Después de conocer a los regios moradores del Palacio Real bajo Felipe IV, procede reseñar la traza y disposición del vetusto Alcázar madrileño, el régimen y la organización de sus servicios, y la vida cotidiana de las augustas personas que habitaban en él.
Hasta la fundación del Buen Retiro, la residencia de Felipe IV, como la de sus antecesores que tuvieron la Corte en Madrid, fue el Alcázar viejo: más famoso por su venerable vetustez, su gran mole y su eminente situación, que por sus filigranas arquitectónicas.
Hallábase emplazado próximamente en el lugar donde después, en el siglo XVIII, se levantó el palacio actual.
Su construcción se remontaba a la Edad Media: a los tiempos de Pedro I de Castilla, según Llaguno[1], o a los de su hermano y sucesor Enrique II, como afirma Gil González Dávila[2]. Pero había sido reconstruido por Carlos I, y reformado y habilitado para residencia real permanente por Felipe II, al trasladar su Corte a Madrid.
Felipe IV le mejoró y embelleció de modo considerable, realizando en él nuevas obras, a cargo de los arquitectos Mora y Crescenti; hizo pintar sus salones por el famoso Lucas Jordán, y los decoró con cuadros del Ticiano, Rubens, Velázquez y Murillo. En 1622 mandó abrir unas ventanillas, llamadas escuchas, que comunicaban con las salas donde se reunían los Consejos, a fin de oír sigilosamente sus deliberaciones[3].
En 1639 mandó dorar un salón, probablemente el de Embajadores, y ensanchar sus claraboyas para aumentar su luz. Adornó sus paredes con mármoles y jaspes, y la bóveda con pinturas. «Estas obras costaron 19.000 escudos, la vida de dos hombres y las piernas y brazos de cuatro, que cayeron de un andamio»[4].
Construyó Felipe IV pabellones en la parte oriental y dispuso de pasadizos para entrar y salir en Palacio con el secreto más riguroso.
En el ala de Poniente, que miraba al parque, donde antes había un guardarropa, hízose habilitar estancias no grandes, pero sí bien alhajadas, para comer y vestirse con reserva. Los inventarias palatinos las señalan así: «Pieza donde S. M. cenaba; pieza donde S. M. comía, en cuyo techo está pintada la Noche; pieza inmediata de la Aurora; pieza donde S. M. se vestía, que llaman el Retiradico»[5].
También se fabricaron entonces caballerizas, que limitaban la plaza de Palacio por el lado Sur, situadas en el lugar que ahora media entre la plaza de la Armería y la catedral hoy en construcción[6].
El edificio, no obstante las mejoras y ampliaciones, que tendían a quitarle su carácter primitivo de fortaleza, era en realidad, como dice bien Juderías, «un caserón inmenso, destartalado, con grandes estancias, no todas claras, admirablemente amuebladas algunas; misérrimamente conservadas las otras; palacio de leyenda, con entradas misteriosas, escaleras secretas, puertas que se abrían donde menos se pensaba; lugar incomparable para la intriga política y la aventura amorosa, pero tétrico, solemne, aburrido, como la etiqueta que regulaba los menores movimientos de sus augustos moradores»[7].
Sin embargo, los cronistas del siglo XVII, los Jerónimo de Quintana y León Pinelo, poníanle en los cuernos de la luna con el lenguaje hiperbólico que les era peculiar, considerándole el non plus ultra de la magnificencia y la más asombrosa fábrica regia del mundo.
Mesonero Romanos, utilizando el plano de Texeira, correspondiente a 1656, el pequeño modelo del Alcázar, que hoy puede verse en nuestro Museo Arqueológico Nacional; cuadros, dibujos de la época, y los prolijos relatos de Gil González Dávila y del escritor que firma Juan Álvarez de Colmenar, reconstruye el aspecto exterior, forma y disposición del viejo Alcázar en los días del cuarto Felipe. También los relatos de los viajeros extranjeros tienen referencias sobre la regia mansión. Modernamente, el alemán Carlos Justi dedica a ella una erudita monografía[8].
«En la parte occidental de Madrid, en lo que antiguamente era el Alcázar real —escribe González Dávila—, tiene su asiento el Palacio de nuestros ínclitos reyes, que representa, por lo que se ve de fuera, la grandeza y autoridad de su príncipe: adornado de torres, chapiteles, portadas, ventanas, balcones y miradores»[9].
«El Palacio —dice Mme. d’Aulnoy— es de piedra y ladrillo[10]; su fachada principal presenta un aspecto bastante regular, cosa que no sucede con el resto»[11]. Las otras fachadas eran de cantería, argamasa y tierra, careciendo de orden y simetría en todas sus partes.
«Nada hay magnífico en la casa del rey —leemos en la narración de Brunel—. Tiene por delante una plaza muy hermosa, donde habría una fachada no fea, si el edificio fuera un poco más alto, y si una torre que le falta estuviera concluida»[12].
En tiempo de Felipe IV sólo quedaban del Alcázar primitivo algunos torreones en la parte Oeste o del Campo del Moro, conservándose el muro occidental en el mismo punto que el antiguo. En 1661 se cerró con una tapia el Campo del Moro, que venía siendo parque abierto.
La fachada principal, situada al Sur, como el actual Palacio, y construida por Carlos V y Felipe II, constaba de dos pisos altos con veintiocho balcones cada uno de ellos.
Su cuerpo central sobresalía de la rasante, y tenía en ambos pisos tres balcones de mayor tamaño. Daban grato aspecto a la fachada sus adornos de mármol y dorados balaustres. Una puerta monumental servía de acceso a los reyes e invitados en los actos solemnes. Otra puerta sencilla, en el lienzo correspondiente al cuarto de la reina, daba entrada al patio principal, y por aquella parte, en lo alto, un guardillón, destinado a las dependencias de la esposa del rey, estropeaba la fachada. Prolongábase ésta más que ahora, extendiéndose por las calles de Bailén, San Quintín y plaza de Oriente actuales.
El Palacio estaba rodeado de jardines: al Este, el llamado de la Priora, que tenía su entrada por el lugar donde modernamente estuvieron las Caballerizas, y ocupaba gran parte de nuestra actual plaza de Oriente. Allí había árboles frutales, fuentecillas y varios recreos rústicos, entre ellos un juego de pelota. Al Oeste hallábase el Parque, que descendía desde la Puerta de la Vega hasta el río, terminando en la cuesta de San Vicente, recién abierta entonces, y ya fuera del recinto urbano. El Parque —hoy jardín palatino— tenía una parte reservada al rey y otra pública. Esta era el descuidado Campo del Moro, famoso por sus duelos y aventuras. La reservada constaba de bosquecillos, praderas, fuentes y sotos, donde el rey tenía criaderos de caza mayor y volatería para sus esparcimientos cinegéticos.
Pero el tal Parque distaba de ser una maravilla. «Los jardines —dice Mme. d’Aulnoy— no responden a la magnificencia de este lugar, no siendo espaciosos ni estando tan bien cuidados como debieran; extiéndense hasta el borde del Manzanares y están rodeados por un muro; pero, si ofrecen alguna hermosura, débenla a la naturaleza»[13].
Delante del ángulo Sudoeste, donde se hospedó en 1623 el príncipe de Gales, había un pequeño parterre o jardín cercado, y ante la fachada Sur se extendía la gran explanada de la plaza o plazuela de Palacio (hoy plaza de la Armería), que a fines del reinado de Felipe IV hizo empedrar un corregidor[14].
La perspectiva del Alcázar por aquel punto era, entonces como ahora, un grato solaz para los ojos. «La fachada posterior —escribía Alvarez de Colmenar— tiene vistas al campo el cual es muy agradable en aquella parte, y al Manzanares y a las alamedas que existen en sus orillas»[15].
El regio edificio hallábase en vecindad y comunicación con dependencias y casas religiosas. «Tiene delante —escribe el contemporáneo González Dávila— una espaciosa plaza, la Caballeriza[16] y Armería, y a un lado el convento de San Gil de religiosos descalzos del Orden de San Francisco, y la parroquia de San Juan Bautista, y por un pasadizo alcanza al convento de la Encarnación de religiosas descalzas del Orden de San Agustín»[17].
Veamos ahora el interior del Alcázar. Dábale entrada por la plazuela de Palacio una puerta (según se indicó) que conducía al primer patio. Había en éste dos escaleras: una subía a la capilla, y otra, la principal, a las habitaciones de los reyes.
Aquéllas y éstas hallábanse incomunicadas, siendo preciso que la real familia y su séquito, para asistir a los actos religiosos, descendieran al patio y subiesen por la escalera que a la capilla daba acceso. Para evitar tal molestia, en las fiestas bautismales de los vástagos regios se construía un pasadizo sobre el hueco entre ambas escaleras; construcción que en los tiempos últimos de Felipe IV tuvo carácter permanente.
Unos corredores abovedados comunicaban el patio primero con el segundo, situado más al Oeste, y a cuyo alrededor estaban instaladas las oficinas o covachuelas. En ambos patios había cajones y puestos de baratijas. Otros patinillos interiores separaban las distintas partes del edificio.
El Palacio entero giraba en torno de los dos sitios centrales mencionados. Madame d’Aulnoy los describe de esta forma: «Dentro hay dos patios cuadrados; el primero tiene dos grandes terrazas sostenidas por pilares, que forman arcos elevados. La balaustrada es de mármol y también lo son los bustos que la adornan, y me ha parecido cosa muy singular que los de mujeres lleven colorete en las mejillas y en los hombros[18]. Entrase por unos hermosos pórticos que terminan al pie de la escalera, la cual es bastante ancha[19] y conduce a varias habitaciones llenas de preciosos cuadros, tapices admirables, estatuas excelentes, muebles magníficos; en una palabra: todo lo que conviene a un Palacio real. Pero éste tiene muchos aposentos oscuros, que no reciben luz más que por la puerta, porque carecen de ventanas, y los que las tienen tampoco son muy claros, porque sus aberturas son mezquinas. Dicen los españoles que hacen esto para evitar el sol, pues los calores son aquí extraordinarios; pero puede atribuirse tal costumbre a la escasez y subido precio del cristal. Hasta en Palacio, como en otras casas, hay muchas ventanas sin cristales»[20].
Otros pormenores los conocemos por la difusa y larga descripción de González Dávila, quien, lejos de hallar los reparos que la viajera francesa, no encuentra palabras para loar tantas maravillas. «Lo interior del Palacio —nos dice— se compone de patios, corredores, galerías, salas, capilla, oratorios, aposentos, retretes, parques, jardines y huertos… En los patios principales tienen salas los Consejos de Castilla, Aragón, Estado, Guerra, Italia, Flandes y Portugal; y en otros más apartados, los Consejos de Indias, Ordenes, Hacienda y Contaduría mayor. En el primer corredor están la Capilla Real[21] y el aposento de la majestad del rey, reina y personas reales, donde se ven pinturas, tapicerías, mármoles y varias cosas… Entrando más adelante, por diferentes salas y retretes, está la Torre Dorada y una hermosa galería compuesta de pinturas, mesas de jaspe y cosas extraordinarias… Cerca de esta galería duerme el rey, escribe, firma y despacha…».
Esa torre dorada hallábase en el ángulo Sudoeste, y en ella tenía el soberano un despacho de invierno y un oratorio contiguo. Una amplia y soleada habitación próxima de la misma torre se destinaba a los alumbramientos de la reina[22].
En el ala de Poniente, que daba al Parque, además de las estancias mencionadas antes, estaban la Antecámara, la Antecamarilla, la Cámara, donde el rey comía reservadamente y daba audiencias privadas a los altos dignatarios; la Sala de Embajadores, la galería pintada y el gabinete de la estampilla real.
La crujía del Sur tenía un gran salón de espejos, al que correspondían el balcón grande y los dos laterales del centro de la fachada principal de la plaza.
Desde ese salón a la antedicha torre dorada estaban la pieza ochavada y la del rubí o diamante (donde se reunía la Junta de Gobierno), entre las cuales descendía una escalera hasta las bóvedas del Ticiano, próximas al jardín de Emperadores. Iban a continuación la Galería del Mediodía o de Retratos y un largo pasillo, que llamaban de la Madona.
Los cuartos dedicados a las personas reales daban también a la fachada principal, y eran inmensos, suntuosos, y ricamente adornados con muebles, frescos mura1es, tapices flamencos y estatuas.
El viajero italiano, conde Magalotti, que visitó el Palacio en 1668, da detalles sobre tanta artística magnificencia. «Los tapices más notables —dice— son: uno, donde están representados los siete planetas en bordado de seda y oro, con alguna joya sobre fondo de terciopelo, y otro, colgado en una estancia —donde el rey Felipe IV, para gozar de una bellísima vista del río, del jardín y de la plaza, tenía el despacho—, toda ella de recama de oro y de corales menudos»[23]. En esa habitación había una miniatura, en plata dorada, de la fuente existente aún en la Piazza Navona de Roma, y un grupo alegórico del emperador Trajano sobre base de un mármol riquísimo, que regaló al mismo rey el cardenal Colomar.
Ornaban las regias estancias cuadros de Alberto Durero, Ticiano, Tintoretto, Pablo Veronés, el Corregio, el Carracci, el Bassano y, sobre todo, Rubens; colocados todos ellos en marcos de madera negra[24].
Felipe IV fue de los reyes que contribuyeron más a enriquecer aquel palatino museo. Sólo una pintura de Miguel Angel representando la Oración del Huerto, le costó cinco mil doblones, según afirma Alvarez de Colmenar[25].
Entre los salones inmediatos destacaban: por su magnificencia el ya mencionado, que servía para la recepción de embajadores y la reunión de Cortes de Castilla y León, y, por su amplitud, el salón de fiestas destinado a comedias, mascaradas y a las comidas oficiales. Tenía unos 170 pies de largo por 35 de ancho. Llamábasele Salón grande, dorado o de Comedias. Allí se hacían las principales fiestas del Alcázar, y en él fue expuesto el cadáver de Felipe IV. Estaba situado en la parte meridional del patio de las Covachuelas.
Lo restante en el piso principal de la crujía sur era ocupado por la reina, 1as infantas y sus damas. En el piso bajo estaban las habitaciones del príncipe y de los infantes.
Las zonas este y norte del patio principal comprendían, en la planta alta, las salas de los Consejos, y en la baja los cuartos de la servidumbre. Las cocinas ocupaban uno de los cuerpos del este del edificio, hacia donde hoy está la plaza de Oriente.
En el ala septentrional del Palacio hallábase la Galería del Cierzo; y la torre de Francia, donde estuvo preso Francisco I, formaba el ángulo noroeste. En esta zona habilitábanse estancias regias para los rigores del estío. En una de ellas murió Felipe IV.
Los antiguos cronistas se detienen en la enumeración de las riquezas que guardaba el Palacio Real, describiendo el magnífico guardajoyas, donde deslumbraban los ojos, entre otras preciosidades, una flor de lis de oro de media vara de alto por casi igual de ancho, y la famosa perla Peregrina, del tamaño de una avellana, y tasada en 30.000 ducados, que lucían en el pecho las reinas de España en las grandes solemnidades.
En conjunto, sumadas las habitaciones reales, las salas de audiencias, fiestas y recepciones, las dependencias palatinas y las estancias burocráticas, resultaba un total aproximado de 500 aposentos[26].
Tal era el centro del Poder público español, la sede de los monarcas y los Consejos, el lugar desde donde se gobernaba y administraba medio mundo, y se preparaban expediciones armadas contra el otro medio. La grandeza de la función era, ciertamente, muy superior a la del lugar en que se ejercía. Y la importancia histórica de éste descendió de modo considerable bajo Felipe IV, con la construcción del Buen Retiro, que iba a dar nombre a su Corte, como la dio Versalles a la de Luis XIV.
La vida en el Palacio Real de Felipe IV regíase bajo el ritmo acompasado de una etiqueta solemne, más exagerada que en otras mansiones reales; aquella rígida etiqueta austríaca, que ha quedado en proverbio, y que penetraba todas las manifestaciones de la existencia, sin excluir las cotidianas más triviales y prosaicas, lo mismo para el rey y su familia que para cuantas personas se acercaban a ellos, a fin de visitarlos o servirlos.
Todo estaba reglamentado y prescrito en los cánones de un severo ceremonial: desde los rituales imponentes que acompañaban a bodas, bautismos, muertes y exequias, hasta los más triviales usos diarios; desde los platos de la mesa que habían de servirse en cada solemnidad o cada estación, hasta los saludos y palabras de rúbrica en cada recepción o audiencia; desde el puesto de cada dignatario en las fiestas o actos de Corte, hasta las piezas de vestir que en cada ocasión correspondían a los distintos moradores de Palacio; desde la hora de acostarse, hasta el día de comenzar las jornadas en los Reales Sitios, aunque para esto había a veces excepciones, impuestas por vicisitudes del tiempo.
Todos, desde el prócer mayordomo de semana o sumiller de Corps, hasta el pinche de cocina o mozo de retrete, formaban una jerarquía descendente, cerrada y estrechísima, en la que cada cual cumplía una misión intransferible. Ni en los casos más graves podía ninguno extralimitarse un punto de la función que le incumbía.
Conocidísima es la anécdota que refiere Mme. d’Aulnoy referente a la muerte de Felipe III, víctima de los rigurosos usos palatinos. Según tal relato, que ella asegura haber recogido de tradición oral, Felipe III despachaba su correspondencia en un día de invierno, y para preservarle del frío pusiéronle un brasero tan próximo, que todo el calor le daba en la cabeza. El monarca, sufrido y bondadoso, no se quejaba. Advirtió el marqués de Tovar la molestia que el rey sufría, y se la comunicó al duque de Alba, gentilhombre de cámara. Alegó éste que el encargado de tal servicio era el duque de Uceda. Se le hizo avisar; pero, desgraciadamente, no estaba en Madrid, sino en las afueras, inspeccionando la construcción de una finca; y como ni Tovar ni Alba se atrevieron a separar el brasero, temiendo quebrantar la etiqueta y usurpar atribuciones, cuando aceleradamente regresó Uceda, el monarca, a fuerza de sudar, estaba extenuadísimo. Aquella noche tuvo fiebre alta y le sobrevino una erisipela que, agravándose, le acarreó la muerte[27].
Quizá la anécdota no sea rigurosamente exacta, como otras de las que la escritora viajera incluye en su Relación; pero es harto expresiva, y representa el concepto que de la etiqueta austríaca se tenía entonces. Del relato cabe, en todo caso, decir: Si non e vero…
Cuando la reina quería montar a caballo, debía hacerlo saltando sobre él desde el estribo de su carroza. Sólo al rey era lícito ayudarla a subir o bajar. Aunque durante su paseo hípico sufriese un accidente, nadie sino él podía socorrerla, pues hubiera sido un sacrilegio el que otras manos tocasen el cuerpo de la soberana de dos mundos[28].
El francés Brunel, testigo ocular de la vida de la Corte, cuenta que, a poco de llegar a ella la joven reina Mariana de Habsburgo, estando un día en la mesa, la hicieron reír a carcajadas las posturas y frases ridículas de un bufón, y fue advertida de que era impropio en una reina de España la risa descompasada, a lo que ella, sorprendida, respondió que, mientras no la quitasen de delante aquel hombre grotesco, no podría evitar el reírse.
La etiqueta prohibía que montase nadie un caballo del que se hubiera servido el rey, de suerte que los potros de las Reales Caballerizas engordaban sin empleo alguno.
El propio Brunel cuenta que, después de la cabalgada a la Virgen de Atocha que siguió a la toma de Barcelona, el duque de Medina de las Torres envió al rey su caballo, famoso por su hermosura. Felipe no quiso aceptarle, diciendo que sería lástima que tan buen animal no prestara en adelante servicios[29].
El francés coetáneo Bertaut refiere también pormenores de la vida palatina, señalando su carácter hermético, inasequible al exterior. «La corte del rey de España —escribe— no se puede llamar corte propiamente, al modo que las de Francia, Inglaterra… u otros príncipes de Europa mucho menos poderosos que aquéllos. Es más bien una casa particular, de las que llevan una vida que llamaríamos cerrada… Las mujeres están más retiradas aún. Ningún hombre casado duerme en Palacio más que el rey; de modo que todas las mujeres son allí o viudas, que llaman dueñas, o damas de la reina, que son jóvenes del más distinguido linaje»[30].
Madame d’Aulnoy cita detalladamente, y como prácticas centenarias, varios usos palatinos. «Se denominan —dice— la etiqueta de Palacio, la cual dispone que las reinas de España se acostarán a las diez en verano y a las nueve en invierno… Los reyes de España duermen en su habitación y las reinas en la suya… He aquí cómo está dispuesto por la etiqueta que el rey debe estar cuando llega la noche de ir a dormir con la reina: se pone los zapatos a modo de pantuflas (pues aquí no se usan babuchas), su capa negra al hombro en vez de una bata (que en Madrid nadie usa), su broquel pasado por un brazo, la botella pasada por el otro con un cordón. Esta botella no es para beber, sino para un destino enteramente opuesto, que fácilmente se adivina. Además de todo esto, el rey llevaba su gran espada en una de sus manos y la linterna sorda en la otra. Es preciso que vaya da esta suerte, enteramente solo, a la alcoba de la reina…[31]
»Sábese por la etiqueta el tiempo fijo en que el rey debe ir a los Reales Sitios, como El Escorial, Aranjuez y el Buen Retiro; de manera que, sin esperar sus órdenes, se hacen partir todos los equipajes, y por la mañana van a despertarle para ponerle el traje descrito en la etiqueta, según la estación, y luego sube a su gran carroza Su Majestad, y le conducen donde se ha dicho hace algunos siglos que iría[32]. Cuando llega el tiempo señalado para regresar, aun cuando el rey se complazca en el sitio donde esté, no por eso deja de marcharse, para no derogar la costumbre. Sábese también cuándo debe confesarse y hacer sus devociones, y con oportunidad el confesor se presenta en su cámara para hacerle cumplir con la Iglesia».
Para la custodia de la real familia había tres milicias o guardias especiales, compuesta cada una de cien hombres próximamente, divididas en peones y jinetes. La más antigua, formada por españoles, se remontaba a la Edad Media. Llamábase Guardia vieja, y vulgarmente de la lancilla o la cuchilla, por usar un arma corta y aguda sujeta a un asta. Había otra guardia española, creada en 1504. Ambas tenían como jefes comunes un capitán y un teniente, y formaban, en cierto modo, una sola agrupación. Distintas y con jefes aparte, aunque análogos, eran la Guardia de archeros, llamada también flamenca, valona o borgoñona, traída de Flandes por Felipe el Hermoso y la alemana, creada por Carlos V y formada por tudescos de elevada estatura, famosos por su impasibilidad[33].
Los cargos de capitán y teniente de estas milicias recaían en personas de la más alta nobleza[34]. El capitán proveía por sí las plazas de soldados.
Las guardias reales estaban exentas de la jurisdicción ordinaria, teniendo, para los delitos en que pudieran incurrir, cárceles, jueces, letrados y asesores especiales. Constituían también una excepción, por usar uniforme, que no se empleaba en aquel siglo entre la gente de armas. En su vestidura predominaban los colores rojo y amarillo que eran emblemáticos de la Casa de Austria, por lo cual sus reyes daban esta especie de librea a sus servidores armados. Por predominar el tono amarillento en los peones de la guardia española, se les solía llamar Guardia amarilla.
Pero las tres llevaban uniforme casi análogo; amarillos eran su jubón atrencillado, capote y calzas hasta la cintura; rojos los gregüescos, las mangas aterciopeladas y, el corazón que adornaba el pecho; y ambos colores se unían en cuadros alternados como tablero de ajedrez, en los adornos del jubón y el capote. Por eso Quevedo llamó a esos guardias soldados ajedreces[35].
Los guardias de a caballo iban armados con lanza, adarga y pistolas; los de a pie usaban un instrumento corto, agudo y cortante, sujeto a un asta, llamado aguja o alabarda. De aquí les vino después el nombre de alabarderos, que conservaron los custodios del Palacio Real hasta que éste dejó de serlo.
La principal de estas milicias era la de los archeros, que no se apartaba de las reales personas, sirviendo de guardias de Corps[36].
Escoltaban al rey constantemente dentro y fuera de su mansión y le asistían en los actos de Corte, capilla y mesa. Turnaban en el servicio por grupos de diez. Para cerrar de noche las puertas del Alcázar juntábanse soldados de esas tres milicias, y uno de los archeros entregaba las llaves al mayordomo mayor. Las tres guardias, mancomunadamente, respondían de la custodia de las reales personas y de la vigilancia del recinto regio.
Pero su cometido no pasaba de escaleras arriba. En el piso bajo del Alcázar, patios, zaguanes, cocinas y oficinas, ejercía su vigilancia la ronda de alguaciles del servicio público, correspondiente al cuartel o distritos en que la Casa Real estaba enclavada, pudiendo allí, como en todas partes, prender a los delincuentes o personas sospechosas. Y no pocas veces se le ofrecía sazón para el caso, de modo especial por la afluencia de mujerzuelas, que acudían al olor de los mozos y pinches de cocina[37].
También ejercían la custodia de los reyes, pero con mayor preeminencia y jerarquía, los Monteros de Espinosa, histórica y nobilísima institución, que se remonta al siglo X y al conde de Castilla Sancho Garcés. Por privilegio tradicional de este origen habían de ser naturales de Espinosa de los Monteros y de sangre limpia, según información comprobada. Formaban una guardia especial de 40 individuos[38], siendo su misión asistir al rey de noche y velar por él junto a su cámara.
Disfrutaban de excepcionales mercedes, tales como no pagar alcabalas por las ventas que hicieran, ni pechos, repartimientos u otras gabelas[39].