Las fiestas durante el primer matrimonio del rey

XLII. Solemnidades inaugurales del reinado

En los fastos de la monarquía española no se hallará, probablemente, reinado alguno más abundante en fiestas cortesanas que el de Felipe IV. Contrastaban, en verdad, la alegría, el bullicio y el despilfarro de tales divertimentos con la miseria pública y con los reveses militares y políticos, que iban arrastrando a España en la vorágine de la decadencia y la ruina.

Sólo la elegante y refinada Corte de Versalles, donde brillaba el Rey Sol con pompa cortesana no igualada jamás en los tiempos modernos, podía admitir comparación con el esplendor y el fausto de la Corte, a la vez mojigata y libertina, del cuarto Felipe.

Tenía ésta en sus festejos un espíritu pagano, jocundo y sensual, mal encubierto por las exterioridades de un ritualismo católico extremado, por la severidad de la negra ropilla que vestían aún los más altos personajes, y hasta por el gesto solemne, impenetrable y hierático adoptado por el rey siempre que se presentaba en público.

Tales apariencias eran lo único que ya restaba de la tradicional sencillez, casi cenobítica, que había tenido la Corte en el siglo XVI.

Hay que reconocer, no obstante, en obsequio a la verdad, que las fiestas palatinas de más coste, brillantez y estruendo se efectuaron en la primera parte de aquel reinado, desde 1621 a 1640; es decir, durante la juventud del rey y antes de las grandes catástrofes, que dentro y fuera de la península desmembraron el territorio español y amenazaron su total fraccionamiento.

Adolescente el monarca, que contaba dieciséis años al heredar el trono, y sólo ansiaba entonces diversiones y placeres; casado con una princesa de dieciocho abriles, como Isabel de Borbón, no menos dada a las fiestas, como educada en la alegre Corte de su padre, el bearnés Enrique IV de Francia, y gobernando un favorito como el conde-duque de Olivares, joven aún al empezar a ejercer su cargo, pues sólo tenía treinta y seis años, y deseoso de halagar los gustos regios para conservar y acrecentar su privanza, se explica bien el vértigo de espectáculos y fiestas a que la Corte iba a entregarse. Y claro es que, siendo la imitación de las inclinaciones soberanas achaque inveterado de las cámaras regias, magnates y cortesanos compitieron en inventiva y derroche para organizar en obsequio de Felipe magníficos festejos[1].

Para ello dieron ocasión sucesos de la más varia índole: llegada a Madrid de embajadores, príncipes o altos dignatarios extranjeros; canonizaciones de santos; nacimientos, bautizos o juras de vástagos reales; funciones de iglesias y conventos en honor de bienaventurados o de obispos; elección de príncipes de la Casa de Austria para altas dignidades extranjeras; bodas reales; noticias o rumores de alguna victoria de nuestras armas, aun siendo tan menguadas las que entonces alcanzamos; festividades periódicas consagradas por el almanaque, como San Juan, Carnestolendas, y las demás que daban coyuntura al esparcimiento del vecindario. Todo era aprovechado para que el Madrid cortesano y oficial ardiese en fiestas, como en el romance morisco de Moratín.

La primera de esta índole fue la celebrada en la plaza Mayor el 2 de mayo de 1621, con ocasión de alzar la villa matritense pendones por el nuevo rey Felipe IV dos días después de morir su padre Felipe III. Entre los espectáculos que con tal motivo costeó la capital de España, figuraron unos fuegos artificiales muy artísticos y lujosos, que representaban las armas de Madrid. Constituyeron el derroche inicial del reinado, y de él se quejaba ya Villamediana en la composición que empieza:

Señores, yo me consumo.

¿Hay tan grande maravilla?

¡Que haya gastado la villa

tres mil ducados en humo!

Terminado el año de luto que la corte dedicó al difunto monarca Felipe III, empezaron en 1622 las festividades del nuevo reinado, que habían de ser tan memorables. Las inició y organizó la gentil soberana, preparándolas para la primavera, propicia siempre a la expansión del espíritu y a la eflorescencia amorosa. Lucieron en ellas flores de amor, nacidas en los más espléndidos vergeles cortesanos, y que habían de ser también flores de sangre.

XLIII. Villamediana e Isabel de Borbón.— Una comedia de espectáculo y un espectáculo que parece de comedia

Las famosas fiestas primaverales de 1622 iban a tener, como su más adecuado marco, los vergeles de Aranjuez, uno de los más frecuentados sitios reales de la época. Todo conforme al uso de entonces y al gusto de los soberanos. La reina, que asumió la dirección de los festejos, encargó, según parece, a su gentilhombre el conde de Villamediana la composición de una obra escénica de gran espectáculo, como las que en Italia se interpretaban, y de que el conde era buen conocedor por haber estado allí.

La infanta doña María, hermana del rey, las damas de Palacio y la misma reina, tomarían parte en la representación. Para ella levantó el ingeniero Fontana, en el Jardín de la Isla, de aquel sitio real, un improvisado teatro de madera y lienzo con catorce arcos de estilo dórico, cuyo techo remedaba la bóveda celeste, festoneada de estrellas y velada por nubes, y al que servían de adorno estatuas y esferas cristalinas.

Don Juan de Tassis, conde de Villamediana y correo mayor del reino, desterrado en tiempo de Felipe III por sus ataques al Gobierno anterior, y reintegrado ahora a la gracia de los reyes, seguía siendo el poeta satírico mordaz, el prócer arrogante, lleno de audacia, de corrupción, de insolencia y desenfado; el Tenorio eterno, a pesar de no ser ya un joven. Y se destacaba en aquella Corte frívola y disoluta por la viveza de su ingenio, la elegancia y gallardía de su porte, la amenidad y gracejo de su lenguaje y su proverbial galantería con las damas, no menos que por la amenidad de su humor, el alarde de sus vicios y el atrevimiento de sus palabras y actos.

La pública voz le acusaba de haber osado poner su amoroso pensamiento en una belleza augusta, que había de sede fatal. Y los que veían sus asiduas visitas a Palacio y su intervención, como organizador, en las fiestas regias, a que le daba derecho su refinado buen gusto; los que leían los misteriosos versos de Villamediana, donde era ponderado su amor calificándosele de imposible, por elevar su vuelo a mucha altura, o las poesías eróticas dedicadas a Belisa, nombre en que los maliciosos cortesanos creían ver un anagrama de Isabel; todos ellos lanzaban a los vientos los nombres de Villamediana e Isabel de Borbón, unidos en inmoral consorcio.

Las farsas escénicas de Aranjuez iban a dar enorme pábulo a la murmuración de los maldicientes.

Se efectuó allí la preparada fiesta en la noche de San Isidro[2], empezando por una mascarada alegórica de tramoya complicada; hubo figuras mitológicas, que entraban en escena sobre carros de cristal; otra que volaba a lo alto sobre un águila dorada, y árboles que se abrían para dar paso a ninfas cantoras; todo a cargo de linajudas doncellas.

Recitó luego la indispensable loa preliminar [3] la hija de los condes de Olivares, niña de pocos años, y pasó a representarse la comedia de Villamediana, hecha ad hoc, llamada La gloria de Niquea[4], producción de insignificante fábula, donde alternaban la recitación y el canto, y que, como nuestras actuales revistas, daba pretexto para lucir trajes y adornos las mujeres y para efectos de visualidad escénica.

Era de aquel linaje de obras en que, según frase de un poeta cortesano, «la vista lleva mejor parte que el oído»[5]; de las llamadas entonces invenciones, para distinguirlas de las comedias usuales, aunque, por su carácter mitológico y gongorino, la llame su reciente comentador comedia culta[6].

Basábase La gloria en una novela caballeresca, El Amadís de Grecia, y tenía, naturalmente, escenas de encantamiento y maravillosas transformaciones. En uno de los momentos culminantes abríase una montaña, dejando al descubierto un suntuoso palacio de oro y espejos, donde brillaba en su trono la reina de la hermosura, que no era sino la propia esposa de Felipe IV en persona.

Terminada la representación, trasladáronse los reyes y la corte al Jardín de los Negros, donde también se había improvisado otro teatro para hacer en él la segunda comedia de aquella noche, que era de Lope de Vega, y de no menor aparato, compuesta a propósito para tal ocasión, y se titulaba El vellocino de oro. El poeta cortesano Antonio de Mendoza refiere dicha representación en un largo romance, diciendo:

Escucha: ¿qué ruido es ése?

Que en el Jardín de los negros,

entre selva y edificio,

es lo dudoso más cierto.

Otro segundo teatro

miro, si no del primero

competencia, ya de todos

admirable menosprecio[7].

Al comenzar el segundo cuadro, una antorcha encendida, cayendo sobre un dosel[8] y propagándose al ramaje, convirtió rápidamente en hoguera la techumbre del teatro, y causó la natural confusión en los circunstantes.

Un romance del poeta cortesano Mendoza dice que el rey sacó en brazos a la reina y a la infanta, y que sobre el suceso esparciéronse por Madrid falsas hablillas.

Estas hablillas, según el poeta circunspecto, y realidades en opinión de casi todo el mundo, aseguraban que no fue el rey, sino Víllamediana, quien condujo en sus brazos a la reina Isabel, desmayada, para salvarla del siniestro; y esta circunstancia y el no aparecer muy claro el origen del mismo, dieron lugar a la maledicencia para suponer que el fuego había sido provocado a propósito por el enamorado conde, a fin de poder gozar del gratísimo favor de estrechar en sus brazos a la soberana[9].

Según unos, el audaz prócer logró escabullirse por una escalera de servicio con su preciosa carga, para disfrutar de su dulce peso a solas algunos minutos; pero un paje lo advirtió y avisó al Conde-Duque, quien a la vez comunicó la noticia de tal osadía al rey. Según otros, fue el mismo Felipe IV quien, corriendo presuroso en busca de la reina para librarla de las llamas, y no hallándola en el teatro, recorrió los bosquecillos próximos y la encontró entre la enramada en brazos del conde.

XLIV. «Picar alto». «Amores reales»

Varias anécdotas, irrespetuosas para el decoro de la majestad, se han contado respecto a la pretendida pasión de Víllamediana hacia la reina[10], y, aunque son muy conocidas, no pueden dejar de recordarse aquí.

Dice una de ellas que, estando una vez asomada la reina Isabel a un balcón de Palacio, alguien, que allí se llegó cautelosamente, tapó con las manos sus ojos. Isabel, dando por supuesto que el atrevido era el magnate que osaba cortejarla, exclamó, queriendo desasirse: «¡Estaos quieto, conde!». Pero al volverse vio, con la impresión consiguiente, que quien en chanza se había permitido esa libertad no era sino el rey en persona. Y como éste, sorprendido o airado, mostrara su extrañeza porque su mujer le diera tal título, la linda francesita salió del difícil trance con esta ingeniosa contestación:

—¿Pues qué? ¿No sois conde de Barcelona?

Sabido es que los reyes de España conservaban tal nombre, como el de señores de Vizcaya y soberanos en particular de todos los que fueran antiguos Estados de su corona.

Otro rumor aseguraba que, a poco de conocer Villamediana a la reina, como ésta, interesada por sus poesías amatorias, le preguntara quién era la dama de sus ilusiones, aquél prometió decírselo al siguiente día, y su respuesta fue mandarle un espejo con unos versos[11].

Otra relación refiere que, en una corrida de toros, la reina, admirada de las proezas que realizaba Villamediana, aficionado a la lidia de tales reses, y diestrísimo jinete y rejoneador, dijo al rey Felipe:

—Qué bien pica el conde.

A lo que el monarca, receloso ya por las asiduidades de aquél para con su esposa, la respondió, con intención reconcentrada:

—Pica bien; pero muy alto[12].

Más inadmisible conseja es la llamada del ciprés del Buen Retiro, que supone una cita en tal lugar entre Villamediana e Isabel de Borbón. Y, aparte de implicar complicidad de la reina en el amoroso devaneo de aquél (contra el sentir general de todos los que a él aludieron), cae en un anacronismo burdo, pues el Buen Retiro no se fundó hasta 1630 y Villamediana murió en 1622.

La más divulgada anécdota sobre la inclinación del conde a la soberana, refiérese a una fiesta de toros y cañas en la plaza Mayor de Madrid, en ocasión no bien puntualizada, pero que, según Cotarelo, debe de referirse a alguno de los varios festejos de 1622.

No podía faltar a la corrida don Juan de Tassis, diestro jinete y luchador bizarro. Y cuéntase que tuvo el atrevimiento de presentarse, llevando por escandalosa divisa un buen número de reales de plata y por jactancioso mote la inscripción: «Estos son mis amores».

Añaden algunas versiones novelescas que los cortesanos intrigáronse por hallar la clave del emblema enigmático. Mis amores son dinero —interpretaban unos—. Mis amores son efectivos —suponían otros—. Pero un bufón del rey, con la maligna procacidad que le daba su cargo, hizo en voz alta el comentario verdadero:

Mis amores son reales.

A lo cual añadió colérico el monarca:

Pues yo se los haré cuartos[13].

Según las noticias que da Mme. d’Aulnoy, suministradas, según ella dice, por la condesa viuda de Lemus, fue Olivares, irreconciliable enemigo de Villamediana, quien advirtió el desacato de éste al rey y le incitó a castigarle.

La audacia amorosa del linajudo galán, comentada maliciosamente por toda la Corte, fue un bochorno intolerable para la dignidad de los reyes, y no es inverosímil que ella fuese la causa de la efectiva tragedia, que costó la vida al enamorado conde.

XLV. El asesinato de Villamediana

En la noche del 21 de agosto de 1622, iba Villamediana en carroza con don Luis de Haro, hermano del marqués del Carpio, departiendo alegremente sobre diversiones y versos. Pasando por la calle Mayor, y al llegar a la desaparecida puerta de Guadalajara, según unos[14], o a la esquina de la calle de Boteros (hoy de Felipe III), según otros[15], un hombre que salió de un portal mandó parar el coche, reconoció a Villamediana, que iba al estribo y con la cabeza fuera, y le asestó tan rudo golpe con su daga o ballestilla (sobre el arma discrepan los informadores), que, después de atravesarle un brazo, le taladró el pecho, rompiéndole dos costillas, y asomando por el hombro la punta del hierro asesino, que le dejó expirante.

Es lo más singular que era día de fiesta, y la calle Mayor, como lugar de paseo, estaba concurridísima; circunstancia que aprovechó el matador para escabullirse entre el gentío sin ser capturado. Díjose que otros hombres facilitaron su fuga, dando espaldarazos a los lacayos que custodiaban el coche y desapareciendo en el tumulto[16].

Quevedo, en sus Grandes anales de quince días, dice que el confesor de don Baltasar de Zúñiga advirtió a Villamediana que mirase por sí, pues temía por su vida, y que el conde respondió: «que sonaban las razones más de estafa que de advertimiento». Y añade el gran satírico:

«El conde, gozoso de haber logrado una malicia en el religioso, se divirtió de suerte que, habiéndose paseado todo el día en su coche, y viniendo al anochecer con don Luis de Haro, hermano del marqués del Carpio, a la mano izquierda en la testera, descubierto al estribo del coche, antes de llegar a su casa, en la calle Mayor, salió un hombre del portal de los Pellejeros[17], mandó parar el coche, llegóse al conde y, reconocido, le dio tal herida, que le partió el corazón. El conde, animosamente asistiendo antes a la venganza que a la piedad, y diciendo esto es hecho, empezando a sacar la espada y quitando el estribo, se arrojó en la calle, donde expiró luego entre la fiereza deste ademán y las pocas palabras referidas. Corrió el arroyo toda su sangre, y luego arrebatadamente fue llevado al portal de su casa, donde concurrió toda la Corte a ver la herida, que cuando a pocos dio compasión a muchos fue espantosa».

La casa de Villamediana estaba casi enfrente de San Felipe el Real, en el palacio de Oñate, que ocupaba el numero 1 antiguo y 6 moderno de la calle Mayor[18].

Góngora, gran amigo de Villamediana, dice que éste iba desde Palacio hacia la Puerta del Sol cuando fue víctima del atentado; que, sintiéndose morir, pidió confesión, y acudió a socorrerle un clérigo, el cual le absolvió, aunque el estado del conde no le permitía hablar. Fue llevado éste a su casa antes que expirase. Luego se expuso el cadáver en la iglesia de San Felipe, y «lo enterraron aquella noche en un ataúd de ahorcados que trajeron de San Ginés, por la priesa que dio el duque del Infantado, sin dar lugar a que le hiciesen una caja»[19].

Fue conducido el cuerpo al convento de San Agustín, de Valladolid.

La justicia hizo inútiles o amañadas diligencias por descubrir a los asesinos, que quedaron en el misterio, y aun se dice que recibieron prebendas[20]. Pero la voz pública señaló tras el brazo homicida al inductor, que ceñía corona, y a quien aludieron harto transparentemente los ingenios de la época en las poesías con que comentaron el triste fin del vate prócer. Pronto se hizo popular aquella décima, atribuida a Góngora, que dice así:

Mentidero de Madrid,

decidnos: ¿quién mató al Conde?

Ni se sabe ni se esconde.

Sin discurso discurrid.

—Dicen que le mató el Cid

por ser el conde lozano[21].

¡Disparate chavacano!

La verdad del caso ha sido

que el matador fue Bellido[22]

y el impulso soberano[23].

Otra décima, atribuida a Lope, empieza así:

Aquí, con hado fatal,

yace un poeta gentil:

murió casi juvenil

por ser tanto Juvenal.

Ruiz de Alarcón[24], Jáuregui, Hurtado de Mendoza, Mira de Amescua y otros, rindieron también tributo poético, no siempre cristiano y compasivo, a tan impresionante drama, que dejó honda huella en la imaginación popular, y fue durante mucho tiempo materia de charlas, invenciones, conjeturas y comentarios entre los ociosos.

Quevedo, enemigo de Villamediana, persiguiéndole con su rencor hasta la tumba, dijo de él que «pudiendo y debiendo morir de otra manera, por justicia había sucedido violentamente, porque ni en vida ni en muerte hubiese cosa sin pecado»[25].

Y la musa callejera le obsequió con pullas no mucho más piadosas, como la siguiente:

A Juanillo le han dado

con un estoque.

¿Quién manda a Juanillo

salir de noche?[26].

El comentarista más ecuánime de aquel suceso, entre los coetáneos, fue el historiador del rey, Céspedes y Meneses, que señala las dos opuestas opiniones dominantes, y dice así:

«Aqueste fue su infausto fin… Unos han dicho se produjo de tiernos yerros amorosos, que le trujeron recatado toda la resta de su vida…; otros que se produjo de pastos de su ingenio, que abrieron puertas a su ruina».

XLVI. «Mentidero de Madrid, decidnos: ¿quién mató al Conde?»

No todos están conformes en que el atrevimiento amoroso de Villamediana causara su muerte, ni siquiera en que fuera la reina Isabel el objeto de su pasión. Disfrazaba el conde en sus versos a la dueña de su albedrío bajo el nombre de Francelinda o Francelisa, donde la malicia cortesana creía ver una alusión a la francesa, por ser de esta nacionalidad Isabel de Borbón, y aun más a estas combinaciones: lis-francesa o francesa-Elisa (diminutivo de Elisabeth, Isabel); pero otros informes, recogidos por el viajero coetáneo Bertaut, afirmaban que la supuesta Francelisa «era una marquesa llamada doña Francisca de Tavora, que con él se burlaba del amor que por ella sentía el rey, y que ésta le dio una escarapela que el rey la había entregado, y de la cual se habló mucho; que era por ella y no por la reina Isabel por quien aquél había tomado piezas de a ocho con la inscripción mis amores son reales, y que fue asesinado por un soneto donde se burlaba de cuantos habían sido hechos gentileshombres de cámara, entre los que se hallaba el almirante»[27].

Tallemant des Réaux refiere que Villamediana y Felipe IV galanteaban a una misma dama (cuyo nombre omite). La había regalado el rey una banda, que ella entregó al conde, el cual la exhibió atrevidamente sobre su vestido en Palacio a presencia del monarca. Este fue un día a casa de la desleal amante, para sorprender su traición, con disfraz de criado. Villamediana, que estaba allí, fingiendo creerle tal, le arrojó a empujones, y aun le pinchó ligeramente con su daga, «para poder vanagloriarse algún día de haber derramado sangre de la Casa de Austria». El soberano, aunque disimuló el ultraje, desterró al siguiente día al conde; mas éste, desobedeciendo la orden, se presentó en Palacio con una joya de esmalte en el sombrero, representando un diablo entre llamas, con esta divisa:

«Más penado, menos arrepentido».

Entonces, «furioso el rey, mandóle matar en el Prado de un mosquetazo»[28].

Aparte la notoria falsedad de estos últimos pormenores, el relato de Tallemant es inverosímil en grado sumo, y está en oposición con la mayoría de las versiones de la época.

Madame d’Aulnoy refiere el rumor de la expresada rivalidad, añadiendo el pormenor de atribuirse por algunos el asesinato del conde a inducción de la familia de doña Francisca Tabora, dama de Palacio portuguesa. Pero la misma viajera añade que la condesa de Lemos la desmintió rotundamente tal versión, añadiéndola que Francelisa era la reina Isabel, y que a su pasión por ésta, y no a otra cosa, debió la muerte Villamediana[29]. Tal opinión, compartida por los más de sus contemporáneos, parece comprobada por las mismas poesías de aquél, que, no obstante su vaguedad, aluden frecuentemente a amores imposibles, y a los riesgos de muerte en que le pone el haber puesto su pensamiento a mucha altura[30].

Varían las noticias de la época sobre los atractivos del conde; pues mientras Bertaut le presenta «pequeño, contrahecho y lleno de granos», Mme. d’Aulnoy, cincuenta y siete años después de morir aquél, escribía que era joven, apuesto, hermoso, valiente, arrogante, galanteador y genial…: «el caballero de más gallarda figura y de más briosa inteligencia de aquella Corte, y su memoria es todavía reverenciada por los amantes desventurados»[31].

El conde no era, en verdad, un niño, pues tenía cuarenta años cuando murió. Claro es que, aún a esa edad, un hombre galante y experto en amores podía tener éxitos entre el bello sexo; pero ningún testimonio histórico permite suponer que Isabel de Borbón le rindiese su virtud ni aceptara sus galanteos, si es que los llegó a conocer. En este punto, los rumores de la época, tan unánimes en divulgar las fragilidades del rey, se detuvieron ante el honor de su esposa. Los mismos viajeros tantas veces mencionados, que, por escribir lejos de nuestro país, podían expresarse libremente, hicieron justicia a la fidelidad conyugal de la soberana. Brunel cree que ésta desconocía toda intención pecaminosa en el conde, y Mme. d’Aulnoy afirma que contaba Isabel con «su virtud austera para garantir su corazón contra los méritos del pretendiente». Que el amor de Villamediana no fue correspondido se trasluce en sus versos de amante triste y sin esperanza.

En este punto están en lo cierto Hartzenbusch[32] y Cánovas del Castillo[33] al exculpar a la reina; pero es dudoso que acierten al hacerlo con el conde y al atribuir sólo a incontinencias de pluma su trágico fin. El señor Cotarelo ha probado suficientemente que esto no pudo ser, pues los desenfados satíricos de Villamediana eran contra los políticos influyentes bajo Felipe III, y no consta que escribiese nada (al menos grave, y que pudiera justificar tan atroz medida) contra el rey ni contra Olivares, manifiestos promotores de su muerte. Según este escritor, Villamediana, prendido en los hechizos de aquella reina de diecinueve años, a la que su cargo le acercaba, «trató de distraer la atención de los cortesanos, fingiendo inclinarse quizá a la portuguesa doña Francisca de Tabora. Pero, viendo que doña Isabel menospreciaba su amor, se entregó resueltamente en brazos de la desesperación, haciendo mil locuras y extravagancias, ya incendiando el teatro de Aranjuez, ya sacando en público la escandalosa divisa de los reales de plata, o ya buscando ocasiones de ofender con sus palabras los virtuosos oídos de la reina»[34]. La temprana edad del rey, que sólo tenía diecisiete años, era un estímulo a su arrogancia. Así atrajo sobre sí el rayo de la venganza real, encauzada por el Conde-Duque; rayo que quizás él esperaba, pues en los últimos versos que le hallaron en el bolsillo, la noche de su muerte, revela un lamentable estado espiritual y los presentimientos más lúgubres.

Hay estrofas como éstas:

Señora, cuyo valor

tanto excede al ser humano,

¡quién os diera de su mano

un ala del dios amor!

… … … … … … … …

Estoy tan en el profundo,

que idolatrara el castigo,

si es que se hundiera conmigo

cuanto me cansa en el mundo.

… … … … … … … …

Mas como todo lo iguala

temida, buscada muerte,

lo mismo que en buena suerte

el disponerse en la mala.

Últimamente el catedrático de Valladolid señor Alonso Cortés acaba de lanzar la más audaz y escabrosa de las hipótesis sobre el lamentable fin del prócer poeta[35].

Sus investigaciones en Simancas han descubierto que, entre los muchos vicios de que hombre tan desordenado como Villamediana adolecía, hallábase aquél que, según el relato bíblico, castigó Jehovah con la destrucción de Sodoma; el que en el siglo XVII, pese al tartufismo reinante y a la terrible pena de hoguera con que las leyes le castigaban, hacía estragos en todas las clases de la sociedad.

Exhuma el señor Alonso documentos ignorados y curiosísimos: cartas y providencias curialescas, referentes a varios encartados por la expresada culpa, quemados algunos y otros perseguidos, como un tal Silvestre Adorno. Una de ellas dice así:

«Y que los indicios que contra él hay nacen de lo que está probado contra el conde de Villamediana, y su majestad le mandó que, por ser ya el conde muerto y no infamarle, guardase secreto de lo que hubiese contra él en el proceso».

Este Adorno era correo de a caballo, subordinado de Villamediana, como correo mayor del reino, y la causa la instruyó el Consejo de Castilla, siendo el consejero Fernando Ramírez Fariña quien recibió, de Felipe IV, la orden de que guardara absoluta reserva sobre la complicación en que aparecía incurso Villamediana. Fue un rasgo de generosidad, que honra al penúltimo rey austríaco. Si tuvo rencores contra el osado magnate y los satisfizo con rigor (cosa no probada plenamente), no los llevó más allá de la tumba, respetando el nombre de quien para ninguno había tenido respeto.

Conocíamos a Villamediana como jugador, libelista, manirroto, hombre lleno de trampas, suelto de lengua y de manos, aventurero, bravucón, mujeriego y afortunado en lides amorosas. Parece que disuena en su tipo el hallazgo de tan sucia tacha. Claro es que la duplicidad sexual, aun exaltada y extremosa, se ha dado y se da, manchando a más de un personaje insigne. Recuérdese que a Julio César le llamaban sus contemporáneos el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos.

Reproduce Alonso Cortés varias sátiras contemporáneas contra el conde, aludiendo al vicio que entonces se llamaba crimine pessimo y pecado nefando; todas las cuales pasaron sin que en serio se las tomara, entre la balumba de calumniosos dardos que se disparaban entre sí a cada instante los ingenios de la época.

Según él, Villamediana fue «un Oscar Wilde del siglo XVII», y «en tan vil órbita se armó el brazo homicida»[36].

En las afirmaciones del señor Alonso Cortés hay dos partes: una admisible, otra problemática y poco verosímil.

Admitamos con él la aberración sexual de Villamediana; pero ello es cosa enteramente distinta a suponer, como pretende, que en ella esté la clave de su muerte misteriosa. Ningún testimonio serio aduce para fundamentar tal hipótesis, basando ésta en interpretaciones bastante arbitrarias de estrofas conocidas y ya citadas aquí.

En su opinión, la famosa décima Mentidero de Madrid, no es alusión a que el asesino fuese impulsado por la voluntad del rey, sino a que pertenecía al gremio sodomítico, y obraba por móviles repugnantes de tal abyección.

Así, supone que Bellido ha de entenderse como afeminado, y la palabra soberano la divide en dos: sober-ano, la última de las cuales, por harto gráfica, excusa comentarios escabrosos.

Pero en tal interpretación no se demuestra sino un alarde de ingenio para retorcer vocablos y frases, cuyo claro sentido entendieron igual que nosotros los hombres de aquella época.

Lope de Vega respondió a la décima en cuestión, glosándola así con iguales consonantes:

Atenciones de Madrid,

no busquéis quien mató al Conde,

pues su muerte no se es-conde.

Con discurso discurrid

que hay quien mate sin ser Cid

al insolente Lozano;

discurso fue chavacano

y mentira haber fingido

que el matador fue Vellido

siendo impulsor soberano[37].

En esta réplica no hay atisbo de alusión a la conjetura del señor Alonso; ni Lope había de salir a la defensa de ningún bellido del género anfibio (suponiendo que a esta palabra pudiera interpretársela de esa manera), y menos cuando sus contemporáneos no dieron a la estrofa el sentido que aquél pretende, y que sólo un zahorí descubriría.

Más natural es que Lope, poeta cesáreo, intentase vindicar al monarca de un cargo que se traslucía claramente en la décima atribuida a Góngora, y que reflejaba además sospechas muy extendidas entonces.

Queda, pues, en la misma penumbra que antes el tenebroso asesinato; y, de las hipótesis lanzadas para explicarle, sigue siendo la menos inverosímil la de que Villamediana picase alto, poniendo su amoroso pensamiento en las gradas del trono. Tal fue entonces la vox populi.

Las audacias, bizarrías y aventuras del infortunado magnate; las malandanzas amatorias que le dieron nombre y él mismo se atribuyó, y, sobre todo, el misterio de su muerte, dejaron un halo de leyenda caballeresca, inmortalizado en el recuerdo de aquella Corte galante[38].

XLVII. Nuevas diversiones en 1622 y 1623

La fiebre de las fiestas públicas no declinó en mucho tiempo.

Cualquier suceso medianamente agradable de la vida española se celebraba, como si fuese una felicidad inusitada, con regocijos pomposos y extraordinarios, en los que intervenían el rey y la Corte, y llenaba las calles la muchedumbre, solemnizándose también, para mayor irreverencia, con festividades religiosas.

Se cerraban las tiendas, se iluminaban las fachadas, engalanábanse con colgaduras balcones y ventanas, quemábanse cohetes y fuegos de artificio, se exhibían galas y lujos que las pragmáticas suntuarias permitían con carácter de excepción, y se derrochaba en vano el dinero, sin mirar la penuria que para después acechaba.

En los primeros veinte años de aquel reinado sucediéronse casi sin interrupción mascaradas, cacerías, torneos[39], corridas de toros, luchas de fieras, juegos de cañas y de estafermos[40], bailes, cabalgatas, banquetes, representaciones escénicas en Palacio, certámenes poéticos, procesiones religiosas y otras ceremonias eclesiásticas o profanas.

También en 1622 festejó la Corte, en la tarde del 8 de junio, la llegada a Madrid de Pablo de Altarriba, canciller en cap y embajador de Barcelona, por medio de una lucidísima comitiva de altos dignatarios, títulos, pajes y escolta lujosa con antorchas, tambores y ministriles, lo propio que si se tratara del embajador de una gran potencia extranjera.

Pero las fiestas de 1623 eclipsaron el brillo de las del año antecedente.

Empezaron por una mascarada el domingo de Carnestolendas, en la que tomaron parte noventa caballeros, vestidos «unos a lo antiguo, como emperadores romanos; otros a lo turquesco, y como africanos». «El rey y el Conde-Duque lucían disfraces de lama de plata bordada de acero pavonado, y muchas y grandes plumas azules con rosetas blancas, y en los sombreros dos rosas de diamantes de inestimable valor y precio»[41].

Figuraban en la comitiva el rey, su hermano don Carlos, el Conde-Duque, tropas y guardias reales, y toda la flor de la nobleza con séquito numeroso de pajes, trompeteros y tambores, tan ricamente ataviados todos ellos que, según Soto y Aguilar, relator minucioso de la fiesta, no se distinguían los magnates y príncipes de sus servidores; todos sobre magníficos caballos andaluces, adornados con jaeces y gualdrapas de terciopelo y oro, tan valiosos como nunca se habían visto.

La mascarada salió hacia las dos de la tarde del monasterio de la Encarnación, y, después de recibir un chubasco, que estuvo a punto de estropear el festejo, se dirigió a la plaza de Palacio, donde los jinetes, distribuidos en parejas, cada una de las cuales llevaba distintos colores y atributos, hicieron ejercicios de equitación, cabalgando, veloces como el viento, ante los balcones del Alcázar, donde la reina, infantas, damas y el cardenal arzobispo de Toledo, hermano del rey, presenciaban la vistosa cabalgata.

Distinguióse Felipe IV, que era diestrísimo jinete y que montaba un soberbio caballo bayo, obsequio del marqués del Carpio. Desde aquel lugar marcharon, sucesivamente, a las plazas de las Descalzas, Mayor y Puerta de Guadalajara, donde repitieron las caballerescas evoluciones en pistas preparadas al efecto.

Como sobrevino la noche antes de disolverse la comitiva, alumbráronse las calles de su paso con miles de antorchas. El coste de la fiesta pasó de 200.000 ducados.

XLVIII. Agasajos al príncipe de Gales

La llegada a Madrid del príncipe de Gales, Carlos Estuardo —el que después fue Carlos I de Inglaterra, y ofreció, muriendo en público patíbulo, el primer ejemplo de un monarca ejecutado por la terrible justicia popular—, dio ocasión a una de las series más fastuosas de diversiones, que hicieron época en los tiempos del cuarto Felipe[42].

Mediaban tratos para el matrimonio del príncipe de Gales con la infanta doña María, hermana del rey, y, aunque era grave dificultad la religión luterana que profesaba aquél, nuestros diplomáticos, la Corte y el pueblo todo tenían cifradas las mayores ilusiones en tal casamiento, que hubiera podido acaso trocar en amistad para España el encono inveterado con que nos perseguía Inglaterra desde el tiempo de la Invencible. No es, pues, de extrañar que Corte tan ostentosa como era la de Madrid echase entonces la casa por la ventana, según la vulgar y gráfica frase, para agasajar al regio huésped.

Este, que era de extravagante humor, presentóse de riguroso incógnito en Madrid la noche del 17 de marzo de 1623, acompañado por el marqués (luego duque) de Buckingham, gran almirante de Inglaterra. A las once de la misma sorprendió al embajador inglés, conde de Bristol, que ignoraba su llegada, pidiéndole hospedaje, y se instaló en su domicilio, que estaba en la célebre casa de las siete chimeneas, situada en la calle de las Infantas.

Advertidos el rey y el Conde-Duque aquella misma noche por conducto del embajador, preparáronle alojamiento en el llamado cuarto viejo del monasterio de San Jerónimo, suntuosamente decorado, por servir de retiro a personas reales. En los siguientes días fue llegando el séquito del príncipe, y se dispuso a éste en el real Palacio las habitaciones correspondientes a su jerarquía. En tanto, aunque todo Madrid estaba en el secreto, proseguía el incógnito. Reservadamente había visitado Olivares al príncipe, y éste se entrevistó con el rey en el Prado ocupando su coche, y presenció desde el suyo, oculto bajo las cortinillas, una rúa en la calle Mayor[43], a la que asistió con sus mejores galas el todo Madrid dorado, ansioso de ver —o de vislumbrar, al menos— al misterioso huésped, de quien tanto bien aguardaba la monarquía.

En honor de Carlos Estuardo se mandó, por decreto real y público pregón, suspender las recientes leyes suntuarias mientras aquél permaneciese en Madrid. Se trataba de deslumbrarle con el lujo y con las fiestas.

También en honor de tan alto visitante se sacó de las cárceles a muchos presos, y Felipe IV, para que los próceres de su Corte pudieran asistir a las festividades con el boato correspondiente a sus títulos y prosapias, adelantó muchos miles de ducados a los más linajudos duques, marqueses, condes, al almirante de Castilla y a otros notables caballeros[44], a condición de que los devolviesen dentro de cierto número de años.

Para la entrada oficial del príncipe en Madrid, se trasladó éste privadamente a San Jerónimo en la mañana del 26 de marzo, y después, de modo público y procesional, desde aquel monasterio al Alcázar de los reyes. Tal acto constituyó una de las mayores solemnidades de la época, no obstante la lluvia que aquel día cayó a intervalos amenazando deslucir la fiesta.

Por la mañana fueron a rendirse homenaje a San Jerónimo todos los Consejos, con sus alguaciles, escribanos de cámara, secretarios, relatores, procuradores, fiscales y maceros; todos con insignias y ricas vestiduras y a caballo. Tras ellos llegaron, precedidas de pífanos y tambores, las guardias española y alemana; después, el Municipio de Madrid, con sus timbales; luego, nobles, príncipes y caballeros; todos con escoltas lucidas e indumentaria fastuosa de brocados, terciopelos, sedas, encajes, oro y pedrería. Por último, el rey Felipe, que había ido en coche por calles excusadas, subió a la una por una puerta trasera al monasterio, y conversó afectuosamente con su huésped hasta las tres, en que se puso en marcha la comitiva.

Precedían tambores, atabales, clarines, trompetas y chirimías de la Real Casa, dejando oír sus sonidos estridentes. Seguían alcaldes de Corte, gentileshombres de cámara, grandes de España, reyes de armas, guardias, caballerizos, pajes y lacayos. El rey y el príncipe (éste a la derecha de aquél) iban detrás, juntos, bajo un palio de damasco blanco con flecos de oro, sostenido por lanzas de plata, y cerraban la marcha Olivares y Buckingham con numerosos señores y la guardia de archeros.

Siguió la comitiva la Carrera de San Jerónimo, Puerta del Sol, calle Mayor y plaza de Santa María, hasta el Alcázar. Las calles del tránsito lucían colgaduras y tapices, y las travesías estaban interceptadas con vallas para evitar el paso de los coches. En la Puerta del Sol habíanse instalado retratos de los reyes de España, sus padres y sus abuelos, y el de la infanta doña María al cual el príncipe inglés saludó cortésmente.

En la calle Mayor «había tablados, en que los representantes, con bailes y representaciones acompañaban al regocijo del pueblo, que en ventanas y calles adornadas ricamente era cuanto en nobleza y en número encierra la corte en cualquier concurso»[45].

El rey aposentó al príncipe en el Alcázar, y tanto él como la real familia le colmaron de regalos.

Del 26 al 28, Madrid fue una sucesión de fiestas esplendentes por el día y por la noche: corridas de toros, juegos de cañas, comedias, conciertos, iluminaciones y fuegos artificiales, que dieron ocasión a príncipes, magnates y cortesanos para exhibir un lujo oriental. El propio Buckingham, tan fastuoso, estaba deslumbrado, según confesaba en su carta al rey de Inglaterra[46].

De muchos de aquellos festejos —los más espléndidos que recordaba Madrid— se hicieron narraciones escritas especiales para perpetuar su recuerdo.

Aunque no con la profusión de los primeros días, los cinco meses largos que el príncipe pasó en la corte fueron de fiestas casi incesantes, cuya detallada enumeración, siguiendo a los relatos farragosos que las describen, haría interminable y soporífero este relato. Sólo haré esquemática referencia de las principales.

El 30 de marzo hubo expedición de caza. El 1 de abril corriéronse sortijas y lanzas en la Casa de Campo. Al día siguiente, domingo, dio el conde de Monterrey, en honor de los extranjeros, un banquete, en el que se sirvieron doscientos platos y hubo seis coros de música. El 4 del mismo mes se repitió la excursión cinegética a El Pardo, y otras análogas se hicieron «a los bosques y sotos de su majestad, que por ser tantos y tan abundantes de caza mayor y menor ha tenido [el príncipe] particulares entretenimientos y gusto en ellos»[47].

Concurrió Carlos de Inglaterra a las fiestas de Semana Santa, más solemnes aquel año que nunca, y pudo admirar los rigores ascéticos mayores que se habían visto, desplegados por los penitentes en la procesión del Viernes Santo.

El domingo de Pascua, 16 de abril, se celebró, a expensas del almirante de Castilla, don Juan Alfonso Enríquez, un memorable torneo con mascarada festiva. Convirtiéronse para el caso en palenques las plazas Mayor, de las Descalzas y de Palacio, cerrándolas con vallas. Marchó la comitiva desde la casa del almirante a la mansión de los reyes. Abrían filas 50 atabales, trompetas y chirimías, con librea anaranjada y blanca. Seguían caballeros, pajes y lacayos, «todos en excelentes caballos, sillas de barrenes y guarniciones bordadas de oro y rodelas aceradas, en que iban los carteles del desafío, que fueron clavados en las puertas de Palacio, hallándose en los balcones las reales personas y otras distinguidas de la Corte. Dio la vuelta la mascarada toda, cuyas libreas costeó el almirante, vistiendo a todos de marlotas y capellares de tela naranja y plata, turbantes de Marruecos y penacho blanco… Dieron dos carreras en Palacio…, llamando entre todas la atención cuatro máscaras, con sus lacayos vestidos de turcos enmascarados, en quienes desde luego reconoció el público al rey y a su hermano el infante don Carlos, el conde de Olivares y el marqués de Carpio (respectivamente, con su majestad y el infante). De Palacio fueron a las Descalzas, seguidos de más de cuatrocientas personas a caballo…, trasladándose a continuación la mascarada a la plaza Mayor, donde se volvió a correr»[48]. Entre los enmascarados figuraban también Carlos Estuardo y Buckingham.

Al terminar abril hicieron las personas reales e invitados una expedición a Aranjuez. «Aquí se admiró su alteza de ver servirse aquella casa con camellos en lugar de acémilas, y de ver la cantidad de avestruces que hay, grandes y pequeños, criados en aquel sitio, lo cual ocasionó a su majestad a que presentase al príncipe un elefante y cinco camellos y un avestruz, lo cual su alteza recibió y mandó enviar luego a Inglaterra. Otras veces entreteniéndose viendo hacer mal a caballos, o jugar a la pelota, o en ver correr sortija y estafermo, retirado con su majestad en los jardines de la Priora, y muchas tardes en ver jugar las armas, a cuyo ejercicio acudieron a Palacio el maestro mayor dellas y el de su majestad y don Luis de Narváez, primor de la destreza verdadera, y otros maestros desta corte»[49].

Asistió el príncipe de Gales el 1 de mayo a la romería de Santiago el Verde, y el 15 de junio a las festividades del Corpus, celebradas aquel año con pompa inusitada. Magníficas fueron las corridas reales del 4 de mayo y del 1 de junio, comentadas en verso por Quevedo; espectáculo que sorprendió y agradó a los ingleses más que todos los otros, por ser de más novedad para ellos. Y el príncipe correspondió a tantos agasajos con una solemnidad palatina, a imitación de las que se efectuaban en su país en los capítulos de la Orden de la Jarretiera.

Nuevamente hubo toros y cañas en 26 de junio. Este último ejercicio se repitió el 18 de agosto, en una gran fiesta que dispuso el rey en el parque de su Palacio, para solemnizar el cumpleaños de la infanta, y que terminó con toros encohetados, buscapiés, tronadores, cometas, rayos, centellas y bombas[50].

Pero de más suntuosidad y aparato fueron los juegos de cañas del 21 de agosto, en que intervino el rey, para celebrar las capitulaciones matrimoniales entre la infanta y el príncipe inglés. Fueron calificadas de «admirables y portentosas fiestas…, las mejores que hasta hoy se han visto ni oído…», por una de las varias narraciones que sobre ellas se compusieron. Quevedo les dedicó una célebre jácara; Ruiz de Alarcón, 73 octavas reales; el marqués de Villafranca, un romance dedicado al rey, y don Miguel Venegas, descendiente del monarca granadino El Zagal, una hiperbólica y rutilante descripción poética.

Consideróse aquel espectáculo como el más brillante de cuantos el rey había consagrado con su presencia e intervención personal.

Así prosiguieron las fiestas, los convites y saraos, hasta el 9 de septiembre, en que el príncipe y su séquito retornaron a Inglaterra, materialmente abrumados de regalos valiosísimos.

El numen cortesano y popular fue también pródigo en saludos poéticos al heredero del trono inglés.

Poetas anónimos y algunos reputados ingenios le dedicaban loores, o celebraban los obsequios públicos en estrofas más entusiastas que inspiradas, como aquella letrilla del capellán de San Ginés, cuyo estribillo era:

Príncipe de Inglaterra,

vengáis muy en hora buena;

o aquellos versos de López de Zárate, que terminaban:

Antes que reines en las dos Bretañas

pompa de rey te ofrecen las Españas[51].

La que más agradó a los ingleses[52] fue una estrofa de Lope de Vega, que decía así:

Carlos Estuardo so

que, siendo el amor mi guía,

al cielo de España voy

por ver mi estrella María.

Los agasajos al príncipe de Gales quebrantaron gravemente las arcas del país; gasto inútil que no correspondía a las esperanzas públicas, pues las negociaciones diplomáticas para el matrimonio fracasaron, y ni éste se efectuó ni Inglaterra depuso su hostilidad tradicional, de que siguieron siendo víctimas nuestras costas, nuestras colonias y nuestros galeones.

XLIX. Otros festejos desde 1623 a 1638

No terminaron las fiestas palatinas de 1623 con la marcha de Carlos Estuardo, pues el 25 de noviembre de aquel mismo año nació a los reyes de España su segundo vástago[53], que fue la princesa Margarita, y tanto el nacimiento como el ceremonial del bautismo, efectuado el 8 de diciembre, celebráronse con alegres expansiones; entre ellas banquetes, libreas y comitiva de caballeros enmascarados, que llevaban antorchas[54]. Tales regocijos por asegurar la sucesión del trono quedaron malogrados, pues la princesa murió al mes de nacer.

En el siguiente año hubo tres sucesos que festejar: la boda del condestable de Castilla, las capitulaciones matrimoniales de la marquesa de Liche, hija única del Conde-Duque, con el marqués de Toral, que dieron motivo a suntuosa mascarada y paseo público de magnates, interviniendo el rey, en 15 de octubre; la llegada del duque de Neoburg, elector del Imperio alemán, que se celebró el 20 de noviembre con toros y cañas, lidiando y justando los más ilustres caballeros de la Corte; y el recibimiento que ésta dispensó al archiduque de Austria, don Carlos, obsequiándole con análogos festejos. En honor de ambos huéspedes hubo también las mascaradas e iluminaciones de rigor.

En octubre de 1625, tuvo Madrid seis días de fiesta en honor de San Francisco de Borja, consistiendo en procesiones máscaras, luminarias y comedias, con asistencia de los soberanos y de los infantes[55].

En 1626, después de haber recibido la Corte con la mayor solemnidad al legado pontificio, cardenal Barbarini, a quien cantó no menos que Lope de Vega, celebróse en 7 de junio el bautismo de la infanta María Eugenia, nacida en noviembre del año anterior, a la que apadrinó el propio legado, para cuyo fin se había aplazado la ceremonia. Con ese doble motivo se repitieron las obligadas fiestas reales. Pero tampoco se logró la nueva infanta, pues falleció a los veinte meses de nacer.

«Hubo meriendas para las damas y comedias en el salón donde asistieron sus majestades y altezas. Encendieron luminarias en Palacio y otras partes… Previénense saraos, mascaradas, encamisadas, toros y cañas, para aplaudir la presencia de tal huésped y solemnizar el regocijo de otros felices sucesos»[56].

En 1627, no existiendo otro pretexto alegable, hizo la villa grandes fiestas por la salud del rey. Pero en 1629 hubo ya repetidas coyunturas para nuevos festejos. Fue la primera el desposorio de la hermana del monarca, doña María de Austria (la anterior prometida del príncipe de Gales), con el rey de Hungría y Bohemia, hijo del emperador alemán; solemnidad efectuada en Madrid el 25 de abril de aquel año, aunque la indisposición de Felipe IV, enfermo de tercianas, quitó aparato y publicidad al regocijo. De abril a mayo hubo también fiestas en el convento de la Merced en honor de su patriarca San Pedro Nolasco, solemnizándose por medio de procesiones con carros alegóricos y con danzas de gigantes, gitanas y aldeanos, iluminaciones, fuegos artificiales, un certamen poético y una comedia sobre la vida del santo, compuesta al efecto por Lope de Vega; todo con asistencia de las reales personas, Consejos, religiosos y gente principal.

Pero más importancia tuvieron las públicas expansiones con que se acogió el nacimiento del primer hijo varón de los reyes, el príncipe Baltasar Carlos, a quien se suponía destinado a continuar las glorias y a heredar el aún poderoso imperio de la española Casa de Austria. Tal suceso, ocurrido en 17 de octubre de 1629, después de morir las infantas y de malparir la reina otras dos niñas en 1626 y 1627, colmaba las esperanzas de los reyes y de sus fieles vasallos. Todas las campanas de la villa repicaron por tan feliz suceso, y Felipe IV, ebrio de júbilo, abrió las puertas de su cámara para que entrasen a verle y besarle la mano hasta los mozos de silla. Entre los magnates que acudieron al besamanos descolló ridículamente un caballero portugués, don Diego de Meneses, que llegó muy arrebozado, y, al divisar al rey, sacó unas sonajas y se puso a tocarlas como pintoresca expresión de su alborozo. A partir del día que el príncipe vino al mundo siguiéronse otros nueve de luminarias y esparcimientos varios. La noche misma del nacimiento hubo gran mascarada, en que intervinieron el infante don Carlos y el Conde-Duque. El bautizo del príncipe, el 4 de noviembre, dio ocasión a muchos festejos. Apadrináronle sus tíos la reina de Hungría y el infante don Carlos, y le condujo en brazos la condesa de Olivares sobre una silla de cristal de roca, que los contemporáneos estimaron como la más preciosa alhaja vista en el mundo[57].

La solemnidad bautismal fue de lo más grandioso que se había conocido en casos tales. Para facilitar el tránsito de la numerosa y brillante comitiva, se construyó una majestuosa escalinata desde los balcones grandes que daban a la plaza de Palacio sobre su puerta principal, y un pasadizo que conducía desde el pie de la escalinata hasta la iglesia parroquial de San Juan (en donde hoy se juntan las calles de Santiago y de la Cruzada). Escalinata y pasadizo tenían antepechos con balaustres, y, de un espacio a otro, escudos de armas de todos los reinos españoles. Los tapices reales ornaban el pasadizo y la iglesia[58].

La primera salida de la reina al santuario de Atocha se celebró con otra mascarada, dispuesta por el duque de Medina de las Torres, el 21 de noviembre, abundante en disfraces riquísimos, blancos y negros, recamados de oro, plata y perlas. Distribuidos en parejas los enmascarados, entre los que figuraba el rey, y precedidos por atabales y chirimías, corrieron a caballo de noche por los sitios acostumbrados de la villa y por la plaza de Palacio, desde cuyos balcones presenciaban el espectáculo las reinas de España y de Hungría y el cardenal infante. El 12 de diciembre hubo toros y cañas en la plaza Mayor, corriendo en estas cañas el rey con el Conde-Duque, y el infante con el marqués del Carpio[59].

Terminó el año con la despedida solemne hecha a la nueva reina de Hungría al trasladarse a los que iban a ser sus dominios.

En 1632 coincidió la jura solemne del heredero del trono por las Cortes de Castilla, en la iglesia de San Jerónimo, con la festividad de Carnaval, y con tal motivo hubo grandes regocijos públicos, señaladamente una gran mascarada de ochenta caballeros, con lacayos numerosos, el 10 de marzo[60].

En La banda y la flor describe Calderón, minuciosa y entusiásticamente, la jura del príncipe Baltasar Carlos, efectuada en Madrid en 7 de marzo de 1632. Llama luceros a los infantes, aurora a la reina y sol al rey, alabando su figura y sus dotes ecuestres en esta forma:

¿Diré que galán bridón,

calzadas botas y espuela,

… … … … … … … …

airoso el brazo, la mano

baja, ajustada la rienda,

terciada la capa, el cuerpo

igual y la vista atenta

paseó galán las calles

al estribo de la reina?[61].

En 1663 Felipe IV conmemoró con grandiosas fiestas la inauguración de su nuevo palacio del Buen Retiro, al cual y a sus festejos me referiré después.

En noviembre de 1634 estuvo en Madrid la princesa Margarita de Saboya, duquesa de Mantua, de paso para Portugal, de donde el rey la había nombrado gobernadora, y fue acogida con grandes agasajos.

El 16 de enero de 1635 nació una nueva hija a los reyes: la infanta Ana María Antonia, que sólo vivió un año. Su nacimiento y su bautismo, el día de las Candelas, se conmemoraron con los festejos consabidos en casos tales.

Una de las recepciones más solemnes fue la dispensada a doña María de Borbón, princesa de Carignan, llegada a Madrid el día 16 de noviembre de 1636, a la cual recibieron el rey y toda la Corte más allá de la Puerta de Alcalá, acompañándola en pomposa comitiva hasta el real Palacio. Con la estancia de aquella dama en Madrid coincidió la elección de rey de Romanos, que recayó en Fernando III de Hungría y Bohemia, primo hermano de nuestro monarca; noticia conocida en Madrid al comenzar el año de 1637. Ambas razones, y el contarse ya con un sitio tan apropiado como el Buen Retiro para fiestas reales, movieron al siempre fastuoso Felipe IV para disponer en aquel lugar una de las más brillantes series de festejos y regocijos que aquella siempre regocijadísima Corte presenció jamás, y de los cuales haré mención aparte.

Desde 21 a 25 de octubre de 1638, verificáronse fiestas por el nacimiento de la infanta María Teresa de Austria, bautizada pomposamente el día 6 de dicho mes, y a la vez por la victoria de Fuenterrabía contra los franceses y por la entrada del duque de Módena en Madrid. Hubo dos corridas regias de toros, juego de sortija y de cañas, en que justó Felipe IV, y lucha de fieras en el Buen Retiro.

Pero desde 1639 las festividades celebradas en este sitio real eclipsaron, por su importancia y su número, a todas las otras, como en seguida vamos a ver.