Además del viejo Alcázar madrileño y de la nueva residencia del Buen Retiro, construida entonces, contaba Felipe IV, en diversos puntos de España, con otros sitios reales, compuestos de palacios o pabellones, jardines, parques, bosques, montes y sotos, donde reposar de las fatigas cortesanas y solazarse con los deportes de la época, muy especialmente con el ejercicio de la caza, al que el penúltimo de nuestros Habsburgos, como sus progenitores y como los príncipes borbónicos, herederos de su corona en el siglo siguiente, fueron siempre sobremanera aficionados.
Desde los Reyes Católicos, el patrimonio de los soberanos españoles era el mismo, teniendo carácter inalienable. Así le recibió Felipe IV de su antecesor, y así le transmitió a su heredero, por testamento otorgado en Madrid a 12 de septiembre de 1665, firmándolo en su nombre, por achaque de su enfermedad, el conde de Castrillo, presidente del Consejo de Castilla[1]. Pero Felipe IV añadió a este patrimonio el real sitio del Buen Retiro, que había fundado.
El que poseía aquel rey aparece circunstanciadamente descrito por autores de su tiempo. Seguimos el autorizado relato de uno de los administradores de aquél patrimonio. «Los Alcázares, Casa y Bosques reales que comprende —dice— son el Alcázar Palacio Real de Madrid, Casa Real de Campo, Castillo y monte del Pardo, casa de Vacia-Madrid, Alcázares de Segovia y los Palacios y Bosques del Lomo del Grullo, los Alcázares de Toledo, Casa y Bosque de la Zarzuela, Casas Reales de Valladolid, su huerta y ribera; Casa Real y Bosque de Balsaín, Casa Real de la Fuenfría, Casa de la Moneda del Ingenio de Segovia, Casa Real y Bosque del Abrojo, Casa de Andosilla, Casa y Bosque de la Quemada y el de Madrigal; heredamiento de Aranjuez con su Palacio Real, y la Casa de Azeca y el cuarto Real de Nuestra Señora de la Esperanza, bosques y dehesas de este heredamiento; la fábrica y patronazgo de San Lorenzo el Real y todos sus bosques, sotos y dehesas, como el Piul, Santisteban, Gozquez, la Aldehuela y otros anejos; la Alhambra de Granada y Soto de Roma, Archivo Real de Simancas y Caballeriza de Córdoba. También comprende el Palacio y Sitio Real del Buen Retiro»[2]. Y, además, el Alcázar de Sevilla, que no aparece en el documento en cuestión[3].
Obsérvase que en la enumeración antes transcrita se hallan dos fundaciones: el Archivo de Simancas y la Casa de Moneda de Segovia, de carácter diverso al meramente privado y recreativo de los demás.
Para la administración de tales establecimientos, existía un Junta de Obras y Bosques Reales, creada por Carlos V en 1545. La formaban el mayordomo, caballerizo, cazador y montero mayores, los presidentes de los Consejos de Castilla y Hacienda, dos de la Cámara de Castilla, un alcalde, un fiscal, un secretario, un contador, un escribano, un agente fiscal, dos porteros y un alguacil.
Tenía tal organismo atribuciones gubernativas y judiciales, ejerciéndolas independientemente de los Consejos, en cuanto afectaba a la conservación, mejora, administración, régimen y justicia de las casas, alcázares y bosques reales, procediendo contra quienes faltaban a su deber en el ejercicio de sus funciones. También consultaban al rey para proveer cargos, y expedía títulos a los funcionarios de los sitios reales[4].
La corona de Aragón, independiente de la de Castilla en asuntos administrativos, aunque ambas ciñesen por igual las sienes de los reyes españoles, suministraba a Felipe IV un patrimonio, cuyos orígenes se remontaban a la Edad Media, compuesto por las tres bailías generales de Valencia, Baleares y Cataluña, con el dominio anexo de montes y tierras incultas, y ciertos derechos y privilegios sobre campos, ganados, frutos, barcas, mercaderías y empleos públicos[5], así como la propiedad de los palacios reales de Barcelona, Mallorca y Valencia, y en este último reino el lago de la Albufera, con su dehesa, la Acequia Real de Moncada y la Acequia Real de Alcira.
Desde luego, el patrimonio regio castellano aventajaba al aragonés en gratos lugares de esparcimiento, que Felipe IV, como sus antepasados, gustaba de visitar con más frecuencia.
Merecen, por eso y por la mayor abundancia de caza que ofrecían, mención particular El Pardo, Aranjuez, El Escorial y Balsaín[6].
La custodia, administración, conservación y servicios referentes a tales palacios y terrenos, implicaba un numeroso y variado personal. Al frente de él figuraba, en cada real sitio, un alcaide, como delegado del monarca, con las más amplias atribuciones. Tan estimadas fueron estas alcaidías, que las recabaron para sí los personajes más poderosos. Felipe IV concedió la del Buen Retiro al conde-duque de Olivares en noviembre de 1633, la confirmó después a su sucesor en el Gobierno don Luis de Haro y, a su muerte, la vinculó en el Ducado de Sanlúcar[7]; de igual modo que Felipe II había otorgado al duque de Lerma las alcaidías de los alcázares de Madrid, Valladolid y Toledo.
La zona de cada sitio real, no bien deslindada siempre, era lugar que se sustraía a la jurisdicción común, cayendo bajo el régimen de fuero regio, variable según los puntos; pero molesto y lesivo para el vecindario, por las vedas, las limitaciones señaladas al derecho de propiedad, los minuciosos reglamentos de policía, la diversidad y el rigor de las sanciones penales, y, más que todo, por la arbitrariedad que de hecho disfrutaban los guardias y demás funcionarios reales, para cualquier extralimitación en las personas y en los domicilios.
Otras cargas pesaban también sobre los pueblos incluidos en la zona de los cazaderos reales, pues los cazadores, rederos, catarriberas y demás agentes cinegéticos, nombrados por el rey o por el cazador mayor, estaban exentos de toda suerte de tributos generales o concejiles, y tenían especiales privilegios para abastecerse; todo con daño de los demás moradores [8].
Felipe IV confirmó tal régimen de sus funcionarios. «Y atendiendo —decía— a la cortedad del sueldo que gozan y ser el gasto que tienen muy grande, sirviéndome con dos caballos y sustentando tres halcones…, tengo por bien y mando, que para mayor socorro y alivio se les den en los mataderos de las ciudades, villas y lugares donde estuvieren, que se matare carnero, macho y vaca, los corazones que hubieren menester para el sustento de los halcones, pagando por cada corazón de vaca 18 maravedís, por el de carnero y macho a cuatro maravedís…»[9]; precios ventajosos, que sólo disfrutaban los individuos del Consejo y servidumbre real.
Y porque una vez, al final de su reinado, la villa de Getafe quiso desconocer los tales privilegios, incluyendo a dos aposentadores de la Real Caza en varios repartos de cebada y trigo, el cazador mayor apeló al rey, y éste hizo procesar a las autoridades del pueblo[10].
Las ordenanzas y los reglamentos eran rigurosísimos con cuanto afectaba a los cotos reales, y un simple hurto de caza, sustraer un venado o un conejo, tenía pena de azotes o de galeras, lo cual no impedía que menudeasen los cazadores furtivos.
Por todo lo indicado, los pueblos reclamaban a diario contra los gravámenes, abusos y vejaciones, molestias y rigores, que la vecindad de los reales sitios implicaba para ellos[11].
Los más frecuentados eran (por razón de su proximidad a Madrid) Aranjuez, El Escorial, El Pardo y la Zarzuela. El Buen Retiro y la Casa de Campo, aunque colindantes con la villa, y pertenecientes a ésta en cierto modo, como estaban fuera de su recinto murado, considerábanse también como puntos de fuera de la corte. Felipe IV y su familia, siguiendo el uso de la etiqueta austríaca, que regulaba minuciosamente y con gran antelación cuanto los reyes debían hacer en todas las épocas del año, tenían señalados períodos fijos de residencia en cada uno de esos palacios, aunque a veces, según las circunstancias del momento, podía haber alguna leve alteración[12].
El más caracterizado cronista coetáneo de Madrid por aquellos días nos informa de la duración de tales excursiones o jornadas regias y de su coste aproximado.
Ducados | |
La jornada del Pardo —dice— se regula en 26 días, y en ellos importa el gasto y carruaje | 150.000 |
La jornada de Aranjuez, en un mes, y su gasto y carruaje | 170.000 |
La estancia del Reino se regula en otro mes, y su gasto, con las raciones que se dan a los criados. | 80.000 |
La jornada de San Lorenzo el Real se regula en 20 días, y su gasto y carruaje | 120.000 |
———————— | |
Total de ducados | 520.000[13] |
Valiendo el ducado ordinario unas dos pesetas, el total de las jornadas podía calcularse en 1.040.000 pesetas.
El más inmediato de los sitios reales por el lado del Manzanares era, y sigue siendo, la Casa de Campo, lindante con el Campo del Moro.
Fue una posesión adquirida por Felipe II, y en el siglo XVII tenía menor amplitud que hoy, y estaba mal cuidada. Así lo afirman cuantos viajeros franceses la visitaron. Uno de ellos, Bertaut, dice: «Está muy decaída desde que se construyó el Buen Retiro…; pero se podía hacer de ella un hermoso lugar con poco gasto, pues los árboles crecen allí muy bien y hay un gran estanque»[14].
Alude a la estatua ecuestre de Felipe III, situada allí entonces, y que él supone erróneamente ser de su sucesor[15].
A Brunel, que visitó la Casa de Campo también en tiempo de Felipe IV, no le agradó mucho, por cuanto escribía: «Es un mezquino lugar de recreo, donde no hay sino algunos paseos de árboles y un bosque»[16]. Pero la impresión de Mme. d’Aulnoy es más favorable: «La Casa de Campo no es muy grande —escribe esta viajera—, pero está bien situada cerca del Manzanares; los árboles son allí muy altos y ofrecen agradable sombra; el agua no escasea, y corre apaciblemente hasta llegar a un estanque rodeado por grandes encinas… Este lugar, bastante abandonado, tiene casa de fieras, donde he visto leones, tigres, osos y otros animales feroces, que se aclimatan bien en España. Van a pasearse por la Casa de Campo los soñadores de oficio, y las damas que desean andar por lugares escasamente concurridos»[17].
Era, pues, el mencionado parque por aquel tiempo un paseo accesible al vecindario de Madrid.
El conde florentino Lorenzo Magalotti, que, acompañando a su señor Cosme III de Médicis, recorrió parte de España en los años inmediatos a la muerte de Felipe IV, nos dice que este rey dedicó la Casa de Campo «a sus placeres menos inocentes», y describe con detalle aquel real sitio, expresando su mediocridad en estos términos: «Por un portón que nada tiene de regio, situado en el camino que bordea el Manzanares, se entra en un pradillo. A mano izquierda se entra en una especie de taberna; enfrente el terreno se levanta hacia unos montecillos poco amenos, y a mano derecha se angosta en un paseo muy corto, que conduce a la Casa del Rey, la cual en Toscana no sería nada impropia de un particular acomodado. Podría decirse que es un pedazo de casa, construida toda ella de ladrillo…». El jardín contiguo al Palacio no es sino «un cuadro circundado de muros…, entrecruce de dos paseos con una plaza en medio, circundada de árboles altísimos, que encierran en el centro una fuente de mármol blanco compuesta de tres tazas, una sobre la otra, sin agua…». Mejor le parece el paseo bajo a las orillas del río, bordeadas de chopos y otros altos árboles de sombra, y con perspectivas agradables. «La vista —dice— encuentra allí por todas partes su satisfacción»[18].
Felipe IV construyó en la Casa de Campo un coliseo, donde, como en los del Buen Retiro y la Zarzuela, se daban representaciones escénicas de aparato. Más allá de la Casa de Campo se extendía, como ahora, el real sitio de El Pardo, adonde Felipe IV, en 1636, se hizo construir residencia adecuada, de la cual dan esta referencia unas Noticias de entonces: «El sitio de la Torre del Pardo, que por todas partes descubre tan hermosa vista, ha convidado a S. M. de mandar labrar en él casa bastante, en que alguna vez pueda aposentarse»[19].
Resulta, pues, que de aquel tiempo data la residencia frecuente de los reyes en El Pardo.
Por la agreste amenidad del paraje, la abundancia de caza en sus contornos y la máxima proximidad a Madrid, era el real sitio de El Pardo uno de los lugares que más frecuentaba el cuarto Felipe. Su palacio era más bien una casa particular de sencillo aspecto.
Bertaut hace observar la pequeñez del edificio, si bien nos dice que en él «hay muchos cuadros», y celebra su gran parque circundante y la torre alzada allí[20].
Sobre la Casa real escribe Mme. d’Aulnoy, que la visitó: «Su fábrica es muy hermosa, como todas las demás de España, es decir, un cuadrado de cuatro cuerpos separados por grandes galerías de comunicación, las cuales están sostenidas por columnas. Los muebles no son magníficos, pero hay buenos cuadros; entre otros, los de todos los reyes de España, vestidos de una manera singular. Nos enseñaron un pequeño gabinete, que el difunto rey [Felipe IV] llamaba su favorito, porque allí veía algunas veces a sus queridas»[21].
El suceso más memorable que El Pardo presenció bajo Felipe IV, fue el decreto que allí expidió el rey destituyendo al conde-duque de Olivares.
Muy próximo a El Pardo, que bajo aquel reinado no tuvo especial relieve, se halla la Zarzuela, la cual debió al propio monarca toda su importancia y significación[22], siendo lugar de fiestas, aventuras y galanteos.
Llamábase Zarzuela a una casa de campo, o palacete con arbolado y dependencias rústicas, que el infante don Fernando, hermano de Felipe IV, hizo construir en las inmediaciones de El Pardo, debiéndose tal nombre a la abundancia de zarzas que rodeaban tal mansión[23].
El lugar era modesto, considerándosele como dependencia o prolongación de El Pardo.
Calderón de la Barca hace decir a la propia Zarzuela, convertida en personaje, que es
humilde, pobre alquería,
tan despoblada y desierta,
que no hay para mí día claro
si el Pando no me lo presta[24].
Sobre la escasez de comodidades que ofrecía, nos informa Mme. d’Aulnoy en este párrafo:
«La Zarzuela es otro sitio real menos bello que el Pardo, y tan abandonado, que no se encuentra en él nada recomendable más que las aguas. Nos acostamos allí bastante mal, aun cuando era en los mismos lechos de Su Majestad, y no pudimos nunca hacer nada mejor que llevar con nosotros todo lo preciso para nuestra cena. Entramos en seguida en los jardines, que están en muy mal orden. Las fuentes corren de día y de noche, las aguas son tan cristalinas y tan abundantes que, a poco que se hiciera, no habría sitio en el mundo más adecuado para construir una residencia agradable; pero, desde el Rey hasta el último ciudadano, aquí nadie tiene costumbre de mejorar sus casas de campo; muy al contrario, las dejan derruirse por falta de algunas insignificantes reparaciones. Nuestras camas eran tan malas, que no tuvimos gran trabajo para abandonarlas a la mañana siguiente…»[25].
Pero la misma escritora dice, en otro pasaje de su libro, que en la Zarzuela hay algunas habitaciones bastante frescas para que descansen los reyes cuando regresan de una cacería[26].
Felipe IV hizo construir en la Zarzuela un teatro parecido al del Buen Retiro, dispuesto para representaciones escénicas de gran aparato y complicada tramoya, en cuya preparación, como en las de aquél, campearon el ingenio y la inventiva del artífice Lotti.
En 1648 se estrenó una comedia de esa clase en dos jornadas, con el título El jardín de Falerina, compuesta por don Pedro Calderón, con la particularidad de tener parte cantable, siendo la partitura acomodada a ella por don Juan Risco, «hombre de grande ingenio y travesura en la música, con especialidad en el género alegre», según afirma Soriano Fuertes, historiador general de nuestro arte lírico[27].
Risco fue maestro de capilla en la catedral de Córdoba desde 1616 a 1637. Visitó la corte, recibiendo mercedes de Felipe IV. Adquirió renombre como autor de zarzuelas y loas. Sus villancicos fueron célebres. Pero también cultivó la música religiosa. Góngora le elogió, jugando del vocablo, en el soneto que empieza
Un culto risco en venas hoy süaves…
El jardín de Falerina, según Fuertes, «se caracterizó con el [nombre] de zarzuela, por el sitio en que se representó la primera vez esta clase de composición, literariamente hablando; mas no por la novedad del canto en medio de la declamación, puesto que esto tiene antigüedad en muchas producciones, tanto poéticas como dramáticas»[28].
Pero si Calderón no creó la zarzuela, ni este género surgió en el real sitio de tal nombre, se generalizó en él su uso, y alcanzó la mayor celebridad con piezas escénicas del autor de la Vida es sueño, tales como El golfo de las sirenas, El laurel de Apolo (1658) y La púrpura de la rosa (1659).
El coste de El golfo de las sirenas, estrenada en aquel coliseo el 17 de enero de 1657, ascendió a 6.000 ducados[29].
Sin embargo, algunas de las composiciones tenidas como zarzuelas, en el sentido moderno de este vocablo, por tener parte hablada y parte cantada, fueron verdaderas óperas, pues se cantaron totalmente. Tal ocurre con La púrpura de la rosa, que, según su loa preliminar, ofreció la innovación de ser cantada toda ella.
Pero hay indicios de que mucho antes ofreció esta particularidad La selva sin amor, de Lope de Vega.
Esta obra fue llamada drama con música por Lope, el cual decía ser esto cosa nueva en España.
La novedad debe referirse a que fuese cantada toda la obra, pues piezas mixtas de canto y declamación se habían representado antes muchas veces[30].
La selva se estrenó en 1629, y, por los años que van desde esa fecha hasta la de 1659, pudo creerse en esta última que La púrpura de la rosa, al introducir la música, creaba un uso nuevo.
Celos aun del aire matan, estrenada en 1662, y debida al propio Calderón de la Barca, tiene todo su primer acto cantado[31], y es lo probable que igual sea el resto de la obra, constituyendo, por tanto, una verdadera ópera. Compuso su música Juan Hidalgo.
La ópera, nacida en Italia en 1600, fue exportada a Alemania por Schütz en 1627. España la tuvo, probablemente, con La selva sin amor dos años después, y con mayor retraso llegó a los demás países. La primera ópera francesa se estrenó en 1659, y la primera inglesa en 1680[32].
La Corte de Felipe IV disfrutó, pues, de una preeminencia lírica sobre muy adelantadas naciones de su tiempo.
A los viajeros franceses Bertaut y Mme. d’Aulnoy debemos impresiones sobre el aspecto de El Escorial a mediados del siglo XVII. Además, el padre Francisco de los Santos, coetáneo del cuarto Felipe, compuso una descripción e historia del famoso monasterio, centro de aquel real sitio, y de las obras importantes que bajo Felipe IV se llevaron a término en él. Naturalmente, no he de apuntar aquí rasgos del edificio, ya que éste se conserva como en aquellos días. Sólo anotaré lo que pudiera ofrecer cambio desde entonces, y el efecto que la visita de la mole soberbia causaba en los acostumbrados a ver edificios de parecida índole.
«El Escorial —escribe Mme. d’Aulnoy— está construido en la pendiente de unas rocas, en un sitio desierto, estéril, rodeado de montañas. El pueblo está abajo y tiene pocas casas. Casi siempre hace allí frío. Es prodigiosa la extensión de los jardines y del parque. Encuéntranse bosques, llanos, una gran casa en medio, donde se alojan los guardas, y todo está lleno de animales feroces y de caza»[33].
Desde el pueblecillo se subía al monasterio por una larga calle de olmos. En la ancha explanada que el gran edificio presenta por el lado Norte, habíanse hecho construcciones bastante buenas para hospederías, que nadie ocupaba[34]. Su fachada principal de poniente formaba parte de una plaza no bastante espaciosa y revestida de alta muralla[35].
Bertaut forma peor impresión de aquel paraje que madame d’Aulnoy. Todo lo encuentra melancólico y sin atractivo, incluso el monasterio, que por dentro le parece ahogado.
Así, escribe: «No hay jardines bastante hermosos para acompañar a tan gran edificio, pues lo único agradable es una terraza a lo largo de la fachada meridional, donde hay algunos cuadros de flores, y que tiene vista sobre un huerto situado debajo, pero que no es gran cosa… Al extremo que mira a Levante… está demasiado en pendiente; sin embargo, abajo y bastante lejos, hay una especie de parque, donde hay algunas calles de árboles y un estanque…»[36].
El monasterio hallábase en poder de la Orden de frailes jerónimos. «Esta Orden —decía aquella viajera— no deja de estar aquí en gran predicamento. Hay 300 religiosos en el monasterio de El Escorial, que viven poco más o menos como los cartujos: hablan poco, rezan mucho, y las mujeres no entran en su iglesia. Además, tienen que estudiar y predicar»[37].
La condesa d’Aulnoy considera al monasterio de El Escorial como «uno de los grandes edificios que tenemos en Europa»[38]. Su frontis le parecía magnífico; pero nada halla sorprendente en su fábrica, ni por su traza ni por su arquitectura, considerando sólo notable la masa enorme del edificio[39].
Más alabanzas le inspira el interior, por la grandeza de sus patios, claustros, galerías, bóvedas, capillas, altares, columnas de pórfido, bajorrelieves de ágata, lienzos soberbios, escaleras y frisos de jaspes, y ornamentación de oro, piedras y maderas preciosas. «Respecto a la iglesia —dice— nada tiene de extraordinario en su estructura… Las habitaciones del Rey y de la Reina nada tienen de magnificencia»[40].
Conservábase, pues, en tal morada la tradición de austeridad impuesta por Felipe II, sin que la contaminasen los hábitos de molicie característicos en su nieto el Rey Galante. Este costeaba becas a gran número de pensionados, que estudiaban en un colegio establecido dentro del edificio.
Lo que más elogios inspira a los mencionados viajeros son la biblioteca y el panteón de reyes. Bertaut dice que las bibliotecas eran tres, sumando 18.000 volúmenes[41]. Muchos más enumera Mme. d’Aulnoy. «El Ticiano —dice— famoso pintor, y otros varios más, agotaron su arte para pintar bien las cinco galerías de Ja Biblioteca. Sitio admirable, tanto por las pinturas como por los 100.000 volúmenes, sin contar los manuscritos originales de algunos Santos Padres y Doctores de la Iglesia, muy bien encuadernados e iluminados todos»[42].
«Lo que todo el mundo halla mejor en el Escorial es el panteón hecho por Felipe IV»[43].
«… Todo él es de mármol, de jaspe y de pórfido, donde están embutidas en los muros 26 tumbas magníficas. Desciéndese hasta él por una escalera de jaspe; y, al bajarla, me figuré estar en uno de esos recintos encantados, de que hablan las novelas y los libros de caballerías»[44].
Felipe III había ya acometido la empresa de construir en El Escorial una tumba de reyes, siguiendo, según el contemporáneo Santos afirma, «la voluntad de su padre y de su abuelo»[45]. Con tal fin reunió a varios artistas, siendo el principal el arquitecto romano Juan Bautista Crescencio, hermano del cardenal de este apellido, y el año 1617 comenzaron las obras, que se llevaron con gran actividad, trayéndose para ellas jaspes de Tortosa y mármoles de Toledo. Pero, a los tres años de emprendidas, murió el tercer Felipe sin lograr ver su término.
Al heredar la corona Felipe IV se reanudó la construcción, terminando lo que había quedado a medio hacer; pero luego sobrevino en ella una paralización de algunos años, ya por presentarse un manantial de agua, que estropeaba toda labor, ya por vivir en Madrid el superintendente de tal empresa, con lo cual vigilaba poco a los que la realizaban. Pero gracias al celo del vicario del monasterio, fray Nicolás de Madrid, se halló el origen del manantial, que pudo ser desviado; logróse dar luz al panteón, perforando un muro, y suministrarle una entrada conveniente.
Cuando Felipe IV visitaba aquel real sitio, excitaba fray Nicolás su interés para que hiciera activar los trabajos. Nombróle el rey superintendente de ellos en 1647, haciéndole prior del monasterio, y en nueve años que corrieron por su cuenta las obras llegaron a término feliz, revistiéndose con adornos más suntuosos de lo que antes se imaginara.
El soberano acudía a ver los avances de la construcción, que se realizaba según los diseños de Alonso Carbonell, maestro mayor de las obras reales, ejecutándola diestramente Bartolomé Zumbigo. Para que pendiese del techo del panteón regio, se trajo de Génova una artística lámpara, y en las inmediaciones de él se labró una bóveda para enterrar a príncipes e infantes, y otra para sacristía, en comunicación ambas con la escalera del panteón de reyes. Con esto se dio por acabada la obra, al finar febrero de 1654[46].
Una vez terminado el soberbio panteón de reyes, ordenó Felipe IV que fueran trasladados a él los cuerpos de sus progenitores, y se hizo así el 27 de marzo de 1654, a presencia del rey, que dispuso los preparativos. Acordó que se depositasen cinco féretros en la iglesia del monasterio, mientras se hacían exequias, y que se abriesen los ataúdes para renovarlos, ajustarlos a las urnas y reconocer los cuerpos; señaló los nichos para cada uno, las ceremonias adecuadas, y también los lugares que corresponderían a las personas reales, según fueran falleciendo. Engalanóse con suntuosidad el templo, enlutándole con negros brocados. Se consagró el altar del panteón, se formaron cinco túmulos en la iglesia, revestidos con ricos paños; hiciéronse otras prevenciones, y se efectuó el acto oficial del traslado con gran solemnidad, asistiendo el rey.
El lugar preeminente le ocupó el túmulo de Carlos V, como tronco de la Casa de Austria. Además del cuerpo del emperador, debían descansar allí los restos de su esposa la emperatriz Isabel, Felipe II y su última consorte Ana de Austria (pero no las tres anteriores), Felipe III y su cónyuge la reina Margarita, e Isabel de Borbón, primera mujer de Felipe IV. Es decir: los directos allegados y ascendientes de éste que ciñeron la corona.
Llegó el rey a El Escorial el 15 de marzo de 1645, con séquito de grandes, títulos, caballeros y servidores; y tras él, numeroso y anónimo concurso. Se albergó Felipe en el monasterio consagrado, adoró la cruz, vio el lugar y la urna destinados a recoger sus despojos. Visitó la bóveda antigua, donde estaban los ataúdes, mandó abrir el de Carlos V, su bisabuelo, contemplándole y rezándole con fervor, e hizo breve elogio de sus hazañas, diciendo a don Luis de Haro, que le acompañaba: «Don Luis, ¡honrado cuerpo!». Después ordenó que se dejase abierto el féretro del emperador, y que se permitiese llegar hasta él al público, con lo que fueron infinitos los visitantes, atraídos por la fama de la conservación maravillosa del cadáver imperial.
A las tres de la tarde de aquel día, el clamoroso repique de todas las campanas del monasterio anunció el principio de los enterramientos reales. Hubo procesión y gran solemnidad religiosa, oficiando el prior. Fue tan numerosa la concurrencia, que hasta en las altas cornisas del templo había gentes encaramadas, con no poco peligro de su vida. Asistió el rey con sus gentileshombres y cortesanos, bajando con toda la comitiva a la bóveda que guardaba los regios atúdes. Entonaron un responso los frailes, «incensó el prior los cuerpos y echó agua bendita, y diciendo una oración por todos, al acabarla, los tomaron en hombros de seis en seis los caballeros y religiosos»[47].
Paseados procesionalmente por la iglesia, y depositado después cada uno de ellos en el túmulo que le correspondía, se cantó el oficio de difuntos, celebráronse otros actos de solemnidad ritual y, entonando un responso último, salió la concurrencia.
En la misma noche, los frailes trasladaron los cuerpos de los príncipes e infantes desde su antigua bóveda al panteón que se les destinaba.
«Ocupóse la mayor parte de la Comunidad en esta traslación: unos llevando los ataúdes, otros alumbrando las obscuridades de la noche y todos pidiendo al cielo la claridad eterna para aquellos difuntos»[48].
Al día siguiente sucediéronse nuevos actos religiosos presenciados por el rey.
Terminado el sermón, fueron alzados los cuerpos reales de sus túmulos, y, con la misma solemnidad procesional de los actos anteriores, los trasladaron en definitiva al nuevo panteón, hecho un ascua de oro para recibirlos, por las 24 luces de su lámpara central y las infinitas que ardían en manos de los circunstantes. Depositáronse los siete cuerpos reales sobre unas mesas revestidas de telas riquísimas, y tornó la comitiva a la iglesia para cantar el último responso; todo con asistencia del monarca. Después, los religiosos reservadamente fueron colocando los ataúdes en las urnas donde hoy reposan.
Entre las reales residencias era la de Aranjuez una de las más frecuentadas, por su proximidad a Madrid y por la atracción de sus frondas y vergeles, que hacían de aquel lugar el más delicioso retiro regio de España, y uno de los más afamados de Europa.
Su precioso Jardín de la Isla, uno de sus mayores encantos hoy, lo era también en tiempo de Felipe IV, en que fue embellecido bajo la dirección de Sebastián de Herrera Barnuevo. Le adornaban ya entonces estatuas mitológicas, a las que se añadió alguna más, como un famoso Hércules, siendo probable que en el labrado de aquellas esculturas interviniera el famoso italiano Tacca[49].
De Aranjuez podemos juzgar por los elogios de los viajeros italianos, y especialmente franceses, que lo visitaron entonces, y en los cuales alcanzan mayor valor, por ser ellos tan parcos en celebrar cosas españolas, y estar habituados a los esplendores de los parques versallescos[50].
Bertaut escribe, refiriéndose a aquella residencia: «Es la casa de placer más hermosa del rey de España, y puede decirse que es una de las más bellas del mundo». Celebra sus paseos de olmos y tilos, que se pierden de vista, se entrecruzan y forman una estrella, y el puente sobre el Tajo. Recuerda cómo Felipe II hizo cortar este río para que circundase su jardín, «el cual es por ese medio la isla más agradable del mundo. Es mucho mayor que las Tullerías, y está atravesada en todas direcciones por muchas calles de árboles, en verdad algo estrechas, pero con abundancia de estatuas de bronce y fuentes con depósitos de mármol, no existiendo ninguna donde no haya cuatro o cinco de diferentes formas. Hay un Monte Parnaso en medio de una especie de estanque, donde se ven muchos surtidores de agua; pero la más hermosa de todas es un gran depósito, que tiene en lo alto un Cupido, cuyo carcaj lanza tantos chorros como flechas posee. En la base están las tres Gracias de mármol, como todo lo demás. Aparte eso, en las cuatro esquinas hay cuatro grandes árboles muy altos, desde cuya copa caen a aquel depósito cuatro surtidores de agua. Eso al principio sorprende, pues no se ven los tubos que llevan el agua a lo alto, por estar atados a todo lo largo de los árboles. Se ha encontrado medio de hacerla subir hasta esa altura, que es de setenta pies, a causa de que a media legua de allí el Tajo tiene un gran salto, desde el cual se conduce el agua. En el jardín hay un tubo de plomo que sube a mucha altura y que sólo está hecho para airear el agua, ante el temor de que revienten los demás tubos». «Además de ese gran jardín, hay otro de árboles frutales que, según dicen, está valuado en cerca de 20.000 francos. La casa no es gran cosa. Su plano es como casi todas las de España, consistente en hacer todos los patios que pueden».
Dice haber visto en un jardín «una planta maravillosa, que es como una especie de caña, que muere y se renueva cada veinte años. Cuando está muy encorvada, surge al pie un renuevo. Me parece que se llama Pita. Hay también una gran plaza ante el castillo, en la que desembocan infinidad de paseos, donde tuvimos el gusto de ver un rebaño de 80 camellos, que el rey de España se complace en mantener allí».
Sólo la Corte podía residir en Aranjuez, y desde Felipe II se prohibió construir nuevas casas particulares. Los obligados a la proximidad de los reyes, incluyo los diplomáticos, buscaban albergue en los pueblos próximos hasta Ocaña, yendo a caballo a Aranjuez.
Extraña a Bertaut que en aquel palacio falten alojamientos. «Por poca gente que lleve el rey de España cuando va allí —escribe—, me quedé asombrado de cómo puede albergarla, pues nosotros, la noche de nuestra llegada, no hallamos sino una mala hostería, acompañada de unas doce casas, y, lo que es peor, en todo el pueblo no pudimos hallar sino dos panecillos, que no nos dejaron muy hartos. Lo más sorprendente en aquel lugar es la longitud de las calles de árboles y el grueso de éstos…, pues, sobre que en toda España no los hay así, puedo aseguraros que en toda Francia no hay paseos arbolados tan largos y tan hermosos. Nos divertimos en pasear mucho tiempo por uno que bordea el Tajo, y yo fui a galope hasta un lugar donde no pude ver el término por uno ni otro lado. Lo que permite conservar tan bien los árboles, es que entre las dos hileras de los dos lados existe una pequeña cañería, que corre por allí continuamente y que está llena de agua, procedente del Tajo»[51].
No menos entusiasta aparece madame d’Aulnoy. «Al llegar a la vista de Aranjuez a las cinco de la mañana —refiere— quedé sorprendida del hermoso panorama que se presentaba a mis ojos. Pasamos el Tajo sobre un puente de madera, y entramos en seguida en las largas avenidas de álamos y tilos, cuyas altas copas forman una enramada tan espesa, que no pueden atravesarla los rayos del sol»[52].
Refiere también madame d’Aulnoy que había en el gran canal un pequeño galeón pintado y dorado (precursor, sin duda, de las falúas más modernas que aún se conservan allí). Detiénese a describir jardines en forma semejante ala de Bertaut, pero más detallada.
Lamenta la escritora, como el anterior viajero citado, la escasez y pobreza de los albergues y abastecimientos, diciendo que ella y los suyos tuvieron que llevarse de Madrid hasta el pan.
Abundaba en Aranjuez la caza. «Dijéronme —leemos en madame d’Aulnoy— haber allí gran copia de conejos, ciervos, cervatos y gamos; mas no era hora para verlos» [53].
El conde Magalotti, que visitó Aranjuez a poco de morir Felipe IV, con su señor Cosme de Médicis, completa los datos de los otros viajeros.
«Del palacio —dice— sólo un lado está construido y por lo que puede conjeturarse, la fachada habrá de quedar dividida en cinco partes: la del medio, más alta; a uno y otro lado, dos alas más bajas, y éstas se van a unir con dos torres de cúpula, y en una de las cuales, hasta ahora la única construida, se encuentra actualmente la iglesia. El patio vendrá a resultar cuadrado, con cinco arcos por cada lado. El material es de ladrillo, con encuadramientos de piedra blanca, y las cubiertas de plomo. La arquitectura es moderna y muy buena. Tanto el piso bajo como el principal tienen pocas habitaciones, que no son tampoco muy grandes, y están cubiertas con bóvedas altas… Junto a este edificio comenzado, que está en una vastísima pradera, hay unos soportales de piedra, estrechos y bajos, los cuales… se vuelven hacia Mediodía, con un número mucho mayor de arcos… La Corte…, bajo los referidos soportales, disfruta le comodidad del acceso cubierto al palacio»[54].
Elogia el Jardín de la Isla, «toda ella circundada por un terraplén revestido de muro, para defenderla de las inundaciones, las cuales son algunas veces tan grandes, que rebasan el muro y cubren el jardín… Se pasa a la isla atravesando un puentecillo de madera situado detrás del palacio, donde se encuentra la destilería del rey… Hay fuentes a lo largo de los paseos, que están adornados con diferentes plantaciones de boj, tomillo, arrayán y otras plantas a propósito para formar setos bajos y frondosos. Entre estas fuentes, muchas son ricas de materia, por la abundancia de los bronces y de los mármoles, pero… todas pobres de agua, pues consisten solamente en surtidores» [55].
Se refiere también Magalotti a las estatuas y juegos acuáticos, señalando entre los animales más numerosos del real sitio los gamos y los camellos. Su impresión general de Aranjuez es menos optimista, menos pintoresca y de mayor sencillez que la de los viajeros franceses.
Uno de los deportes predilectos de la época era el ejercicio de la caza, de regio y antiguo abolengo, y, por su índole, diversión de reyes, príncipes y magnates, únicos a quienes era posible poseer terrenos adecuados para tal expansión, o ser admitidos a ellos por sus poseedores en alegre camaradería cinegética.
El rey, en los cazaderos reales (como la Casa de Campo, El Pardo, el bosque de Balsaín y los demás que en otro punto se mencionan) y los más opulentos próceres en sus extensos cotos y dehesas, organizaban grandes cacerías, a las que era invitada la flor de la nobleza española.
Famosísimo entre estos cazaderos señoriales, por su extensión y variedad de reses, era ya entonces, como ahora, el soto de Doñana, del cual hago en otro capítulo particular mención. Pero las más numerosas y lucidas de estas diversiones fueron, naturalmente, las de los sitios reales, donde existía para ellas una compleja organización de servicios y funcionarios. Conocemos en pormenor todo el régimen de esas cacerías por varios tratadistas de la época, y de modo especial por el de equitación Tapia Salceda, y por los cronistas venatorios de Felipe IV José Pellicer de Tobar, Alonso Martínez de Espinar, «que da el arcabuz a S. M.», y Juan Mateos, ballestero mayor y heredero de su padre en tal cargo, al que consagró toda su vida; hombres prácticos —como de su oficio se infiere— que exprimieron en sus obras, llenas de sucedidos, tomados de la realidad, el contenido de su larga experiencia[56].
Las artes cinegéticas principales eran la montería, caza mayor, ordinariamente de jabalíes en tierra montañosa; la ballestería, o caza con ballesta; la cetrería, o caza de aves con halcones y otros pájaros de presa, y la chuchería, o captura de pájaros con ardides engañosos.
Los animales objeto de persecución eran venados, gamos, corzos, cabras y gatos monteses, jabalíes, lobos, raposas, tejones, comadrejas, liebres, conejos, erizos, águilas o aves de rapiña, además de otros bichos alados de menor importancia[57].
La montería efectuábase mucho en El Pardo y Casa de Campo. Se empleaba contra el jabalí la lanza, utilizada en el siglo XVI, y el estoque, preferido por los caballeros de la Corte de Felipe IV, que estimaban su uso como mayor bizarría. En la persecución de jabalíes, a caballo y a carrera en campo abierto, y aun por bosques y riscos, dejaban muchos cazadores jirones del vestido o del pellejo, y algunos la vida.
La ballestería era menos usada.
A cada una de las cuatro clases de caza, correspondían distintos cazadores y sirvientes[58].
El montero era el ojeador general del monte y el preeminente cazador, por tener a su cargo las grandes reses. El ballestero, héroe principal de las antiguas cacerías, iba entonces siendo un recuerdo de tiempos atrás, pues la ballesta, aunque usada aún en la caza bajo Felipe IV, lo era rara vez, siendo el arma dominante el arcabuz. Pero quedaban aún ballesteros que sobresalían por sus múltiples aptitudes, pues, según Martínez de Espinar, «lancean con el caballo los venados y gamos, y hacen montería para todo género de animales»[59]. El chuchero era cazador de aves con liga y reclamo. Ballesteros y monteros ocupábanse en la caza de animales grandes; pero el ballestero abarcaba toda la caza mayor, mientras el montero reducíase a sólo parte de ella. Sus armas eran ballesta, arcabuz, lanza y venablo, y tenían como auxiliares a ciertas bestias, como el lebrel, el sabueso, el caballo, el buey, el hurón y algunas más.
También era importante, entre los deportes cinegéticos del rey, la volatería o caza de aves, organizada por separado.
El gremio de montería constaba de 74 individuos entre numerarios y suplentes. Los primeros, que eran 36, aposentábanse de ordinario en Fuencarral, por su proximidad a la corte, y se quejaban de continuo de que el pueblo no respetase sus preeminencias, las cuales fueron confirmadas por una cédula real de 1650. Estaban exentos de toda carga o gabela, y se abastecían de carne a precios de excepción. El personal de la caza de volátiles se aposentaba en Carabanchel, disfrutando de análogas prerrogativas, las cuales en ambos pueblos acarrearon constantes choques con el vecindario, y reclamaciones por parte de éste[60].
La montería y la ballestería estaban organizadas separadamente, como pertenencia de dos distintas coronas, de entre las varias que ceñían los soberanos de dos mundos. Así, dice Mateos: «Por la casa de Castilla tiene la Montería, donde hay un montera mayor, que siempre lo es un gran señor, con su teniente, 4 monteras a caballo, 4 de traílla, 28 monteras que llaman mozos de lebreles y ventores[61]; un capellán, que cuida de decirles misa; un alguacil, a cuyo cargo está el aposentar la montería cuando sale fuera… En cuanto a la ballestería, es por la casa de Borgoña, y el jefe de los ballesteros es el caballerizo mayor. Y cuando el rey ha de ir a caza, el primer caballerizo envía la orden a la caballeriza y palafrenero principal de ella, a quien se le dan; envía a avisar a los ballesteros con la orden que le han dado. Los ballesteros son 4, y además de estos 4 hay uno que carga el arcabuz con su ayuda. Hay 4 mozos de traílla, en cuyo poder están los sabuesos para que cuiden de ellos y los lleven al campo… También tiene caza de volatería con su cazador mayor, que asimismo lo es siempre un gran señor, y su teniente y capellán y alguacil»[62].
Para la cetrería se criaban varias especies de halcones o aves de presa, algunas de procedencia remota, difíciles de adquirir y costosas de mantener. Felipe IV dedicaba a ella una compañía de cazadores, dirigida por un capitán de primera nobleza[63]. Los pájaros de presa utilizados eran el jerifalte, sacre, neblí, baharí, montano, borní, alfaneque, tagarote, azor, aleto, gavilán, esmerejo, alcotán y cernícalo. Entre las aves cazables contábanse el buitre, cuervo carnicero, corneja, picaza[64], grajo, grulla, avutarda, sifón, ganga, ortega, alcaraván, zarapito, frailecillo, chorlito, faisán, francolín, perdiz, paloma, garza, tórtola, codorniz, chocha; animales de agua, como el cuervo marino y ánades; búho, lechuza, paviota[65], etc.[66].
«La Chuchería —dice Martínez de Espinar— es una fullería mañosa, con que el hombre engaña de muchas maneras aves y animales, con cebaderos, con señuelos vivos y muertos, con redes, lazos y otros muchos instrumentos para todo género de aves»[67].
Los más altos funcionarios que servían al rey en sus cacerías, eran el montero mayor y el cazador mayor. El primero ejercía dominio en todos los bosques y montes reales; era jefe de los monteros, ballesteros y oficiales de caza, y cuidaba de conservar y atender a los perros empleados para este servicio[68].
El cazador mayor tenía a su cargo los coches del rey cuando éste iba de caza, sin intervención del caballerizo. Marchaba entonces al lado del soberano, dándole el guante y el halcón; proveía con su anuencia los oficios cinegéticos; adquiría y hacía pagar los animales necesarios para la caza, y cuidaba de ésta[69].
El gasto de la montería terrestre y volátil, con perros, halcones, criados, gajes de montero mayor, salarios de veedor y para inspeccionar los servicios, y demás funcionarios que el real deporte exigía, lo valúa un cronista de la época en 211.600 ducados[70], o sea más de 423.000 pesetas.
Uno de los usos cinegéticos más típicos era «la montería de telas de S. M.», para coger jabalíes y otras reses mayores, a las que se trataba de sujetar con carros y telas, colocadas de trecho en trecho[71]. Fue importada de España por Carlos V, que la trajo de Alemania o Flandes.
El coetáneo Tapia Salcedo dice de ella: «Acostúmbranla Sus Majestades en El Pardo, y esta invención de las telas vino de Flandes. El día que ha de ser la fiesta tiénese tomado el monte con ellas, donde ya se ha ojeado hay jabalíes, y en la parte dedicada para el acto se hace la contratela (que es una plaza de ellas pequeña) y entran en ella los coches de la reina nuestra señora, sus damas y S. M. y criados a caballo. Y luego, habiendo con batidas reducido los jabalíes en estrecho, los echan en contratela, donde con horquillas se hacen muchas fuertes. Tócale dársela a S. M. al montero mayor… Hácese en los mejores caballos con aderezos de campo y espuelas pequeñas»[72].
La caza real en las telas es más circunstancialmente descrita en estos términos: «Se revestía un espacio extenso de unas dos leguas con una cintura de bandas de tela, unidas unas a otras y sostenidas por estacas clavadas en tierra; hacían falta hasta 20 carros cargados de tela de Flandes para establecer ese recinto». «Con lo que cuesta la tela de una de esas cacerías —dijo Quevedo— se podría socorrer una plaza sitiada». «El recinto o tela estaba abierto en un lado por una puerta de 200 pasos de ancha, por donde entraba la res, a la cual empujábanse en seguida a un segundo recinto más pequeño (contratela), donde caía a los golpes de los cazadores. Velázquez ha pintado varias de esas telas reales»[73].
El torneo de jabalíes era la fiesta más en boga en la alta sociedad. Cercados estos animales por la tela y obligados a entrar en la contratela, se lanzaban furiosos contra los caballeros, que los aguardaban a caballo y esgrimiendo la lanza. También había la montería del hoyo, propia de regiones pobres con abundancia de caza mayor. Consistía en preparar cepos abiertos en la tierra, para que cayeran las reses[74].
Felipe IV heredó de sus antepasados la pasión por la caza, que fue una de sus favoritas y más frecuentes distracciones. Con arreos de cazador y en escenas de cacerías, entre sus hermanos, su esposa y los caballeros de su Corte, aparece inmortalizado por el pincel de Velázquez y del flamenco Snayers, en cuadros que son gala del Prado y de otros museos de Europa[75]. Al aire libre, persiguiendo animales inofensivos o peligrosos, pasaba muchos días. Una carta del embajador de Venecia en Madrid, escrita en marzo de 1628, contiene este párrafo: «El rey muestra tanto gusto por la equitación y la caza, que Olivares procura entregarle todo el día a esos ejercicios, no dejándole sino el tiempo necesario para firmar las decisiones del Consejo»[76].
Pero no sólo era Felipe IV un aficionado entusiasta, sino jinete y cazador diestrísimo y esforzado, distinguiéndose entre todos los de su tiempo, según testimonio unánime de sus contemporáneos, y en especial de sus cronistas venatorios. Y aunque de tales alabanzas haya que achacar su parte a la natural adulación, queda aún materia que atribuir a la justicia.
Juan Mateos, su ballestero principal, en la dedicatoria de su libro Origen y dignidad de la caza, afirmaba que debía mucho a lo que había servido a Felipe IV; «pues con tanta destreza, valor, agilidad y afición ha monteado, que puedo y debo decir que he aprendido de S. M. más que servídole».
En el prefacio al lector añade Mateos, refiriéndose al rey: «De tierna edad alanceaba a los jabalíes con tanta destreza, que era admiración de los que lo veían, y de tal suerte lo ha adelantado S. M., que ha mandado que, cuando los corre, no suelten perros que los apiernen, sino buscas que los sigan. Por esto, como sus antecesores gloriosos le hicieron monarca de tantos imperios, su destreza con la lanza y con la pólvora le hace monarca de las poblaciones del viento y del pueblo de los bosques».
Maravilla al montero mayor la resistencia del soberano. «Ocurría —dice— que en mis tiempos andábamos todo el día a caza… y a la noche, llegando cansados, a las nueve de ella estar ya descansando… y ver que el rey está despachando hasta las dos o tres de la mañana, sin dormir (y esto toda la vida), y el otro día salir a caza, como si hubiera dormido toda la noche». De tal observación, evidentemente exagerada, saca la ingenua consecuencia de ser los reyes superiores a los demás mortales.
Fue Felipe IV experto y valeroso en manejar el arcabuz contra los volátiles y la lanza contra las bestias; hábil tendiendo la tela y contratela en el monte para aprisionar reses, o haciendo salir al jabalí de su cubil para matarle; gran corredor de bosques; jinete briosísimo en la persecución de gamos; dominador de potros rebeldes; maestro en juegos de cañas, sortijas, y toda suerte de deportes caballerescos y venatorios.
Martínez de Espinar, en su Arte de ballestería, pondera cómo trepaba el rey por barrancos y peñascales, y nos informa de que en un día llegó a matar tres jabalíes enfurecidos, con riesgo personal, pues fue herido su caballo. Haciendo un balance de todas las regias proezas en el arte de la caza, nos dice que mató Felipe más de 300 venados, mayor suma de gamos, más de 150 jabalíes y más de 400 lobos. «El cazador más cursado del mundo —añade— no habrá muerto un diezmo de lo que digo». De conejos y perdices le asigna cantidad innumerable de víctimas. Y aunque quizá la pasión cortesana del autor le fuerce a poner algún cero de más, parece innegable la pericia del rey en tales ejercicios. Como tirador —según el propio testimonio— aventajaba a los ballesteros de oficio más renombrados. «Es asimismo gran ballestero del caballo y lazo, caza que se ejerce con venados y gamos».
Felipe IV era maestro en perseguir jabalíes a la carrera. Mateos refiere pormenores. Cuenta, como ballestero del rey, un lance difícil de este género de caza, en que Felipe, al quinto disparo, mató en el monte de la Abadesa a un jabalí ya famoso, por haber tenido un día entero a todos los cazadores en jaque. El monarca para ello anduvo corriendo todo el día, y sin comer desde el amanecer hasta la noche.
La caza de jabalíes hacíala el monarca sin lebreles, reventando en alguna ocasión su caballo, cosa que el cronista Tapia Salcedo alaba como una de las proezas reales.
Pero ninguna de éstas tuvo la resonancia de la muerte dada por el rey con su arcabuz a un toro bravo durante los festejos preparados por el Conde-Duque en el Buen Retiro para solemnizar el cumpleaños del príncipe Baltasar Carlos, el 13 de octubre de 1631.
En la plazoleta donde se alzaba el palacio de aquel real sitio habíase organizado un circo de 50 metros de circunferencia, con valla de fuertes vigas y unas cuevas con rótulo indicador de su contenido, que albergaban animales exóticos y feroces en su mayoría, a los que se debía hacer combatir entre sí para general regocijo. Eran éstos un león, un tigre, un oso, una zorra, dos gatos monteses, una mona, un camello salvaje, un caballo desbocado, una acémila, un toro y dos gallos. En el centro de la liza habíase construido una tortuga grande de madera, donde estaban escondidos seis hombres armados con pinchos, para picar sin riesgo personal a los animales que no fueran bravos, y enardecerlos así con miras a la lucha.
Sobre las vigas del circo se levantó una galería volada para que las damas presenciasen el espectáculo. Más de 6.000 ducados costó éste, llamando mucho la atención por su novedad.
Después de varios incidentes, quedaban en la liza el toro, gallardo y vencedor, y el león, el tigre y el oso, maltrechos y abatidos, sin que los aguijonazos, que desde la tortuga de madera recibían, sirvieran para enardecerlos y empujarlos a hacer frente al arrogante cornúpeto. Entonces, como éste era dueño del campo y nadie osaba someterle y reducirle, tuvo el monarca el rasgo citado, cuya relación dejo al cronista presencial del hecho: «Viendo, pues, nuestro César imposible despejar el circo de aquel monstruo español, porque los que pudieran desjarretarle le haballan defendido de los demás animales que le huían, pidió el arcabuz, enseñado en los bosques en semejantes empresas, y sin perder de la mesura real ni alterar la majestad del semblante con ademanes, le tomó con gala, y componiendo la capa con brío, y requiriendo el sombrero con despejo, hizo la puntería con tanta destreza y el golpe con acierto tanto, que si la atención más viva estuviera acechando sus movimientos no supiera discernir el amago de la ejecución y de la ejecución el efeto; pues encarar a la frente el cañón, disparar la bala y morir el toro, habiendo menester forzosamente tres tiempos, dejó de sobra los dos, gastando sólo un instante en tan heroico golpe»[77].
El entusiasmo del público se desbordó en una tempestad de aplausos. La adulación cortesana estalló en desenfrenados ditirambos en prosa y verso, en número abrumador. Noticias y Avisos divulgaron la hazaña; el cronista Pellicer de Tovar compuso (para narrarla y recoger las flores dedicadas a ella por el ingenio de magnates cortesanos y aun de los más altos poetas) un libro especial: el llamado Anfiteatro de Felipe el Grande, dedicado a doña María de Austria, hermana de Felipe IV y reina de Hungría. Nada menos que 101 composiciones poéticas para cantar la gloria del rey reunió y reprodujo Pellicer en su libro. Entre los poetas figuraban el príncipe de Esquilache, los marqueses de Alcañizas y Javalquinto, el conde de Coruña, Lope de Vega, Calderón, Rioja, Jáuregui, Hurtado de Mendoza, González Salas, Alarcón, Vélez de Guevara, Coello, Rojas, Quevedo, León Pinelo, Pellicer de Tovar, Saavedra Fajardo, Pérez de Montalbán, Villaizán, Valdivielso, Mira de Amescua; damas como doña Catalina Enríquez, doña Feliciana de Duero, doña Jacinta de Vargas, y otros muchos escritores.
La adulación llegó al delirio. Se derrocharon los panegíricos audaces y las desaforadas alusiones mitológicas. Lo más corriente fue comparar al rey con Júpiter fulminando el rayo. Pellicer dijo que el ateniense Teseo, matando al toro de Maratón, no se había inmortalizado más que Felipe IV haciendo sucumbir al astado bruto del Buen Retiro[78].
Varios vates llegaron a felicitar al toro por la gloria de haber muerto a manos del monarca. Así escribió Lope de Vega el final de un soneto:
Dichosa y desdichada fue tu suerte,
pues, como no te dio razón la vida,
no sabes lo que debes a tu muerte[79].
Si Felipe IV, al frente de sus tercios, hubiera recobrado Portugal y Holanda, escapadas del dominio de sus mayores; vencido a Luis XIII, su rival afortunado y expoliador, y deshecho el poder naval de Inglaterra con otra Invencible (como la que fabricó su abuelo Felipe II para presa de los vientos y los mares), en vez de ver sus costas, sus colonias y sus galeones saqueados por los corsarios, no hubiera producido en sus sufridos súbditos entusiasmo mayor. Pero éstos, ya que padecieron un rey mediocre, se consolaban pensando que, al menos, era lo que diríamos hoy un distinguido sportman.