000 ducados[132].

En Sanlúcar fue recibido el rey con honores militares, y descansó en el palacio del enfermo duque de Medina Sidonia. Este y su esposa dispensaron a las personas reales una suntuosa recepción, y obtuvieron de ellas parabienes y honores. «Hizo presente la Duquesa a su Majestad de un arca de plata llena de ropa blanca, guantes y otras cosas de olor, y al príncipe lo propio de ropa blanca y otras cosas muy curiosas, y para cuando el rey fuese a cazar le envió un gabán de oro todo, sembrado de perlas. Y el Duque le envió una joya que valía 11.000 escudos»[133]. A Olivares y demás invitados obsequió también espléndidamente.

Encargó a sus familiares y servidores que, si el monarca sentía predilección por algún objeto, se le remitiera al punto; «y habiéndose entendido que puso los ojos en una rosa de diamantes que valía 10.000 ducados, fue avisado S. E. y se le envió a Medina Sidonia»[134].

El día 20 de marzo salieron los expedicionarios para Cádiz, embarcándose el rey «en una falúa que envió el señor don Fadrique de Toledo, toda cuajada de oro»[135].

Hizo Felipe IV su travesía marítima, entrando en la capital gaditana entre estruendo atronador, por los disparos de las naos surtas en el puerto, los de los baluartes y los de la mosquetería, que en dos hileras estaba dispuesta. Y no cesaron las salvas hasta que llegó el soberano a su hospedaje, el cual era la casa de un flamenco rico. Entró en ella por un pasadizo ad hoc.

Detúvose el rey en Cádiz algunos días, y prosiguió después su viaje por la zona del Estrecho, pernoctando en Medina Sidonia.

Esta ciudad tuvo el oneroso privilegio de sufrir entonces gran parte de la carga que representaba el viaje real, soportando el tributo que desde la Edad Media pagaban los pueblos en metálico o en especie, cuando los monarcas les dispensaban el caro honor de visitarlos[136].

«Tocó a la ciudad de Medina Sidonia pagar por cada día que el soberano permaneciese en Cádiz, y bajo pena de prisión al corregidor y 200 ducados de multa al Concejo, la remesa de 100 gallinas, 2.000 huevos, 60 pares de perdices y conejos, 30 arrobas de carbón, 20 cabritos, 100 fanegas de cebada, y por una sola vez 50 camas. Grande fue el apuro del Municipio por no encontrar perdices ni cabritos, y por los altos precios a que hubo de pagar la caza y las gallinas».

El corregidor hizo que los guardas de campo turnasen en el servicio de llevar víveres diariamente a Cádiz, por lo cual se les abonaba un jornal de cuatro reales.

El alcalde del viaje, don Miguel de Cárdenas, «se apresuró a demandar a los pueblos circunvecinos la vitualla que de obligación se debía a S. M.»[137].

Llegó Cárdenas a Medina Sidonia en 21 de marzo para preparado todo. Hizo allanar caminos para que pasara la carroza del rey. Ello exigió la demolición de dos casas, por las cuales hubo que pagar, como indemnización a los dueños, la suma de 80 ducados.

Alojóse Felipe IV en casa de la viuda de don Cristóbal Basili, corregidor que fue de la ciudad. Como la vivienda no tenía todas las condiciones precisas para albergar a tantos y tales viajeros, fue menester que en ella se habilitasen, con lienzos y tablas, aposentos para la servidumbre del rey.

El total de gastos que el viaje regio acarreó a Medina Sidonia, incluyendo los «dineros y yantares» que pedían imperiosamente los servidores del rey, fue «de 137.980 maravedíes, suma exorbitante para la época, en que unos chapines dorados valían real y medio y cuatro reales el jornal de un albañil»[138]. El Municipio quedó empeñado.

Prosiguió la comitiva real su excursión por la zona del Estrecho.

Más de un millar de hombres se ocuparon en arreglar y ensanchar el fragoso camino que conducía a Tarifa, ciudad adonde llegó el monarca, escoltándole por la costa un destacamento militar para evitar cualquier peligro.

Desde la plaza inmortalizada por Guzmán el Bueno, se dirigió Felipe IV a Gibraltar, por cuyas estrechas puertas no pudo penetrar en su carroza, sino a pie. Cuéntase que Olivares reprendió por tal descuido al gobernador de Gibraltar, el cual respondió con altivez «que las puertas de Gibraltar no estaban hechas para que penetrasen carrozas, sino para que no entraran enemigos»[139].

El 31 de marzo entró el soberano con su séquito en Málaga, y el 2 de abril en Antequera, desde la cual pasó a Granada, adonde llegó el día 3, que era Miércoles Santo.

Fue recibido en la antigua corte nazarita por compañías de infantería, que hicieron salvas al llegar el cortejo al puente sobre el Genil, y se hospedó en la Alhambra, en la torre de Comares y cuarto de los Leones. Al siguiente día, Jueves Santo, celebró el rey, con gran edificación del pueblo, la acostumbrada fiesta del lavatorio de doce pobres.

«La noche del domingo de Pascua de Resurrección, a 7 de abril, hubo en la ciudad muchas luminarias, y en la puerta que llaman de Guadix muchos fuegos, y hubo comedia en la Alhambra»[140].

Ocho días permaneció el rey en la ciudad, recibiendo de sus moradores espléndidos regalos. Descolló entre ellos el de un simple particular, don Alonso de Loaysa, que le obsequió con cuatro caballos enjaezados con frenos y estribos de plata maciza; veinte acémilas cargadas de terneras, jabalíes y varias cosas de caza, y tres cofrecillos, uno con aguas olorosas, otro con telas finas, y otro lleno de doblones por valor de 10.000 ducados[141].

El día primero de Pascua se celebró en honor del soberano una brillante mascarada.

El miércoles siguiente salió de la ciudad la comitiva regia con rumbo a Jaén, adonde llegó el jueves. Allí pernoctó el viernes y reanudó su viaje, pasando la noche del 12 en Baeza, desde donde emprendió su regreso hacia la capital de España[142].

LXXIV. Excursiones del rey a los países de la Corona de Aragón en 1626

El segundo de los viajes algo importantes realizados por Felipe IV, que precisa recordar aquí, fue el de 1626, cuando el rey visitó Aragón y Cataluña, a fin de jurar los fueros de estos reinos y el de Valencia, y comparecer ante sus respectivas Cortes, como condición ineludible para obtener de aquellos países los necesarios subsidios. Forzada fue la expedición, y bien a pesar del Conde-Duque, cuya política centralizadora repugnaba aquellas formalidades, mal avenidas con su concepto cesáreo de la majestad regia.

El 7 de septiembre de 1625 salieron de Madrid el rey, el infante don Carlos, Olivares, el almirante de Castilla, los marqueses de Heliche y Castel Rodrigo y otros nobles, con menor aparato que otras veces, pues se proponían detenerse lo menos posible. Las Cortes de Aragón iban a reunirse en Barbastro; las de Cataluña, en Lérida; las de Valencia, en Monzón.

El 13 de enero de 1626 hizo su entrada en Zaragoza la comitiva regia, chasqueando a los aragoneses, que esperaban mayor magnificencia en el augusto huésped y su séquito.

No son de este lugar los incidentes y rozamientos políticos que aquel viaje motivó entre gobernantes y gobernados. Sin duda, por esos piques el recibimiento popular fue bastante frío en muchas partes, y los festejos no pasaron de la esfera oficial, aunque la entrada del rey en Barcelona se realizó pomposamente. En mayo del mismo año emprendía el monarca su regreso a Madrid. No obstante lo dicho, hubo algunas fiestas en las poblaciones del tránsito.

De las celebradas en Zaragoza podemos juzgar, por la siguiente relación. Entraba en la ciudad un martes trece por la tarde; circunstancia que los supersticiosos podrían invocar como mal presagio.

«Hubo muchos artificios de fuego aquella noche, y en mitad del río tenían un castillo de diez gradas de alto, todo de invenciones de fuego, muchos morteretes, cohetes y trombas, que parecía hundirse la ciudad, y un toro encohetado, seis dragones y seis caballeros con seis lanzas, que presentaron batalla tres a tres… Luego, al día siguiente, miércoles, por la tarde, fue Su Majestad a la Virgen del Pilar, y de allí a Santa Engracia. Jueves, se corrieron siete toros, y entre ellos dos encohetados… Viernes, por la mañana, visitó S. M. el convento de San Francisco, y por la tarde se hizo procesión general, saliendo de la Iglesia mayor… El sábado siguiente fue [el rey] a caza de montería y mató cinco jabalíes, y domingo en la noche hubo encamisada[143] muy lucida, toda de caballeros… Agradecida la ciudad, presentó a S. M. 140.000 doblones, 300 perniles de tocino, 200 capones de leche, 200 pares de conejos, 300 pares de gallinas, otros tantos de perdices, cinco pavos, 500 carneros, 50 vacas y 200 quesos, que, puestos al sol, se podrían juzgar por espejos. Lunes, 19 de dicho mes, partió S. M. a Barbastro, acompañándole la ciudad y caballeros tres leguas, llevándose el corazón de todos»[144].

No sólo consignaron por escrito algunos habitantes de Zaragoza el acontecimiento que para ellos implicaba la visita del rey con todos sus pelos y señales, sino que alguno esgrimió con tal motivo su péñola para narrar el caso en versos macarrónicos de circunstancias.

Una relación, compuesta en tres romances octosílabos, termina así:

Cien perniles de tocino

de mejor olor que el ámbar,

y otras cosas, que no digo

porque al lector le cansaran,

le presentó la ciudad,

y, en mostrar su rostro el alba,

partió a Barbastro, a las Cortes,

y el dejarnos le pesaba[145].

Después de Barbastro estuvo el rey en Monzón, de donde salió el 21 de marzo, pasando aquella noche en Balaguer. Aquí se le recibió con luminarias, fiestas y agasajos. Siguió el domingo su viaje, y entró pomposamente en Barcelona[146], siendo recibido con salvas, luminarias y demostraciones de entusiasmo[147], pues siempre hay en el elemento oficial recursos para poner buen semblante a la realeza, aun en las poblaciones más tibiamente dinásticas. Claro es que la Barcelona de 1626 no era aún la Barcelona francamente rebelde de 1640.

Coincidió la estancia del rey con la llegada del cardenal Barbarín, legado y sobrino del Papa, en cuyo honor se dispusieron también grandes agasajos. No hubo diversiones públicas por el momento, a causa de ser tiempo cuaresmal. Pero dice otro papel de entonces que «para después de la Cuaresma y de este tiempo santo se aparejan solemnes fiestas, saraos, mascaradas, luminarias y otros muchos regocijos de entretenimiento en la tierra y en el mar». Entre ellos, según dicha relación, se dispuso para el rey una rica falúa a estilo de góndola veneciana[148], sin duda para tomar parte en los festejos marítimos.

Desde Barcelona marchó el rey a las Cortes de Lérida, nada propicias a sus deseos, y desde allí regresó bruscamente a Madrid, en mayo de aquel año.

LXXV. Otros viajes reales por la España oriental

Nuevamente emprendió Felipe IV, tres años después, un viaje a Zaragoza, a fin de acompañar hasta allí a su hermana doña María, que, por su boda con el rey de Hungría, Fernando III, marchaba a los dominios donde iba a reinar. En la expedición iban también los infantes don Carlos y don Fernando[149], buen tropel de nobles y servidores, y hasta una compañía de cómicos para solaz del camino [150].

Salió de Madrid la comitiva el 26 de diciembre de 1629, deteniéndose en Alcalá, donde se celebró en su honor una corrida de toros. Partieron el 30 para Guadalajara, sin poder disfrutar de los festejos dispuestos allí para divertirlos, por la obligada premura de su viaje. Entraron en Zaragoza el día 7 de enero. La ciudad regaló al rey una bolsa con 12.000 ducados de oro. El martes por la noche, la compañía dramática que dirigía Luisa de Robles representó en Palacio la comedia de Tirso De tu enemigo el primer consejo, haciéndose otras representaciones el jueves y el sábado. El miércoles quemáronse fuegos artificiales en el río, el viernes hubo luminarias, y el domingo 13 se celebró en la plaza del Mercado un magnífico torneo: fiesta desusada ya por entonces en Castilla, pero frecuente aún en Aragón, y que dejó señalada memoria[151].

Combatieron en él, como jefes de la fiesta, los condes de Aranda y de Sástago sobre sendos corceles, escoltando 50 lacayos a cada uno. Sus padrinos llevaban 70 lacayos. «A las cuatro de la tarde entraron en la plaza dos suntuosos carros con músicas, representaciones y tramoyas, y sucesivamente fueron entrando los caballeros que tomaron parte en el torneo, en número de 20. Fueron jueces el embajador de Alemania, el duque de Medina de las Torres y don Fernando de Borja. Los premios consistieron en hermosas copas de plata sobredorada, que los caballeros, en el momento de recibirlas, regalaban a las damas de la reina»[152].

Regresó desde Zaragoza a Madrid Felipe IV, prosiguiendo su viaje la reina doña María, que en Barcelona fue también agasajada con lucidas fiestas. Un viaje nuevo realizó el rey en 1632 a Valencia y Barcelona por razones de Estado.

El recibimiento hecho por Valencia a Felipe IV, fue mucho menos efusivo que los dispensados a sus antecesores, aunque, por ser la primera vez que pisaba la ciudad del Turia, se dispusieron algunas fiestas, para lo cual consignó la ciudad 6.000 libras[153], regalando al rey 12.000 con destino a los gastos de la guerra.

Hizo su entrada el monarca en la capital levantina[154] con sus dos hermanos, el 19 de abril, por la puerta de Cuarte, engalanada ad hoc; pasó directamente a la visita obligada de la catedral, y desde allí al Palacio, antigua residencia de los reyes de Aragón, donde se hospedó.

Los días siguientes visitó la capilla de la Virgen de los Desamparados y la catedral, para admirar sus reliquias y contemplar el hermoso panorama de la ciudad, el mar y la vega desde su torre del Miguelete. Estuvo en la Albufera, y presenció las procesiones de San Vicente y San Jorge. Las pocas y deslucidas fiestas con que le agasajó la ciudad, se redujeron a una encamisada, iluminaciones, comedias, bailes y fuegos de artificio[155]. También en 1642 marchó el monarca hasta Zaragoza, donde pasó varios meses, a fin de aproximarse al lugar donde luchaba su ejército contra la insurreccionada Cataluña.

Pero estos últimos viajes, realizados en circunstancias más difíciles para el país, abundaron probablemente menos en diversiones pomposas, pues no son conocidos relatos especiales sobre el particular.

El 29 de octubre de 1645 volvió Felipe IV a Valencia con su hijo Baltasar Carlos, para la jura de éste como príncipe heredero. A causa del barro y lluvia pertinaz entró la carroza real en la población por el portal de Serranos. Sólo hubo entonces, en honor de los augustos huéspedes, luminarias y fuegos artificiales[156].

Contrasta la sobriedad de las fiestas reales en Valencia durante el siglo XVII con el esplendor de sus fiestas religiosas como las celebradas en tiempo de Felipe IV por las canonizaciones de Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, en 1622; por la Inmaculada Concepción, en 1623; por el segundo centenario de San Vicente Ferrer, en 1655; por la canonización de Santo Tomás de Villanueva, en 1659, y por otras solemnidades de menor cuantía[157].

LXXVI. Expedición regia a la frontera de Francia (1660)

El último de los viajes largos que realizó el cuarto Felipe fue en 1660, a la raya de Francia, para entregar a su hija María Teresa, que iba a contraer nupcias con Luis XIV, como prenda de la paz de los Pirineos, concertada entre ambas naciones[158].

Setenta y dos días duró aquel famoso viaje: desde 15 de abril a 26 de junio de 1660[159]. La travesía fue lenta y penosa, pues el país que había de recorrer la interminable caravana real estaba arruinado y desierto. Cada jornada caminábase nueve o diez kilómetros solamente, y precisaba transportar en inmenso convoy víveres, camas y toda clase de objetos necesarios, porque no podía cantarse con hallar nada adecuado en ruta, y la comitiva era tan numerosa, que, cuando marchaba en línea estrecha por angostos senderos, cubría una longitud de más de 32 kilómetros.

Los caminos estaban intransitables, y a cada momento se rompían los ejes de las ruedas que arrastraban los vehículos, o surgían otros percances[160]. Los pocos campesinos que iban quedando ya en la esquilmada Castilla, salían alborozados al paso del rey, el cual caminaba taciturno, bajo el peso de sus desdichas públicas y privadas, como si, en vez de ir a una boda, marchase a un funeral.

El viaje hizo época por lo lujoso de la comitiva, por los aprestos considerables y gastos cuantiosos que tal expedición implicó, y por la magnitud de los equipajes, cargados de joyas y ricas galas. Para la conducción de personas y objetos, formaban una inacabable fila los medios de transporte, que eran: 18 literas, 70 coches para las personas reales y los señores, 2.100 acémilas, 60 caballos «de regalo y para las fiestas», 12 caballos «de la persona», 500 mulas de carga, 900 mulas de silla y 32 carros largos o «galeras»[161].

El 15 de abril salieron de Madrid el rey y la infanta María Teresa con su séquito, pernoctando en Alcalá, donde se les obsequió con una corrida de toros nocturna, estando la plaza alumbrada con muchas luminarias[162]. Parece que en ella ocurrieron algunos incidentes desgraciados[163]. El 23 llegaron a Lerma, donde se dispuso en su honor un despeñamiento de toros, celebrado en el río Arlanza aquella misma tarde. El sábado, día 24 [164], entraron en Burgos, adonde permanecieron hasta el 30. Hubo en la ciudad del Cid luminarias, fuegos artificiales, comedias y gran cabalgata de enmascarados el miércoles siguiente, «sin embargo de haber llovido tanto, que las carreras eran lagunas, pero se desaguaron y se corrió delante de palacio, yendo delante un carro de gala con música…, después se seguían los padrinos… y los caballos aderezados con gran primor y 24 lacayos. Iban luego siete cuadrillas a cuatro de diferentes colores de telas y dos lacayos cada caballero…, corriendo tres carreras en palacio, otra en la plaza, otra en casa del señor arzobispo, con que se dio fin a esta fiestas… El jueves se corrieron toros[165]…; a la noche hubo un jardín formado de diferentes pinturas que cubrían los fuegos»[166].

Al siguiente día, viernes 30, salió de Burgos el rey; detúvose el 1.o de mayo en Briviesca para comer; por seguirse tres días festivos, no quiso caminar en ellos, para no perder la misa[167]. El 3 llegó a Vitoria, donde hubo aquel día mismo fuegos artificiales, y al siguiente corrida de toros. Allí acudió la condesa de Escalante a saludar a la infanta María Teresa, que la acogió con gran complacencia, por ser la única persona conocida hallada en el viaje hasta entonces. La condesa «fue a palacio en silla, besó la mano de la reina…, haciéndola reír un rato, aunque la reina había menester poco, que va contenta. No lo va tanto el rey con las cartas que cada día recibe de Francia, y aquella noche dicen que recibió una que le puso muy melancólico, aunque lo disimuló. Y estando entretenida la reina haciendo… preguntas, vino la provincia de Alava a besarle la mano, habiéndosela besado antes al rey, dándole una fuente de plata con 2.500 doblones»[168].

La noble dama llevaba cubierta la faz con mascarilla para guardar su incógnito; pero, a pesar de él, fue cumplimientada y obsequiada por la nobleza de la ciudad. «Paseó la condesa toda Vitoria en su silla, con 14 gentileshombres delante y cinco clérigos, todos vasallos suyos, que fueron acompañándola desde su aldea. Y como en Vitoria no andan sillas ni se han visto, le decían las mujeres: “Con todo cuanto el rey ha traído no hemos visto más linda litera”»[169].

Son curiosos esos datos de costumbres y reminiscencias feudales, contenidos en la relación de que reproduzco los anteriores fragmentos.

LXXVII. Fiestas por la boda de la infanta María Teresa

El 11 de mayo llegaron las personas reales a San Sebastián. Entre los principales festejos con que se les agasajó, contáronse danzas, mojigangas y una curiosa fiesta marítima el día 14, que, por lo desusada, merece especial referencia. Se celebró en el vecino puerto de Pasajes, donde se recibió al rey con salvas de 200 cañones y más de 2.000 mosquetes. Iba la góndola real escoltada por pequeñas embarcaciones españolas y extranjeras. «El aspecto de las vecinas montañas, cubiertas de espesuras; los lugares de los lados, llenos de bulliciosa soldadesca; los tiros disparados desde las naves y del castillo del muelle; el contorno de la ensenada, adornado de agradable variedad; los ecos de la música, confundidos con las repetidas y estruendosas salvas; el mar, poblado de inquietos bateles; la diferencia de color de los bien ataviados remeros y de las remeras, graciosas y varoniles, que contendían con ardor por ganar el barlovento y vencer en la velocidad, todo formaba un peregrino y grandioso espectáculo»[170].

El 2 de junio por la mañana, se celebró en el palacio episcopal la primera ceremonia de las renunciaciones de la infanta con toda la magnificencia que la modesta villa permitía. Bajo un dosel de damasco, donde se ostentaban los regios blasones, bordados en oro, habíanse instalado los dos tronos, que ocuparon Felipe IV y María Teresa. A los lados se hallaban el patriarca de las Indias y el obispo de Pamplona. Don Luis de Haro estaba en pie sobre uno de los escalones del estrado, como primer ministro del soberano de España. También en pie y en apretadas sillas, veíase a todos los miembros de la más ilustre nobleza española, y disfrazados y con el rostro cubierto de antifaz —uso frecuente en la época— habían acudido también del otro lado de la frontera altos personajes franceses, atraídos por la solemnidad de aquellas ceremonias, «las mayores y de mayor lucimiento que ha visto Europa en muchos siglos», al decir de un documento de la época[171]. Allí leyó el secretario, don Fernando de Contreras, el documento oficial, por el que la infanta española, al pasar a ser reina de Francia, renunciaba solemnemente sus eventuales derechos a la corona de nuestro país, y María Teresa juró cumplir aquel compromiso trascendental.

Al día siguiente, por la mañana, efectuóse la primera ceremonia de aquel matrimonio de príncipes, en la humilde iglesia parroquial de San Sebastián, que se transformó en templo suntuoso, merced a «los riquísimos tapices y adornos, reclamados por el mayor casamiento que se haya visto jamás en el mundo… Sus Majestades aparecieron allí, así como la Corte, en medio de una magnificencia deslumbradora»[172].

Don Luis de Haro representaba a Luis XIV en la solemnidad nupcial. El rey y la infanta estaban conmovidos por la trascendencia de aquel acto, prenda de paz entre dos naciones que tantos años venían combatiéndose. El obispo tuvo que repetir por tres veces a María Teresa si aceptaba por esposo al Rey Cristianísimo, antes de obtener el , que dio al cabo bañada en lágrimas. Su padre la bendijo no menos emocionado. «La iglesia rebosaba de princesas, príncipes y nobles franceses, que, bajo un disfraz, se habían mezclado a los españoles. La misa pontificia, con sus ritos imponentes y su ceremonial grandioso, impresionó tanto el oído como la vista de aquella magnífica asamblea, y San Sebastián alcanzó aquel día el apogeo de su gloria… Mientras que resonaban en la iglesia los acentos del Tedéum, en el exterior las salvas de artillería de los cañones gruesos de la fortaleza, que, no lejos del santuario, dominaba la costa brava del mar, llevaban a los dos reinos el anuncio de la feliz noticia: había ya una segunda princesa española reina de Francia»[173].

Después de los desposorios, don Luis de Haro dio un soberbio banquete a los magnates franceses y españoles. Aquella tarde los reyes recorrieron Pasajes, Rentería y Oyarzun, deteniéndose en Fuenterrabía, término de todo el viaje regio, en la imponente fortaleza-palacio (existente aún en estado ruinoso con el nombre de Castillo de Carlos V), que tantos ataques había resistido de las invasiones francesas; entre ellos el que sufrió y rechazó valerosamente por mar y por tierra veintidós años antes de aquella reconciliación francoespañola. Estaban ya en la frontera, a orillas del limítrofe río Bidasoa, cuya isleta de los Faisanes se había dividido en dos porciones, una francesa y otra española, unidas por un corredor, disponiéndose la sala para la conferencia de suerte que quedase en el centro, ocupando la línea divisoria entre ambos países, y estando parte en suelo español y parte en suelo francés. A cada una de ambas secciones del salón daba acceso una puerta distinta.

El 4 de junio fueron de incógnito en barca a la isleta Felipe IV, María Teresa, Haro y un corto número de palaciegos, entre ellos el glorioso pintor Velázquez, que, en sus funciones de aposentador real, seguía a la Corte durante todo el camino. Allí se entrevistaron privadamente con la reina madre de Francia, Ana de Austria (hermana de Felipe IV, separada de éste hacía cuarenta y cinco años, y casi siempre en guerra con él); el adolescente rey francés Luis XIV, que, mezclado con otros caballeros franceses, se empinaba para divisar de incógnito a la que era ya su esposa, y el cardenal Mazarino, primer ministro de Francia. La entrevista fue protocolaria y fría, dentro de su intimidad aparente.

Cambiáronse las familias reales el día 5 valiosos regalos, y para el 6 se dispuso la ceremonia oficial de la entrega de María Teresa a Luis XIV. En efecto, en la fecha señalada, a una señal convenida, embarcáronse a la vez Felipe IV en Fuenterrabía y Luis XIV en San Juan de Luz, para encontrarse en la isla de la conferencia. Tras ellos hicieron lo propio cortesanos y personajes importantes de los países respectivos, llevando vestidos y galas de la mayor suntuosidad, aunque los franceses, con sus sedas, sus bordados y sus colorines, aventajaron mucho —por lo que a los hombres se refiere— a los españoles, donde daba la nota dominante la severidad de la negra ropilla, a pesar de haberse suspendido para tal ocasión las pragmáticas contra el lujo. Aquel intercambio de damas y caballeros elegantes de España y Francia, causó en los nuestros un deslumbramiento y poco después una imitación de las galas del país vecino.

Unos 12.000 soldados de España y Francia custodiaban, respectivamente ambas orillas del Bidasoa. Inmensa muchedumbre de curiosos, junto al río o encaramados a los montes que dominan aquellos contornos, presenciaba la llegada del imponente cortejo. Sólo los cortesanos de ambas naciones tuvieron acceso a los vestíbulos de la sala de la conferencia. En ella penetraron a la vez y en el mismo instante los dos reyes por sus opuestas entradas, como simultáneamente habían abordado momentos antes a la isla por opuestos puntos. Con ellos iban las reinas, los primeros ministros y 40 damas de honor. Luis XIV fue el primero que, dentro de la sala, franqueó su línea divisoria, haciendo ademán de arrodillarse ante el monarca español, cosa que éste evitó recibiéndole en sus brazos. Cambiáronse entre ellos los saludos, frases de cortesía y afectuosas manifestaciones de rigor, que impresionaron a Ana de Austria hasta hacerla deshacerse en llanto. Luis XIV y Mazarino suavizaron diplomáticamente la situación, humilde y desdichada, impuesta a España por la paz que tenía como consagración aquel matrimonio[174], ponderando las obligaciones que por él contraía Francia con nuestra nación y el poder de Felipe IV; palabras que, halagando el maltrecho orgullo español, cayeron sobre nuestras heridas como bálsamo de Oriente, según frase de un historiador moderno[175].

Ambos reyes juraron en aquella solemnidad la paz concertada antes por sus ministros. Al día siguiente se despidieron las dos familias, en una nueva y tierna escena, en que la infanta fue entregada a su esposo, y el día 8 partieron ambos para San Juan de Luz, donde el 9 se efectuaron sus velaciones, saliendo para París. Las magníficas fiestas con que en territorio francés fueron agasajados, no son de nuestra incumbencia.

LXXVIII. El retorno del rey a Madrid

Apenas Felipe IV entregó su hija al rey de Francia, regresó por Irún a Fuenterrabía, y de allí emprendió el día 8 su regreso a Madrid, haciéndole en cerca de tres semanas, es decir, con alguna menos lentitud que el viaje de ida.

La primera parada importante fue en Valladolid, ciudad natal del rey, donde se le recibió con especial satisfacción. Entró en ella el 18 de mayo de 1660, y salió el 22. En esos cuatro días fue festejado con corridas de toris, cañas, mascaradas, comedias, mojigangas y un despeñamiento de reses bravas en el Pisuerga. Esta última fiesta descolló por su originalidad y sensacionalismo efectuándose el mismo día 18. Presencióla con gran complacencia Felipe desde la llamada Huerta del Rey. Lindante con el Palacio real, se había construido una rampa de madera, que descendía hasta el río. Por allí eran arrojados los toros al agua, donde los esperaban, nadando o en barcas, los lidiadores, provistos de las armas usadas en las corridas: lanzas, rejones o espadas. Con ellas perseguían y acosaban a cada una de las reses que iban cayendo, las cuales, desconcertadas por el chapuzón y por el acoso, huían a tierra, donde otros lidiadores armados las esperaban a pie y a caballo.

Aquella noche, y en el propio lugar, hubo otro festejo llamativo, consistente en fuegos artificiales y en un simulacro de asalto a un castillo, formado en el Pisuerga por unas empavesadas góndolas. Sitiados y sitiadores cambiaron como proyectiles globos luminosos.

Al día siguiente asistió el soberano, en la plaza Mayor, a una fiesta de toros y cañas. El 20 por la tarde desfiló ante el Palacio real una mascarada dispuesta por los gremios. Iba en ella una carroza tirada por seis mulas, con las estatuas de la Paz y la Concordia, y terminaba el cortejo con un tropel de instrumentistas y cantores que entonaban himnos en alabanza del rey. Aquella noche se celebró una comedia de capa y espada en un salón de Palacio[176]. El día 21 rejonearon en la plaza Mayor nobles y caballeros principales, a presencia del monarca y después recorrió éste el paseo de la Magdalena, donde oyó un concierto. Otra música, dispuesta a su retorno en la plazuela de Palacio, dio fin a los festejos, y al día siguiente, 22, muy de mañana, salió Felipe IV de la antigua corte de Castilla, tomando la ruta de Madrid, ya con sólo las detenciones indispensables[177].

El 25 llegaba a El Escorial, y el 26 abordaba a las afueras de la villa y corte, siendo recibido en la Florida por la reina doña Mariana y la infanta Margarita, con magnates, palaciegos y séquito real. Desde allí, sin entrar en la población, dirigiéronse todos al santuario de Atocha, donde se entonó con la acostumbrada solemnidad un Tedéum, en acción de gracias por el buen curso y término de la expedición.

Y entre vítores y aplausos de la muchedumbre, y ostentoso lucimiento de cortesanas galas, regresó el rey al Trono Real de su Palacio, recorriendo las mismas calles por donde había salido setenta y tres días atrás, con rumbo a la frontera de Francia [178].

LXXIX. Los últimos momentos de Felipe IV

Los terrores piadosos y el humor hipocondríaco de Felipe IV, se acentuaron hasta la extravagancia. Uno de sus caprichos era pasar horas enteras solitario en el panteón del monasterio de El Escorial, adonde acababa de trasladar los restos de sus antepasados, abrir algún ataúd para ver aquellos despojos, o bien orar ante la vacía sepultura que había de guardar su propio cadáver[179].

Después de una de estas visitas, en que había tenido ante sus ojos la momia de su bisabuelo Carlos V, escribía a la monja de Agreda: «El miércoles pasado volví de San Lorenzo, donde se hizo con toda decencia y devoción la traslación de los cuerpos de mis parientes que os dije: vi el del emperador Carlos V, y con haber noventa y seis años que murió, está entero, en que se reconoce cómo le pagó nuestro Señor lo que trabajó en esta vida en defensa de la religión»[180].

La salud física de Felipe IV estaba en sus años últimos no menos quebrantada que su salud moral[181], y desde fines de 1664 (un año antes de morir el rey) causaba impresión en la Corte el horóscopo lanzado por el fraile Monterón o Monteroni, de la Orden franciscana descalza, que pronosticaba el fin inminente del soberano con otros graves sucesos.

Y no era menester, en verdad, ser gran profeta para augurar la suerte de Felipe IV en aquellos días. Placeres y deportes tenían desde mucho tiempo atrás minada su salud. Los fríos y humedades sufridos en sus casi continuas cacerías, le acarrearon ya en 1658 un serio resfriado, una parálisis del brazo y pie derechos y el primer ataque de nefritis. Los quebrantos morales de sus años últimos y aun el exceso desacostumbrado de atención a los negocios, a que se aplicaba con afán después de la muerte de don Luis de Haro, agravaron sus achaques. Desde 1663 los cólicos nefríticos le atacaban frecuentemente, y la incontinencia de orina teníale desasosegado, añadiéndose después unas peligrosas hemorroides.

En el otoño de 1664 traslucían ya al exterior, sin poderse ocultar, los achaques del rey, el cual, con sesenta años de edad, representaba noventa, según confidencias de un médico de cámara al embajador alemán, que éste transmitía al emperador Leopoldo, La superstición de la época inquietó las postrimerías del monarca. La aparición de un cometa a fines de 1664, tenida siempre por presagio de desdichas, se creyó nuncio del ya esperado término del achacoso príncipe.

Este, a cuyos oídos llegó el rumor, exclamó sensatamente: «¿Qué más cometa que mis enfermedades?». También se atribuyeron ellas a hechizos por el crédulo vulgo, cual ocurría entonces con toda dolencia considerada como extraña y rebelde al tratamiento médico. Con tal idea, unos frailes que tenían entrada en Palacio, más celosos que advertidos, rebuscaron en la habitación del rey qué brujería pudiera mantener la real dolencia, y, no hallando a mano otra cosa sino un librillo de escritura antigua y unas láminas con la efigie del soberano taladrada, lo cogieron y lo quemaron en la capilla de la Virgen de Atocha.

Igual que al alejamiento de Satán se atendió a la presencia de los bienaventurados. Familiares y cortesanos quisieron amontonar imágenes y reliquias en la cámara regia, donde se instaló por lo pronto el cuerpo de San Diego de Alcalá, próximo al lecho del moribundo; pero éste se negó a que le llevaran también el de San Isidro, diciendo muy juiciosamente: «Donde le tienen está con más decencia, y para lo que le puedo pedir no estorba la distancia».

Tan inútiles fueron para su salvación los recursos sobrenaturales como los de la atrasadísima ciencia de los médicos, reducidos en aquel caso a quietud, cocimientos de flor de malva, bebidas de polvos de coral y pocas otras recetas.

Para el atribulado y doliente Felipe fue un golpe moral grave, mortal quizá, la noticia del desastre de las armas españolas en Montesclaros, llevándose la última esperanza de recobrar a Portugal. Una versión refiere que, al saberlo el rey, cayó acongojado, exclamando: Hágase la voluntad de Dios[182]. Otra, menos dramática, cuenta que leyó el parte donde se notificaba la derrota, y exclamó con el mayor desaliento: «¡Parece que Dios lo quiere!»[183].

Ocurría esto en junio de 1665. Sólo tres meses sobreviviría el monarca a la catástrofe última de su reinado.

Dispúsose a morir, recibiendo devotamente la comunión y todos los auxilios de la Iglesia. A la vez que confortaba su espíritu, quiso cumplir sus obligaciones postreras con su familia, servidores y súbditos. Otorgó testamento; confirió a su esposa doña Mariana la regencia del tierno niño que iba a ser Carlos II, dándole la ayuda de una Junta de gobierno; dictó otras disposiciones y mercedes, y se despidió de cuantos le rodeaban: esposa, hijos, magnates, religiosos y servidores, haciéndoles las discretas advertencias de quien en tal situación sabe que se acerca su fin. Apartó de su lecho a la reina, para ahorrarle el triste espectáculo de su agonía, y, contemplando con emoción, que hizo saltar las lágrimas, al enclenque y degenerado heredero de la corona de dos mundos, en quien el destino iba a poner fin a su dinastía, le dirigió estas sentidas palabras: «¡Hijo mío, Dios os bendiga y haga más dichoso que a mí!».

Otro hijo del rey, el bastardo de la Calderona, don Juan de Austria, más en edad que el legítimo para comprender su desdicha, quiso abrazar a su padre en aquel trance supremo, y se presentó en la Corte, desde Consuegra, donde vivía retirado. Felipe IV, considerándole sin duda como viviente recuerdo de los descuidos de su mocedad (según escribió en una ocasión a la abadesa de Agreda), y queriendo apartar la mente de tales imágenes, que en aquel instante supremo se alzarían ante él como tremendas acusaciones, se negó a recibir a don Juan, aunque éste insistió por tres veces en su deseo de verle. Impaciente y enojado el rey, respondió a la tercera demanda: «He dicho que se vuelva a Consuegra; ésta no es hora sino de morir».

Y no fue sólo aquella inquietud la que turbó sus postreros instantes. Nobles ambiciosos y sin escrúpulos rondaban el lecho mortuorio, como cuervos en busca de alguna presa. El propio conde de Castrillo —presidente del Consejo de Castilla en tal sazón, y hombre a quien el rey había otorgado la mayor preeminencia, confiándole la dirección de la Junta asesora de la regente— tuvo el mal gusto de apremiar al moribundo para que le hiciese grande de España. El rey le envió a la reina para que resolviese sobre tan intempestiva petición.

LXXX. Muerte y exequias del monarca

Lleno de molestias y sufrimientos, por las incesantes evacuaciones sanguíneas que arrojaban diversos conductos de su cuerpo, y también por la formación de una gran piedra purulenta, que la autopsia reveló después junto al bazo[184], y soportando con cristiana resignación tales sinsabores, falleció Felipe IV en la madrugada del jueves 17 de septiembre de 1665[185], sin apartar sus manos ni sus labios del mismo crucifijo que había servido para el propio trance de la muerte a su bisabuelo el emperador, a su abuelo y a su padre. Contaba el rey al morir sesenta años, cinco meses y ocho días, y había reinado casi cuarenta y cuatro años y medio.

Sólo dejaba tres hijos legítimos: el heredero del trono, que no había cumplido aún cuatro años, y las infantas doña María Teresa y doña Margarita, de las cuales sólo la última vivía aún en Madrid.

En el instante del fallecimiento, el marqués de Malpica, capitán de la Guardia real, dijo a sus hombres: «Ahora, camaradas, vuestro deber es subir la escalera y velar por Su Majestad el rey Carlos».

Así lo exigía, en efecto, la etiqueta palaciega. Las meticulosidades de ésta no respetaban la solemnidad de la muerte para promover enojosas cuestiones. Así, al fallecer Felipe IV, requeridos por el sumiller de corps varios mayordomos para que recibieran el cuerpo real, negáronse a hacerlo, discutiendo el protocolo en forma harto inconveniente e impropia de la ocasión, hasta que el duque de Medina de las Torres, usando de su autoridad de jefe de su familia, consiguió que su primo el marqués de Montealegre, como semanero, recibiese los regios despojos ante escribano.

Para darles la decorosa instalación provisional adecuada, después de embalsamados y amortajados conforme a ritual, instaláronse en el Salón dorado, el principal del Alcázar, llamado también de las Comedias. Allí, donde tantas veces solazó Felipe IV su juventud con la representación de esas comedias que dieron nombre a tal estancia, se exhibía, con el pomposo ceremonial palatino, la tragedia de su muerte.

«El salón —dice el más detallado informe de la época— apareció colgado con la tapicería de la Conquista de Túnez… y púsose el cadáver de S. M. en una ostentosa cama, vestido de chamelote a musgo de puntas de plata y sombrero blanco, alumbrándole doce blandones, cuatro a las esquinas de la cama y los ocho restantes repartidos por el salón, guardado de los Monteros de Espinosa, y dos de ellos de rodillas a las esquinas de los pies de la cama: el uno con una corona en las manos y el otro con un cetro. Seis altares, tres a cada lado del aposento, convenientemente repartidos y decentísimamente adornados. Al abrir las puertas, ya esperaba mucho pueblo; pero al aviso que estaban abiertas fue cargando con tanta furia, que rompió las guardas, sin que ellas pudieran vencer el concurso para que entrase con menos embarazo… Y a este tiempo se veían cruzar por las calles de esta corte todas las Religiones Sagradas que hay en ella… con sus cruces delante… Fueron entrando en Palacio cada una en diferente tiempo, introduciéndose con harto trabajo en el salón; cantaron sus responsos con mucha solemnidad, decían algunas misas y se iban saliendo para dar lugar a las que entraban, y aunque este día no lo hubo para todos, se acabó esta función a las dos de la tarde… No fue menor el concurso de la tarde, sino mayor, y así resultaron de él algunos heridos, por no poder menos los soldados de la guarda»[186].

Dos días después de la muerte del rey, el sábado 19, hacia las diez de la noche, fue sacado del Alcázar el féretro para conducirle en andas al monasterio de El Escorial, siendo el primer soberano a quien se enterraba directamente en aquel panteón, fundado por su padre, Felipe III, como complemento de la regia mansión que junto al Guadarrama levantó Felipe II.

Rivalizaron los magnates de la Corte en ostentosas y enlutadas comitivas, símbolo más de vanidad que de dolor, para acompañar el entierro o presenciar su paso, distinguiéndose entre todos el duque de Medina de las Torres, «que el mismo día de la muerte del rey se mudó del Palacio a su casa, en la calle Mayor, de donde salió a caballo, acompañado de muchos parientes, amigos y grande cantidad de criados delante, cubiertos todos de luto y los caballos también, y con numeroso acompañamiento de lacayos; por la tarde atravesó la Corte hasta Palacio… y en esta forma acompañó después al cuerpo de Su Majestad hasta San Lorenzo»[187].

Puesta en marcha la comitiva fúnebre, se encaminó por el puente de Segovia, Casa de Campo, Aravaca, Las Rozas y Torrelodones hasta El Escorial, adonde llegó el domingo, día 20, a las seis de la mañana.

La costumbre, el ritual y el fervor monárquico, combinaron retumbantes panegíricos de aquel rey infeliz, que se hicieron en las cátedras sagradas de todas las iglesias de sus dilatados reinos, o fueron trazados por cortesanas plumas.

Un viajero italiano que estaba por aquellos días en Madrid, y juzgaba, naturalmente, por signos exteriores, escribió que «dieron clarísimas señales de que había muerto el monarca de las Españas, Felipe IV, la tristeza común de sus súbditos, cubiertos con paños lúgubres, pálidos los rostros, gimiendo a voces por tan gran pérdida»[188].

Siempre causó dolor en aquella archimonárquica España del siglo XVII la muerte de un soberano. Felipe IV, además, por su bondadosa índole, no despertaba odios; y las torpezas y desdichas de su reinado las atribuían los españoles a culpas de sus ministros y consejeros. Pero, con todo, la muerte del cuarto Felipe no causó el extraordinario duelo que las palabras del mencionado italiano hacen colegir. Y el informe de aquel extranjero contrasta con el de otro, el embajador de Luis XIV, que expresó a su señor la general indiferencia por aquel suceso[189].

La asiduidad de ambiciosos y aduladores, que le rodeó mientras pudo dispensar mercedes, tornóse hacia el sol naciente del nuevo poder, representado por la reina viuda, abandonando el cadáver, caliente aún, del rey fallecido, el cual quedó entregado a las preces de los religiosos que se turnaban junto al catafalco, y al frío ceremonial de la etiqueta funeraria, siendo contadísimos los amigos fieles a su memoria, hasta el punto de rehuir cuantos cortesanos pudieron el acompañar sus despojos a la tumba de El Escorial.

Una Relación de la enfermedad y muerte del soberano, compuesta por entonces, escribe: «Es muy digno de ponderar que en toda la cámara de su majestad sólo el marqués de Aytona y dos o tres criados lloraron la muerte de su rey y señor difunto, y en todo lo restante de la Corte no hubo persona que derramase una lágrima». A lo que el señor Maura Gamazo pone este comentario discretísimo: «La diferencia de edades, temperamentos y caracteres no permitió anudar entre Felipe y Mariana otros vínculos que el de la mutua estima, protectora en él, respetuosa en ella. Ni a la reina cristianísima[190], física y moralmente alejada ya de la Corte donde nació; ni a la infanta emperatriz, absorta en rientes sueños; ni al apenas consciente príncipe; ni al despechado don Juan, ni a los otros bastardos no reconocidos, trababan con su padre esas ligaduras del amor, que la sangre sola no urde, sin la comunión de ideas y sentimientos, generada por íntima, constante y solidaria convivencia. Los ministros y grandes, más jóvenes, salvo excepciones contadísimas, que el difunto rey, se emancipaban de un juez indulgente, pero advertido; de un amo débil, pero poderoso; de un dispensador de gracias y mercedes omnímodo y longánime, pero escarmentado, y divisaban posibles, en la incipiente minoridad, pingües provechos, impunes licencias, medros alcanzados con fáciles intrigas. El clero, mantenido por Felipe IV dentro de los límites de su peculiar ministerio, fiaba, para ensancharlo, en la mal encauzada piedad de una regente, mujer viuda. La plebe, en fin, ingenuamente desagradecida con cuantos sirven el menester de la política, y supersticiosa siempre, esperaba mejor fortuna del nuevo rey, como la espera el jugador de los naipes no estrenados»[191].

LXXXI. Conclusión

He presentado en su intimidad a Felipe IV y a las personas reales. Escudriñé las reconditeces del regio Alcázar, para ver cómo era la mansión donde residía la Corte más poderosa del orbe, cómo su complicada máquina de dignatarios, custodios y sirvientes; cómo pasaban la existencia sus moradores; sus yantares, sus amoríos y sus ceremonias; los natalicios, bodas y entierros de los príncipes; cómo se vivía y se moría en el regio recinto, dentro siempre de normas rígidas, de etiquetas fastidiosas, de tradiciones severas, de prácticas rutinarias, extrañas a nuestros hábitos.

Hemos visto cómo un ritual imponente y meticuloso aprisionaba en doradas mallas al señor de dos mundos, y a sus esposas, sus hermanos y sus hijos, que los lienzos del Prado nos han hecho familiares y objeto de interés y simpatía. A la luz de textos de la época, procuré evocar sus augustas sombras y el ambiente del viejo palacio que cobijó sus ilusiones, sus grandezas, sus debilidades, sus inquietudes y sus desdichas; que fue su cuna, su pedestal y su mortaja.

Mostré a Felipe el Grande en toda su pequeñez de Tenorio habitual de bajo vuelo y contrito devoto; de pecador arrepentido e incorregible; de sempiterno gozador de fiestas ostentosas, viajes, deportes, cacerías y espectáculos maravillosos, en aquel nuevo recinto del placer, que fue el BUEN RETIRO.

El Rey se divierte escribió dos siglos después Víctor Hugo (aunque refiriéndose a un monarca francés) en el título de un drama famoso. La frase lapidaria quedó como irónico estigma para la frivolidad de la realeza.

Y a pocos soberanos pudo aplicarse mejor que al penúltimo de nuestra Casa de Austria. El Rey se divertía, sí, ajeno al clamor del pueblo hambriento, al disgusto de los territorios mal gobernados, al virus separatista, que levantaba en armas regiones enteras y amputaba el imperio español, amenazando destruirle; a la ruina de la epopeya militar y marítima, que deshacía ejércitos y escuadras. El rey se divertía, aunque España llorase.

Pero en el festín del nuevo Baltasar iban a surgir al cabo las palabras fatídicas, y la conciencia del devoto, obsesionado con la idea fija del castigo celeste, haría expiar con cruel torcedor de años de angustia las expansiones alegres del libertino.

Con su muerte —en 1665— se cerró el más brillante y despilfarrador ciclo de fiestas y espectáculos cortesanos que España presenció jamás.

La taciturnidad enfermiza del nuevo monarca, Carlos II, y las negras tocas que la viudez puso en la regente su madre —monja en la indumentaria, según Carreño de Miranda la retrató, y monja en el espíritu— no eran a propósito para holgorios y divertimientos. Una ola negra parecía envolver aquella Corte, poco ha pletórica de bullicio, de animación, de músicas, de colores, de suntuosidades brillantes, de jocundos regocijos, que, echando un velo de oro sobre las desgracias públicas, eran un vivo y perenne canto a la alegría de vivir.

Pero toda la España del siglo XVII —aun limitándola a sus costumbres, ideas, esparcimientos y vida íntima— no estaba en la cortesana pompa que envolvía las figuras pálidas de sus reyes, infantes y príncipes. Bajo ellos y sobre ellos, hallábase la masa general de españoles, en su típico y abigarrado conjunto, que nuestra literatura clásica ha hecho inmortal.

A la brillante luz que ella proyecta estudiaré en tomos sucesivos la vida del pueblo, en todas sus clases y condiciones, en todos sus lugares, en todos sus momentos, en todas las fases de su actividad o de su desocupación.

Ensamblaré lo mucho disperso publicado y añadiré mis aportaciones propias para completar en lo posible el cuadro de aquella centuria, en su época culminante, con la evocación de la sugestiva y pintoresca ESPAÑA DE FELIPE IV.