XXXII. El «oficio de la mesa»

Afectos al servicio de la mesa real había una verdadera nube de funcionarios, grandes, pequeños y mínimos, que la diligencia de un investigador moderno ha sacado a luz, con su jerarquía, atribuciones, gajes y etiqueta de sus funciones[84]. De él entresacamos los datos que siguen, extractándolos y procurando aclararlos.

Los oficios de la boca, o dependencias de Palacio que intervenían los yantares regios, eran: la cocina, donde se condimentaban los guisos; la panetería, donde se cocía y condimentaba el pan; la cava o bodega, que guardaba los vinos; la sauseria o salsería, donde estaban los cubiertos e ingredientes para aderezar algunos platos; la tapicería, que atendía a preparar muebles y alfombras para los banquetes; la furriería, que cuidaba de la limpieza, calefacción y arreglo de los comedores, y la cerería, cuya intervención se limitaba a las cenas, y estribaba en suministrar las hachas de cera para la iluminación de las salas de comer. También proveía de la cera para alumbrar las demás estancias, y para el servicio de capilla, fiestas de Palacio, procesiones y honras fúnebres. Cada uno de esos oficios o dependencias constaba de múltiples servidores. Casi todos percibían, además de sus gajes, uno o varios platos en el fogón de Palacio, o materias comestibles.

El comprador adquiría las carnes, pescados y demás subsistencias, entregándolos a los oficiales del guardamanxier, donde se recibían por peso y medida, llevando nómina de las raciones. El escuyer de cocina cuidaba de comprobar su calidad y precio, y de distribuir los manjares y vigilar su paso desde el fogón a la mesa real.

La cocina —laboratorio de todas las suculencias— estaba presidida por el cocinero mayor, importante personaje, que cobraba 43.800 maravedíes al año y derechos especiales en las comidas extraordinarias, disfrutaba de médico, botica y habitación, y percibía diariamente un pan de dos libras, dos azumbres de vino, dos libras de candelas de sebo, un cuarto de carnero y la gallina que daba sustancia a la sopa del rey o, en su defecto, los días de vigilia, cuatro libras de pescado, doce huevos y una libra de manteca, amén de otras ventajas.

Gajes de igual índole, variables en cada caso, disfrutaban los otros miembros de la cocina. Era el principal el cocinero de la servilleta, que recibía diariamente del guardamanxier lo necesario para el consumo, entregaba los platos a los encargados de conducirlos a la mesa real y, si eran de olla, los acompañaba al comedor, siempre con su indispensable servilleta sobre los hombros. Había, además de los cocineros, galopines, que limpiaban la cocina y desplumaban las aves; pasteleros, aguadores, triperos, especieros, potaxier y buxier, que proveían de ensaladas, verduras, harina, cacerolas, leña, carbón y chismes de limpieza. Los porteros de cocina cuidaban de que no hubiera intrusos en tal departamento.

Prestaban servicio fuera de la cocina dos cerveceros, un sumiller de cava para escanciar el vino en la mesa del rey, un sumiller de panetería, que cuidaba de manteles y vajilla de plata, entregando el trigo al panetier para confeccionar el pan; el sausier, que tenía a su cargo los guisos, proporcionando el vinagre; el frutier, que compraba y servía la fruta; el ujier de la sala de la vianda, que hacía poner la mesa a las horas convenientes, y cuidaba de que la sirvieran los que debían hacerla, estando cada uno en su lugar. El trinchante presentaba al rey los manjares; el valet servant limpiaba los cubiertos y servía el pan; el maestro de cámara pagaba los gastos de despensa y servidumbre culinaria; el contralor inspeccionaba los servicios de cocina y mesa; el grefier llevaba la contabilidad y el registro de los sirvientes. Por último, eran funcionarias del servicio de cocina, con las prebendas consiguientes, la lavandera de boca y la lavandera de Estado, que lavaban, respectivamente, la ropa del servicio real y la de los oficios de mesa.

El mayordomo del Estado disponía y dirigía las comidas de los palaciegos, cuidando de su pulcritud y buen orden. Preparábanse dos mesas: una para los caballeros y los gentileshombres y otra para los pajes. Los manjares sobrantes de la primera se hacían pasar a la segunda. Si de ésta restaba algo, se abandonaba a los mozos de cocina, y si aún había sobrante, era para los pobres.

XXXIII. La mesa de Palacio

El rey y la reina comían separadamente. Una vez por semana podían presenciarse estas comidas. No así las de las infantas, que comían siempre fuera de toda mirada indiscreta[85].

Decíase que el rey comía retirado, cuando lo efectuaba en una sala pequeña y en la intimidad, servido sólo por sus gentileshombres. Las comidas en público las celebraba en un gran salón, que servía también para fiestas[86].

Si la comida del monarca era pública, su protocolo era más complejo que el de una recepción de embajadores.

Cada semana, el mayordomo semanero se presentaba en la cocina de Palacio, y designaba la hora a que habían de estar dispuestos cuantos funcionarios intervenían en la comida del rey.

Puerta por puerta iba dándoles aviso el ujier de sala, golpeándola con una varilla de ébano, rematada por coronilla de oro.

El tapicero extendía una gran alfombra en la habitación donde había de comer el monarca. El furrier de Palacio hacía instalar en ella la mesa bajo dosel y otras que servían de aparador en sus inmediaciones, colocando convenientemente la silla de su majestad.

Escoltados por la guardia y en orden riguroso de etiqueta, iban procesionalmente los funcionarios de la mesa real llevando a ésta desde la panetería, primero, y desde la bodega, después, todos los adminículos necesarios: copas, jarros, salvas, salero, manteles, cubiertos, vinos, pan, etc.; pasando cada cosa de mano en mano con arreglo al más prolijo ceremonial[87].

A la hora señalada salía el rey de su cámara, acompañado por el mayordomo semanero, que tomaba entonces su bastón de mando, y el ujier, golpeando la puerta de la sala con su varilla, decía en alta voz: «¡A la vianda, caballeros!». Todos los oficiales, por su orden, iban en busca de ella a la cocina, escoltados por la guardia.

«A su vez, el trinchante semanero se lavaba las manos y se llegaba a la mesa de su majestad, desenvolvía la servilleta en que estaba envuelto el pan, la tomaba por dos puntas y se la ponía al cuello, cortaba el pan, dando primeramente la salva al sumiller de la panetería; y, de lo cortado, ponía encima de un trincheo [plato de mesa para partir] lo que le parecía podría bastar para la comida de su majestad, y el salero, un cuchillo y un palillo, colocando este trincheo, así dispuesto, debajo de un pliegue del mantel, a la derecha del sitio que había de ocupar su majestad, y encima la servilleta de que había de servirse»[88].

Con la misma ceremonia iban a la cocina el mayordomo semanero y sus acompañantes, en busca de los manjares, que recibían de manos del cocinero mayor. El panetier los descubría al mayordomo solamente, tapándolos después con cobertores, sin que quienes los llevaban pudiesen ver lo que tenían dentro. El salsier cuidaba de las salsas, y el panetier mismo era portador del plato que consideraba preferido por el soberano. En la consabida fila profesional, que cerraba la guardia, llegaban a la mesa regia, poniendo en ella los platos por su orden. Entonces entraba el rey en la cámara que servía de comedor. El copero tomaba las fuentes y le servía agua para lavarse las manos. El panetier presentaba una servilleta, que llevaba al hombro, al mayordomo semanero, y éste al mayordomo mayor o a la persona de más categoría que se hallase presente, la cual la trasladaba al soberano, para que se secara. Durante esa operación, el trinchante iba descubriendo las platos que en la mesa había, para que eligiese su majestad y retirar los otros.

«El aposentador de Palacio esperaba con la silla en las manos y una rodilla hincada en el suelo a que su majestad se sentase. Antes de hacerlo, el prelado de mayor dignidad allí presente bendecía la mesa; a falta de prelado, desempeñaba esta función el limosnero mayor, y, en su ausencia, un sumiller de oratorio. Los maceros, sin insignias se colocaban a los lados de la tarima para apartar la gente y procurar no es estorbase el servicio»[89].

Ya sentado el rey a la mesa, servíanle el panetier y el trinchante, mientras el mayordomo semanero permanecía a su lado en pie, con el bastón en la mano. Próximo a éste se hallaba el copero, atento a la menor seña del monarca, para servirle la copa. No era operación sencilla, pues había de tomar aquélla en el aparador, donde el sumiller de la cava la tenía ya dispuesta y tapada. El sumiller se la entregaba y descubría ante el médico de semana, y el copero, volviéndola a tapar, llevábala entonces al rey, escoltado por los maceros y el ujier de sala, y se la servía doblando una rodilla en el suelo, a la vez que sostenía una salva debajo de la copa, mientras bebía el soberano, para evitar que cayera ninguna gota, Hecho lo cual, volvía el copero a depositar la copa en el aparador, y el panetier acudía con una servilleta para que el monarca se limpiase los labios. De suerte que cada sorbo real ponía en movimiento a un tropel de gente, e implicaba molestias y tiempo perdido, incluso para el propio rey, ídolo y víctima de este ritual de la etiqueta.

Repetíase la procesión y el ceremonial a cada nuevo plato o vianda que se traía de la cocina.

Terminados éstos, el panetier servía el postre, consistente en frutas, obleas y confites; el trinchante ponía el pan que sobraba en una fuente de plata, entregándole, con destino a los pobres, al limosnero mayor, y éste al mozo de limosna, no sin que éstos dos últimos besaran la fuente.

Lavábase el rey las manos otra vez, y se alzaban los dos manteles que cubrían la mesa; el limosnero daba gracias a Dios, cosa que el monarca oía en pie; el trinchante quitábale las migajas que hubieran caído en su vestido, el mayordomo semanero le acompañaba hasta su cámara, el copero transportaba la copa a la cava con igual acompañamiento que la trajo, y lo propio hacían el sumiller de panetería y sus ayudantes con los enseres de la mesa.

En igual forma que la comida servíase la cena, con la adición del alumbrado de velas y hachas, correspondiente a la dependencia de cerería, y que había de disponer con tan complicado ceremonial como los demás servicios.

En las comidas más solemnes, los atabales y trompetas se instalaban en el corredor de la escalera principal para tocar cuando se ponía la mesa, cuando se sacaban las viandas y mientras comía el soberano; y, al sentarse éste a la mesa, los maceros se colocaban ante la tarima que lo sostenía, y los reyes de armas a ambos lados de aquélla.

Ritual semejante, pero con mayor complicación, presidía las comidas reales, cuando, para celebrar la boda de alguna dama de Palacio, comía ésta públicamente con el rey y la reina juntos, o cuando, el día de San Andrés, el monarca invitaba a su mesa a los caballeros de la Orden del Toisón de Oro.

XXXIV. Las comidas reales y las recetas culinarias del cocinero Fernández Montiño

Tuvo Felipe IV la fortuna de poseer un cocinero mayor famosísimo, cuya pericia culinaria fue entonces regodeo de los paladares cortesanos, y le consiguió un renombre que pasó las fronteras y adquirió un lugar no despreciable en la Historia. Llamábase el tal Francisco Fernández Montiño, y no sólo era un diestro manipulador de cocina, sino un artista de creación original abundante copioso inventor de platos nuevos suculentos, sabrosos y complicados. Más aún, era un teórico, un definidor, un preceptista en el arte de Brillat Savarin (con el cual y con los más refinados maestros de la cocina francesa moderna puede parangonársele sin desdoro); y, después de fabricar guisos innúmeros en largos años de autorizada práctica, quiso aleccionar con sus explicaciones escritas a sus discípulos y admiradores, o acaso conservar ante la posteridad la gloria por él alcanzada ante los fogones palatinos, y compuso un célebre tratado con el título Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería[90].

Esta obra, a su valor intrínseco une el circunstancial de ser el segundo manual culinario publicado en España[91].

Expónese allí con minuciosidad la manera de limpiar y gobernar las cocinas, aconsejando que se blanqueen frecuentemente, que las mesas se frieguen con cuidado, evitando toda basura, y que los oficiales de tal servicio se laven con pulcritud al comenzar su faena y lleven siempre camisa limpia.

Da reglas sobre el servicio de los banquetes, que han de distribuir se en mesas de seis a diez convidados, y sobre la forma de condimentar cada plato para que esté en su punto, así como las frutas (entendiéndose por tal los postres y los entremeses) que han de servirse en las comidas, y las circunstancias que se deben tener en cuenta para confeccionar la lista de manjares en cada festín, distinguiendo cuidadosamente en ese punto las diversas estaciones del año.

Enumera por orden alfabético todos los platos dignos de la mesa real, y ofrece, por vía de muestra, menús tan estupendos, por el número y calidad de los manjares, que harían vacilar al propio Gargantúa antes de resolverse a consumirlos.

He aquí algunas de esas viandas, como él llama a cada lista de platos para una comida:

PRIMERA LISTA DE BANQUETES DE NAVIDAD

UNA COMIDA POR EL MES DE MAYO

Parecidas son las listas que recomienda para el mes de septiembre.

Pero, con ser todas considerables, quedan eclipsadas ante lo que propone bajo el nombre modestísimo de merienda. A su lado, las ollas servidas en las bodas de Camacho el Rico, encanto de Sancho Panza no fueron sino un insignificante piscolabis. Para muestra baste el siguiente botón:

UNA MERIENDA

Añade ensaladas, frutas y conservas, y, pareciéndole, sin duda, poco lo anotado, escribe ingenuamente: «Si la merienda fuese un poco tarde, con servir pastelones de ollas podridas pasará por cena».

Ante tan abrumadora superabundancia, se nos ocurre pensar que o el autor condensa en una los platos de varias listas (cosa que no se deduce de la lectura del libro) o los invitados de Felipe el Grande tenían el estómago de buitre.

De los platos recomendados y explicados por Montiño que no figuran en las listas anteriores entresaco los siguientes, por parecerme más típicos, para acabar de satisfacer la curiosidad del lector, o de la lectora aficionada a menesteres culinarios. Son éstos:

Sopas varias; salpicón de vaca; albondiguillas de ave; zanahorias con pescado cecial[100]; varias clases de arroz; alcachofas; alcuzcuz; pardo y roscón; buñuelos de queso, de viento y de arroz; berenjenas; borrajas[101]; barbos; besugos; bizcochos de harina de trigo, de almidón y de arroz; torrijas; calabazas y cebollas rellenas; venados; cabrito; capón; caracoles; cangrejos; calamares; pulpos; ostras (que él llama ostias y ostiones); criadillas; potaje de castañas; empanadas de menudillos, de pies de puerco, de masa dulce y de carnes, aves, pescados, jabalí, etc.; chicharrones; pinas; grullas asadas con salsa (que entonces se comían como las demás aves); varias clases de huevo; tortilla de queso; lechugas; lamprea; langostas guisadas; manteca de vacas; migas; longanizas; morcillas; membrillos asados; mostachones; pasteles de ave, carnero y leche; nabos; repollo; rosquillas; tortas de orejones de nata, de agraz, de cidra verde, de almendras de frutas de dátiles, de acelgas, de ternera o cabrito.

Desgraciadamente, no nos dice Montiño el significado de todos los términos, familiares entonces, pero desusados hoy, con que denomina a sus platos[102]; pero sí explica el modo práctico de condimentar muchos de ellos. Claro es que no hemos de seguirle en tales disquisiciones, pues esta obra no pretende rivalizar con la de Angel Muro.

Lo que al través de ciertos nombres arcaicos entrevemos y lo correspondiente a nuestra nomenclatura actual bastan y sobran para comprender que los paladares más exquisitos de gourmet y las más anchas tragaderas tenían ocasión de solazarse por igual en aquellas orgías y gastronómicas.

XXXV. Crisis de pobreza y ahorro en la Real casa: su presupuesto de gastos

El cronista palaciego de Felipe IV, Núñez de Castro, nos da una información bastante detallada de los gastos e ingresos que mantenían aquella complicada máquina de etiqueta, ostentación, burocracia y parasitismo, que era el Alcázar real[103].

Limito mi información a recoger y entresacar sus datos. He aquí los principales que atañen a la Casa real.

«Gasto de la Casa real del rey nuestro señor y gastos de sus criados:

Ducados anuales
Gajes de la Capilla real y el Colegio de Cantores 38.000
Ornamentos de la Capilla real 2.000
Idem de los mayordomos y gentileshombres 50.000
Idem de los criados 36.000
Despensa (raciones, pensiones y otros gastos) 200.000
Gasto de S. M. (12 platos de comida y 8 de cena ordinariamente) 14.000
Cera de la Capilla real 7.000
Limosnas de cera 10.000
Las demás limosnas 8.000
Acemilería y salarios de la servidumbre 10.000
Gasto ordinario del mercader 150.000
Botica 7.000
Gajes de las tres guardas (archeros, españoles y alemanes) 52.000
Idem de criados y Caballerizas 12.000
Casa de pajes y caballeriza 50.000
Cámara y guardarropa 24.000
————————
Total de gasto ordinario anual 670.000»[104]

A estos gastos se sumaban 750.000 ducados del bolsillo real, jornadas en los sitios reales, sostenimiento de éstos, cacerías, fiestas, gajes de ministros, nóminas de sueldos, salarios y viudedades, correspondientes a Consejos, Chancillerías, Audiencias, Correos y otros servicios públicos, incluso aprestos de los galeones de Indias, por la confusión corriente entre lo correspondiente al Estado y lo privativo del monarca, su jefe. Pero el estudio de tales puntos no corresponde a este lugar.

Sumadas todas las partidas anuales que enumera en pormenor Núñez de Castro[105], hacen un total próximo a 16 millones de ducados, o sea unos 32 millones de pesetas en nuestra moneda actual.

Para hacer frente a tales gastos, poseía el rey cuantiosos fondos dentro y fuera de España.

El cronista antedicho detalla prolijamente todos los ingresos del Tesoro real por derechos varios, rentas, tributos sobre mercancías, servicios, cargos, honores, como obispados y encomiendas; todo lo cual formaba una complicadísima fuente de recursos.

En los últimos años de Felipe IV, después de la pérdida de Portugal con sus colonias, que redujo no poco el peculio regio, el total conocido de fondos que reunía el rey de España (incluyendo la Corona de Aragón y los Estados de Italia) era de 36.746.437 ducados (unos 73 millones de pesetas); pero a ellos había que agregar las rentas de Indias en oro, piedras preciosas, especias y derechos diversos, cuyo conjunto global no podía determinarse ni de modo aproximado, y que era siempre muy considerable[106].

El desbarajuste económico y administrativo, reinante en todas las esferas de la vida española por aquel tiempo, tenía también su repercusión en el Alcázar de los reyes, donde el enorme gasto, engendrado por el parasitismo, la ostentación, la prodigalidad y el aparato imponente e inútil tradicionales, juntamente con los dispendios causados por fiestas palatinas exclusivas de aquel reinado (que veremos en otro lugar), tenía en ocasiones por consecuencia la mayor penuria, la cual dificultaba aun los gastos más perentorios e indispensables de Palacio. A los alardes de rumbo y esplendidez seguían las crisis de escasez y pobreza, en las que todo se escatimaba.

El cronista contemporáneo Matías de Novoa contrapone los despilfarros de la construcción del Buen Retiro con la miseria y cicatería usados a veces en los gastos más esenciales de Palacio, diciendo: «… Y luego tratamos de ahorro bajándonos a pocas cosas, a indignidades y miserias, a que se ahorre una onza de cera y a si le toca al otro una cinta; apretar a Palacio y a los criados hasta hacerles derramar la sangre, y derramar millones en obras deslucidas, y que no se les ve el fin, no más porque sepan que quiero y puedo»[107]. Y esto era en tiempos bonancibles, en la primera mitad de aquel reinado. Pero las revoluciones y las guerras de sus postrimerías, agravando los apuros del Erario, reflejáronse en el reglamento económico del real Alcázar, de la manera persistente y angustiosa que pinta con vivos colores el testigo de aquellos días Barrionuevo, en varios pasajes de sus Avisos. Así, nos hace saber que la propia mesa del monarca, de ordinario tan pletórica, carecía a veces de lo más esencial.

«Come el rey pescado todas las vigilias de la madre de Dios —escribe—, y en las de Presentación no tuvo que comer más que huevos y más huevos, por no tener los compradores un real para prevenir nada… Desde 1.o de enero se dice quitan las arcas de Su Majestad en todos los lugares[108]. Todo es tratar de Contadurías, arcas, y de buscar dineros, y no hay un real por un ojo de la cara»[109].

En otro lugar nos dice el mismo noticiero:

«Dos meses y medio ha que no se dan en Palacio las raciones acostumbradas, que no tiene el rey un real, y el día de San Francisco le pusieron a la infanta [María Teresa] en la mesa un capón que hedía como a perros muertos. Siguióle un pollo, de que gusta, sobre unas rebanadillas como torrijas llenas de moscas, y se enojó de suerte que a poco no da con todo en tierra. Mire Vm. cómo anda Palacio. Todo esto es como lo cuento, sin añadir ni quitar un ápice»[110]. Prosigue su relación, añadiendo que una vez la reina doña Mariana, muy aficionada a postres de pastelería, como observara la falta de ellos en su mesa, se quejó de la omisión a la dama encargada de este servicio, la cual alegó en su disculpa que el confitero se negaba a hacerlo ya, por la crecida suma que se le debía. Entonces la reina se quitó de uno de sus dedos un rico anillo y se le dio a un criado, con orden de comprar con él algunas golosinas; viendo lo cual el bufón Manolito de Gante, que asistía a la comida, con aire de humorística esplendidez, sacó de su bolsillo un real en calderilla, y, dándoselo al servidor, dijo a la reina que guardara su joya, pues allí estaba él para regalarla el postre que fuera menester.

El 20 de mayo de 1658, el proveedor y el veedor de Palacio declaraban que «no tenían dinero de ningún modo para sustentar la Real casa, que se dice gasta cada mes 50.000 ducados, y que, como no pagaban a nadie, no les querían fiar nada»[111].

No eran, pues, siempre opulencias las que se gozaban en la regia mansión del llamado por cortesanas plumas Felipe el Grande.