Los hijos del amor

XX. Los bastardos reales

Consecuencia natural de los continuos amoríos de Felipe IV, fue el crecido número de hijos bastardos habidos por él en mujeres de la más varia condición.

Ya mencionamos antes el primero de ellos por orden cronológico, don Fernando Francisco, dado a luz por la hija del conde de Chirel, y al primero por razón de importancia histórica, el hijo de la actriz María Calderón, a quien se llamó don Juan de Austria.

De tales hijos se hablaba en todas partes como de cosa corriente. Los narradores coetáneos y hasta los graves cronistas hacen referencia a ellos.

«Se asegura —escribió Brunel— que el rey tiene muchos bastardos con mujeres de toda condición, por lo cual no los reconoce»[115].

La única excepción a esta regla fue, como queda consignado, el hijo de la Calderona.

Era uso que estos frutos clandestinos de los amores reales se educaran lejos de la corte, aunque su existencia no fuese un secreto. Olivares mismo, sin que las graves cargas del Estado fueran estorbo para ello, solía atender a su albergue, crianza y cuanto a su suerte afectase, para descargar también de cuidado a su señor en tan íntimo menester.

Así, cuando nació el que se supone primero de estos vástagos, don Fernando Francisco, el rey no ocultó su paternidad, y aun se atribuye a Olivares el haber mostrado su satisfacción porque ello aseguraba la sucesión de la dinastía.

Nacido el niño en casa de sus abuelos[116], fue trasladado inmediatamente a la de don Baltasar de Alamos, consejero de Hacienda, donde se tenía preparada una nodriza, en cuyo poder estuvo hasta cumplir los cuatro años.

Por entonces, previsor el Conde-Duque, escribió al rey expresándole la necesidad de sustraer a cierto niño a las miradas indiscretas[117], confiándole a un hidalgo de Salamanca, don Juan de Isasi Idiáguez, de la plena confianza del valido.

Aceptó el rey en todas sus partes aquel plan, y su hijo marchó a vivir con Isasi en un rincón de Guipúzcoa, no sin que la mirada escrutadora del favorito llegase hasta allí, regulando los menores detalles de la vida del tierno vástago, alimentos, vestidos, distracciones, tratamiento médico en sus dolencias infantiles, etc. Inútiles fueron cuidados tan rigurosos, pues don Fernando Francisco falleció a la edad de ocho años[118], siendo trasladado su cadáver secretamente a El Escorial y sepultado en su panteón como hijo de rey; tarea que dirigió el protonotario de Aragón don Jerónimo Villanueva, gran amigo y confidente del monarca.

Felipe premió los servicios de don Juan de Isasi, nombrándole inmediatamente preceptor del príncipe heredero Baltasar Carlos. Después le hizo conde de Pie de Concha.

Los otros hijos ilegítimos, la mayor parte de los cuales entraron en religión, fueron: don Alfonso, que se hizo fraile dominico y llegó a obispo de Málaga; don Carlos, de quien no se conservan informes; don Fernando, apellidado Valdés, gobernador de Navarra y general de Artillería en Milán; don Alfonso Antonio de San Martín (llamado de ese modo por ser un don Juan de San Martín quien le prohijó y educó), que era hijo de la dama de la reina, doña Tomasa Alana, y llegó a obispo de Oviedo y de Cuenca, y don Juan, fraile de la Orden agustiniana con el nombre de Juan del Sacramento, a quien crió en Liébana don Francisco Cosía, y que vivió después en Nápoles, señalándose como predicador, y recatando su nacimiento, aunque todos le conocieran. Entre estos hijos estimó mucho Felipe IV al obispo de Málaga, al cual don Juan de Austria trató como hermano y dio título de tal, según las relaciones de la época.

De hijas habidas por el soberano fuera de su matrimonio fue la primera Ana Margarita, que a los doce años, en calidad de monja agustina, ingresó en la Encarnación, de Madrid[119]. Llegó a superiora; falleció a los veintiséis años, y su padre le hizo dar título de serenidad, dispensándola señalado afecto.

Hubo seguramente otros bastardos, de los que no se conserva memoria. Ocho le asignan los más de los historiadores; pero, según público rumor, que recogió un embajador de Venecia, llegó a tener veintitrés[120], y, según otras noticias, subió su número a treinta y dos[121].

XXI. Don Juan de Austria.— Su crianza y sus primeros años

Parece que el segundo bastardo varón de Felipe IV fue don Juan de Austria, mencionado ya. Así se le llamó siempre, como al hijo de Carlos V, aunque su nombre completo de pila fue el de Juan José. Es el único que ha pasado a la Historia, por la preeminencia que su padre le otorgó, y por su intervención en el Gobierno y en la guerra bajo este reinado y, más aún, en el de Carlos II, en el cual llegó a ser árbitro de España. Nació probablemente en Madrid, donde residía su madre[122], el 17 de abril de 1629. En la tarde del 21 de dicho mes, fue bautizado rumbosamente en el templo parroquial de San Justo y Pastor con el nombre de Juan, sin más añadidura que hijo de la tierra, equivalente entonces a lo que hoy de padres desconocidos.

«Pero el aderezo elegante y rico de la criatura y la calidad del padrino, que era el calatravo don Melchor de Vera, ayuda de cámara de S. M., desmentían tan modestas señales», escribe un biógrafo moderno[123].

Ocho días después del bautizo, una mujer artesana llamada Magdalena llevó al niño en un coche hasta León, donde le crió.

A la muerte de ella, y siendo ya don Juan adolescente, fue conducido a Ocaña, y allí recibió una esmerada instrucción en Humanidades y en los deportes adecuados a un joven de su estirpe[124].

El rey supo, con la natural complacencia, las felices disposiciones y el porte gallardo que en su hijo alababa todo el mundo.

Apreciábale especialmente el sencillo pueblo español, a causa de su apostura y buenas prendas, como el más gallardo y simpático de los príncipes, primero; como áncora de salvación para la Monarquía, después.

Tales circunstancias y el no haberse logrado los hijos anteriores que le dio la reina Isabel, hicieron que Felipe IV otorgase a don Juan predilección señaladísima sobre todos sus bastardos, disponiéndole para cumplir altos destinos, y en los comienzos de 1642, afrontando el público escándalo, se resolvió a reconocer públicamente como hijo suyo a don Juan de Austria, que a la sazón contaba doce años[125].

Se atribuyó tal resolución a interesadas gestiones del Conde-Duque, el cual por aquellos días deseaba escudarse con determinación tan alta, para justificar ante la gente que legitimase él también otro fruto descarriado de su non sancta juventud: al jovenzuelo de vida pícara llamado primero Julianillo Valcárcel, y luego, al recibir los honores paternos, don Enrique Felípez de Guzmán.

La legitimación de don Juan de Austria se solemnizó con públicas fiestas de larga duración, cual si fuera el más importante suceso, y el nuncio Panzuolo dio al adolescente la bendición papal.

Una disposición del rey determinó minuciosamente las reglas de etiqueta que con don Juan y por él habían de observarse respecto a títulos y tratamientos. Se determinaba allí que la reina debía llamarle hijo mío, y el príncipe, hermano y amigo mío.

Doña Isabel, resignada con los devaneos de su consorte, y aun con este reconocimiento, lesivo para ella y para su hijo legítimo, se negó a dar al bastardo tal tratamiento, estimándole humillante para su dignidad de esposa y de reina, y, según Leti[126], acogió con desabrimiento a don Juan la primera vez que éste se presentó a besar su mano, haciendo lo propio en aquella recepción el príncipe Baltasar que dio a don Juan sólo el tratamiento de vos, aplicado entonces a personas de poca categoría.

Nada dicen del caso nuestros escritores de la época.

«Las relaciones de doña Isabel con el bastardo de su marido —escribe el señor Maura Gamazo— redujéronse, probablemente, a la formularia y trivial correspondencia, que era uso de Corte cambiar con personas reales ausentes en días de cumpleaños, santos y pascuas de Navidad y Florida. Los aduladores que el poder valió a don Juan, y los enemigos de doña Mariana reprocharon a ésta, lustros después, su displicencia con el de Austria, añorando la maternal conducta de doña Isabel; pero la sola diferencia entre ambas consistió en haber tolerado la una que su secretario obediente a la real Cédula, trazara en los sobrescritos de las cartas: “A D. Juan, mi hijo”, y haber resistido la otra la adopción del calificativo»[127].

La citada disposición otorgaba a don Juan el título de serenidad[128], con que se le distinguió al principio, y la adulación le elevó pronto al de alteza. Aunque se dijo que los nobles rehusaban llamarle así, el viajero Bertaut declara que tal supuesto es falso, pues le trataban de alteza sin dificultad ninguna, y él a ellos de excelencia; pero le veían poco, por la vida retirada que hacía[129].

Se instaló a don Juan en el Real Sitio de la Zarzuela, próximo a Madrid (pues la etiqueta prohibía el acceso de los bastardos reales a la corte), y se le dio allí una servidumbre o casa ad hoc, como a legítimo infante; haciéndole gran maestre de la Orden de San Juan y después archidiácono de Toledo[130], con otras prebendas cuantiosamente remuneradas.

Rumoreábase que tales honores causaron a la reina y al príncipe Baltasar no poco despecho, y que entre ambos hijos, el legítimo y el bastardo, hubo antagonismo visible; pero la muerte del heredero y de doña Isabel disipó todo obstáculo en el camino de don Juan.

Después fue traslada su residencia al palacio del Buen Retiro, donde la real familia pasaba no pocos días. Bertaut, refiriéndose a 1659, nos cuenta que aquél «nunca sale de allí; se dedica a la música, que le gusta mucho; a la Astrología, a la que se entrega más que a nada, y a la cual juega bastante»[131].

El mancebo despertaba creciente simpatía por su belleza y donaire; atribuíasele una inteligencia que en verdad no demostró nunca, y, como único varón que hasta entonces se había logrado al rey, se le auguraba un porvenir enteramente concordante con su ambición.

XXII. La actuación de don Juan durante el reinado de su padre

Felipe IV tuvo durante mucho tiempo verdadera debilidad por aquel fruto de su descarriada juventud, pues, como se indicó ya, esperaba que en él reverdecieran los laureles del primer don Juan de Austria. Pero el hijo de la Calderona, desgraciadamente para España y para él, se asemejaba sólo en el nombre al hijo de Carlos V.

En 1647, cuando la insurrección de Nápoles exigió una represión militar, Felipe IV puso a su hijo al frente de las tropas, y en verdad que la gestión del mancebo fue afortunada, pues logró en breve plazo la rendición de la ciudad rebelde, lo cual se celebró en Madrid con grandes fiestas, granjeando al joven caudillo casi tanta popularidad como la del héroe de Lepanto. Su llegada allá había sido oportuna para él, pues, caído del favor popular el jefe de la revuelta, Masaniello, ésta se hallaba virtualmente vencida.

Por lo bien que aquella experiencia había salido, se repitió, enviando a don Juan, dos años después, a mandar las tropas que estaban sofocando la rebelión de Cataluña, y como llegó cuando los catalanes se hallaban cansados de la guerra y de sus aliados los franceses, logró también éxitos, que aumentaron su popularidad, aunque luego se prolongara su acción en aquel principado sin ventajas positivas. Tampoco las logró en el gobierno y dirección de la campaña de Flandes, que su padre le confió de 1656 a 1659, y menos en la tentativa de reconquistar a Portugal, adonde fue enviado en 1661 como generalísimo.

Los fracasos de don Juan y su vanidad creciente, que le hacía solicitar para sí continuos honores, trocaron las simpatías despertadas por su lucida mocedad en enojo, desdén o burla. Se le vejaba y zahería en pasquines y versos anónimos de maleante intención[132].

Las ilusiones de Felipe IV, en esa como en tantas cosas, hubieron de disiparse, y sus relaciones con su hijo hiciéronse menos afectuosas.

El rey veíale sólo cuando iba al Retiro, pues seguía manteniéndose la etiqueta, que impedía entrar en el interior de Madrid a los bastardos reales, aunque estuviesen legitimados. A ello debió de contribuir la malquerencia que tenía don Juan a don Luis de Haro, el cual hacia 1659 disfrutaba de la plena confianza del monarca[133], hasta el punto de que, cuando supo su muerte, preparó una partida cinegética para expresar su satisfacción[134].

Además, surgió pronto la desavenencia entre don Juan y la segunda esposa de Felipe IV, doña Mariana de Austria; desavenencia que había de hacerse crónica, llenando con sus intrigas y violencias toda la primera parte del reinado siguiente.

Doña Mariana, su confesor el padre Nithard, y la camarilla austríaca, que se formó pronto, gestionaron apartar a don Juan de la campaña portuguesa con varios pretextos. Él respondió a estos ataques con el golpe audaz de pedir al rey los títulos de infante de España y primer ministro, con la consiguiente residencia oficial en Madrid, aprovechando para tal demanda su paso por la corte en 1663, procedente de la región lusitana.

Felipe IV sometió las pretensiones de don Juan a una junta de varios ministros, que propuso por unanimidad fueran denegadas. Convino en ello el rey y escribió al margen de uno de los dictámenes su conformidad, alegando «el empacho que me causaría el tener a D. Juan cerca de mi persona, manifestándose así más con ello las travesuras de mi mocedad»[135].

Por cierto que de aquel paso del bastardo por Madrid dejó mal recuerdo en los nobles por su altanería[136].

La reina y sus adláteres, temerosos de los manejos de don Juan, dejaron que éste reanudara su mando en Portugal. Pero sus continuos fracasos allí y las intrigas de sus enemigos obligaron a separarle definitivamente de aquel cargo, donde le sucedió el marqués de Caracena, que condujo las tropas con no menor desgracia.

El espíritu inquieto y ambicioso del hijo de la Calderona preocupaba en la Corte. Se procuró aquietarle y contener sus planes políticos, dándole altos cargos en la Iglesia, donde sería menos peligroso. El rey le ofreció la mitra de Toledo y el cargo de inquisidor general.

Pero don Juan había concebido entonces una ambición más atrevida, que osó comunicar a su padre, visitándole en Aranjuez durante la primavera de 1665. Empleó para ello el subterfugio de mostrarle una miniatura, pintada por él, según le manifestó, donde se representaba al viejo dios Saturno contemplando, risueño y complacido, los incestuosos amores de sus hijos Júpiter y Juno. El rostro de estas deidades se parecía en la pintura a los de Felipe IV, don Juan de Austria y la infanta Margarita, respectivamente. Tal audacia indignó al rey, que volvió la espalda a su bastardo y no volvió a permitirle comparecer en su presencia[137].

Según rumores de la época, los locos anhelos de don Juan para abrirse paso hasta el trono le habían sugerido ya más de una vez el desvarío de un incesto. El papel Razón de la sinrazón afirma que, cuando ejerció el gobierno en Flandes, consultó a los teólogos de Lovaina si la suprema razón de salvar una Monarquía no podría decidir al Papa a permitir un matrimonio entre hermanos[138]. Su aspiración se refería entonces a la infanta María Teresa, heredera del trono por aquellos días. Pero cuando la boda de esa infanta con Luis XIV le cerró el paso al trono español, don Juan puso su temerario pensamiento en la otra hija del rey.

En septiembre del mismo año de 1665, recibió don Juan en su retiro de Consuegra noticias sobre el inminente riesgo en que se veía la salud de su padre, y marchó rápidamente a Madrid, solicitando por tres veces la gracia de ver al moribundo, que éste reiteradamente le negó, aunque encargó en su testamento a su sucesor que le protegiera y atendiera siempre.

Lleno de despecho, tuvo que volverse a Consuegra don Juan, donde supo la muerte de su padre, que iba a dar nuevo curso y al fin más propicio cauce a su ambición.

Las andanzas de don Juan en el reinado siguiente, su gobierno y sus fracasos[139] no corresponden a este estudio.

Murió en 20 de septiembre de 1679, dejando varias hijas ilegítimas, que también ingresaron, en plena niñez, en el claustro, como alguna de sus madres; pues don Juan, siguiendo el paterno ejemplo, fue pródigo en aventuras libertinas[140].

La más conocida de ellas es la que, durante su estancia en Nápoles, costó el honor a una hija doncella de nuestro gran pintor Ribera (El Españoleto), establecido allí. Fruto de tal devaneo fue una hija, que, siguiendo el forzado rumbo de otras de ilícito origen, ingresó en un convento, viviendo aún el rey Felipe y por su mandato. Barrionuevo nos refiere que a la tal joven «metió Su Majestad en las Descalzas habrá cuatro días, habiendo habido grandes competencias entre la Encarnación y las Descalzas sobre cuál se la había de llevar»[141].

«Una hija natural que tiene don Juan de Austria —escribía madame d’Aulnoy, recogiendo impresiones de su tiempo— es carmelita en Madrid. Su belleza es admirable, y se cuenta que no ha sentido nunca deseos de tomar el hábito; pero era éste su destino, como el de otras muchas jóvenes de su alcurnia, no más contentas en su obligado encierro»[142].