XXXVI. Una Academia de improvisación poética en Palacio

Gustaba Felipe IV de la poesía, las comedias y toda clase de esparcimientos literarios, tanto como de las artes y los deportes.

Formó en el Alcázar una Academia, al modo de las que tan en boga estaban en aquella sazón, para reunir a los más preclaros ingenios, a fin de que improvisaran versos, diálogos y farsas escénicas, casi siempre de carácter burlesco, desenfadado y atrevidísimo; siendo lo más singular a nuestros ojos, que entre los asuntos, dados con ligera antelación, predominaban los de índole religiosa, representándose sin pizca de respeto, y entre chocarrerías irreverentes, a personajes del Antiguo y Nuevo Testamento, sin excluir al mismo Dios.

Allí acudían a solazar los ocios del monarca, actuando a la vez de autores y de actores, poetas como Vélez de Guevara, Villaizán, Mendoza, Quevedo, Moreto, Rojas y Calderón; aunque éste, desde que recibió órdenes sagradas, se abstuvo de concurrir a farsas y certámenes, que, si a veces eran graciosos torneos de ingenio, degeneraban otras en chabacanerías soeces; pues en las improvisaciones se solían buscar consonantes que sugiriesen el recuerdo de palabras obscenas o hiciesen caer en ellas a los rimadores.

De modo que los chistes desvergonzados o impíos y las palabras malsonantes, habían ascendido desde la taberna y el tugurio hasta los salones regios.

Lo que más se celebraban eran las improvisaciones poéticas.

En los Avisos de 20 de abril de 1636 leemos: «Hubo grandes prevenciones en Palacio para entremeses y comedias de repente, habiendo prevenido los comediantes hiciesen cuantas bufonadas pudiesen para hacer reír a S. M.»[112].

En el mismo año de 1636 fue pasmo de la Corte como improvisador el poeta Atillano. Oigamos a un Aviso de entonces: «Víspera de año nuevo, Sus Majestades fueron a comer en el Buen Retiro donde a la tarde hubo cierta manera de comedia y fiesta nunca vista en España. Salió por lo primero el poeta Atillano, que ha venido de las Indias, y a quien justamente podríamos llamar monstruo de naturaleza, como lo mostró en esta ocasión, porque es tal su furor poético, que de repente echa un torrente de versos castellanos sobre cualquier materia que le proponen, y esto con estilo relevante, mucha sazón y encaje de lugares de la Sagrada Escritura y de autores antiguos traídos muy a propósito, con sus comparaciones, énfasis, digresiones y figuras poéticas, que pone admiración y deja atónitos a los que le oyen, creyendo muchos que no puede ser esto sino arte del diablo… A Atillano siguió Cristóbal el Ciego, tan conocido en esta Corte. Hizo también muestra de su habilidad haciendo sus coplas de repente… Después de los poetas parecieron Calabazas, los enanos, la enana, el negrillo y las que llaman sabandijas del conde, y éstos también representaron sus figuras y hicieron mil monerías para reír; últimamente, el baile y la máscara, con que se concluyó este regocijo»[113].

Una de dichas Academias se reunió en el Buen Retiro, en 19 de febrero de 1637, a presencia del rey, siendo uno de los festejos con que se conmemoró la elevación del monarca de Hungría a la dignidad de rey de romanos. Consistió en un certamen con una especie de oficina, para anunciar los asuntos sobre los que habían de versar los versos improvisados por él, y admitir o rechazar previamente los temas propuestos por los poetas. Para adjudicar premios se formó un tribunal, que presidía el novelista y comediógrafo Vélez de Guevara, ujier de la cámara de S. M., y del que formaban parte como jueces el ministro don Luis de Haro, el protonotario de Aragón don Jerónimo de Villanueva, el príncipe de Esquilache, el conde de la Moncloa y otros personajes menos conocidos, actuando como fiscal el gran dramaturgo Rojas Zorrilla, y como secretario Alfonso de Batres. Este tribunal se encargó de anunciar los asuntos del concurso, establecer el reglamento y proceder al vejamen o crítica burlesca de las obras presentadas. El fiscal, como era de rigor en tales academias, tenía que atacar un informe presentado por el secretario.

Sobre la insulsa chabacanería de aquel certamen podemos juzgar por los temas siguientes: ¿Por qué a las criadas de Palacio las llaman mondongas, no vendiendo mondongo? ¿Por qué las beatas no tienen unto? ¿En qué caerán primero los regidores de la villa, en la tentación o en la plaza? ¿Con qué defendería mejor la entrada del Buen Retiro su alcaide, con el cuidado o con la panza? ¿Por qué a Judas le pintan con barba rubia?[114]. Sobre estas y otras bufonadas improvisaron poéticas disertaciones escritores del fuste de Solís, Cáncer, el entremesista Benavente y el propio Rojas, aguzando el ingenio para inventar glosas de poetas conocidos o alusiones a cosas recientes.

Morel Fatio ha hecho un estudio eruditísimo de aquella Academia de 1637, reproduciendo su reglamento, los versos que se presentaron al concurso —romances y poesías líricas—, los vejámenes y todos los demás puntos referentes a tal diversión. Y se muestra singularmente benévolo con aquellos desahogos seudoliterarios, escribiendo sobre el particular: «Para juzgar esa poesía como se debe, es preciso tomarla por lo que es. Se trata de improvisar un asunto dado de antemano, una pieza en verso, cuyas formas y dimensión están exactamente determinadas; cuestión de habilidad nada más. Se comprende que las elevaciones de arte y estilo nada tienen que hacer ahí… Los temas propuestos a la Academia del Buen Retiro no se referían sino a glosas más o menos burlescas, sembradas de oportunas palabras y alusiones a las diversas peripecias de las fiestas o a las gentes de la corte y de la ciudad. …Esta Academia es una chanza, a veces algo atrevida; pero que se debe leer y comprender como tal, sin darle más importancia de la que merece por el fondo de las ideas. Hay en ella, si se quiere, el germen de la decadencia vergonzosa de fines del siglo XVII»; pero se distingue al menos «por cierto respeto a la forma y a la lengua tanto como al verso»[115].

XXXVII. Felipe IV y el Teatro

En la cámara de los reyes o en salones convertidos en teatros ad hoc, ya en el Alcázar viejo, ya en el Buen Retiro, se recitaba y declamaba, con acompañamiento de músicas y danzas, como en los corrales públicos, bien en reuniones periódicas, bien en fiestas especiales, de las que a cada paso y con cualquier pretexto se celebraban. El rey, su hermano don Carlos, la reina Isabel y la infanta María Teresa, con su acompañamiento de cortesanos y damas, intervenían como actores y recitantes en tales diversiones; otras veces representaban los poetas más celebrados, y no pocas tenían intervención histriones profesionales.

El amor del rey a las farsas escénicas quizá no se limitaba a verlas representar, ni aun a representarlas él. Según público rumor, cuando, en la soledad de su cámara, pasaba horas enteras con el recogimiento que tan útil le hubiera sido para resolver los graves negocios del Estado, era que concebía el plan de una nueva obra dramática, la cual más tarde haría representar, con el seudónimo Un ingenio de esta corte, en el teatro del Buen Retiro o en cualquiera de los corrales públicos.

Sin embargo, los estudios modernos niegan con razones muy atendibles que Felipe IV escribiera comedias[116].

A los corrales concurría Felipe IV asiduamente, si bien disfrazado y de incógnito, por no permitirlo de otra suerte la etiqueta, y oculto tras las rejas de un aposento situado en el primer piso[117], para no perder las representaciones de las obras de su amigo Villaizán, la arenga enfática, dicha con trágicos acentos por el famoso Juan de Morales; la tierna escena de amor y lágrimas fingida por María Calderón (amante real después), ni los chistes picarescos o las frases maliciosas y libres del famoso Cosme Pérez, llamado Juan Rana, a cuyo gracejo no resistía el más grave personaje sin trocar el austero ceño por la risa.

Con las mismas precauciones que su esposo, solía asistir a los teatros la reina Isabel, no menos apasionada que él por las fiestas y espectáculos.

XXXVIII. Las comedias palatinas: chocarrerías escénicas

Desde que fue rey Felipe IV dio rienda suelta a sus aficiones escénicas. A partir del 5 de octubre de 1622, según consta por una cuenta de Palacio, se representaban periódicamente comedias en el aposento de la reina Isabel los domingos, jueves y días festivos, siendo los intérpretes las más reputadas compañías de cómicos que había en España, a cada una de las cuales se pagaban 300 reales. De modo que sólo en los primeros cuatro meses se representaron allí 43 comedias, por las que se pagó a los actores la suma de 13.500 reales[118].

La importancia que en las fiestas cortesanas tenían las comedias organizadas en los reales palacios, requirió una inspección especial, que un decreto de 29 de octubre de 1661[119] encomendó al marqués de Heliche para las representaciones del viejo Alcázar, y al duque de Medina de las Torres para las del Buen Retiro. Unas y otras, con tales directores y con el entusiasmo regio por numen y Mecenas, llegaron a refinamientos insospechados pocos años antes en todos los artificios de luz, pintura, tramoya, decorado, indumentaria y juegos escénicos (lo que llamamos hoy mise en scène), que contrastaban con la pobreza de recursos escenográficos dominante aún en los corrales o teatros públicos.

Respecto al marqués de Heliche, escribió su coetáneo Bances Candamo en un manuscrito sobre el teatro español: «Fue el primero que mandó delinear mutaciones y fingir máquinas y apariencias, cosa que, siendo mayordomo mayor el condestable de Castilla, ha llegado a tal punto, que la vista se pasma en los teatros, usurpando el arte todo el imperio a la Naturaleza. Las líneas paralelas y el pincel saben dar concavidad a la plana superficie de un lienzo, de suerte que jamás ha estado tan adelantado el aparato de la escena ni el armonioso primor de la música como en el presente siglo»[120].

Lo mismo en el Alcázar de Madrid que en los sitios reales, se representaban comedias en salas a propósito o en aposentos particulares del rey o de su familia. Pero como en ellos cabía poca gente, y no había el espacio preciso para muchos juegos escénicos, fue menester construir teatros ad hoc dentro de los palacios, para satisfacer el gusto de sus regios moradores.

Felipe IV hizo venir de Italia, en 1626, al gran artista escenográfico, pintor, arquitecto e ingeniero florentino Cosme Lotti para construir un teatro en su Palacio. Lotti causó pasmo por sus decoraciones magníficas y sus complicadas tramoyas, hasta el punto de apodársele el Hechicero, y durante muchos años fue el constructor, director y renovador de la escenografía teatral, tanto en los tablados como en los carros ambulantes que se usaban para las farsas dramáticas palaciegas, igual en los alcázares de Madrid que en los sitios reales[121].

Lope de Vega encomia el aparato escénico con que se representó en el año 1629 su égloga La selva sin amor, corriendo a cargo de Lotti el decorado.

Pero es justo recordar que antes de su venida, ya en 1622, en la representación teatral que dirigió el conde de Villamediana en Aranjuez, las mutaciones y tramoyas llamaron la atención de los espectadores.

Para las máscaras y comedias con que se solemnizó en el salón-teatro del Alcázar de Madrid el cumpleaños de la reina doña Mariana de Austria, a poco de celebrado su desposorio con el rey Felipe, fue decorado aquel coliseo por los pintores Pedro Núñez y Francisco Rizi, descollando entre su ornamentación columnas salomónicas revestidas de sarmientos y racimos de plata; frontispicios con ángeles, guirnaldas y tarjetones y un magnífico solio para la infanta María Teresa[122].

Las representaciones palaciegas se hacían indistintamente en el salón-teatro o en otros aposentos.

Conocemos los pormenores con que se preparaban las habitaciones reales para celebrar reuniones literarias y comedias, de las que no habían de representarse en los teatros fabricados a propósito en los alcázares, por la exhumación de datos que nos suministra un moderno erudito:

«Colocábase la silla de S. M. sobre una alfombra a la puerta del saloncete del dormitorio, diez o doce pies separada de la pared, y detrás de ella un biombo; a la izquierda, las almohadas para la reina, y, si había príncipes o infantas, almohadas al lado de las de la reina. Extendíanse para las damas alfombras por los lados a lo largo, algo desviadas de Sus Majestades, de forma que no estorbasen la puerta del saloncete que estaba sobre el zaguán, y era por donde Sus Majestades salían a ver la comedia. Para los que tenían entrada a aquel acto se ponían bancos cubiertos de tapicería detrás de Sus Majestades. A la parte del vestuario unas veces se armaba teatro y otras se ponía un biombo. El jefe de la cerería y un ayuda de este oficio entraban a mudar o a espabilar las hachas de cera cuando era menester, procurando excusarlo todo lo posible»[123].

Con ocasión de las representaciones en los coliseos regios, abundaban las bufonadas, escenas y rasgos poco edificantes, preparados ad hoc para divertir a las reales personas.

A veces los cómicos decían frases descocadas ante el rey, la reina y la Corte, sin miramiento alguno.

En el Buen Retiro censuró un día el comediante Osario a los que no sabían sino el papel de memoria, y empezó a referir escenas escandalosas de las damas de la Corte que estaban presentes. Otro día el famoso Juan Rana representaba, en un entremés de Quiñones de Benavente, el papel de Alcaide del Buen Retiro, y, dirigiéndose a los actores, que figuraban ser forasteros, iba enseñándoles las curiosidades del sitio real. Les mostró los hermosos lienzos de aquel salón de espectáculos, entre los cuales se abrían ventanas que comunicaban con aposentos, desde donde contemplaban la función las personas de la grandeza; y divisando en una de las ventanas a dos señoras de alto copete, ya de alguna edad y con el rostro muy pintado, improvisó así, señalándolas: «Contemplad aquellas pinturas. ¡Qué bien y qué a lo vivo están pintadas aquellas dos viejas! No les falta más que la voz, y, si hablasen, creería yo que estaban vivas, porque con efecto el arte de la pintura ha llegado a lo sumo en nuestro tiempo»[124].

Muy típico es el caso de la comedia que se improvisó en el coliseo del Buen Retiro, cuyo argumento, ideado por Felipe IV, era la creación del mundo. Tomaron parte en ella los más preclaros comediógrafos. Vélez de Guevara, ya septuagenario, encargóse de representar al Padre Eterno. La parte de Adán la interpretó don Pedro Calderón de la Barca, joven aún entonces; Mareta hizo de Abel, y otro escritor se encargó del papel de Eva.

Calderón había hurtado a Vélez unas peras por chanza, y al verse en escena, habiendo de improvisar sus papeles respectivos, hablaron así:

ADÁN. —Padre Eterno de la luz,
¿por qué en mi mal perseveras?
PADRE ETERNO. Porque os comisteis las peras,
y juro a Dios y esta cruz
que os he de echar a galeras.

Hizo Calderón una prolija defensa de su hurto, acusando de otros a Vélez, el cual, cansado de oírle, y más aún de sostener en su mano un pesado globo, emblema del mundo de que su papel le hacía autor, le arrojó al suelo, replicando esta chuscada:

—Por el cielo superior,

y de mi mano formado,

que me pesa haber criado

un Adán tan hablador[125].

Siguió un coloquio amoroso entre Eva y Adán, que se prodigaron mil ternuras de esta suerte:

ADÁN. Eva, mi dulce placer,
carne de la carne mía…
EVA. Mi esperanza, mi alegría…
—Estos me quieren hacer,

interrumpió Mareta, que aguardaba impaciente entre bastidores la ocasión de salir a escena, presentándose en ella de improviso, y recordando su papel de futuro hijo de la primera pareja humana[126].

¿Quién adivinaría en uno de los actores de tal caricatura bíblica al piadosísimo autor de La devoción de la Cruz y de los Autos sacramentales?

La presencia de la reina no era obstáculo, sino aliciente a veces, para las bromas pesadas durante las representaciones. Así leemos en una Noticia de la época: «Los reyes se entretienen en el Buen Retiro oyendo las comedias en un coliseo, donde, nuestra señora mostrando gusto por vedas silbar, se ha ido haciendo con todas, malas y buenas, esta misma diligencia. Asimismo, para que viese todo lo que pasa en los corrales, en la cazuela[127] de las mujeres, se ha representado bien al vivo, mesándose y arañándose unas, dándose vaya otras y mofándolas los mosqueteros. Han echado entre ellas ratones en cajas, que, abiertas, saltaban, y ayudado este alboroto de silbatos, chiflas y castradores, se hace espectáculo más de gusto que de decencia»[128].

Las mujeres vengábanse de tales sustos y ultrajes, como dice otra relación, «echando por la boca lo que no parecía hecho para los oídos de S. M.»[129].

Caprichos tan poco serios no dejan muy bien parados el gusto ni la sensibilidad de la primera esposa del rey poeta.

XXXIX. Galanteos palaciegos

Un uso palatino especial era el del galanteo, no porque él fuese novedad en aquella Corte, tan caballeresca y devota de Cupido, sino porque el galanteo tributado a las damas de Palacio era más ostensible, pretendía ser más exquisito, y estaba sujeto a normas particulares, como un capítulo más de la etiqueta cortesana.

Era frecuentísimo entre las damas, doncellas o viudas, que, en número considerable, vivían en el Alcázar al servicio de la reina, el ser agasajadas o servidas (como se decía entonces) por un caballero principal, generalmente de noble estirpe. Sin embargo, las formas de obsequio eran a veces extrañas y de dudoso gusto. «Una especie de galanteo… —dice Bertaut— es mandar públicamente platos de comer a una dama de Palacio; otra más delicada es seguidas a caballo a la puerta de una carroza, cuando la reina sale para ir a Nuestra Señora de Atocha o a otro sitio, lo que ocurre pocas veces, y saber cuándo salen para visitar a sus madres y a sus parientes… Entonces sus galanes están alerta para encontradas al paso, y para tener preparadas antorchas que las alumbran a su retorno…»[130].

Resultaba así a veces una vistosa iluminación de muchos cientos de hachones, pues el séquito real le formaban varias carrozas, en cada una iban varias damas, y en obsequio de cada una de éstas ardían 40 ó 50 hachas de cera blanca.

En ocasiones, el mismo soberano servía de este modo, bien a la portezuela de la carroza en que iba la reina, bien ante las de algunas damas principales, a quienes quería dispensar tan extraordinario honor, con fines más o menos platónicos[131].

Los viajeros y los diplomáticos franceses han escrito extensamente sobre el complicado flirt, que diríamos hoy, a que las damas pala tinas se entregaban, sometido a una especie de liturgia. Para galantearlas debía el caballero pedirles lugar. Si ellas le otorgaban, daban con ello a su galán derecho para estar cubiertos, no sólo ante ellas, sino ante la misma soberana, pues se les consideraba embebecidos; es decir, tan absortos por sus damas, que no reparaban hallarse delante de la majestad real[132]. De modo que las damas, como dice Morel Fatio, «creaban, por decirlo así, grandes de amor[133], con igual preeminencia que los grandes de España». «Se podría escribir un libro —añade el mismo autor— sólo con la jurisprudencia de este amor palatino español».

Madame d’Aulnoy corrobora y amplía los datos expuestos. «Y lo que me parece más singular —escribe— es que está permitido a un hombre, aunque sea casado, declararse amante de una dama de Palacio y hacer por ella todos los gastos y locuras que pueda sin que nadie tenga nada que murmurar de esto. Se ve a esos galanes en el patio y a todas las damas en las ventanas pasando los días en charlas con los dedos… Estos amoríos son públicos y es preciso tener mucha galantería y chispa para emprenderlos y para que una dama quiera aceptarlos, porque son muy delicadas y no hablan como las otras…»[134].

Era este cortejo la distracción casi única de las damas, que, salvo los días de fiestas cortesanas, se aburrían soberanamente en aquella especie de clausura real. Pero, además de un pasatiempo, era para ellas un motivo de vanagloria. La que no tuviese un galán frenético, dispuesto a cualquier locura por satisfacer los menores caprichos de la dama servida, tomábalo a desdoro. En abundantes pendencias y asesinatos, que narran los avisos de la época, juega como resorte principal el disputado favor de una beldad palatina. Refiere uno de aquéllos que el duque del Infantado fue desterrado a Mérida por haberle sorprendido el rey disponiéndose a entrar en Palacio en el aposento de una dama a quien servía, con una llave falsa facilitada por un cerrajero, a quien por tal delito se le dio secretamente garrote[135]. Incidentes análogos ocurrían con la mayor frecuencia.

Un diplomático extranjero residente aquí[136] se pasmaba de que tales galanteos fueran serios y platónicos, y le parecían más bien devociones que muestras de pasión humana.

El abuso del galanteo en Palacio determinó la pragmática de 1638[137], prohibiéndole, bajo graves penas, así como los disfraces que para él se usaban a veces. Pero no se logró con esa medida extirpar tan arraigado vicio.

Como no bastaban las disposiciones legales para acabar con los galanteadores que acechaban Palacio a toda hora dando ante sus fachadas o en sus interiores, espectáculos que desdecían de la majestad del regio albergue, se confió también su extinción a la ronda ordinaria de alguaciles. «Algunas veces S. M., por su mayordomo, da orden al alcalde del cuartel de Palacio para que cuide de los terrenos y patios de Palacio, y no consienta se parle ni hagan señas a las damas, y que la primera vez advierta a los que topare, y avise al mayordomo de semana, y la segunda vez los prenda, según su calidad, sin exceptuar persona. Esto se debe ejecutar con gran maña, no empeñando a los señores ni a la autoridad de la Justicia, y, en hallando alguna resistencia o repugnancia decir la orden que tiene de S. M. y dar cuenta al mayordomo»[138].

XL. Reales audiencias y recepciones

Sobre todos estos menesteres, naturalmente reglamentados por la etiqueta, conocemos datos por escritores de entonces. El cronista de Madrid, Gonzalo Dávila, escribe: «En la primera sala del cuarto de S. M. asisten las guardias española, tudesca y archeros. En la de más adelante, los porteros; en la siguiente, S. M. hace, el primer día que se junta el Reino de Cortes, la proposición de lo que han de tratar los procuradores de las ciudades de los reinos de Castilla y León, y los viernes de cada semana despacha S. M. con el Consejo de Castilla las cosas de Gobierno; oye la primera vez a los embajadores extraordinarios, celebra el Jueves Santo el lavatorio de los pobres y les da de comer. En otra más adelante esperan a S. M., para acompañarle cuando sale a misa y sermón, el Nuncio de S. S. y embajadores que tienen asiento en su capilla. Recibe la primera vez, en pie, con el collar del Toisón, arrimado a un bufete, a los embajadores ordinarios y a los presidentes y consejeros; sentado, cuando le dan las Pascuas y besan la mano; da la caballería del Toisón de oro a príncipes, potentados o grandes de sus reinos. Hace nombramiento de treces del Orden de Santiago y oye a los vasallos que piden justicia o gracia»[139].

Cuando el monarca iba a la capilla de Palacio salían con él de su aposento grandes y mayordomos. Si había algún cardenal, le aguardaba en la cámara; los embajadores hacíanlo en la antecamarilla; los gentileshombres títulos, caballerizos, pajes y alcaldes de casa y corte esperaban en la antecámara; los capitanes y maceros, en la saleta; archeros y algunos soldados, en la sala; en el corredor, los restantes. Cada puerta de esas estancias hallábase custodiada por un portero o ujier [140].

«El rey —dice por su parte Bertaut— no es visible más que por audiencias, que da a cuantos particulares las solicitan, particularmente un día a la semana, en el que acude a una sala especial para eso, y cuando va a celebrar capilla o dar audiencia a algún embajador» [141].

Para evitar que en las audiencias reales se aglomeraran demasiadas personas y promoviesen ruido y confusión se dieron severas órdenes a los ujieres, a fin de que no permitieran pasar sino a los designados para ello, los cuales debían mantenerse silenciosos a lo largo de la pared de la antecámara hasta que el secretario los fuera llamando[142].

«Por muy alta que sea la condición de los personajes que asisten a la Corte —añade Mme. d’Aulnoy— vense obligados a dejar sus carrozas antes de llegar al patio principal, exceptuando aquellos días en que se celebran en el patio fuegos artificiales o fiestas de máscaras. Unos cuantos alabarderos hacen guardia en la puerta[143]. Es menester que todos los cortesanos y hasta los embajadores, cuando entran en la cámara del rey, lleven ciertos manguitos de fino y delgado lienzo, que se atan ajustados a la manga. Hay tiendas en la sala de guardias, donde los señores van a alquilarlos al entrar y a devolverlos al salir. Además, es preciso que todas las señoras lleven chapines cuando están delante de la reina… Son pequeñas sandalias, dentro de las cuales se mete el zapato, y que las levantan extraordinariamente del suelo»[144].

El Concejo de Castilla celebraba reunión con el rey los viernes por la tarde, ocupando dos bancos laterales de la antecámara. Sobre una tarima se alzaba en medio el trono. Frente a él y en otro banco sentábanse el presidente, el consejero de más edad y el que llevaba la ponencia objeto de la sesión. Detrás de ellos, y en pie, permanecían los alcaldes. Cuando aparecía el rey, con el mayordomo mayor y los gentileshombres de cámara, los consejeros se ponían de rodillas, hasta que el soberano les mandaba cubrirse y sentarse.

En la cámara hacíanse los besamanos con arreglo a protocolo, dirigido por el mayordomo mayor, entrando primero los Consejos, y a su frente el de Castilla, fiscales, alcaldes (con varas, que dejaban en la pared al irse presentando). Todos por un orden riguroso y fijo[145].

XLI. Grandes ceremonias de Corte: exequias soberanas

Pomposo, diverso y perfectamente reglamentado era el ceremonial de los actos de Corte, tales como entrada de los reyes en Palacio después de haber heredado el trono, entradas de las reinas en Madrid, bautismos de príncipes e infantes, reuniones de los procuradores de las Cortes castellanoleonesas en Palacio, juramento de los mismos y de los herederos del trono en el monasterio de San Jerónimo, asistencia de los reyes a la capilla ordinaria; su intervención en solemnidades religiosas, como la Epifanía, la Candelaria, el Domingo de Ramos el lavatorio y comida de los pobres el Jueves Santo y la procesión del Corpus; su salida en coche a visitar iglesias, a veces en acción de gracias; juramento y publicación de paces; recepción del capelo o estoque que solía el papa enviar a los reyes y príncipes, y de la rosa de plata, remitida por él a reinas o infantas; la consulta habitual que daba el monarca a su Consejo los viernes en Palacio; besamanos de los Consejos; recibimientos de legados pontificios, cardenales, príncipes extranjeros y embajadores; asistencia del rey al Capítulo de la Orden del Toisón de Oro; autos de fe en la plaza Mayor, comedias en Palacio, fiestas cortesanas: finalmente, entierros y honras fúnebres de personas reales[146].

Omito el examen minucioso de tan complicada máquina ritual, que sería prolijo y pesado para un libro de esta índole.

Cómo se festejaban y conmemoraban los sucesos gratos para la familia real en el regio Alcázar, será tratado al bosquejar las fiestas palatinas. Sólo nos referiremos aquí a la celebración de exequias por los soberanos fallecidos, reproduciendo o extractando párrafos de una auténtica narración de la época[147].

«En expirando los señores reyes, los capitanes de las guardias, si se hallan presentes, y si no los oficiales y más altos, rindan el cuerpo de guardia al cuarto del sucesor. El Presidente de Castilla, Mayordomo Mayor y Sumiller de Corps llevan al sucesor el testamento cerrado, y piden licencia para que se abra». Luego, en la propia cámara donde yacía el difunto, leíase el testamento ante testigos, y se procedía a embalsamar el cadáver. «El cuerpo se pone en el salón grande, y para ello se hace un tablado de tres gradas en alto, en la testera del salón… y se alfombra». Allí se ponía el féretro sobre un lecho riquísimo, cubierto por un dosel, y no lejos de él un altar, donde se decían las misas de pontifical. «Al lado del Evangelio, la silla del Mayordomo, y luego, continuado, el banco de los grandes, y enfrente, al lado de la Epístola, el banco de los capellanes, como están en la capilla. A un lado y a otro del salón, arrimado a la pared, se ponen seis altares para las misas rezadas. El coro a los pies del salón, con una valla para que se pueda andar alrededor. La entrada por las espaldas. Esta valla se continúa por un lado y otro hasta cerca del banco de los grandes y capellanes, para que la gente no embarace. Cuando se pone el cuerpo en la caja en que se ha de llevar, se cierra, y el Sumiller, ante el Secretario, le entrega al Mayordomo Mayor y al Prelado, y la llave al Mayordomo Mayor, y desde entonces están de guardia 12 Monteros de Espinosa, seis sobre la tarima y seis abajo, por mitad a un lado y a otro. Los días que se detiene en Madrid van las Comunidades a decir la vigilia, misas cantadas y rezadas y responsos, y por las tardes Vísperas de difuntos».

El féretro era bajado a hombros por grandes de España, mayordomos y gentileshombres de cámara, relevándose en tal tarea, hasta «la puerta del zaguanete o jardín, por donde sale el entierro». Hasta allí le acompañaban la real Capilla, el príncipe sucesor en el trono y los infantes, si los había. El séquito fúnebre se ponía en marcha en esta forma: alguaciles de Corte, que caminaban delante; comunidades religiosas con hachas, por el orden de su antigüedad; dos alcaldes de casa y corte, 12 gentileshombres de la casa, otros 12 de la boca, caballerizos, la Capilla con la cruz, el capitán de la guardia española, mayordomos, grandes, nobles, pajes con hachas, 12 monteros de Espinosa, mayordomo mayor, prelado, gentileshombres de cámara, la guardia de a caballo con lanzas y banderolas enlutadas, y las guardias española y tudesca.

El entierro deteníase ante las iglesias de tránsito, y después, dentro de una litera y con numerosa escolta, era conducido el féretro al panteón de El Escorial.

La corte de Felipe IV, que procuré describir en las interioridades de su recinto, nos aparece como una jaula dorada, donde pájaros mecánicos de brillante plumaje hacían movimientos, prescritos de antemano por un rígido ritual, sin impulso propio, libertad ni iniciativa, dirigidos por los hilos poderosos de la tradición, más fuerte que la voluntad del mayor soberano de la tierra, y a la cual éste mismo se rendía.