La única gran obra realizada por Felipe IV en Madrid, y una de las más trascendentales, fue la fundación del real sitio del Buen Retiro, entonces parque y palacio para solaz de Felipe IV y su Corte, y hoy pulmón de los madrileños todos por el este de la villa.
Los orígenes de tal fundación fueron bien humildes. En el monasterio de San Jerónimo, trasladado por los Reyes Católicos a las proximidades del Prado, solían hospedarse aquellos monarcas y su nieto Carlos V mientras se restauraba el Alcázar real. Felipe II hizo ampliar el monasterio con aposentos especiales para su uso, y le rodeó de un jardín, que agrandó y adornó con un estanque cuando entró en la corte su cuarta esposa, Ana de Austria. Se llamó al expresado paraje Cuarto real de San Jerónimo y también Retiro, por ser lugar donde se retiraban los reyes en lutos, Cuaresma, penitencias, etc. De modo que aquel sitio era ya estancia real al advenimiento de Felipe IV, pero estancia modestísima.
«En su perímetro, y arrimada a la huerta del monasterio, se contaba también una casa de aves extrañas, denominada por esta causa El Gallinero, y precursora de la Casa de fieras o Jardín Zoológico, la cual casa dio nombre entre el vulgo a aquellos agregados del monasterio, a los que continuaban llamando los documentos oficiales, ya Quarto Real de San Jerónimo, o ya sencillamente Casa Real»[62].
Este gallinero era una gran pajarera, perteneciente a la condesa de Olivares, que había reunido allí una colección magnífica de aves, muy estimada por ella y su marido, y de la cual hicieron donación a los reyes. Tal fue en rigor el punto de partida del Retiro. Olivares agrandó y embelleció aquel lugar para recreo de Felipe IV, requiriendo el concurso de la villa, que aportó 20.000 ducados, cifra enorme para la época.
Vista la obra en la perspectiva de los siglos, y atendiendo a sus ventajas de hoy, sólo elogios cabe tributarla. Sin embargo, fue de las cosas más impopulares de aquel reinado, y no sin causa, pues absorbió sumas cuantiosas, que eran un ultraje a la miseria general de la nación, y exigían gabelas al pueblo exprimido. Además, fue, como veremos, el centro preeminente de la frivolidad y la disipación para el rey y sus cortesanos.
Las fiestas y las orgías de aquel espléndido parque, contrastaban demasiado con los males públicos para que la opinión sensata las viese con indiferencia.
Es cierto que la fundación de aquel sitio real no era cosa insólita, y correspondía a una inclinación corriente en las monarquías absolutas de la época. El rey de Francia tenía su Versalles, que, bajo Luis XIV, el Rey Sol, iba a resplandecer con todos los adornos, suntuosidades y refinamientos del poder, el lujo, la corrupción y la elegancia. Felipe IV, a quien llamaban sus cortesanos el cuarto planeta, no se sentía en la primera etapa de su reinado menos poderoso y magnífico ni había en él menos afición a los placeres y a las diversiones. Su genio expansivo ahogábase tras las altas ventanas del Alcázar viejo, que semejaba más prisión que palacio, y, aunque dueño de otros sitios reales como El Pardo y Aranjuez, necesitaba uno en la propia corte que fuera su hechura, y llevara el sello de su grandeza y su fastuosidad. El Buen Retiro fue, pues, un Versalles español. Como aspiración de emular las glorias pomposas del real sitio francés, es comprensible el deseo de Felipe IV, que le dio vida. Veía en él no sólo un centro de expansión, sino un signo externo de superioridad como rey.
Cierto es que los esplendores brillantes, los gastos cuantiosos y la inmoralidad refinada de Versalles, superaron en mucho a los del Buen Retiro, siendo compatibles con la grandeza y prosperidad del reino francés. Pero allí había hombres eminentes al frente del Gobierno, administradores y hacendistas notables. De todo ello se carecía en España, y los gastos y la disipación del Buen Retiro, aun siendo menores, habían de causar mayor estrago en la economía y aun en la moral del país. Esto es lo que de modo difuso vieron los contemporáneos, aunque sea cierto también que en sus diatribas contra el Buen Retiro hubiese algo de pasión política hacia el fundador, el entonces omnipotente Olivares.
La voz pública vio en aquella construcción un propósito, por parte del valido, de halagar las inclinaciones de su señor, y tenerle más aislado y apartado de los negocios públicos, preso en la mansión de deleites que allí iba a establecer, como en jaula de oro, para asegurar su privanza. Quizá la imputación fuera excesiva, pero los coetáneos no achacaban a miras desinteresadas la empresa de don Gaspar de Guzmán.
El historiador y antiguo ayuda de cámara de Felipe IV, Matías de Novoa, dice en sus Memorias: «Habíase dado ahora el valido a labrar un edificio junto al convento real de San Jerónimo, ridículo y sin provecho y de todas maneras inútil; de paredes delgadas y de flacos fundamentos, desfavorecido de la Naturaleza y del cielo, estéril y arenoso, queriendo forzarle a la fecundidad y al ornamento de las plantas a peso de dinero, no suyo ni de su patrimonio, sino de sisas de la Villa, venta de oficios, de gracias y de otros negocios… El primer nombre que tuvo fue llamarle Gallinero; y, no siendo nuestras empresas ni hazañas las que fueron ni las que habían de ser, tomaron los enemigos ocasión de burlarse de nosotros, y traducían el nombre de español en el de gallina, y así lo gritaban por toda Francia cuando pasaba por ella nuestra gente, llamándonos gallinas, y para enmendar este absurdo, por no decir afrenta, mudó el nombre en otro de su capricho y le hizo esculpir en una piedra, y, poniéndola en un paso del Prado, a la vista de la obra, le llamó Buen Retiro, cargando pena al que lo llamase Gallinero… Andaban más hombres en esta obra y más instrumentos que en lo de la torre de Babilonia…, pero todo eran tapias… Murmurábase este exceso en la corte y en todos los reinos de la Monarquía; dejo ahora la plebe (que aun ésta discurre sin talento ni consideración), sino entre los políticos y letrados y los hombres de más gravedad y peso, y decían que cuando se pedían las haciendas a los vasallos se exhalaba por aquí el caudal»[63].
Así prosigue Novoa acumulando cargos, y suponiendo que el rey no tenía gusto en la empresa, y que era empeño personalísimo de Olivares; afirmaciones que acaso pecaban de gratuitas.
El embajador de Venecia, Corner, en su correspondencia, se hace eco igualmente de las pullas, chistes y comentarios malévolos que acompañaron al nacimiento del Retiro. «El origen del edificio —escribe— se ha hecho tema de chanzas. El emplazamiento estaba primitivamente ocupado por una colección de volátiles pertenecientes a la condesa; pero, aunque las gallinas fuesen bonitas y de especie bastante curiosa, no deja de causar asombro ni de parecer ridículo que el conde, a quien absorbían los cuidados de tan graves negocios, pudiese tomar tan marcado interés en contemplar gallinas… Todo el mundo llama al Buen Retiro el Gallinero. Sobre ello se han escrito innumerables pasquines. No hay quien no haga algún chiste acerca de las gallinas y el gallinero, incluso el cardenal Richelieu, y hasta en presencia de un secretario de Felipe IV, que se hallaba en París».
«La casa es de poco precio para tal rey —escribía desde Madrid, por entonces, el inglés Hopton[64]—; pero el pueblo… murmura mucho por ella…». La queja es la nota dominante, pues el trabajo no se ejecuta sino dejando hambrientos los estómagos por medio de impuestos sobre el pan, la carne, etc. El descontento es aún mayor cuanto que, según se dice, se trata de un capricho del conde.
Eco fiel de tal desagrado son ciertos humorísticos versos, atribuidos a Quevedo, de los que copio el fragmento siguiente:
… … … … … … … …
pero no es buena ocasión
que, cuando hay tantos desastres,
hagas brotar fuentes de agua
cuando corren ríos de sangre.
No es razón que cuando el cielo,
desenvainando el alfanje,
se mira contra nosotros
por nuestros pecados graves,
andes haciendo retiros
y no haciendo soledades.
A primeros de 1630 se comenzó a construir el Buen Retiro, conforme a los planos de Juan Gómez de Mora y Giovanni Battista Crescenci, marqués de la Torre, actuando como maestro de obras Alonso Carbonell, a quien se deben especialmente los planos del Casón, construido en 1657.
Para las obras se adquirieron amplios terrenos colindantes, entre ellos varios jardines, huertas y algunas ermitas próximas. Por Real cédula de 10 de julio de 1630, nombró el rey alcaide del Quarto Real de San Jerónimo y Casa Real al Conde-Duque, «significando así el placer que en su ánimo producía la aduladora empresa»[65].
Tan rápidas fueron las obras, que ya en 1632 estaban terminadas la plaza y el cuerpo principal de Palacio.
«Un millar de hombres trabaja para que todo esté concluido en el término señalado. Se labora día y noche, sin detenerse siquiera los domingos y días festivos»[66].
El Conde-Duque puso a contribución de la empresa las arcas del Erario, los donativos de los particulares[67], la inspiración de los artistas, la actividad y el ingenio de arquitectos, ingenieros, mecánicos, horticultores y artífices de toda índole.
Se apropió numerosas parcelas de tierras pertenecientes al monasterio de San Jerónimo; hizo trazar planos de grutas, jardines, bosques, lagos, riachuelos, cascadas, pabellones, teatro, Palacio real nuevo (menos sólido, pero más alegre que el de las orillas del Manzanares), cuarteles para las guardias, y viviendas para cortesanos y servidores.
Todo se construyó en el corto plazo de diez años.
La Corte del Buen Retiro fue, pues, un pequeño mundo aparte, en el que nada faltaba para hacer de él una mansión de delicias.
La extensión y el emplazamiento del real sitio variaban algo respecto al parque actual que lleva su nombre, pues aquél comprendía desde el mismo límite oriental de hoy (moderna avenida de Menéndez Pelayo) hasta la línea del Prado, y desde la calle de Atocha a la de Alcalá. De modo que su ángulo N. O. ocupaba lo que es en la actualidad Palacio de Comunicaciones, en cuyos solares hemos conocido aún los famosos Jardines del Buen Retiro, centro de espectáculos veraniegos, llamado así en recuerdo del Real sitio de que formaron parte.
Abarcaba éste una superficie de más de 17.000.000 de pies, que entonces sólo parcialmente se hallaba cercada. En recinto tan amplio agrupábanse, sin contar las dependencias del monasterio (que fue su primitivo núcleo), más de 20 edificios, cinco grandes plazas, un estanque casi cuatro veces como la plaza Mayor de Madrid, y otros más pequeños, ocho ermitas, dos teatros, una construcción especial para saraos y bailes, un juego de pelota y el famoso Gallinero, modesto origen de la suntuosa fundación. «Tales construcciones —dice un moderno historiador de Madrid— no eran monumentales ni magníficas, sino, al contrario, extensas, pero vulgares, bajas y completamente faltas de toda belleza arquitectónica»[68]. Completaba las obras un número considerable de huertas, bosques, jardines y glorietas. Los agudos y deslumbrantes chapiteles de sus torres, eran como vigías, que dominaban el contorno, señalándole desde lejos.
Podemos hay conocer admirablemente y de visu lo que era tal lugar, por el detalladísimo plano de Texeira, grabado en Amberes en 1656, el cual pone ante nuestros ojos todos sus compartimientos, además de conservarse los lienzos de Mazo y algunas estampas antiguas. La entrada principal hallábase frente a la carrera de San Jerónimo, dando acceso a una plaza cuadrada llamada entonces de la Pelota, por estar hacia allí el local destinado a este juego. A la derecha alzábanse las obras que integraban el Palacio real, formado por cuatro pabellones, ocupando el lugar en donde ahora se hallan la Academia Española y el Museo de Artillería.
Era el Palacio real un gran rectángulo, que remataba cada uno de sus ángulos por una sencilla torre, asemejándose un poco así al monasterio de El Escorial. Tres puertas se abrían en la fachada preferente del edificio, adornadas por columnas a sus lados.
Constaba de dos pisos, de los que sólo el principal tenía balcones, y entre ellos había jaulas y dinteles de piedra berroqueña, distinguiéndose las estancias reales por los agudos frontones externos en forma triangular. La parte inferior era de sótanos harto visibles con ventanas pequeñas, y un barandal coronaba la techumbre, ocultando sus guardillas. «La parte construida —escribía madame d’Aulnoy— tiene poca elevación, y esto me parece un defecto; sus habitaciones son anchurosas, magníficas y adornadas con bellas pinturas. En todas partes lucen el oro y los colores vivos»[69].
El viajero toscano Magalotti celebra en aquel palacio alguna riqueza ornamental, pero reconoce deficiencias de construcción. «La entrada del Buen Retiro —dice— no tiene nada de grande ni de magnífica. La fachada carece de adornos; la construcción es de ladrillos, toscamente hecha, y su vista sólo puede disfrutarse de cerca, por impedirlo los edificios que la circundan… El patio, o sea el jardín, está adornado con parterres bastante descuidados, y se halla dividido con macetas de jazmines y naranjos, alternando con granadas; pero lo que le hace más bonito es una gran pila colocada en el medio, que presenta la figura de una fortaleza exagonal revestida de ladrillos… Algunas de las salas y cámaras… tienen el piso cubierto con esteras de juncos primorosamente tejidos; otras presentan el techo artesonado, y otras en forma de bóveda, hecha con follajes tocados de oro. Las paredes están incrustadas con azulejos hasta la altura de tres brazas… Las habitaciones tienen adornos ricos y bien trabados, con fondo de terciopelo, y figuras realzadas con hilo de oro y de plata en bordado grueso»[70].
No obstante la modestia del Palacio, los cronistas y poetas de la Corte le loaron como Alcázar maravilloso.
Según el testigo presencial Núñez de Castro, «ni en la hermosura ni en arte tiene por qué ceder a los más famosos del orbe»[71].
Lope, en la comedia que escribió para la fiesta, y destinada a inaugurarle, le elogiaba así:
… … … … … … … …
un edificio hermoso,
que nació, como Adán, joven, perfeto,
tan breve y suntuoso,
que fue sin distinción obra y conceto,
en cuya idea, a fuerza de cuidado,
fue apenas dicho cuando fue formado.
De aquellas construcciones palaciegas sólo resta en pie el salón principal, llamado Salón de Reinos, donde se instaló en 1841 el Museo de Artillería. Subsisten la antigua torre y el magnífico techo de aquel salón, con artesonado de oro, donde aún descuellan las armas y blasones de los dilatados reinos, que formaban entonces la corona de las Españas dentro de la península, en el resto de Europa y en el Nuevo Mundo.
Por esa causa se llamaba de Reinos aquel salón, destinado a la reunión de Cortes hasta 1789. Su amplitud, luces y rico decorado hacían de él la más admirable de las reales estancias. Adornábanle entonces los lienzos más valiosos de los grandes pintores de cámara, muy singularmente de Velázquez, constituyendo un espléndido museo, con cuyos despojos se han formado las mejores salas del que es hoy nuestro orgullo en el Prado de Madrid[72].
En él figuraban doce grandes cuadros, representativos de los hechos de armas favorables a España en los primeros tiempos de Felipe IV, debidos a los pinceles de Vicente Carducho, Eugenio Caxés, Juan Bautista Mayno, José Leonardo, Antonio Pereda y Félix Castelló; doce cuadros atribuidos a Zurbarán sobre las hazañas de Hércules, acaso algún lienzo de Mazo y Nardi[73] y, sobre todo, obras admirables de Velázquez, a quien parece que el Conde-Duque encargó la decoración general del Salón de Reinos. Allí se hallaba su cuadro inmortal de las lanzas, destinado a conmemorar la rendición de Breda, ocurrida en 1622. Investigaciones modernas permiten sostener que también ornaban el Salón de Reinos los retratos ecuestres de Felipe III; la reina Margarita, su esposa; Felipe IV; Isabel de Borbón, y el príncipe Baltasar Carlos, pintados por Velázquez para que formasen un solo conjunto decorativo[74].
Así parece también deducirse de un enfático poema en silva, escrito en 1637 por el portugués Manuel de Gallegos, en desaforado elogio del Palacio y parque del Buen Retiro, y más especialmente de su Salón de Reinos.
Este salón es probablemente el mismo que otros testimonios llaman Salón Dorado o Salón de Comedias, distinguiéndose de otra pieza inmediata de menor tamaño, a la que se llamaba Saloncete de Comedias o sólo Saloncete.
El Palacio real formaba con el teatro y las casas de oficio un gran cuadro central con plantas, destacándose en medio de él la estatua ecuestre de Felipe IV, obra del famoso escultor florentino Pedro Tacca, la misma que adorna hoy el centro de la plaza de Oriente. El propio rey la encargó al artista por medio de Cristina de Lorena, gran duquesa de Toscana[75], expresando su deseo de que el caballo apareciese en la difícil, pero original y artística, actitud de corvetear y, por tanto, sostenido sólo sobre las dos patas traseras. Tacca llevó a cabo con el mayor acierto el capricho del monarca y, según parece, el genio del inmortal Galileo le ayudó a resolver el problema del equilibrio que se le ofrecía.
Para representar lo más fielmente la figura del rey, le fueron remitidos a Florencia retratos de éste, uno a caballo y otro de medio cuerpo, debidos ambos al glorioso pincel de Velázquez[76].
El Palacio real uníase por un paso con el edificio llamado el Casón, que se destinaba a sala de bailes, y donde desde el reinado de Carlos II lucieron hermosas pinturas de Lucas Jordán, representando La institución de la Orden del Toisón de oro y Los trabajos de Hércules[77]. El Casón sirve hoy de Museo de Reproducciones, y, aunque se trata de un edificio vulgar, es gran suerte —como hace observar Pierre Paris— que su conservación nos permita admirar aún la grandiosa pintura con que Lucas Jordán decoró el techo de su gran sala[78]. Seguían el caserío con otra plaza y las construcciones llamadas de la Grandeza, de la Despensa, etc., hasta llegar al monasterio de San Jerónimo, enclavado en el recinto real, según se indicó.
Por detrás y a los lados de los edificios se extendían inmensas arboledas, plantaciones de flores, elegantes fuentes y algunas esculturas. Además de la que representaba al rey galante, había en el jardín llamado del Caballo varios bustos de mármol, «que los más se han traído de Italia, y se deja ver que se han ejecutado por profesores muy medianos, copiando en parte de cosas antiguas»[79]. En el centro del mismo lugar destacábase una fuente, cuya taza figuraba estar formada por conchas, que sostenían a un tritón. En el testero de aquel jardín descollaba una estatua antigua representando una musa, muy bien ejecutada. Pero la mejor estatua-fuente era la de Narciso, imitación de una escultura antigua, y situada en el jardín de San Pablo. Una figura de bronce —culminante sobre un pedestal y tres tazas de piedra— representaba al mitológico doncel que se prendó de su propia hermosura, en el acto de recrearse contemplándose en el agua[80].
También era notable la del emperador Carlos V, en bronce, pisoteando a la Discordia y a la Herejía, encadenadas[81].
Existía ya en su emplazamiento actual el famoso estanque grande, con una extensión de 1.006 pies de largo por 443 de ancho, o sea una superficie de 445.658 metros cuadrados[82].
Cercábale una barandilla de hierro, que se unía a los cuatro lados con embarcaderos o torrecillas. También le rodeaban varias norias, y en su centro admirábase un islote oval con árboles, que se convirtió varias veces en teatro de mitológicas fiestas.
Al lado oriental del Estanque, hacia la Casa de fieras, extendíase el edificio de las Atarazanas, para construir o reparar los barcos destinados a aquél, y el Cazadero de las liebres. «Por el Oeste, a espaldas del paseo actual de las Estatuas, se hallaban la Ermita de S. Bruno y la Sala de las Burlas; frente a aquélla ocupaba el centro de una glorieta un estanque ochavado, con un templete o torrecilla al medio, siguiendo al sur de la glorieta una calle, a cuyo extremo se hallaban las Jaulas de las aves, con una pequeña plaza en forma de semicírculo, cercana a la ermita de S. Pablo y al delicioso Jardín del Ochavado, que era un rectángulo, en el cual se inscribía un círculo, formado por entoldada galería, tejida con las verdes hojas de los árboles; de este círculo partían ocho radios simétricamente distribuidos, que eran otras tantas calles de follaje cubiertas de flotantes y deliciosas bóvedas, llenando los intersticios olorosas plantas, que embalsamaban lozanas el ambiente y predisponían, en aquellas noches de fiesta, a disfrutar los halagos seductores del amor, en medio del misterio de que tan pagados aparecen Venus y el clásico Cupido»[83].
Aquel famoso ochavado ocupaba lo que es hoy el Parterre. La ermita de San Bruno lindaba con el sitio que fue luego estanque de las campanillas.
Del estanque arrancaba un canal llamado el Mallo o Río grande, «que iba hacia el sitio en que está actualmente emplazada la casa de fieras; de allí, en línea recta, se dirigía al baño de elefantes, torcía a la derecha hasta la plaza en que se alza ahora la estatua del Angel caído, donde se bifurcaba para formar una isla; y, vueltos a juntar los brazos por el olivar de Atocha, seguía a la iglesia de S. Antonio, que también circundaba. El río era en todo este camino navegable. Llegaron de Nápoles para surcado (1639) seis góndolas muy ricas y lucidas, obsequio del virrey duque de Medina de las Torres. Estaban guarnecidas de plata, cosa grandiosa, estimadas en 80.000 ducados. SS. MM. las estimaron mucho, embarcando en ellas las más de las tardes y haciéndolas figurar en las constantes diversiones de la Corte»[84]. Trajeron para dirigidas grumetes expertos, cuyo uniforme era de damasco carmesí, calzones y ropilla blancos, con alamares de seda rosa, medias blancas, ligas rosadas y bonetes rojos[85].
De la puerta de Alcalá al terreno que hoy ocupa el Palacio de Comunicaciones, se extendía la Huerta del Rey, con una ermita de la Magdalena, el cebadero de las aves y otro canal llamado río chico.
Seis ermitas formaban parte del recinto real: cuatro, anteriores a Felipe IV, y otras dos, que en su tiempo se construyeron, las ya citadas de San Bruno y San Antonio. Las ermitas diseminadas por el Retiro eran pequeñas construcciones de ladrillo y de piedra, habitadas en un principio cada una por un fraile jerónimo, de los que tenían su casa común en el monasterio inmediato. Refiriéndose a 1668 (tres años después de morir Felipe IV) escribía el florentino Magalotti: «Ahora están deshabitadas; pero entre todas se hace notar que su belleza la de San Antonio, edificada en el centro de un delicioso jardinillo, y distribuida en cómodos departamentos que dan la vuelta alrededor de la minúscula iglesia, la cual queda justamente en el centro del edificio. Esta ermita fue levantada por unos portugueses»[86].
Hallábase en una isleta formada por un recodo del Río Grande, donde en el siglo XVIII estuvo la Casa de la China o Fábrica de Porcelana, y donde hoy está la estatua del Angel Caído.
El resto del Retiro fue paulatinamente poblándose de templetes, huertas y plantíos. Otra puerta, además de la principal, la del Angel, existente aún, le daba también acceso por su parte trasera.
En conjunto, la nueva fundación constituía una fábrica grandiosa, que casi duplicaba el perímetro de la villa; pero, como hace observar Mesonero Romanos, ofrecía el inconveniente de oponer una barrera, infranqueable entonces, a la expansión del caserío, que tendía a extenderse por el lado oriental; de suerte que las cercas del real sitio «puede decirse que eran las columnas de Hércules, el Non plus ultra para la villa de Madrid por aquel lado»[87].
Los cronistas del siglo XVII que vieron terminada la obra, hablan de ella con pasmo de admiración llena de hipérbole. «Prodigiosa invención —dice Méndez Silva—, cifra de realces primorosos, cuadrada forma torreada, en quien abreviados mares de agua, por dilatados estanques, sin envidias de mayores golfos, marítimas ondas emulan. Florestas, huertas y jardines son excesos de sutil arquitectura, que de escogidos pimpollos dibuja ingeniosos cuadros, ricos penachos y airosos paisajes. Las espaciosas calles to1dadas y entretejidas de plantas, separan con verdes celosías del sol ardientes rayos, conservando matices en las flores y perlas del aurora en sus hojas. Plazas, repartimientos, cuartos de los Reyes, salones, coliseos, pinturas, estatuas y costosos adornos, suspenden por lo grande, por lo poderoso confunden, por lo opulento admiran»[88].
Realmente, el Buen Retiro, con sus lagos, explanadas y grandes salones para espectáculos y fiestas; con sus bosques para la caza; con su mezcla de ermitas católicas y desnudas divinidades paganas; con sus apartados pabellones y rincones floridos y umbrosos, propicios al culto de Eros, era el más adecuado marco para aquel rey galante y libertino, y para aquella Corte caballeresca, sensual y fastuosa. Algunos de sus poéticos lugares quedaron ungidos por el recuerdo de reales o imaginarias aventuras de amor.
Ya aludí antes a la tradición del Ciprés del Buen Retiro[89], el más antiguo árbol de esta especie conservado allí, junto al estanque de las campanillas, a cuyo pie supónese que se entrevistaron la reina Isabel y el conde de Villamediana pocos momentos antes de ser el conde asesinado[90].
Creado el Buen Retiro como lugar de solaz para el cuarto Felipe, cumplió su objeto a maravilla.
Una especie de Carnaval perpetuo habíase instalado en aquel espléndido vergel, y las alegres fiestas gentílicas, con trajes caprichosos, y las pintorescas mascaradas se efectuaban allí en cualquier época del año.
Los aristócratas, como los cómicos, los poetas como las beldades de la corte, acudían a regocijar con su fausto, su ingenio, su inspiración o sus hechizos al epicúreo monarca bajo las frondas propicias del encantado jardín.
Las mojigangas, las zambras moriscas, los certámenes, las justas, las cabalgatas mitológicas, las cuadrillas festivas, los toros y las cañas, los banquetes, las comedias de aparato, las músicas, los bailes y otros mil festejos variados, se sucedían sin interrupción en aquel centro del bullicio y del placer.
Olivares, según escribió su coetáneo Matías de Novoa, pasaba el tiempo «inventando saraos, máscaras, farsas y otras fiestas, en que se perdía el tiempo y quizá algunos negocios de importancia; y parecía más a los de Nínive, a los días de Nerón, y a los últimos de los romanos en el uso y en el proceder»[91].
Claro es que Novoa, enemigo del privado, suele abultar los cargos contra éste.
La primera fiesta fue en el año de 1631, a poco de comenzar las obras del Retiro. Olivares quiso festejar la terminación del Cazadero de liebres[92], y dispuso celebrar con tal motivo la verbena de San Juan en los jardines del Prado, con gran banquete, baile, mascarada y rúa. La fiesta, sancionada con la presencia de los reyes y la flor de la grandeza, dejó recuerdo perdurable en los fastos matritenses.
A fines de 1632, apenas terminadas la plaza y el cuerpo principal del palacio, se efectuó la verdadera inauguración oficial del Buen Retiro, conmemorando allí el nacimiento del príncipe don Fernando, hijo de la emperatriz doña María, hermana del rey[93]. Llegó éste pomposamente al nuevo real sitio, y Olivares, como alcaide honorario de él, salió a recibirle a la puerta, entregándole las llaves de aquella mansión en fuente de plata; llaves que el soberano le restituyó muy satisfecho, como a guardián de tal recinto.
Con esa ocasión hubo un sarao, repartiéndose a las damas bolsillos de ámbar llenos de escudos y cortes de vestidos elegantes. Siguiéronse fiestas suntuosas, que duraron varios días, siendo la primera un juego de cañas[94], en que corrió y alcanzó la victoria Felipe IV, acompañándole en tal deporte el Conde-Duque y varios magnates. Inmortalizó el festejo Lope de Vega cantándole en la Vega del Parnaso, en los versos dedicados A la primera fiesta del Palacio nuevo.
Para correr las cañas se había construido una espaciosa plaza circular, cuyas gradas ocupaban damas de la Corte con lujosos atavíos. Lope las llamó
nuevo pensil hispano,
añadiendo:
sus lugares tenían
concejos, reino, nuncio, embajadores;
la esfera componían
graves ministros, nobles senadores.
«Corriéronse en los siguientes días toros, lanzas y sortijas —escribe Amador de los Ríos— y, como era de esperar, los premios, consistentes en fuentes de plata dorada, fueron ganados por el Rey, quien obsequió con ellas a la Reina y al Príncipe, no pareciendo sino que con la construcción de tan menguado edificio se había logrado triunfo tal, que debía ser con públicos regocijos celebrado».
Para las obras de 1632 tomó la villa, por orden del monarca, 40.000 ducados. Posteriormente contribuyó con otras fuertes sumas, tomadas a daño (como se decía entonces a los préstamos recibidos con interés) a la terminación del Buen Retiro.
En diciembre de 1633, sin terminar las obras ni los jardines, se celebraron dos fiestas de toros y cañas, alquílándose balcones, tablados y nichos de la plaza, que dieron regular rendimiento. En 1633 también, se aumentó la colección zoológica del Gallinero con un león regalado por el duque de Berganza y una tigresa cachorra[95].
Prosiguieron las fiestas sin dilación en los años siguientes. Notables fueron las farsas escénicas acuáticas de 1635, que en otro lugar se reseñan. En ellas se estableció remuneración por presenciarlas, alcanzándose para la Tesorería real la suma de «un cuento y 530.000 maravedís», que casi se duplicó en los festejos de 1636. Empezaron éstos en mayo, por las capitulaciones matrimoniales del conde de Oropesa con la marquesa de Alcaudete, consistiendo en gran cena, música y mascarada; por San Isidro hubo toros en junio, y se representó en julio la Fábula de Dafne, con notables tramoyas ideadas por el ingeniero italiano Cosme Lotti.
Por lucidas, múltiples y ostentosas que fuesen las fiestas de aquel reinado quedaron todas eclipsadas por el brillo, la variedad y la magnificencia que revistieron las de 1637 en el Buen Retiro. Y es lo más singular, que la ocasión o pretexto para el comienzo de ellas fue cosa de tan exigua importancia, respecto a nuestro país, como la elevación de Fernando III de Hungría, primo del monarca, a la dignidad de rey de romanos.
Numerosas y circunstanciadas son las relaciones de época hechas al efecto, y en las cuales basan las suyas algunos modernos escritores[96]. No menos que al cronista oficial del rey, Gonzalo de Meneses, se encargó de escribir una detallada narración de todo.
Felipe IV, que recibió la noticia mencionada en El Pardo, en los primeros días del año aquel, se trasladó con la Corte al Buen Retiro, disponiendo allí los suntuosos festejos, que iban a durar diez días sin interrupción: del 15 al 25 de febrero. Poco antes había llegado a la corte la princesa de Carignan, de la familia de Borbón, que fue ostentosamente recibida por el rey, como en otro lugar se indica; de suerte que coincidieron dos motivos para hacer más lucidas las fiestas, luego renovadas en el mismo año por las festividades religiosas de rúbrica, la venida de los embajadores grisones y de la célebre duquesa de la Chevreuse. Los preparativos del primer festejo fueron considerables. Se empezó por construir una gran plaza de madera, en el mismo lugar donde luego se hizo otra de fábrica, que se llamó «de la Pelota»[97]. Pinelo asegura que para ello «hubo que quitar un monte que allí había desde que Dios crió el mundo», lo cual costó a la villa 100.000 ducados. Leemos en una gaceta coetánea que se despacharon «jueces para traer de los contornos de Madrid hasta 80.000 tablas, que son menester para los tablados que la han de rodear por todas partes. Trabájase con tanta diligencia, así en allanar la plaza como en levantar los tablados, que no se cesa ni de día de domingo ni de fiesta, y el Corregidor ha plantado allí un madero con una argolla, para castigo de los obreros que no cumplen con su tarea, y para ejemplo de los otros»[98].
Quedó formado así un vasto palenque de 608 pies de largo por 480 de ancho, entre edificios de madera de dos pisos, divididos en 408 aposentos, que lucían colgaduras de brocado y ostentaban cenefas de plata en su parte delantera. Descollaba entre ellos el palco real por sus paredes verde y oro provistas de grandes espejos, y sus columnas y techumbres también doradas. Bajo los aposentos había tablados para alojar al público de inferior categoría. Delante de ellos, una cerca rodeaba el palenque, pintada al exterior remedando obra de fábrica, y por dentro adornada con tapices de seda. Por doquier campeaban coronas reales e imperiales, blasones, escudos de armas y divisas.
La primera fiesta se efectuó allí en la noche del 15 de febrero, alumbrándose al efecto la improvisada plaza, en forma que pareció deslumbradora entonces, pues la iluminaban 900 candelabros gigantescos de cuatro luces cada uno. «Estaba coronada de lampiones y linternas de vidrio; los lampiones tenían hachetas, y las linternas media docena de velas de cera blanca. En cada división de aposento había una hacheta de cera blanca, y otra en el aposento a que correspondía. Entre lámpara y lámpara había media docena de linternas, que hacían una hermosísima vista. Encendiéronse todas las luces al anochecer y estaba la plaza hecha un cielo»[99].
El rey, Olivares y los principales nobles, tomaron parte en la fiesta, todos con traje de terciopelo negro y argentado, y jinetes en corceles briosos. Su paso por el centro de Madrid hacia el Buen Retiro fue un acontecimiento. Marchaban delante bandas de música, seguían los magnates con un cirio en la mano, divididos en cuadrillas; detrás Felipe y el privado, luego dos grandes carrozas fantásticas, obra del artífice Cosme Lotti. Cada una de ellas iba iluminada por 100 antorchas, y arrastrada por 24 bueyes con gualdrapas de paño carmesí. Los acompañaban hombres con traje oriental, y cerraban la marcha 40 individuos con disfraz de salvajes. Todos llevaban antorchas, y antorchas tenían encendidas también las gentes, que, alineándose, presenciaban en las calles el paso del cortejo, del cual se hicieron lenguas por mucho tiempo los habitantes de Madrid.
Ya en el palenque la comitiva, el festejo se efectuó del modo que paso a referir, copiando el relato de Pinelo, coincidente, casi al pie de la letra, con los de otras Gacetas o Relaciones.
«La Reina y María de Carignan tenían un aposento cerrado, todo de cristales de arriba abajo, y con sus ventanas, pintado por dentro su techo de grutesco, teniendo los palenques y estafermos delante. Habiéndose S. M. vestido en casa de Carlos Stratta (banquero genovés), que es la del Marqués de Spínola[100]… y encendidas en la plaza todas las luces, entraron en ella… primeramente los tres padrinos, después los de la máscara de manera derecha, el Rey y el Conde-Duque haciendo sus caracoles[101]. Eran el todo 16 cuadrillas, y cada cuadrilla de a 13, con costosísimas libreas, y llevando cada uno una hacha en la mano, acompañados también de criados que las llevaban. Siguieron tras éstos dos carros de excelente arquitectura, en ellos diversos personajes y música, adornados de infinitas luces, los cuales, habiendo llegado hasta delante de la Reina, se apartaron, y, divididos, salieron dando vuelta, como habían hecho los caballeros. Tornaron éstos segunda vez a entrar con otros caballos e hicieron sus demás caracoles y lazos que suelen, representando una viva imagen de batalla y escaramuza. Tornaron también los carros, para cantar y representar los que en ellos venían… Se representó un diálogo de Calderón titulado La paz y la guerra… Y finalmente, el Rey y algunos caballeros, porque no todos corrieron el estafermo… Y con esto se dio fin a estas fiestas, que fueron tenidas por las más grandiosas que jamás se han visto, porque sólo el aparejo de la plaza costó 30.000 ducados; los dos carros, 3.000; 7.000 luces se contaron alrededor de la plaza, cuyo gasto montó a más de 8.000 ducados; las libreas fueron de gran valor; de suerte que el gasto de la fiesta y el haber allanado la plaza se estima que llegó a 300.000 ducados».
Tal prodigalidad dio lugar a esta copla:
Buenos están los faroles,
la plazuela y plateado;
medio millón se ha gastado
solamente en caracoles.
«Dicen los discursistas que tan grande acción ha tenido otro fin que el de recreación y pasatiempo, y que fue también ostentación para que el Cardenal Richelieu, nuestro amigo, sepa que aún hay dinero en el mundo que gastar y con qué castigar a su Rey… Hubo muchas ventanas vacías y lugares desocupados. Los de los tablados, que al principio se alquilaron en un doblón, se vinieron a la postre a darlos en un real y en cuatro cuartos»[102].
Pocos días después, en 19 de febrero, se verificó en el palacio del Buen Retiro un certamen de improvisación poética, del cual se trató en otro capítulo.
El día 22 costeó el protonotario de Aragón una mojiganga a uso de su tierra, «interviniendo como actores en ella todos los oficiales del Estado, a caballo, con máscara y trajes muy peregrinos, quienes subieron luego a un tablado que había en la plaza, para alegrar el concurso con danzas al estilo aragonés, al castellano y al morisco, finalizando el día con una comedia. El sábado 28, anterior a Carnaval, hubo cucañas y diversos juegos de carnestolendas, apedreándose las damas con huevos de olor; el domingo 29 prosiguieron las fiestas con mojigangas y comedias. El lunes de Carnaval, 1.o de marzo, se corrieron alcancías (cañas en que los caballeros tiraban huevos y se defendían con rodelas de madera; algo parecido a las serpentinas de ahora), poniéndose en escena por la noche la comedia de Rojas El robo de las sabinas, que tan aceptable y simpática debía ser por su argumento a la disipada Corte»[103].
El martes de Carnestolendas salió la mojiganga municipal. Dividíase en cuadrillas, y había en ella pasos procesionales, como en Semana Santa. Los enmascarados llevaban graciosos motes al estilo de la época, fecunda en epigramáticas inscripciones y en sangrientas pullas. Una cuadrilla de escribanos presentaba este letrero:
Todos los de esta cuadrilla
son los gatos de la villa.
Otra comparsa de portugueses, vestidos con pieles de carnero, pelo adentro, llevaba el siguiente cartel:
Sisas, alcabalas y papel de Estado,
me tienen desollado.
La respetabilidad de las Ordenes militares y monásticas no las libró de la vena satírica y la mordacidad burlesca, puesto que otra de las cuadrillas que salieron el día citado ostentaba un crecido número de cruces y hábitos con el rótulo: «Esto se vende». Y entre las máscaras se veía un teatino perseguido por un irritado demonio, que decía:
Voy corriendo por la posta
tras el padre Salazar,
y juro a Dios y a esta cruz
que no le puedo alcanzar.
También los cardenales eran zaheridos despiadadamente, y presentados a las risotadas de la muchedumbre, en actitud no muy conforme con la seriedad de su cargo.
«A muchos —prosigue una relación coetánea antedicha— ha parecido demasiada libertad la de un borrachón, que, teniendo en la mano un cuerno, el mayor que he visto en mi vida, y un cántaro de agua en la otra, que iba echando en el cuerno, la bebía, diciendo a voces: “Nadie diga de este agua no beberé”, y lo repitió delante de S. M. y de las damas».
«No cuento nada de los demás que salieron a esta fiesta vestidos de cardenales, echando absoluciones y otras cosas… No se atrevió a salir el que había hecho un vestido de papel sellado. Siguieron los carros [a las cuadrillas]; los dos primeros fueron los de la basura, llenos de esportilleros y pícaros, que, con campanas, cascabeles, sartenes y almireces, hacían un grandísimo ruido. Venía después otro, en que se reconocía una cama de campo, con un borrico en ella, asistido de frailes que ayudaban a bien morir, y de médicos que, mirando la orina en los orinales, la bebían, porque era vino, y brindaban a los frailes, que hacían la razón; y fáltame ahora la memoria para contar las demás circunstancias. Habiendo todas pasado procesionalmente delante de SS. MM., que las miraron con atención y gusto, subieron al cadalso, y en él bailaron todas, la una en pos de la otra… Rematáronse las fiestas con una famosa comedia, que se representó en el salón (que era el Don Quijote de la Mancha, de Calderón de la Barca), y no siendo de ordinario exentas las fiestas de algunas desgracias, ha habido en éstas muchos palos, heridas y rempujones»[104].
En aquel propio mes de marzo, dos compañías de jinetes de Andalucía, con rumbo a Navarra, hicieron ante el rey un simulacro de combate, y pocos días después efectuóse una fiesta de sortija y estafermo, durante la cual se presentó uno con un cuartago que aparentaba, como él, estar desollado, y un letrero que decía:
Salgo triste, desollado,
por este papel sellado.
Otro llevaba varios jumentos y el cartel siguiente:
Buenos son estos señores
para ser corregidores.
Uno y otro sufrieron castigos por la broma, recibiendo el primero doscientos azotes.
«Las noches de S. Juan y S. Pedro fueron celebradas con grandes festejos, comedias y músicas; las tramoyas para cambiar de decoraciones, tres veces en hora y media, costaron 6.000 ducados. Hubo una danza de planetas y en vestidos y aparatos de carros se gastaron 20.000 ducados. Para la regata, que costó 800.000, llegó un gran número de estatuas de bronce, de más de cuarenta arrobas cada una, y entraron con tan mal pie, que una de ellas aplastó la cabeza de un hombre. El 28 de noviembre llegaron los embajadores de los grisones, y con tal motivo hubo fiestas, cuyo importe ascendió de 6 a 7.000 ducados. El 6 de diciembre entró con gran aparato en Madrid María Rohan-Montbazon, duquesa de Chevreuse, a quien ha pintado Dumas de tan picante modo en sus Mosqueteros; y, en obsequio suyo, hubo fiestas de todas clases: juegos de cañas y sortijas, toros, máscaras, funciones teatrales y diversiones acuáticas en el Retiro y monterías en El Pardo. Los poetas entonaron sus cánticos en alabanza de la duquesa, y, por último, Velázquez hizo su retrato»[105].
Aunque con menos esplendor, prosiguieron las fiestas en los años siguientes. El Carnaval de 1638 se solemnizó «con juegos de estafermo y sortija, a que siguieron corridas de toros, en que se lancearon no menos de 28, rejoneando entre otros don Juan Pacheco, heredero del Marqués de Cerralbo, y en el Carnaval hubo máscaras y comedias, a que fueron convidados los religiosos de todas las comunidades y algunos predicadores, haciéndose el martes, por vía de entremés, La boda de una dama, en que se repartieron los papeles los caballeros»[106].
En 3 de diciembre de 1640 hubo corrida de toros en la plaza pequeña del real sitio, a la que asistieron el embajador de Dinamarca y un hijo ilegítimo del rey de este país, toreando, entre otros caballeros, el almirante de Aragón, los marqueses de Guadaleste y Almenara, y el tan reputado lidiador conde de Cantillana[107].
Durante los espectáculos no dejaron de sobrevenir incidentes funestos, tenidos algunos como signos de presagio fatal.
Así en la noche de San Juan de 1639, a punto de dirigirse los reyes a tomar un estrado o balcón, alzado para que presenciasen unas danzas, se rompió un estanque, que se hallaba detrás y en alto, inundando y destrozando el balcón, cosa que de ser minutos después hubiera acarreado una catástrofe. En igual noche del año siguiente, 1640, se representaba una fiesta dramático-mitológica en la isleta central del estanque grande, ocupando la orquesta y los espectadores gran número de barcas. En plena función, una fuerte corriente de viento apagó las luces, arrastró los toldos del tablado y los artificios teatrales y dispersó las embarcaciones, estando a punto de hacerlas zozobrar con gran riesgo de sus ocupantes, que se salvaron a nado. Hubo heridos y contusos[108].
En las Carnestolendas de 1641 se incendió el palacio, ardiendo sus dos principales torres y un lienzo de la pared que miraba a Madrid, con lo que perdiéronse cuadros, muebles y alhajas de valía, muriendo algunas personas que acudieron a sofocarle.
El rey, la reina y las damas, a medio vestir, salieron o fueron sacados de sus habitaciones, donde había prendido el voraz elemento, que duró más de un día sin interrupción.
«Alborotóse Madrid, y acudió todo al lugar, unos al robo, otros al remedio. Rodearon las guardas todas, hasta las viejas de Castilla, el sitio. Entraron dentro las Religiones, Grandes, Señores y Caballeros; y, sobre ser día muy claro y sereno, como de verano, ardía por diversas partes como si fuera un leño muy seco»[109].
Según escribe el antes citado historiador de la villa y corte… «estas tres calamidades, ocurridas en el espacio de pocos meses al nuevo Real Sitio, dieron pábulo a los comentarios del vulgo malicioso, el cual, aludiendo a ellas y a la privanza de su fundador, el odiado Conde-Duque, se dejó decir que en la primera ocasión se había dado en agua, en la segunda en aire, en la tercera en fuego, y a la cuarta daría en tierra, como así sucedió efectivamente de allí a poco, en enero de 1643, en que cayó de su alto valimiento…»[110].
Dado el entusiasmo que a Felipe IV inspiraban las comedias, es consiguiente que aquel real sitio, creado para su placer, no podía estar sin lugar a propósito para representaciones teatrales, que permitieran al rey satisfacer su distracción favorita, sin el incógnito y el misterio con que asistía a veces a los corrales públicos.
Al construirse el palacio del Buen Retiro se dispuso en su ala meridional un salón ad hoc para representaciones teatrales. Después, en 1639, se levantó el llamado Coliseo del Buen Retiro, más amplio y suntuoso que los corrales públicos y adecuado para las más varias complicaciones de tramoya[111]. Trabajó mucho en su preparación y ornato el pintor e ingeniero florentino Baccio del Bianco [112].
Era el teatro oficial de la Corte, y durante cierto tiempo sólo asistían a él las personas distinguidas que el soberano gustaba de invitar.
Sin embargo, la mayoría de las veces estaba abierto al público, y aun con entradas de pago, al menos en parte de las localidades.
Leemos en un Aviso de Pellicer: «Hase empezado a representar en el teatro de la comedia, fabricado dentro, y concurre la gente lo mismo que a los de la Cruz y del Príncipe, celebrándose para los hospitales y autores de la farsa»[113].
Tal uso acabó, al morir Felipe IV, sin duda por acarrear escándalos y molestias. Así, Mme. d’Aulnoy, refiriéndose a la visita que catorce años después hizo al coliseo, escribía: «Antes dejábase asistir mucha gente a estas representaciones, aun cuando el Rey las presenciara; pero esta costumbre ha cambiado, y ya no entran en la sala más que los grandes señores…»[114].
Como obra real, era el nuevo edificio muy superior a los corrales de la Cruz y del Príncipe, en su construcción y artificios escénicos. Al revés de estos últimos, constituía aquél un local cerrado por todas partes, y provisto de techumbre como los teatros de hoy. El salón destinado al público era menor que en ellos; pero el escenario los aventajaba en magnitud, y podía abrirse por el fondo hacia el jardín, haciendo que éste formara también parte del edificio destinado a las representaciones cuando se trataba de paisajes con árboles —preludio del novísimo teatro de la Naturaleza—. Además, tal ensanchamiento permitía mayor amplitud escénica a las obras que necesitaban movilidad y abundancia de personajes.
Dos relatos de extranjeros que asistieron a representaciones en aquel teatro por entonces, Bertaut y madame d’ Aulnoy, nos permiten conocer aspectos del mismo y la etiqueta que entre los asistentes se practicaba.
El primero de ellos, refiriendo una representación[115] dada en 1659 en honor del embajador francés, mariscal Grammont, que venía a solicitar la mano de la infanta María Teresa para Luis XIV, escribía: «El salón estaba sólo alumbrado por seis antorchas, o más bien seis grandes cirios en candelabros de plata, de un tamaño verdaderamente gigantesco. A ambos lados del salón, y fronteras uno del otro, hay dos palcos o tribunas con cancelas de hierro. Ocuparon uno las infantas y algunas personas de Palacio, y destinóse el otro al Mariscal. A lo largo de los dos costados había dos filas de bancos cubiertos con tapices de Persia, y una docena de damas vino a sentarse en aquella alfombra, unas enfrente de otras, apoyando sus espaldas en los bancos posteriores. Mucho más abajo, hacia el escenario, estaban algunos señores en pie… Nosotros, los franceses, nos hallábamos también de pie, detrás del banco en que se apoyaban las damas. Entraron luego el Rey, la Reina y la Infanta, llevando delante una vela una de las damas. El Rey, al entrar, saludó a todas ellas, quitándose el sombrero, y se sentó en un cancel; la Reina a su izquierda y la Infanta a la izquierda de la Reina. El Rey, durante toda la representación, salvo una sola palabra que dijo a su esposa, no movió pie, ni mano, ni cabeza, solamente volvió los ojos a un lado y a otro, y cerca de él sólo había un enano. Terminada la comedia, abrazáronse todas las damas y fueron saliendo una tras otra, juntándose en medio, como en los Divinos Oficios salen los canónigos de sus sillones; asiéronse de las manos e hiciéronse mutuamente reverencias, que duraron un cuarto de hora, porque las hacían una tras otra. En tanto, el Rey estaba con el sombrero en la mano. Al fin se levantó también e hizo una reverencia a la Reina, la cual hizo lo propio con la Infanta»[116].
«El teatro —escribía Mme. d’Aulnoy— es muy bonito…; está pintado y dorado, y sus aposentos se cierran con celosías semejantes a los de la Opera en París… En el que ocupa el Rey son doradas… Es magnífico… Con mucho desahogo pueden estar 15 personas en cada uno de los aposentos… El salón… de bastante capacidad, está hermoseado por estatuas y bellas pinturas… No hay orquesta ni anfiteatro, y el público se sienta en largos bancos»[117].
Del relato de Bertaut (algo adulterado en la transcripción de Schack) resulta que las damas se sentaban sobre alfombras, por ser uso de la época que no estuvieran sentadas en alto.
Otra superioridad del escenario del Buen Retiro, era su adecuada disposición para efectos de complicada tramoya y de gran aparato escénico, desconocidos en los humildes corrales públicos, y por los que tenía singular predilección el rey, como por todo lo vistoso, magnífico e impresionante. La propiedad, exactitud y verdad histórica en las representaciones de antiguo asunto, brillaban por su ausencia, igual que en los públicos coliseos; pero, en cambio, se prodigaban los efectos maravillosos, trucos de ingenioso artificio, riqueza en trajes y decorado. Halagando los gustos del rey, menudeaban obras de puro espectáculo, que recuerdan algo a las comedias de magia —entusiasmo de nuestros abuelos— y a las brillantes operetas, y aun más fastuosas revistas que se han sucedido hoy en el favor de cierto público, aunque con asuntos distintos, preferentemente religiosos, mitológicos y caballerescos, que entonces el gusto exigía, y que daban ocasión a cuadros de gran visualidad y transformaciones sorprendentes. En tales obras, cual en las modernas análogas, la literatura era lo de menos, y lo esencial el arte del maquinista y del decorador, como ahora, aunque hoy haya que añadir a esos recursos los efectos de la luz eléctrica y de los desnudos de tiples, coristas y figurantas.
Ante los ojos del atónito espectador se hacían surgir inundaciones, lluvias de fuego, tempestades furiosas, terremotos, o bien aparecían centenares de comparsas en desfile de ejércitos y pasos de procesiones. Las más costosas de tales farsas se reservaban para grandes solemnidades, componiéndose ad hoc por los poetas cesáreos.
El rey tuvo a su disposición tramoyistas y pintores teatrales expertos, como el valenciano Candi y otros venidos exprofeso de Italia, donde la mecánica teatral estaba en su cumbre. Así, Vaggio y el diestrísimo artífice de Florencia Cosme Lotti, a quien Felipe IV tomó a su servicio, y que fue el tramoyista máximo de su reinado y el alma de sus farsas escénicas: un formidable metteur en scène (como se diría hoy).
«No es posible dudar —escribe Schack— de que había llevado a tal perfección su arte, que quizá no fuese aventajado, ni aun por los maquinistas de ópera de nuestra época»[118]. No sólo sabía figurar montañas vomitando fuego y temblores de tierra; la mar, con navíos que la cruzaban en distintas direcciones; palacios de la más rica y artística arquitectura; el Olimpo, con la asamblea de los dioses en su cima; y el Tártaro, con los condenados allá en lo hondo; todo ello de una manera maravillosa; sino castillos, que aparecían de repente con la varita mágica; a Faetonte, dirigiendo el carro del sol y precipitándose luego en el abismo; a Perseo, que cabalga por los aires montado en el Pegaso; a Venus, atravesando el cielo en un carro de nubes tirado por cisnes. No se escaseaban, sin duda, los gastos, por cuantiosos que fueran, para representar esas escenas con todo el brillo posible[119].
Afirma el mismo historiador de nuestro teatro que ese lujo escénico, desconocido en los primeros tiempos del siglo XVII, contribuyó a la decadencia teatral; pues si en dramaturgos del fuste de Calderón pudo armonizarse, y no siempre, el valor literario con los efectos de visualidad, en los cultivadores que vinieron después, sin su estro soberano, contribuyó a matar la espontaneidad, por el forzado pie de las tramoyas, haciendo de éstas, y no de la obra dramática en sí, el objeto del primordial interés[120].
¿No es eso lo propio que ha dicho mil veces la crítica actual respecto a una zona extensa del teatro contemporáneo, sostenido por efectos de luz, turgencias femeninas y filigranas de atrezo y decoración?
Las funciones del Buen Retiro duraban cinco o seis horas, sirviéndose a los asistentes durante ellas manjares y refrescos. En cada una solían invertirse muchos miles de ducados[121].
Muchas fueron las comedias que se representaron en el coliseo real, especialmente con ocasión de fiestas palatinas, componiéndose con frecuencia, a propósito para tales solemnidades, por los más altos ingenios dramáticos de la corte, tales como Rojas, Solís, Mendoza y Calderón. Solía llamarse para el caso a las compañías más prestigiosas de comediantes que actuaban dentro o fuera de Madrid; pero no era cosa desusada que las interpretasen las meninas o damas de la reina, los nobles, los cortesanos y hasta las mismas reales personas.
Se inauguró el teatro del Buen Retiro el 4 de febrero de 1640, con el estreno de la obra de Rojas Zorrilla Los Bandos de Verona, representada por la compañía de Bartolomé Romero, asistiendo gente que pagó su entrada como en los corrales públicos[122].
Continuaron las representaciones los años siguientes, aunque no constan las obras que se representaron. Entre las que dejaron mayor recuerdo, figuran La fábula de Perseo, en 1654, compuesta por Calderón para festejar el restablecimiento de la reina doña Mariana de una enfermedad, y otra, también de asunto mitológico, Psiquis y Cupido, escrita por don Antonio de Solís, y que se representó con gran lujo y aparato en 1658, como término de las fiestas destinadas a conmemorar el nacimiento del príncipe Felipe Próspero. Las máquinas escénicas construidas para esta función, lo fueron por el ingeniero italiano Antonozzi. Desde 1661, las representaciones de aquel teatro tenían como inspector al duque de Medina de las Torres, nombrado por real decreto[123].
A veces, para la representación de una obra se construyeron tres escenarios distintos, uno para cada acto, actuando en cada uno de ellos diversa compañía. Así se interpreto Los tres mayores prodigios, de Calderón[124].
No sólo se representaban obras escénicas en el teatro del Buen Retiro, sino que los jardines y el estanque grande servían a veces para el mismo fin, convenientemente dispuestos.
«La noche de S. Juan (1640) —escribe Pinelo— hubo en el Retiro muchos festines y, entre ellos, una comedia representada sobre el estanque grande con máquina, tramoyas, luces y toldos; todo fundado sobre las barcas. Estando representando, se levantó un torbellino de viento tan furioso, que lo desbarató todo, y algunas personas peligraron de golpes y caídas»[125].
Este fue el percance aéreo a que aludo en otro lugar. Fue preciso suspender la comedia que se representaba, y era una de Calderón llamada Certamen de amor y celos, compuesta a propósito para aquella ocasión por encargo del rey[126].
De otra farsa acuática mitológica y de gran aparato, representada en el propio lugar, y que llegó a puerto feliz, sin tropiezo, tenemos detalladísimas descripciones de la época, que extractamos aquí por su extensión desmedida. Titulábase la tal Los encantos de Circe. La isla central del estanque estaba revestida de corales, moluscos y otros productos marinos, adornándola cascadas con surtidores de agua, que caían al estanque, y en su recinto destacaba un alto monte cubierto de árboles.
Empezó la fiesta con una loa, en que aparecía la diosa del mar sentada en su trono, en el interior de una barca, arrastrada por dos grandes peces y rodeada de nereidas y tritones, que cantaban y bailaban en el agua. De las vestiduras de la diosa surgían surtidores del mismo líquido. Comenzaba la comedia con la representación del navío de Ulises, grande, dorado y con gallardetes, donde iba el famoso rey de Itaca con sus compañeros. Leones, tigres y otros animales feroces salían a recibirlos, y los árboles exhalaban una dulce música de encantamiento. Surgía al punto horrísona tempestad. Un relámpago brillaba en lo alto del monte, y éste desaparecía bajo su luz, trocándose en maravilloso palacio de oro, mármol, cristal y pedrería, con estatuas y mágicos jardines en torno. Ante él veíase a la maga Circe, señora de la isla, sentada en su trono y rodeada por sus doncellas. A una señal suya, surgía de la tierra una mesa magnífica con suculentos manjares y vinos exquisitos, que se ofrecían a los huéspedes. Estos, apenas los gustaban, quedaban convertidos en cerdos, como todos los que a la isla fatal iban abordando. Uno sólo se sustraía al maleficio, y marchaba en busca de Ulises a darle cuenta de tal desventura. Intentaba el jefe griego marchar a destruir el encanto; pero una voz, de un árbol exhalada, le advertía el riesgo con que le iban a amenazar los artificios de la astuta hechicera. Para anulados, recibía entonces del cielo el presente de una flor, que le bajaba el dios Mercurio. Con ese talismán se atrevía Ulises a comparecer ante Circe; pero la belleza y las seducciones de ésta arrastrábanle a una repentina y arrolladora pasión, que le hacía seguir a la funesta deidad. Embarcaba con ella en una lancha, entregándose a un apasionado idilio, y tras la pareja seguían seis Cupidos con otras tantas damas, emparejados también, en barcas diferentes.
Eso daba a los actores ocasión de recorrer, en efecto, el estanque embarcados. Para rendir a Ulises pleitesía, mostrábanse en la superficie del agua los monstruos del mar. Ballenas y delfines arrojaban al aire columnas de agua olorosa, que salpicaba a los espectadores. Tritones y sirenas bailaban en derredor de la barca que conducía a los reales enamorados. Aparecía después la Virtud, pretendiendo librar a Ulises de la pérfida que le absorbía. Esta evocaba en su defensa visiones terribles, pero era derrotada al fin, y, al caer en sus brazos el héroe griego, el encanto se disipaba, derrumbándose el palacio, sepultando a sus moradores, y los encantados en figura animal recobraban su verdadera forma humana[127].
Recordaban tales representaciones las antiguas naumaquias de los romanos, y, aunque con aparato mayor, las pantomimas acuáticas que en nuestros días han constituido números de circo.
El real sitio del Buen Retiro dejó, pues, una estela brillantísima en los anales de la pompa regia y del epicureísmo cortesano.
Fue la apoteosis del placer, de la galantería, del arte decorativo, del lujo, de la magnificencia, de la visualidad. Ni Babilonia, ni Roma, ni Venecia, ni París disfrutaron tal vez de fiestas más ruidosas y alegres, de pedestal más propicio para cimentar las glorias fáciles de un soberano gozador.
Pero hasta aquel paraíso no llegaban los clamores públicos. El rey, arrastrado en él por el vértigo del bullicio, pasó los mejores años de su largo reinado ajeno a los graves problemas de gobierno. Y mientras se agotaban allí el ingenio y las arcas del Tesoro en combinar nuevos y divertidos espectáculos, perdíamos Portugal y el Rosellón, sufríamos sangrientas insurrecciones en Cataluña, Nápoles y Sicilia, fraguábanse planes separatistas en Andalucía y Aragón, carecíamos de recursos para pagar a nuestros soldados, que luchaban en media Europa, y a quienes el hambre obligaba a la indisciplina y a la depredación; y nuestros tercios, de gloriosa historia, caían definitivamente deshechos en Montesclaros y en Rocroy[128].