La segunda mitad del reinado de Felipe IV, fue menos abundante que la primera en regocijos reales. La edad y la fatiga del monarca, las calamidades públicas, la ruidosa caída del Conde-Duque de Olivares en 1643 (que hizo al rey, aunque muy transitoriamente, abandonar las frivolidades por los asuntos de gobierno), la muerte de la reina Isabel en 1644, y la de su hijo único Baltasar Carlos dos años más tarde, cuando aún no contaba diecisiete de edad, llevándose toda esperanza de sucesión a la corona; los reiterados fracasos militares dentro y fuera de España: todos los acontecimientos interiores y exteriores, igualmente funestos y tristes, reclamaban más bien responsos y crespones que mascaradas y luminarias. Hubo nueve años de tregua en las festividades palatinas. Pero éstas se reanudaron por la segunda boda del rey.
Publicáronse las capitulaciones matrimoniales en 1647, y con tal motivo hubo solemne recepción palatina y tres meses de luminarias públicas.
La infanta María Teresa festejó el suceso con una velada en Palacio la noche del 21 de diciembre. Hubo festín, concierto con violines y bailes con disfraces, dirigidos por la infanta al frente de sus damas. «Vistieron todas un color y traje. Eran los vestidos de tela de oro rica, encarnada, aforrados con blanquísimos armiños… Salieron de dos en dos, siguiendo todas a su alteza. Danzaron infinitas danzas de las que se celebran en Europa por mejores»[129].
En 6 de julio de 1648 se celebró una corrida de toros real en honor de San Juan Bautista, con carácter extraordinario por el aparato desplegado en ella. Por expreso deseo del rey, concurrieron los más ilustres personajes de la corte, distinguiéndose como lidiador bizarro el almirante de Castilla. En honor del prócer y del festejo escribieron sendas composiciones rimadas poetas tan señalados como Alvaro Cubillo, Moreto, Matas Fragoso y otros menos ilustres[130].
También en 1648 se festejó en Palacio el cumpleaños de la nueva reina, ausente aún, la noche del 21 de diciembre, con una farsa mitológica en el gran Salón dorado del regio Alcázar, seguida de máscaras, bailes y canciones alusivas al caso; todo a cargo de la infanta y principales damas de la corte. El último día del año celebró la villa gran mascarada, con más de cien caballeros vestidos de grana y plata, acompañándoles más de cuatrocientos lacayos con hachones. Y el 11 del siguiente enero hubo lidia de toros extraordinaria.
Pero la apoteosis de aquellas fiestas nupciales la constituyó la solemne entrada pública en Madrid de la nueva soberana, el 15 de noviembre de 1649, después de largo viaje. Fue uno de los espectáculos más grandiosos que recuerdan los anales de aquel reinado. Su descripción minuciosa, siguiendo a las muchas relaciones coetáneas que la detallan[131], sería interminable.
La villa realizó grandes aprestos. Habíanse arreglado caminos, desmontado cerros, abierto explanadas, y confiado a los gremios la tarea de arreglar y ornamentar muchas calles.
«Los plateros toman por su cuenta desde la puerta de Guadalajara hasta Santa María… Todo el paso ha de estar adornado de pinturas en forma de arco o pasadizo, y a trechos con aparadores ricos de plata y oro»[132].
La cerca del Retiro trocóse en muralla provista de puerta, que se abría al Prado. En este paseo se erigió un montecillo, que representaba el Parnaso simbólico, donde aparecían representados los más insignes vates españoles antiguos y modernos. Por todas partes se alzaban arcos de triunfo, representando pórticos, templetes, galerías, portadas, montes, pirámides y columnas de oro y pórfido; todo de factura griega o latina, y con alegorías de Césares romanos y monarcas españoles. Estaban diseminadas tales construcciones por las alturas del Espíritu Santo (en el camino de Alcalá); en la carrera de San Jerónimo, junto a la iglesia de los Italianos, y en otros puntos; en la Puerta del Sol, gradas de San Felipe, calle Mayor, Platerías y plaza del Salvador. La fuente de esta plazoleta cubríase con ancho risco, coronado por la estatua de Minerva, en cuyo torno giraban pájaros de varios colores y formas, y en su parte interior se agitaban otros animales entre malezas y surtidores. En la plaza de Santa María se improvisó otra construcción, representando a América y las hazañas de nuestros navegantes y conquistadores ultramarinos. En la plaza de Palacio dispusiéronse varios carros de triunfo. Y todos estos artificios llevaban emblemas, inscripciones y epigramas explicativos de su significación. Aquel destartalado y sucio Madrid aparecía convertido en ciudad monumental, por obra de los lienzos, las tablas y las pinturas.
A lo largo de la carrera habíanse dispuesto, según el narrador epitalámico Andosilla[133] (uno de los mejor informados), hasta treinta y seis teatros en los extremos de las calles; esto es, tablados para danzas y representaciones escénicas, efectuadas al paso de la soberana. Todas las vías del tránsito estaban engalanadas con arte y riqueza. La preparación de adornos y festejos la encomendó el rey al consejero don Lorenzo Ramírez de Prado[134], a quien loaron por su acierto los poetas conmemoradores de aquellos regocijos.
El día señalado hizo la reina su entrada solemne en Madrid sobre un corcel brioso, llamado El Cisne por su blancura de nieve y revestido con riquísimo jaez. Llevaba un deslumbrador traje de nácar, acompañándola trescientos próceres y multitud de damas en palafrenes, con suntuosidad imponderable de joyas, trajes y guarniciones. Acudieron a recibirla los regidores vestidos de brocado. El rey, con su séquito, la aguardaba en Santa María, donde se detuvo doña Mariana para oír el Tedéum cantado por la real Capilla, siguiendo luego hasta el patio de Palacio, donde la recibieron la infanta, la princesa Margarita y gran número de caballeros y damas.
Siguieron ocho días de fuegos artificiales, luminarias, besamanos, y una máscara o encamisada dispuesta por Felipe IV, formada por ocho cuadrillas de doce caballeros cada una, dirigidas todas por el rey en persona, y que dio varias carreras en los sitios acostumbrados, siendo una de las más grandiosas del siglo XVII por la calidad de los corredores y la suntuosidad y elegancia de sus atavíos.
No menos resonante fue la fiesta de toros y cañas celebrada en 21 de diciembre, para conmemorar el natalicio de la reina. Allí probaron su habilidad y su valor los más altos caballeros de la Corte, cantados en romances y octavas reales por poetas de circunstancias.
Las composiciones rimadas en loor a la belleza y virtudes de la reina, a la felicidad del rey y a la que de su boda esperaba la nación, a la grandeza de las fiestas y a los organizadores y actores de las mismas, podrían formar un tomo de frondosa antología cortesana, abundante en hipérboles, gongorismos y figuras de artificiosa retórica.
Con el advenimiento de la reina moza, habían tornado a la Corte la animación y los regocijos proverbiales de aquel reinado.
Ya, en otoño de 1649, tuvo carácter de extraordinaria la acogida que dispensó el monarca al embajador del gran turco Mohamet IV, personaje que permaneció un año en Madrid recibiendo obsequios y festejos en su honor.
En 1650, que pasó la reina visitando los sitios reales, sus llegadas a la corte eran también solemnizadas con espectáculos públicos.
Pocos meses después de los nupciales festejos, el alborozo público tuvo nueva ocasión de manifestarse por el embarazo de doña Mariana, de la que el país entero esperaba el hijo varón, que había de heredar y reunir la dilatada Monarquía. El alumbramiento ocurrió el 12 de julio de 1651; y, aunque de él no resultó el apetecido vástago, sino otra infanta, a la que se llamó Margarita María, no por eso dejó de celebrarse en la forma habitual. Hubo fiestas de cañas y dos grandes corridas de toros en el mes de septiembre, y de nuevo los poetas de la corte empuñaron sendas péñolas, para contar en sonetos y romances el bautismo y la brillantez de los festejos.
Dos veces más fue madre la reina en los cuatro años siguientes, malográndose el fruto de tales alumbramientos.
Su juventud, las penalidades de la maternidad fallida, las nostalgias de su país, los rigores de la etiqueta palaciega, el humor sombrío que los años y los reveses de fortuna iban acarreando a su antes festivo esposo, y hasta los apuros del Erario, que llegaron a dificultad incluso el abastecimiento de la nueva reina; todo contribuyó a que ésta sufriera crisis frecuentes de melancolía. Para consolarla, esforzábanse rey y cortesanos en disponer fiestas, donde se disipaban locamente los recursos, escasos aun para las más apremiantes necesidades ordinarias. «No hay que sacarla [a la reina] del Retiro, que se aflige en Palacio, donde gasta las mañanas frescas en montería de flores, los días en festines y las noches en farsas. Todo esto incesantemente, que no sé cómo no le empalagan tantos placeres». Así escribía el coetáneo Barrionuevo[135].
En 1652 un ingenio italiano, Vaggio Florentin, dispuso recreos de su invención que maravillaron a sus contemporáneos. Siguiéronse otras fiestas, como la celebrada en la Zarzuela en 1657 por el marqués de Heliche para obsequiar a los monarcas, y de la cual se trata en otro lugar.
A fines del mismo año, dio ocasión excepcional a nuevas y fastuosas diversiones el nacimiento del heredero de la corona, el príncipe Felipe Próspero. Ya en previsión del fausto suceso se habían celebrado farsas acuáticas en el Buen Retiro, fiestas teatrales y taurinas extraordinarias, mojigangas y otros regocijos. El suspirado nacimiento desbordó el júbilo cortesano y popular. No quedó en Palacio banco o mesa sin romper. Un tropel de granujas iba saqueando tabernas y bodegones, a la vez que acompañaba con música su alborozo, y «aquella noche… en las mojigangas no había capa segura, que, si no estaba bien asida o con un fiador muy seguro, a ninguno le dejaron la volviese a su casa»[136].
Acudió el rey en solemne ceremonia a dar gracias a la Virgen de Atocha. Y tanto con este motivo como con el del bautismo del tierno vástago, que se celebró el 13 de diciembre, se prodigaron espléndidos festejos. Hubo fuentes que arrojaban vino, extravagantes mascaradas, pantomimas y fuegos artificiales. Las calles estaban engalanadas, y en los sitios más concurridos, como la plaza de Palacio, la puerta de Santa María, la esquina de la cárcel de corte y la plazuela de San Martín, alzábanse tablados, donde se representaban obras escénicas de circunstancias con nuevas tramoyas, o se sucedían músicas y bailes de día y de noche. En la plaza Mayor había danza de espadas; en la esquina de Santa Cruz danza de gitanos; en la calle de la Fuente de los Relatores, junto a la Santísima Trinidad, danza de niñas. Hasta en la puerta del Hospital General se organizó un tablado, en que representaban los practicantes. En los balcones dorados del Ayuntamiento resonaban cornetas, chirimías y clarines, y las Platerías relumbraban con sus aparadores cargados de joyas[137]. Entre tantas, fiestas sobresalieron la mascarada del 12 de enero, las cañas del 28 y los toros del 11 y 26 de febrero, corridos, respectivamente, en la plaza Mayor y en el Buen Retiro, y las comedias del secretario del rey don Antonio de Solís, tales como Endimión y la Luna y Triunfo de amor y fortuna, representadas en el coliseo regio.
Pero no todos se entusiasmaban con tan despilfarradores espectáculos. Sor María de Agreda reprendía al rey por ellos. Un fraile franciscano, a quien Felipe IV encargó preces por el príncipe, se atrevió a manifestarle, según cuenta Barrionuevo, que la mejor oración sería prescindir el monarca de tantas comedias y regocijos[138]. Y, aun entre los panegiristas cortesanos de las fiestas, hubo notas discordantes, como cierto romance anónimo, donde se leía:
Que en regocijos y fuegos
se abrase todo Madrid
con el afecto encendido
de su príncipe feliz,
si yo no tengo gusto,
¿qué se me da a mí?
Pero que a costa del pobre
quiera la Villa lucir
y de trabajos ajenos
haga fiestas para sí,
de esto sí que se me da a mí[139].
El año 1659 fue también de los señalados en la historia de los festejos públicos, pues en él llegó a Madrid el mariscal Grammont, embajador extraordinario de Luis XIV, para pedir la mano de la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, y en el mismo año se celebraron dichas bodas y se ajustó la ansiada paz con Francia, firmada por Mazarino y don Luis de Haro en la isla fronteriza de los Faisanes, y a la que se llamó de los Pirineos.
Aunque la tal paz desmembraba nuestra Monarquía con la pérdida del Rosellón, la Cerdaña, el Artois, Luxemburgo y algunas plazas de Flandes, y era la abdicación tácita de nuestra hegemonía en Europa, el país, cansado de una guerra desastrosa y continua, que duraba cerca de cuarenta años, acogió las nuevas de paz como el náufrago a quien se tiende la tabla de salvamento.
Llegó a la corte el 16 de octubre el comisario francés —el duque de Agramont, como le llaman las relaciones coetáneas— con séquito numeroso y brillante. Salió a recibirle a Maudes don Cristóbal de Gaviria, introductor de embajadores, por orden de Felipe IV, celebrándose a continuación su solemne entrada en Madrid por la puerta y calle de Alcalá, Puerta del Sol, calle Mayor y Platería, adornadas al efecto, y entre un gentío enorme y alborozado. Fue aposentado suntuosamente en el Palacio real, donde le recibió el almirante de Castilla don Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, y este prócer agasajó tres días después al ilustre huésped con un festín que hizo época.
Entre los obsequios dispensados al embajador, descolló un concierto la noche del 18 de octubre por los músicos de la Real Capilla, complaciéndole tanto la maestría y suavidad de sus voces y una de sus letras, que la hizo repetir hasta cinco veces[140]. Hubo nuevos homenajes hasta el 31 de octubre, que, al amanecer, salió Grammont de Madrid, llevándose el consentimiento matrimonial.
Pocos días después, el 11 de noviembre, se supo en nuestra corte por un correo que las suspiradas paces habían sido firmadas, y al día siguiente visitó Felipe IV, con la acostumbrada solemnidad, el santuario de Atocha en acción de gracias. Aquella noche hubo en la villa luminarias y fuegos artificiales, soltáronse los relojes, y menudearon esparcimientos de toda índole.
Pero las diversiones más ostentosas por la boda y la paz no se hicieron en Madrid ni entonces, sino al año siguiente, cuando la infanta María Teresa fue con el rey su padre a la frontera francesa para desposarse con Luis XIV. Desde el 15 de abril, que salieron de Madrid, hasta el 26 de junio, en que regresó Felipe IV, dejando a su hija como reina de Francia, las fiestas reales no cesaron en todas las poblaciones de su tránsito. Pero su mención no corresponde a este lugar.
El último de los nacimientos reales, el que hizo ver la luz al que sería el desdichadísimo Carlos II el Hechizado, fue en 6 de noviembre de 1661, y colmó la medida de todos los festejos palatinos. Empezaron éstos aquella tarde misma, saliendo a ruar por las calles céntricas cuantos disponían de coche, y encendiéndose nocturnas luminarias.
Al siguiente día hubo, según un relato coetáneo, disfraces ridículos que alegraron y divirtieron, y dos mojigangas «vestidas a lo burlesco», que recorrieron las calles y plazas donde siempre se celebraban aquellos espectáculos. Siguieron estas bufonadas los dos inmediatos días, simulando ser sus intérpretes, ya mozos en jumentos, ya alguaciles de casa y corte; se repitieron y ampliaron los besamanos e iluminaciones, siendo también en días consecutivos devueltos a los templos de procedencia, con aparato procesional numeroso y brillante, los cuerpos de San Isidro y San Diego de Alcalá y la imagen de la Soledad, que habían sido antes llevados a la regia cámara para buscar su intercesión milagrosa en el feliz alumbramiento de la reina.
El domingo siguiente, día 13, se celebró uno de los festejos que más llamaron la atención: una mascarada que idearon y costearon los alguaciles de corte. Precedían tres trompeteros, y seguían máscaras con disfraces de intención satírica en parejas o grupos, llevando carteles en verso con alusión a lo que querían significar. En unos se flagelaba a los médicos, a quienes la opinión general culpaba de la prematura muerte del príncipe Felipe Próspero, y aparecían dos galenos con los guantes típicos de su profesión, empuñando el uno un vaso de noche y el otro armado de espátulas y ungüentos.
En el mote se leía:
Si de la cámara son
los médicos un primor,
¿de dónde será el peor?
Algunos grupos eran alusiones políticas, o atrevidas caricaturas de tipos y aun de costumbres licenciosas, tales como las parejas de labradores y disciplinantes, las del niño y la nodriza y el colegial y la monja, de mote mal veladamente obsceno. Otras eran personajes mitológicos, irlandeses, etíopes, chinos, salvajes, gallegos, boticarios, cardenales, sacristanes, dueñas, recién casados, esportilleros, barberos, cocheros, locos y otros variados tipos, incluso animales (camello, lechón, lebrel y jabalí); todos con su intención aguda y maleante y su mote epigramático[141].
Salieron de la plaza de Antón Martín, y fueron por la calle de Atocha a recorrer las principales vías, deteniéndose ante el Palacio real (tras cuyas vidrieras la contempló el rey con gran satisfacción), y ante los domicilios del presidente del Consejo de Castilla, en la calle del Tesoro, y la del primer ministro, don Luis de Haro, que vivía al final de la actual calle Mayor.
La fiesta causó tanto gusto, que se repitió el 18 de enero siguiente. Las noches del 19 y 20 de noviembre hubo luminarias por el nacimiento del Delfín francés, y en la última de aquéllas, la real Guardia española celebró en la plaza de Palacio una cabalgata con disfraces y libreas.
El bautismo del tierno vástago se efectuó el 21 de noviembre, y fue quizás el más solemne y pomposo de cuantos presenció España en el siglo XVII. SU descripción, minuciosamente erudita y artísticamente evocadora, ha sido hecha por el señor Maura Gamazo modernamente, con copia de documentación y galas de estilo[142]. Sólo un resumen cabe en este cuadro sintético.
La Real Capilla, donde el acto había de efectuarse, y los corredores de Palacio, revistiéronse con tapices y colgaduras riquísimas. Ante el altar mayor y bajo un dosel de carmesí y oro, sostenido por columnas de plata, lucía la pila de Santo Domingo, llevada allí para cristianar al príncipe; en el presbiterio, en otro templete de seda blanca, veíanse los almohadones de brocado para vestirle y desnudarle. Las alfombras turcas, los braseros de cobre, donde ardían aromáticas hierbas; la profusión de luces y músicas, y la riqueza incalculable de trajes y joyas que ostentaban los asistentes al acto, producían deslumbradora impresión.
Era madrina la infanta Margarita, que vestía saya de raso blanco, bordado con sedas de colores, y cubría su cabeza con brillante aderezo de plumas. El niño Carlos, vestido con mantillas azules bordadas en plata, era conducido por su aya, la marquesa de los Vélez, en una silla de tela blanca y coral, protegida por cristales valiosos, y de la que fueron portadores seis reposteros de cama. La madrina marchaba a la derecha del príncipe; a la izquierda, para sostenerle en la pila, iba el duque de Alba, vestido a la húngara, con un blanco ropón, adornos de oro y plata y una banda de oro y carmesí. Otros grandes de España llevaban los utensilios con que habían de proceder al bateo: toallas, salero, aguamanil, etc. A cada una de las damas daban escolta uno o más caballeros, sosteniéndole otro la cola. Todos lucían galas del mayor lujo. Los guardias, con sus ricas libreas y relucientes armas, completaban el cuadro policromo, imponente y deslumbrador.
La procesión de invitados, en las galerías de Palacio; la de carrozas, literas y guardias, en el exterior, y más aún la abigarrada muchedumbre que ante los muros del recinto real afluía, rebasaban los límites de lo que en los frecuentes festejos palatinos era habitual[143].
Fue la última gran fiesta del reinado, y cortesanos y pueblo, presintiéndolo, la saborearon con fruición, cada uno a su modo y donde podía.
Nunca hubo en España fiebre espectacular y bulliciosa tan intensa y prolongada como lo fueron los cuarenta y cuatro años del reinado del Rey-poeta. Con buen o con mal gusto, con chocarrería o con exquisitez, aquella Corte no conocía punto de descanso en sus diversiones. Nunca presenció Madrid un ciclo más continuo y brillante.
La muerte de Felipe IV le dio fin en 1665.
La taciturnidad enfermiza del nuevo rey Carlos II, y las negras tocas que la viudez puso en la regente su madre monja en la indumentaria, según Carreño de Miranda La retrató, y monja en el espíritu, no eran a propósito para holgorios y divertimientos. Una ola negra parecía envolver aquella Corte, poco ha pletórica de bullicio, de animación, de músicas, de colores, de suntuosidades brillantes, de jocundos regocijos, que, echando un velo de frivolidad sobre las desgracias públicas, era un vivo y perenne canto a la alegría de vivir.
Después, la austeridad de los primeros Borbones y los sacudimientos militares y políticos de la España contemporánea, impidieron que volviese a haber etapa análoga de esplendores palaciegos.