XXVIII. La servidumbre del monarca[40]

El rey y la reina tenían su servidumbre aparte de altos funcionarios palatinos, clasificados jerárquicamente en dos distintas agrupaciones, a las que se daba el nombre de casas. La casa del rey contaba como principales cargos, dentro del Alcázar, al mayordomo mayor y al camarero mayor o sumiller de Corps, que guardaba la cámara regia. Fuera de Palacio, el funcionario preeminente era el caballerizo mayor[41].

La dignidad más alta la poseía el mayordomo mayor, que era el jefe de la cámara real. «Todo pasa por su mano y se ejecuta por su acuerdo —escribe Núñez de Castro—. Tócale la disposición del aposento de la Corte, distribución de puestos en capilla o fiestas reales… Tiene en su poder los libros de los criados de la Casa Real; firma la nómina para que les paguen sus gajes. Tiene un teniente nombrado por S. M., que de ordinario es uno de los ayudas de cámara más antiguos» [42]. Posee llave dorada de la cámara real y goza de grandes preeminencias.

El camarero mayor tenía también llave dorada y aposento en Palacio. Vestía, desnudaba al rey, le daba toalla para lavarse, y se le permitía libre acceso a todas horas en su cámara[43].

El caballerizo mayor, cuando iba en coche con el soberano, ocupaba puesto preferente en la delantera, aunque el mayordomo mayor fuera también en el vehículo. Acompañaba al rey cuando salía a caballo o iba a mascaradas o cañas; calzábale las espuelas y le ayudaban a montar. Cuando el monarca entraba en una ciudad, el caballerizo era el encargado de conducir su espada. Era jefe de los demás caballerizos, así como de la armería, servicios de coches, palafrenes, tiendas de campaña, correos, maestros de esgrima, maceros, atabales y violines del séquito real, y de todos los constructores y funcionarios referentes a estos servicios. Disfrutaba de pajes con igual librea que los del rey[44].

A los tres altos personajes que acabo de enumerar seguían en importancia, dentro de Palacio, los gentileshombres de cámara, portadores de una llave de oro al cinto, como emblema de su dignidad. Tal cargo correspondía a casi todos los grandes de España; pero sólo le ejercían de hecho 35 ó 40, renovándose por turno. «Estas llaves pueden ser de tres maneras distintas: una distingue al gentilhombre de cámara, otra la lleva el gentilhombre sin ejercicio, pero que tiene derecho a entrar en la cámara real, y la tercera, que se llama llave capona, distingue a los que sólo pueden llegar a la antecámara»[45]. Otros destinos más inferiores, aunque honoríficos, eran los de mayordomos, desempeñados por los hijos segundos de los grandes y por otras personas de calidad, que se renovaban semanalmente. Eran unos ocho o diez, y entre sus cometidos figuraba el acompañar a los embajadores en las audiencias reales.

El secretario de cámara se ocupaba en dar y distribuir estas audiencias y preparar las recepciones de embajadores, conduciendo a los visitantes. Asistía a estos actos con capa y espada, guardaba el sello y la estampilla del soberano, cuidaba de recoger y transmitir memoriales, y era jefe de una oficina palaciega para despachar expedientes enviados a Tribunales y Consejos.

«Es oficio de mucha autoridad, y de ordinario se da al ayuda de cámara más antiguo», escribe Núñez de Castro[46].

El capellán mayor cuidaba del servicio religioso dentro de la capilla real. Privilegios otorgados por bulas pontificias, sustraíanle a la jurisdicción del ordinario. Administraba al rey los Sacramentos, y le proponía las personas que habían de ser predicadores y capellanes de honor, músicos y funcionarios de la Real Capilla, sujetos a su autoridad[47].

El limosnero mayor tenía como atribuciones dar las limosnas señaladas por el rey, vestir a los pobres a quienes aquél lavaba en Jueves Santo los pies, y hacer conocer al soberano las necesidades que debían ser socorridas[48]. Las dignidades de capellán y limosnero mayores estaban juntas en el Patriarca de las Indias hacia el último tercio del siglo XVII[49].

Para servicios pequeños y recados disponía el monarca de meninos, especie de pajes, que eran adolescentes de ilustres familias. Distinguíanse por no llevar capa ni sombrero dentro ni fuera de Palacio. De otros servicios de la Casa del rey, correspondientes a sus cacerías y sitios reales, se tratará al estudiar estos puntos.

XXIX. La servidumbre de las personas reales y el servicio de aposento

La Casa de la reina la integraban un mayordomo mayor, un caballerizo, varios mayordomos menores (que solían ser cuatro) y meninos como los que servían a rey. Eso por lo que afecta a servidores varones. Además, los tenía en mayor número del bello sexo, como la camarera mayor, la guarda mayor, que la seguía en importancia y vigilaba a las demás servidoras; dos azafatas y veinte camareras destinadas al servicio material.

Las infantas sólo tenían en su servidumbre meninas. Dábaseles tal nombre por el calzado bajo que usaban[50]. De su aspecto e indumentaria podemos juzgar por el cuadro inmortal de aquel nombre, en que Velázquez las retrató.

El número de sirvientes de categoría inferior, que cuidaban de los más humildes menesteres palaciegos, era interminable, teniendo todos ellos bien deslindadas sus obligaciones, con arreglo a un producto tan complicado como el de los altos dignatarios[51].

Además de la servidumbre del ramo de cocina, que en otro lugar se menciona, había, entre ellos, el retopidor, que vigilaba el servicio de tapicería; entallador, relojero, cerrajero, guardajoyas, tapicero, aposentadores (de los que aparte trataré); mozos de retrete, que barrían y cumplían otros cuidados ínfimos; ujieres de cámara, que vigilaban constantemente en las puertas de la antecámara real para que no entrasen sino quienes debían hacerlo; porteros de sala y salita, que en estos lugares cumplían análoga misión; el portero de la maison, que guardaba la puerta de Palacio y evitaba la reunión de vagabundos en los patios; los porteros de cámara, distribuidos en las distintas dependencias, y el acemilero mayor, encargado de Caballerizas. Para velar por la salud de los moradores de Palacio, había en éste una botica con un cuerpo de boticarios, médicos, cirujanos y sangradores: unos, destinados a los reyes e infantes, y otros, a los criados de Su Majestad, sus mujeres e hijos. Los que curaban a la servidumbre se llamaban, respectivamente, médicos de familia y sangradores del común. Todos ellos percibían un salario permanente al día o al año, y la mayor parte disfrutaba, además, gajes en especie, de índole y porción muy variable, y aposento en el Alcázar. Aún había otros muchísimos, braceros, acemileros, barrenderos, etc., que cobraban jornales cuando eran llamados, y de cuyo servicio cuidaban los sirvientes de plantilla [52].

Dependían directamente del mayordomo mayor y eran nombrados por él, entre otros, los demás mayordomos, gentileshombres y oficiales de boca, aposentador y acemilero, cerero y tapicero mayores, ujieres y porteros de cámara[53]. El camarero mayor era jefe de los ayudas de cámara, guardajoyas, médicos de cámara, dependientes de la furriera (guarda llaves y muebles) y otros subalternos[54].

El cargo de algunos criados reales era casi nominal o se limitaba a menguadísimos menesteres.

Uno de los principales servicios palatinos era el de aposento, para cuidar de la habitación de las personas reales, sus invitados y servidores, tanto en Palacio como en las jornadas de fuera de Madrid.

Había un aposentador mayor, que cuidaba de alojar a las damas (las de cámara y las de retrete), a los guardias del rey y a cuantas personas residían en el Alcázar. Disponía, además, sillas y enseres para las fiestas que en él se efectuaban, recepciones, besamanos, espectáculos y toda suerte de solemnidades, encargándose también de servir la silla al monarca durante sus comidas. Disfrutaba de libre entrada en Palacio, pudiendo asistir a los actos de Corte en igual lugar que los mayordomos. Precedía al rey veinticuatro horas en sus cambios accidentales de residencia, llevando un pendón o estandarte con las insignias soberanas y ocupándose de preparar conveniente albergue a la real familia. Contaba el aposentador mayor con ayudantes en sus funciones, y para los viajes regios había también aposentadores de camino[55], que precedían al rey para disponer en las poblaciones del tránsito cuanto el servicio de su persona requería.

Pero, no bastando para la función aposentadora los servicios individuales, existía desde tiempo lejano un organismo colectivo, cuya fundación se atribuía a Alfonso X, y que en la Corte del cuarto Felipe tenía no poco que hacer. Tal era el Tribunal o Junta de Aposento, que cuidaba de albergar en sus casas particulares a los criados y funcionarios altos y bajos de Palacio y de los Reales Consejos, y de distribuir, por encargo del rey, los puestos a cuantos, por derecho e invitación, asistían a las fiestas y solemnidades palatinas, desde las corridas de toros hasta las exequias de la familia reinante[56].

XXX. Velázquez, dependiente de Palacio

Entre aquella muchedumbre abigarrada de servidores palatinos, se destaca una de las personalidades más insignes de la época y de todas las épocas del arte español, la figura cumbre de nuestra pintura y una de las más altas de la pintura universal: el gran don Diego Velázquez de Silva.

En 1623 —es decir, en el tercer año del reinado del cuarto Felipe—, cuando Velázquez era un muchacho aún, fue nombrado pintor de la real cámara con un haber de veinte ducados mensuales[57] (unos ocho duros modernos). Además, se le ofrecía pagarle aparte los cuadros que hiciera y algún sobresueldo especial; pero este punto quedó resuelto por Reales cédulas de 1628 y 1629, condonando sus haberes en una ración de cámara de doce reales diarios, igual a la que cobraban los ayudantes de los barberos. De modo que por la irrisoria suma de 4.380 reales anuales podía el rey hacerle pintar cuanto se le antojara. Yeso que, como hace observar Madraza, había hecho ya lienzos notables, como La adoración de los Reyes Magos y todos los demás de su primera época.

Más lucrativo que pintar (aun pasando Felipe IV por un Mecenas de las artes) era desempeñar en Palacio cualquier menester vulgar y servil. Por eso Velázquez solicitó y obtuvo diferentes puestos de tal índole, no sin lucha contra otros pretendientes oscuros. Y fue lo peor que, por el desorden administrativo reinante entonces desde el Alcázar del rey hasta la última compañía de soldados, casi nunca percibió el gran pintor con puntualidad sus pagas, costándole el reclamar su atrasos no pocos expedientes, enconados para él por la malquerencia con que le persiguió algún organismo burocrático palatino, como la Junta de Obras y Bosques, y un tan empingorotado personaje como el mayordomo mayor de Palacio, marqués de Malpica.

Años enteros pasaba Velázquez sin percibir un maravedí. Cruzada Villamil[58] sospecha que debió de tener hacienda propia, pues sólo así se explica que pudiera subsistir y aun darse vida de hombre principal.

En 1627 fue nombrado ujier de cámara, como premio a su cuadro sobre la expulsión de los moriscos, y más tarde, en 1634, cedió aquel empleo a su yerno Juan Bautista Mazo, que era también el más aventajado de sus discípulos y el más identificado con él, hasta el punto de ser difícil a la crítica moderna distinguir a quién de los dos pertenece la paternidad de algunos cuadros.

Velázquez deseaba así ir preparando el favor del rey para el marido de su hija. Años después, en 1657, logró para éste en Palacio el puesto de ayuda de la furriera, y en 1658 introdujo también allí a su nieto, el hijo de Mazo, en el mismo empleo de ujier.

Un documento del Archivo real, correspondiente a septiembre de 1637, indica que a cada servidor de S. M. debía dársele por nómina un vestido anual. Allí, entre mozos de retrete, zapateros, barrenderos, guardianes de lebreles de caza, barberos, músicos, enanos, bufones y sirvientes de menor cuantía, aparece Velázquez, «y no ciertamente en el puesto de honor», como dice uno de sus biógrafos modernos[59]. Y es que, como éstos hacen observar, Velázquez no era allí sino un criado del rey, que pintaba[60]. Es decir, que lo de pintor resultaba lo adjetivo y lo de criado lo substancial.

Entre gentes de análoga extracción se le daba puesto en las fiestas reales. Así consta que, en una corrida de toros celebrada en la plaza Mayor de Madrid en 1648, el pintor de las Meninas fue colocado en un cuarto piso, entre los criados de los grandes y los barberos de cámara[61]. Siempre los barberos eran sus congéneres; no cobraba más que ellos y jerárquicamente algunos le serían superiores.

En 1643, después de caer Olivares —aunque éste le había protegido cuanto entonces se podía proteger en España a un pintor—, fue nombrado Velázquez ayuda de cámara del rey, cargo que no desempeñó en efectivo hasta tres años más tarde. En 1647, Felipe IV le hizo veedor de la superintendencia de las obras del Alcázar. Este puesto aumentó su autoridad de funcionario y le permitió desempeñar tareas artísticas, que le eran más adecuadas, como la de dirigir el ornato de varios palacios del rey en Madrid y en algunos sitios reales. Ello facilitó varias excursiones del gran pintor a Italia, donde acabó de alcanzar la máxima plenitud de su genio pictórico.

En 1652 vacó una placa de aposentador de Palacio, cargo oficialmente más importante y mejor retribuido que el de pintor de cámara (no obstante el desarrollo de la pintura en aquella época). Velázquez le solicitó, costándole no pocos empeños el conseguirlo. Decidió su nombramiento el propio rey, que le eligió entre sus pretendientes, contra la mayoría de votos de la Junta que examinó las instancias.

Dos críticos ilustres de la pintura española: Palomino, en el siglo XVIII, y Aureliano de Beruete y Moret (mi malogrado condiscípulo), en el XX, lamentan que los afanes del aposentador (cargo atareadísimo y engorroso) paralizaran años enteros la actividad de aquel mágico pincel, privando al arte español quién sabe de cuántas joyas pictóricas nonnatas.

Beruete censura la inexplicable mama de Felipe IV, que cuando se trataba de glorificar y recompensar a Velázquez, no hallaba para concederle sino cargos y funciones que venían a complicar sus ocupaciones habituales, y a crearle cien dificultades y cuidados diarios. El reposo y el ocio, indispensable a los trabajos artísticos, faltaban casi por completo al maestro, y, en cambio, no sólo se le hacía aguardar constantemente el pago de los pequeños gajes que le estaban asignados, sino que todo el mundo, empezando por el rey, le trataba de negligente. Tan grande era el desprecio inconcebible en que se tenían las extraordinarias facultades de aquel hombre de genio, destinado como tantos otros, a sostener una lucha heroica contra los prejuicios, las pequeñeces y la ignorancia de aquella Corte[62].

Los mayores apuros y fatigas del cargo de aposentador los sufrió Velázquez en 1660, con motivo de trasladarse el rey con su familia y su séquito a la isleta de los Faisanes fronteriza entre España y Francia, para firmar con Luis XIV la paz de los Pirineos. Como dice un biógrafo, la continua actividad que le exigían trabajos extraordinarios como éstos, en que la Corte se trasladaba al confín de la península; las constantes faenas, en gran parte ingratas e indignas de un hombre de su genio, e impropias y contrarias a su carácter reposado y pacífico, por el constante roce y trato con gentes groseras y de baja y aviesa condición, juntamente con las molestias de tan larga jornada, para él más que para nadie penosa y molesta por la fatiga de cada día, amén de los disgustos consiguientes, y a los sesenta años de su edad, aceleraron el fin de sus días[63]. Murió el primero de nuestros pintores un mes después del regreso de la expedición a Madrid, y fue enterrado oscuramente.

Contrasta en verdad la situación subalterna en que estuvo siempre, con los honores dispensados en Flandes a su contemporáneo Rubens, no más ilustre que él en la pintura, y que, con atribuciones de embajador de Inglaterra, vino a España en 1628, logrando un convenio de paz entre ambos países, y con preeminencias de señor vivió y murió. En Amberes, donde por todas partes flota aún el espíritu de Rubens, se conservan el suntuoso palacio que habitó y la elegante capilla construida ad hoc en la iglesia donde yacen sus restos.

Sin embargo, es justo señalar la única distinción honorífica que consta recibiera Velázquez de Felipe IV: el hábito de la Orden militar de Santiago. La tradición cuenta que cuando, en 1657, pintó Velázquez su obra maestra, el lienzo de las Meninas, donde aparece su propia figura, maravillado el monarca por la portentosa creación, dijo al excelso artista que echaba de menos algo allí, y, tomando de su mano un pincel, trazó él mismo en la parte del lienzo correspondiente a la ropilla de Velázquez la roja cruz del Patrón de España.

La crítica acoge con dudas tal anécdota. El biógrafo Cruzada Villaamil cree que, si la cruz de Santiago no figuraba primitivamente en el lienzo de Velázquez (ni podía figurar, ya que éste recibió tal honor dos años después de acabar su obra), una mano extraña (que no fue la del rey) completó tal detalle, probablemente después de morir el genial pintor.

De todos modos, es exacta la frase de Madrazo al afirmar que Velázquez, «lejos de ser un protegido del rey, es el protector de ese mismo rey, de su Corte y de la sociedad contemporánea entera».

En efecto, a todos los inmortalizó ante la Historia, dándoles, con el colorido fresco de sus pinceles, una juventud y una actualidad eternas.

XXXI. Bufones, idiotas y monstruos

Mención especialísima merecen, entre los huéspedes del Palacio real, los bufones, los enanos, monstruos e idiotas —sabandijas u hombres de placer, como se los llamaba[64]—, destinados no al servicio (pues ninguno útil prestaban), sino al entretenimiento del rey, la reina, príncipe e infantes, que tenían el mal gusto de solazarse con la deformidad física de unos, el cretinismo y la anormalidad cerebral de otros, y la gracia burda, chocarrera, procaz, maleante y desvergonzada de los más.

Los bufones eran un legado de la Edad Media, donde constituían ornamento indispensable en Cortes y palacios de reyes y grandes señores. La Casa de Austria los conservó, como tantos otros usos antiguos. Eran el chiste grueso, la risa fácil, el entretenimiento a flor de piel, que desarrugaba el ceño de los poderosos, distrayéndoles del tedio cotidiano o de la preocupación que el mando engendra. Su donaire o su extravagancia les daban una posición preeminente, y, siendo menos que lacayos, gozaban pingües sueldos, vivían en la intimidad de los reyes e infantes, participando de su regalo, y tratándolos con familiaridad, rayana a veces en lo irrespetuoso y hasta en franca insolencia.

«Entre donosuras, decían a sus señores acres verdades, y en más de una ocasión y de un reinado fueron únicos voceros de la opinión del pueblo»[65].

Sobre privilegios de los bufones e inconvenientes que su presencia causaban, escribió un alegato sabroso el contemporáneo Francisco de Santos, en su sátira El no importa de España. Entre los variados tipos de aquella fauna social, que hace desfilar ante un tribunal sentenciador imaginario, figura el bufón, al cual describe así:

«Siguióse luego un hombre muy bullicioso, risueño, ojos vivos, boca grande y talle largo, y el relator dijo: “Este es truhán”. “Se engaña quien lo dice —replicó el enfermo—, que yo soy hombre de buen humor, a quien escuchan príncipes y señores, y quien sabe hablar delante de ellos, y no soy hombre así como se quiera que mi hacienda vale muchos ducados, y soy estimado y buscado y tengo un don cosido de chistes muy agudos. Si pretendo cualquier puesto, luego le alcanzo. Si quiero alguna alhaja, la alabo de buena y luego me la dan. Si quiero dineros, me finjo pobre necesitado, válgome de cuatro chanzas y con ello los hallo, y para mí jamás falta, aunque falte para otras cosas… Jamás me aflijo, aunque valga el pan caro, ni siento el que no se sepa de la flota, ni que el enemigo sitie la plaza o la gane, porque el sentimiento en mí me quitara el comer; antes en tales sustos es mi vista triaca saludable, pues hago olvidar pesares y destierro penas, y, en fin, sepa el mundo que soy plato de príncipes…”. “Necesita el mundo —dijo un abogado— de mandar consumir esta infernal canalla, odiosa a los ojos de la vista católica; pues no sirven más que de estorbo, inquietud y penalidad, susto, congoja, aflicción, muerte e infierno… Quitando éstos el socorro al necesitado, el puesto al pretendiente, la jineta al soldado, que, harto de servir, pide de puerta en puerta, y sólo éstos son quien con sus bufonadas hacen reír a los descuidados, chupan la sangre, oscurecen la vista del alma, dan apetitos al cuerpo, consumen la salud y la hacienda, aconsejan la perdición, llevan al despeñadero, estragan la calidad y bastardean la sangre”»[66].

La pintura, seguramente extremosa, aun dentro de la natural exageración satírica, parece reflejar una reacción contra el insolente parasitismo de aquella chusma.

Un docto escritor moderno hace las atinadas consideraciones siguientes: «En ninguna parte se sufrió con más intensidad que en Madrid la extravagante e inexplicable moda, generalizada entonces en casi todas las Cortes europeas, que consistía en rodear a los príncipes de seres deformes en su mayoría, y muchas veces hasta locos o monstruos repelentes, tales como los cretinos, patizambos e hidrocéfalos. Compulsando los documentos oficiales sorprende el considerable número de estos individuos, así como de los apodos con que se los ridiculizaba. Soplillo, Calabazas, El Primo, Cristóbal el Ciego, Pablillos de Valladolid, Bautista el del Ajedrez, Panela, Morra, Velasquillo, Mari Barbola, Pertusato; tales son los nombres de algunos miembros de aquella gloriosa falange. ¿No parece leer más bien la lista de los personajes de un vaudeville, cuya acción pasara en presidio, que no las cuentas de gastos de Su Majestad Católica?»[67].

De la importancia de los bufones en la Corte de Felipe IV podemos juzgar por los lienzos de su época, especialmente los de Velázquez, que, con su maravilloso pincel, perpetuó aquellas figuras grotescas, por mandato de la majestad soberana[68]. Eran como parte de la familia, y el rey, no contento con ver de continuo sus lastimosas figuras, quería que su pintor de cámara reprodujera las efigies de aquellos pobres seres, para que adornaran los muros de las regias estancias, como los retratos de él mismo, de sus esposas, de sus hijos o de sus hermanos.

Por ese capricho real, impulsor de un genio pictórico digno de más alto empleo, nos son hoy familiares los grotescos parásitos que divertían al rey poeta.

Justi[69] clasifica a estos llamados hombres de placer en dos series: truhanes y bufones, poniendo en la primera a los que no tenían deformidad física, pero sí mental (bobos, degenerados y anormales, con algún ribete de pillos), y en la segunda a los contrahechos.

Entre los truhanes incluye a los llamados Pablillos de Valladolid, Barbarroja y Don Juan de Austria, y sospecha que el tal Pablillos fue el primer bufón retratado por Velázquez (aunque cada crítico le asigna fecha diferente).

Los últimos comentadores del catálogo del Prado nos dicen que «Pablillos de Valladolid servía en Palacio desde antes del 6 de junio de 1633, fecha de concesión de aposento; gozaba dos raciones, que pasaron a sus hijos…, y debió de morir en 1648. Era hombre dado al teatro, y creíase genial cómico»[70].

En efecto, su actitud en el retrato parece ser la del que declama.

Cristóbal de Castañeda y Pernia era llamado Barbarroja, bien por sus fanfarronadas militares, bien por el traje turquesco, la desnuda espada y el fiero ademán con que al pintor plugo representarle[71], Y que acaso él usara.

Los citados críticos nos cuentan que «era también toreador», y refieren otros datos curiosos. «Quizá —dicen— antes de entrar en Palacio servía al Conde-Duque y fue a veces su emisario; figura como hombre de placer de la Corte desde el 24 de mayo de 1633; al año siguiente, por haber contestado a la pregunta del rey en Balsaín si había olivas: Señor, no hay olivas ni olivares, fue desterrado a Sevilla. Disfrutaba de dos raciones diarias, y el embajador de Toscana le juzgaba el primero de su clase»[72].

Famoso truhán debió de ser el apodado Don Juan de Austria, cuyo nombre se ignora; razón por la que no ha podido hallarse expediente suyo en el Archivo de Palacio, ni conocerse, en consecuencia, pormenores sobre su persona. Sin duda tendría arrogancias de gran señor, y, como caricatura de tal, le retrató Velázquez con galas lujosas y con un palo en la mano, a manera de bengala o insignia de la autoridad.

Llamar Don Juan de Austria a un tipo de tal calaña, no implicaba mucho respeto para la memoria del vencedor de Lepanto, como hace observar un crítico moderno. Pero no fue aquel caso el único de asociar los bufones a los recuerdos históricos, pues en 1638, con ocasión de una fiesta de toros celebrada en honor del duque de Módena, los llamados sabandijas de Palacio estaban sentados al pie del trono con disfraz de antiguos reyes de Castilla, y quizá las figuras de éstos que pintó Alonso Cano[73] no son sino bufones con tal vestimenta, según su aspecto cómico y monstruoso hace sospechar[74].

Según Beruete, el primero cronológicamente de los seres deformes pintados por Velázquez fue un tipo llamado el Geógrafo, cuyo retrato está pintado en el Museo de Rouen, y a quien antes se creyó un hombre de ciencia por estar contemplando un globo terráqueo. La semejanza de su rostro y porte con los de Pablillos de Valladolid, induce al mencionado crítico a suponerle un bufón.

Igual sospecha tiene respecto a los retratos velazqueños del Prado que llevan los nombres griegos de Esopo y Menipo, cuyos rostros son reveladores de dos truhanes de la propia estirpe que algunos de los retratados como bufones. Otros tres de ellos constan en los antiguos inventarios de Palacio, que han desaparecido: eran Juan Cárdenas, bufón torero; Velasquillo y Calabacillas[75], aunque el apodo de este último se presta a confundirle con otro.

Los retratos de Velázquez nos permiten conocer abortos de degeneración orgánica, estereotipada en su faz inexpresiva, como el Niño de Vallecas —triste ejemplar de imbecilidad infantil—; los enanos Don Antonio el Inglés; don Diego de Acedo (el Primo): don Sebastián de Morra, que sirvió al infante don Fernando y vino de Flandes en 1643, y el llamado impropiamente Bobo de Coria, cuyo mote verdadero era Calabacillas (don Juan Calabazas). Este figuró primero en la servidumbre del infante don Fernando, y en julio de 1632 pasó a la de Felipe IV, con sueldo de 96.894 maravedises y mula y acémila para las jornadas donde acompañase a los reyes [76].

Los lienzos de Velázquez son, sin duda, la fuente mejor para el conocimiento de aquellos bufones de Corte; pero algo, aunque poco, puede conocerse de ellos por información documental.

Cruzada Villaamil, espigando en las cuencas y en los inventarias de Palacio, nos suministra algunas noticias sobre los bufones. Por él sabemos que Bautista el del Ajedrez o El Rojo era compañero del rey en el juego, y gozaba de su especial protección. Uno de esos documentos nos dice: «… Ordena S. M. en 19 de junio de 1638 que se le den todos los días con mucha puntualidad 5 reales a Bautista el rojo, con que le mandó socorrer por vía de limosna»[77].

Los Avisos de Pellicer narran que en diciembre de 1639 «murió en Madrid Juan Bautista, que jugaba con el rey a las tablas, de cerca de cien años».

Don Luis de Aedo, Acedo o Hacedo (El Primo) abona el don con que se le designa —como dice Cruzada— «tanto por su aspecto aseado y formal, cuanto por no ofrecer ridiculez marcada para la burla»[78].

Parece que tenía pretensiones de alcurnia, por lo que se hacía dar aquel tratamiento. En opinión de Justi, hallábase envanecido por el nombre de Primo que el rey le daba, y el enorme libro que está hojeando en el lienzo donde Velázquez le retrató puede ser un Nobiliario.

Fue, como Barbarroja, servidor de Olivares, a quien solía acompañar, y entró en Palacio hacia 1637.

El aludido retrato, reputado como una de las obras maestras de Velázquez, hízole éste en Fraga, según consta en documento oficial, con motivo del viaje que realizó El Primo a la región aragonesa en 1644.

«… Este don Luis tenía para su cuidado, por los años de 1653 a 1654, destinado un criado llamado Jerónimo Rodríguez, que cobraba la pensión especial de 12 reales mensuales, que al Primo había asignado S. M. y en la nómina, que comprende los seis meses de septiembre de 1653 a marzo de 1654, se lee que aquellos 72 reales se le mandaron por asistir a la estampa. Esto… no parece otra cosa más que asistió a alguna imprenta, y no cuadra mal tal asistencia con la ocupación que en el retrato tiene[79]. No era, pues, don Luis un hombre de burlas ni un loco, porque, de ser lo uno o lo otro, no se comprende que se le pensionara, poco o mucho, por asistir a la estampa…»[80].

No vislumbra Cruzada por qué se le llamó El Primo. Duda si fue el enano de quien tenía celos en diciembre de 1643 el aposentador de Palacio Marcos Encinillas, que mató por eso a su mujer, y hubiera matado al enano, de no salir éste de mañana al campo con el rey.

La desgracia rondaba, sin duda, por entonces al antes afortunado Primo, pues en uno de los Avisos de la época, referentes al año anterior, se lee la noticia siguiente, que bien podría encajar en nuestra moderna sección periodística de sucesos:

«El jueves, a 17… por la mañana, salió el señor Conde-Duque al Humilladero, como acostumbra, donde vio pasar la compañía del señor marqués de Salinas… y a la vuelta… una escuadra de arcabuceros, que era la primera hilera, le hizo salva. Entre los que tiraron disparó uno con bala y otros dicen que con taco fuerte. La bala o taco dio en una barra del coche, hacia la parte de la proa, y rompió la barra…, y con la pólvora y pedazos que chaspó hirió en la cara a un enano que iba allí, que llaman El Primo, y alcanzó algo al secretario Carnero, aunque no de peligro. Quedó en gran confusión la Corte por si el suceso fue acaso o con intento»[81]. Sospéchase que se trataba de un fracasado complot contra el Conde-Duque. El hecho ocurrió en Daroca, al pasar la comitiva regia con rumbo a Cataluña.

Cruzada sospecha que el bufón llamado Morra fuese italiano y tomara su nombre o apodo del juego, tan popular entre las gentes bajas de Roma, llamado así.

Acerca de él escriben Allende y Sánchez Cantón siguiendo a Justi:

«Sebastián de Morra era hombre europeo; había estado en Flandes con el Infante cardenal, quien lo envió a Baltasar Carlos en 1643; como había visto mucho y conocía la vida, era un amargado, llevaba a disgusto su triste figura. Malhumorado, insolente, de su áspero gesto parece esperarse siempre una desvergüenza».

El llamado Don Antonio el Inglés era sin duda un bufón distinguido, como lo prueba su traje, más elegante que el de sus colegas, y el hecho de tener a sus órdenes un criado, de nombre Tomás Pinto según los documentos de Palacio.

«El Inglés es un presumido: en su desmedrada figurilla no caben su arrogancia y bríos. Ignórase su nombre el llamarle Don Antonio procede de que en 1686 se inventarió un retrato de un loco don Antonio con un perro sin acabar, de mano de Juan de la Cruz; pero, como es claro, se refiere a un bufón de Felipe III, hoy perdido; la composición recuerda la de una pintura de Moro»[82].

El rey (separado por la etiqueta aun del más linajudo prócer, Incluso en el yantar, como lo está el sol de la tierra) no tenía escrúpulo en hacer retratar a él y a sus hijos en singular promiscuidad con aquellos feísimos monstruos. Así le vemos en el lienzo de Villandrando con la mano derecha apoyada en la cabeza del enano Soplillo, que en 1614, cuando Felipe IV era niño aún y príncipe, le habla enviado desde Flandes, para entretenerle, su tía la infanta Isabel Clara Eugenia. Soplillo fue durante años una de sus más gratas compañías y tomó parte en las fiestas de Palacio, siendo el único hombre que representó la comedia palatina La gloria de Niquea, en 1622[83].

Extraña mezcolanza de personas reales, sirvientes y monstruos, es la obra maestra de la pintura española, el insuperado lienzo de Las meninas, donde las damas de este nombre doña María Agustina Sarmiento y doña Isabel de Velasco aparecen con la infanta niña doña Margarita María, a la que la primera de aquéllas, de rodillas, alarga un búcaro de agua, mientras, a la izquierda, el propio Velázquez fija en un lienzo con su pincel los retratos de Felipe IV y la reina doña Mariana, reflejados en el espejo que aparece en el fondo del cuadro, y en primer término, a la derecha, destacan el enano Nicolasito Pertusato, que apoya un pie en un perrazo paciente, y la horrible y cabezuda enana Mari Barbola, contrastando con la gentileza de las otras figuras femeninas. Detrás, a la derecha, están la dama de honor doña Marcela de Ulloa, vistiendo tocas monjiles, y un rodrigón. En el fondo sale por la puerta el aposentador de la reina don Juan Nieto.

Todo lo indicado demuestra cuánta importancia tenían en la vida cotidiana de reyes e infantes, como camaradas suyos, aquellos grotescos enanos y bufones cuya vista nos sorprende tanto hoy en los lienzos de Velázquez. Eran los elementos más genuinos entre la legión parasitaria de aquel Palacio real: inmensa colmena, donde no escaseaban los zánganos.