Mientras vivió el príncipe Baltasar Carlos no pensó el rey su padre en dar sucesora en el tálamo regio a la reina Isabel. Para asegurar la dinastía estimaba ser su hijo el más indicado, y para tal efecto concertó las bodas del joven con la prima de éste, doña Mariana de Austria.
La prematura muerte del príncipe, además del dolor para el padre, fue un serio problema para el rey, obligado a asegurar la sucesión de la corona en su estirpe. Y aunque ya pasaba de la cuarentena —que en él, por taras hereditarias y abuso de los placeres, era una prematura vejez—, atendió muy seriamente a las exhortaciones de sus allegados para contraer nuevas nupcias con la mira de engendrar un heredero que rigiese sus dilatados dominios.
El emperador, al darle el pésame por la muerte del príncipe, le ofreció en matrimonio a la princesa, su sobrina[75], la que hubiera sido su nuera, y que, aceptada por Felipe, iba a ser su esposa, no obstante la diferencia de edad entre ambos, pues la joven sólo contaba quince abriles.
Parecía, pues, como si sólo aquella princesa pudiese asegurar la sucesión a la corona de España, y en verdad que su destino le iba a deparar hacerla bien tristemente.
Aunque las negociaciones matrimoniales fueron cortas, la boda se aplazó hasta un año más tarde; según confiesa el rey a sor María de Agreda en una de sus cartas, «por la falta de caudal en que nos encontramos el emperador y yo»[76].
No eran nuevas las estrecheces del Erario ni las frecuentes alternativas de despilfarro y miseria en los gastos palatinos; achaque común por entonces a las dos ramas reinantes de la dinastía austríaca. En Viena llegaron al punto de que, al morir el mismo soberano diez años después, no hubiera en Palacio dinero para su entierro[77].
Además, la pompa de la Monarquía española no se avenía con que la conmemoración nupcial tuviese tan sólo decoro; exigía suntuosidad y deslumbramiento; literalmente, «echar la casa por la ventana».
Ya el 8 de febrero de 1648 partió para Alemania el primogénito del marqués de Castell-Rodrigo, con la comisión de entregar, en nombre del rey, a doña Mariana la joya de pedida, que diríamos hoy; alhaja cuya valor se graduó en 80.000 ducados[78].
Durante aquel año logró nuestra Corte allegar los recursos que para más perentorias necesidades escaseaban, y se formó lucida y linajuda servidumbre —o Casa, como se decía— que fuese a buscar a la futura reina a la frontera alemana, y desde allí la escoltase y sirviese, acompañándola a nuestro país.
Se nombró jefe de la expedición, o superintendente de jornada, al duque de Maqueda y Nájera, con espléndidas retribuciones. Le acompañaban el cardenal de Montalto, el obispo de Leyre, dos capellanes de honor, tres gentileshombres grandes de España, dos meninos hermanos del príncipe Doria, dos caballerizos, camarera mayor, treinta y dos damas, azafatas y dueñas de retrete; gran número de criadas inferiores, ocho pajes, un oficial mayor, un tesorero, despensero mayor, contralor, graffier, dos médicos, un guardadamas, un montera, un repostero de camas, tres porteros de cámara, ocho escuderos de a pie, tres aposentadores de camino, un ayuda de oratorio, varios panaderos, fruteros, ujieres de vianda y un guardamangier. A cada uno de estos funcionarios le acompañaban numerosos ayudantes, y custodiaba a la comitiva un destacamento de soldados.
«Salió esta Casa, que mejor pudiera llamarse villa o ciudad populosa —como dice bien Silvela—, de Madrid el día 16 de noviembre de 1648; diose a la mar en Málaga el 21 de enero, y llegó el 17 de mayo de 1649 a Roveredo, lugar designado para las entregas; invirtióse así en la embajada cerca de un año, y en tales atenciones se gastó el caudal de una campaña; pero, identificado por completo el monarca con el gusto nacional, de etiqueta fastuosa en servidumbre, empleados y dependientes inútiles, declaraba a la venerable madre [sor María de Agreda] cuánto le abrumaban y dolían estos sacrificios, ahora más que nunca, que, por los alborotos de Nápoles y Sicilia, no venían de allí socorros; pero tan inexcusables son —decía— “que habría que hacerlos aunque para ello nos vendiéramos todos”»[79].
Pocos días antes que saliese de Madrid la comitiva encargada de recoger a doña Mariana, habíase efectuado el desposorio en Viena, el 8 de noviembre de 1648, representando a Felipe IV durante la ceremonia el conde de Lumiares.
Salió de Viena la joven desposada, en unión de su hermano el rey de Hungría y su séquito, el 13 de noviembre de 1648, y a marchas pausadas llegaron a Trento, donde acudieron los representantes de Felipe para recibirla y conducirla a España. Con honores de soberana española prosiguió su ruta doña Mariana por los Estados de su padre, el Tirol y la alta Italia, todo entre interminables festejos.
El emperador Fernando no había tenido el puntillo de regio decoro que tantos apuros monetarios costó al rey Felipe, pues envió a la novia sin el natural equipo de ropas y alhajas; y, al llegar la comitiva a Milán, un hermano de la joven, que la acompañaba, se incautó de cuantos regalos la habían hecho los comisionados españoles y volvió con ellos a Viena, siendo menester que en la propia ciudad italiana comprasen a la princesa ropas y bordados los emisarios del que iba a ser su esposo[80].
Lamentable era, por lo visto, la situación económica de la familia imperial austríaca, y no menos lamentable su indelicadeza.
El Papa envió a doña Mariana la Rosa de oro, y varios príncipes italianos aliados de la Casa de Austria salieron, durante el tránsito por sus Estados, a saludarla y agasajarla.
Más áspero saludo que los de Italia fue el primero que la princesa recibió, al divisar desde su nave las costas españolas por la parte de Cataluña, pues consistió en varios disparos de cañón, hechos con bala desde la torre de Llobregat a la nao real, con tan fina puntería, que los tres pasaron sobre aquélla, causando a la casi adolescente un susto mayúsculo, que no revistió otras consecuencias.
Recuérdese que el principado catalán estaba en abierta rebelión contra Felipe IV.
Desatención llama benévolamente el cronista de la jornada a tal ataque a quemarropa contra una dama en barco que nada tenía de guerrero.
Felipe IV sufrió gran contrariedad por la lentitud y los incidentes del viaje, y culpó al jefe de la jornada regia, duque de Maqueda, imputándole, según afirma Novoa, no haber sido puntual en su correspondencia, haberse mostrado desatento con el rey de Hungría y con los príncipes italianos, y haber hablado alto en la antecámara de la reina. Por todo ello, lejos de recompensarle la conducción de la desposada, le desterró a sus dominios de Elche.
La lentitud del viaje se pudiera explicar, como observa Silvela, por la singular forma de remuneración que se había otorgado a Maqueda, consistente en eximirle del impuesto de lanzas[81] (a que estaba obligado por su cualidad de prócer) durante todo el tiempo que se hallara ausente de Madrid. También se le había concedido, como merced por aquel servicio, la suspensión de un pleito que la Hacienda tenía con él sobre alcabalas[82]; todo lo cual revela un verdadero desbarajuste administrativo.
La princesa y su séquito tocaron al fin tierra española, abordando al puerto de Denia, donde acudió a recibirla numerosa comisión de magnates, presidida por el almirante de Castilla[83].
En Guárdate del agua mansa[84] describe Calderón el viaje de doña Mariana desde Roma a Denia, presentando a las olas, los vientos y los monstruos marinos rindiendo reverencia a la futura soberana; todo conforme al gusto mitológico de la época.
La joven desposada y su comitiva marcharon desde allí a la villa de Navalcarnero, próxima a la corte, donde Felipe IV la esperaba con su lujoso séquito, y tan modesta población salió por un instante de su oscuridad para que en su recinto recibieran los reyes las nupciales bendiciones[85].
Desde que Mariana llegó a nuestra península fue colmada sin cesar de obsequios y agasajos, y en su ruta por tierras de Valencia y Castilla se prodigaron a su paso fiestas y muestras de regocijo.
Felipe IV, aunque machucho, desempeñó a conciencia su papel de rendido y espléndido galán. Apenas supo el arribo de Mariana al puerto de Denia, le envió una joya magnífica. Después, mientras ella avanzaba a su encuentro, mandábale cada dos o tres días nuevos regalos, cartas o mensajes de amor, a que su prometida correspondía lo mejor posible. Siguiendo el rey un uso caballeresco, empleado alguna vez por príncipes españoles, cuando supo la llegada de Mariana a Navalcarnero, marchó allí a caballo, cubierto por un disfraz (que, sin dejar de transparentar su verdadera persona, le permitía mantener oficialmente el incógnito), para ver por vez primera a la que iba a ser su esposa. En su correspondencia con sor María de Agreda expresa la satisfacción que esto le causó y el buen efecto producido en él por su prometida. Ocurría esto el 6 de octubre. Felipe, satisfecha su curiosidad, y después de la comedia con que se festejó a la gentil novia aquella tarde, se retiró a pernoctar en el vecino lugarejo de Brunete.
Al otro día, a primera hora de la mañana, con el traje de ceremonia y escolta lucida de cortesanos, volvió el monarca a Navalcarnero para consumar su enlace. Presentóse en el modesto albergue donde Mariana se hallaba instalada —único que la humildad del pueblo consentía—, y la joven, levantada ya, le recibió tímida, sonriente y con las mejillas encendidas por el rubor. Hizo ademán de arrodillarse ante Felipe, pero éste la levantó sin decir palabra y la condujo a una capilla próxima, donde, con el limitado aparato que el lugar y las circunstancias consentían, se celebró la ceremonia religiosa del matrimonio regio, bendiciendo a los contrayentes el cardenal primado de España, Moscoso Sandoval.
Era, pues, el 7 de octubre de 1649 cuando se consumaba el enlace, ya efectuado por poderes, y Felipe IV reverdecía el otoño de sus marchitos cuarenta y cuatro años, uniéndose a la juvenil primavera de su sobrina Mariana de Austria.
Dos días después marcharon los augustos esposos con la infanta María Teresa y la Corte a El Escorial. En aquella severa y monástica estancia, que en vano trataron de alegrar palatinas pompas y once mil luces suplementarias; en medio de aquel austero y desolado paraje, más propicio al ascetismo que al amor, pasó cerca del primer mes de una luna de miel que iba a ser muy corta.
Se improvisaron fiestas, y en especial partidas de caza, para entretener a la nueva reina. Después pasaron los reyes al Pardo, para dar tiempo al ostentoso recibimiento que se les preparaba en la corte. Y por último, la tarde del 4 de noviembre llegaron al palacio del Buen Retiro, que, por estar en un extremo de la capital, permitía a sus moradores vivir al margen de los madrileños. Y allí descansaron hasta el día 15, en que la nueva soberana hizo su entrada triunfal en Madrid.
La tierna niña que venía a compartir el solio con su tío, el fatigado y maduro Felipe, causó al principio buena impresión a los españoles, entre los que tan impopular había de llegar a ser años después; achaque común a tantas otras princesas (recuérdese el no muy lejano de Cristina de Borbón, la cuarta mujer de Fernando VII).
Pellicer, en sus cartas inéditas a Ustaroz, dice, respecto a Mariana de Austria, «que a su gusto no la pudo hacer mejor la imaginación: era blanca, rubia, alegre de humor y ocurrente, y por cara, talle, aire, garbo y agrado, tuvo en el aplauso del pueblo por bien merecida la corona»[86].
Por su parte, el viajero Brunel, que la conoció de poco más de veinte años, nos dice que «es una princesa de estatura media, más bien pequeña que alta. Tiene la cara llena, pero un poco grande»[87]; y el viajero Bertaut nos la describe «de figura bastante hermosa y con la tez muy blanca»[88].
También el rey, aunque de conveniencia y casi de necesidad su enlace, parecía complacidísimo de su nueva esposa, y escribía a la abadesa de Agreda: «No sé cómo agradecer a Nuestro Señor la merced que me ha hecho dándome tal compañía, pues todas las prendas que hasta ahora he conocido en mi sobrina son grandes; y, ya que he recibido de Dios tan singular favor, sólo me resta no mostrarme desagradecido, mudar de vida y ejecutar su voluntad en todo»[89].
En su respuesta a Felipe IV, la discreta monja le recomienda que sea fiel a la nueva reina, que concentre en ella su atención, con el pensamiento de dar a la Monarquía el heredero que ha menester, y que se aparte de todo objeto frívolo o liviano.
Renovaba el rey sus protestas de arrepentimiento y fidelidad en su correspondencia con sor María; pero expresaba su temor de que, sin milagro celeste, dada la temprana edad de su esposa, no se hallaría en sazón de ser madre.
De momento, el monarca parecía realmente encantado con los atractivos moceriles de su cónyuge y sobrina, y no pensaba en buscar frutos en cercado ajeno.
Pero sabido es cuán deleznables eran en él los propósitos de continencia y buenas costumbres, y, como dice Hume, pronto iba a desaparecer para Felipe IV el atractivo de la nueva vida conyugal.
El carácter de doña Mariana —que años después había de distinguirse por lo agrio, huraño y sombrío— era entonces el de una ingenua chiquilla pizpireta y alegre, que se ahogaba entre las mallas espesas de la rigurosa etiqueta palatina. Nada contenía su humor jovial, risueño, expansivo, amigo de divertirse, y de sencillez infantil.
Ya en su camino de desposada hacia la corte llevaron a su presencia, como entretenimiento, a unos enanos y bufones, cuyos ridículos gestos, figura y ocurrencias chistosas la hicieron reír a carcajadas. Su camarera, la condesa de Medellín, dama rígida e imponente, la advirtió con severidad que las reinas de España no reían nunca en público. Mariana, burlona y desenfadada, respondió a su grave censora que reiría siempre que tuviera gana de reír y se la ofreciera alguna cosa risible. Y, efectivamente, pocos días después, presenciando una comedia graciosa con que la festejaron en Navalcarnero, dio rienda suelta al torrente de su hilaridad, soliviantando a la inexorable guardiana de las conveniencias reales[90]. Hízola ésta observar otra vez que el caminar a pie una soberana quebrantaba todas las tradiciones palaciegas, y la arriscada princesita, que era aficionada a ese sano ejercicio, la paró en seco con otro recorte, entre arrogante y zumbón.
Madame d’Aulnoy refiere una graciosa anécdota sobre la ingenuidad de la joven Mariana, referente al mismo primer viaje que hizo por España al encuentro del que iba a ser su esposo. Dice que en una de las ciudades del tránsito, «en donde se hacen muy buenos guardapiés y camisolas y medias de seda, le ofrecieron una gran cantidad de diferentes colores. Pero el mayordomo mayor, que guardaba exactamente la gravedad española, se enfadó por aquel regalo; cogió todos los paquetes de medias de seda, y, tirándoselos a la cara a los diputados de la ciudad, les dijo: “Habéis de saber que las reinas de España no tienen piernas”; queriendo significar que, por ser su jerarquía tan elevada, sus pies no tocaban el suelo como las demás mujeres».
Más bien se propondría expresar su desagrado por un presente que aludía a parte del cuerpo entonces recóndita para una dama, como las extremidades inferiores, lo cual parecía poco correcto siempre, y más inconveniente aún tratándose de una soberana.
«De todos modos —prosigue la viajera—, la reina, que ignoraba la delicadeza de la lengua española, entendió la frase al pie de la letra y empezó a llorar, diciendo que quería volverse a Viena, y que, si ella hubiese sabido antes de su salida que pensaban cortarle las piernas, hubiera preferido morir mejor que ponerse en marcha».
Será oportuno acoger con reservas una expresión de tan exagerado infantilismo.
Trasplantada aquella flor de adolescencia a un medio tan extraño al suyo natural; emparejada la grácil princesita con un marido que era su tío, y podía ser su padre, prematuramente envejecido, y que en aquella sazón sufría la pesadumbre de sus crisis íntimas, sus terrores religiosos de libertino arrepentido, sus inquietudes por los males públicos, y su tardío afán por los embrollados negocios de su reino, puede calcularse lo que la desenvuelta reina había de aburrirse en el lóbrego caserón del viejo Alcázar de Madrid, y bajo el péndulo isócrono de la monótona vida que se llevaba en él, una vez que pasaron los festejos nupciales, a pesar del buen deseo que tenía su fatigado esposo por entretenerla y agasajarla.
Mejor que con éste entendíase Mariana con su prima e hijastra, la infanta María Teresa —la hija del primer matrimonio del rey—, que era casi de su misma edad, y fue pronto su confidente, su compañera de bromas y expansiones. Las niñas las llamaba el maduro soberano cuando tenía que referirse a las dos, y lo eran ciertamente por sus años y su carácter.
Pronto se rompió la buena armonía entre el matrimonio, ya que amor no le hubiera jamás. Felipe, incorregible pecador, a pesar de sus canas, volvió a sus devaneos, de que pronto hubo de tener noticias su esposa. Esta empezó su serie de alumbramientos malogrados, sin dar a España el apetecido sucesor, lo cual enfriaba cada vez más al rey, decepcionándole en su aspiración más viva.
Mariana, amargada también, y quebrantada en su salud por la maternidad reiterada y fallida, que en 1655 puso en grave riesgo su existencia, cayó en continua melancolía, sufriendo la nostalgia de sus familiares y de su tierra natal.
En vano procuró aturdirse con los festejos y comedias, dispuestos para alegrarla en el Buen Retiro. Leemos en un Aviso de aquellos días: «No hay que sacarla del Retiro, que se aflige en Palacio, donde gasta las mañanas frescas en montería de flores, los días en festines y las noches en farsas. Todo esto incesantemente, que no sé cómo no le empalagan tantos placeres»[91].
Además, con los años y desencantos, iba perdiendo la ingenuidad, la sencillez, la frescura de espíritu que trajo con su adolescencia feliz. La tradición austríaca revivió en ella, y la contagió el ejemplo de la corte en que era soberana, haciéndose altiva, seca, reservada y solemne. Mostrábase desabrida con su marido y con cuantos españoles la rodeaban; tan ceremoniosa como Felipe, pero sin el trato bondadoso que a éste distinguía. Sólo los alemanes y las cosas alemanas eran de su agrado. Introdujo la etiqueta imperial en sus recepciones, haciendo a las damas que recibía entrar por una puerta y salir por otra, según nos cuenta Barrionuevo[92]. Y a sus lujosas galas sustituyó la negra basquiña y las severas tocas, con que los pintores de cámara la retrataron, adquiriendo así, aun en vida de su esposo, más aspecto de monja que de reina.
Con tal cambio se enajenó bien pronto las simpatías del pueblo español, que tan entusiasta y cordial acogida la había dispensado.
«Y así vivió —escribe Martín Hume— aquella pareja mal avenida, en medio de una dignidad majestuosa, en la solemnidad y el aparato exteriores, pasando en épocas fijas de Madrid a Aranjuez, de Aranjuez a El Escorial, y sometiéndose pasivamente a agotar la lista monótona, cansada, abrumadora, de prácticas y deberes preparados de antemano»[93].
No obstante, conservó la reina intacta su reputación de virtuosa. De ella hacen grandes elogios los embajadores venecianos Giacomo Quirini, Domenico Zano y Marino Zorzi, afirmando que era ajena a todo manejo y hasta a cualquier curiosidad que la apartase de sus piadosas meditaciones. Según su impresión, era como un espejo purísimo de inocentes costumbres y vida ejemplar [94].
El ascendiente de Mariana sobre Felipe IV fue gradualmente creciendo, y más en sus años últimos cuando la muerte de su primer ministro Haro (1661), y, sobre todo, la de su fiel consejera sor María de Agreda (primavera de 1665), le dejaron sin otra persona que su esposa a quien volver la vista.
Por entonces ejercía ya sobre ella considerable ascendiente su confesor, el alemán P. Everardo Nithard, de la Compañía de Jesús, el cual había de ser alma de la Regencia a la muerte de Felipe IV.
El más caracterizado de sus modernos biógrafos españoles dice de él que era «más estudioso que inteligente, más obstinado que enérgico»[95], buen religioso, pero incapaz consejero en cuestiones mundanas. «Si los enemigos de la Monarquía española hubieran recibido el extraño encargo de escoger para confesor… un sacerdote que, reuniendo las cualidades todas del óptimo guía espiritual, no tuviera ninguna de cuantas una mediana política ha menester, difícilmente toparan con alguien que superase al padre Everardo»[96].
Desgraciadamente, tan desdichado mentor era el árbitro de la voluntad de doña Mariana.
Había nacido Nithard en 1607. Muy joven, en 1625, estuvo a punto de morir lapidado en Linz por una rebelión protestante. Atribuyó su salvación a milagro, y creyó que Dios no había aceptado entonces su martirio por reservarle para alguna alta empresa. Luchó en el ejército de la Liga católica, y a los veintiún años ingresó en la Compañía de Jesús, desempeñando en la Universidad de Gratz cátedras de Filosofía, Teología y Cánones, y adquiriendo fama de varón sabio y virtuoso. Como tal, fue elegido por sus superiores cuando el emperador Fernando III pidió a la Compañía un confesor para su hija la archiduquesa Mariana, y ejerció este importante cargo en la Corte de Austria.
Cuando Mariana casó con Felipe IV, en 1649, le confirmó en él, haciéndole venir a España en su séquito, y aquí ejerció siempre considerable influjo sobre su hija espiritual.
No desempeñó Nithard altos cargos en nuestro país mientras aquel rey vivió, bien porque no se le ofrecieron, bien porque su modestia no los aceptaba (que en esto discrepan los autores); pero sí formó parte de algunas juntas administrativas de reciente creación, sin distinguirse en ellas.
Aunque su intervención ostensible en la política era casi nula, el Gobierno imperial pretendía valerse de él, mediante el influjo de su regia penitente en su esposo el rey de España, para inclinar a éste hacia las conveniencias del Imperio. Directamente le escribía con tal fin el emperador Leopoldo, y por su mandato acudían al confesor de doña Mariana los embajadores alemanes en toda cuestión de alguna entidad.
El jesuita, que deseaba obrar recta y convenientemente, aunque la pasión política y la falta de luces se lo estorbaran en ocasiones, rehusó hasta con aspereza de teólogo el mezclarse en tales manejos diplomáticos, y aun expresó al emperador su intención de abandonar el cargo y reintegrarse a Viena como confesor de la emperatriz Margarita[97]; pero los austríacos le necesitaban en España, donde, aunque a regañadientes, los servía más de lo que él mismo pensaba, si bien no tanto como apetecían ellos.
Como buen germano, no podía ocultar sus preferencias por la política del Imperio, y esa inclinación, que del confesor pasaba fácilmente a la reina y de ésta a su esposo, parece que influyó en el auxilio prestado por España a Austria en su lucha contra los turcos, haciéndonos gastar los escasos elementos, de que tan falta estaba nuestra economía nacional.
En los dos años postreros que vivió Felipe IV, el quebrantamiento de su salud y de su ánimo eran tan grandes, que delegaba no pocos menesteres de la realeza en su esposa, apareciendo ella como la verdadera soberana ante los visitantes de alcurnia que desfilaban por el Alcázar regio. Tal impresión se deduce de las audiencias que dio doña Mariana a la mujer del embajador inglés, lady Fanshawe[98], mientras que el propio embajador tuvo que entenderse por escrito con el rey, porque la debilidad de éste (ya en junio de 1664, cuando aquél presentó sus credenciales) le impedía soportar una conversación larga.
Sus dolencias le auguraban un próximo fin por el verano de 1665, y la camarilla austríaca de la reina aumentaba hasta hacerse partido cortesano. Todas las miradas y todas las ambiciones volvían la espalda al sol poniente de un monarca valetudinario al borde de la tumba, para fijarlas en el sol naciente de aquella princesa de treinta años, en cuyas manos iba a caer el poder de un momento a otro con la regencia del rey futuro.
El 17 de septiembre, la muerte redimía al mísero Felipe IV del calvario de sus dolores, y ponía en doña Mariana, con las tocas de la viudez, el gobierno efectivo de la Monarquía española. Nadie dudó entonces en la Corte de que el verdadero dueño de la situación iba a ser el padre Nithard.
Pero la gestión desdichadísima de doña Mariana como regente no corresponde a mi estudio.
Ya se dijo que el rey y la Monarquía toda tenían puesta su mayor esperanza en que del nuevo matrimonio regio surgiera el varón, que perpetuase la agonizante dinastía y heredara los dilatados dominios españoles.
Transcurrió un año sin que la nueva reina diera señales de fecunda. Al cabo de este tiempo se supo con alborozo que se hallaba encinta, y a los veintiún meses de la boda, el 12 de julio de 1651, dio a luz; pero no el hijo por quien todo el mundo suspiraba, sino una hija, a la que se llamó Margarita María, la cual, por su condición de hembra, no resolvía el problema sucesorio. La recién nacida había de ser más tarde emperatriz de Alemania, por su boda con el emperador Leopoldo, celebrada un año después de morir Felipe IV, en 1666.
Con este matrimonio se remacharían una vez más los lazos entre las dos ramas austríacas reinantes.
La infanta Margarita María, como sus hermanos, tuvo una vida breve, pues falleció en 1673, cuando sólo contaba veintidós años.
Penoso fue el sobreparto de su madre doña Mariana al darla a luz, y muy quebrantada quedó de él; pero años después volvió a concebir. En septiembre de 1654 escribía Barrionuevo en uno de sus Avisos: «Dícese tiene la reina sospechas de preñada. Dios lo haga, y si ha de ser hija, ¿para qué la queremos? Mejor será que no lo esté, que mujeres hay hartas»[99].
Doña Mariana sufría accesos de melancolía cada vez más frecuentes, y deseaba tener al rey siempre a su lado. Ambos hacían votos y preces para que el cielo les otorgase el suspirado varón. Anunciaban astrólogos y charlatanes que le obtendrían, y se generalizaba la esperanza de que acertasen esta vez. La reina menudeaba sus antojos que se cumplían como leyes inexorables. El monarca apenas se apartaba de ella. Hacíanse preparativos suntuosos. Don Juan de Austria, gobernador de Flandes, mandaba a doña Mariana un riquísimo lecho de bronce sobredorado, con ropa de encajes, brocados, raso y adorno de oro y perlas, más unos tapices espléndidos.
Pero nuevamente surgía la decepción general, pues en 7 de diciembre de 1665 nació una niña epiléptica, la infanta María Ambrosia de la Concepción, que sólo vivió quince días. El mayor dolor pesó sobre los reyes al ver de nuevo fallidas sus esperanzas. Mariana cayó gravemente enferma después de su parto, uniéndose a sus dolencias una leve parálisis, y luchó varias semanas entre la vida y la muerte. Felipe hizo cuanto pudo por animarla, sobreponiéndose a la enorme crisis de espíritu que las desdichas públicas y privadas le producían por entonces.
En aquellos días los procuradores en Cortes solicitaron de él que, subsistiendo la falta de príncipe varón, reconociese como sucesora del trono a la infanta María Teresa; pero el monarca se negó, para no afligir a su esposa, que fiaba aún en darle un heredero [100].
Surgió un nuevo embarazo y con él una nueva desilusión, pues Mariana, en agosto de 1656, tuvo otra niña, que murió el día mismo de su nacimiento, causando a sus padres consternación terrible.
Renovóse la preñez de la reina, y con ella las esperanzas de todos. Ocurriéronle los antojos más singulares que fueron atendidos en el acto.
De uno de ellos nos habla Barrionuevo en el siguiente Aviso: «Jueves, 8 de éste, estando a la mesa la reina, se le antojaron buñuelos. Fueron volando a la Puerta Cerrada y le trujeron ocho libras en una olla, porque viniesen calientes y, volcándolos en su presencia en una gran fuente y mucha miel encima, se dio un famoso hartazgo, diciendo que no había comido cosa mejor que ellos por ser picarescos. Es cierto»[101].
Los astrólogos, no escarmentados de sus yerros anteriores, volvieron a profetizar que esta vez nacería un príncipe. Hiciéronse nuevos preparativos. Don Juan de Austria remitió a la reina un aderezo de cama aun más costoso que en su alumbramiento anterior. Y esta vez acertaron los augures; pues es difícil que siempre se equivoque el que siempre vaticina lo mismo. El heredero tan ahincada e inútilmente esperado desde la muerte del príncipe Baltasar, vino al mundo el 20 de noviembre de 1657 dándosele el nombre de Felipe Próspero, en honor a su padre y como emblema de la prosperidad que de él se esperaba para la abatida Monarquía.
Alentados con su acierto, anunciaban los astrólogos el más, afortunado horóscopo para el recién nacido; pues habían leído en las estrellas que sería «cuerdo, prudente, valeroso, y que vivirá más que todos sus hermanos, y que será próspero y afortunado en todas sus acciones»[102]. Y los cronistas del tiempo auguraban bienes sin medida para España bajo su égida, considerándole alguno como «una felicidad caída del cielo»[103].
Nacía el tierno vástago en días de gran penuria para las arcas reales, por el general desbarajuste. Pero todo se hizo poco para solemnizar su venida al mundo. Felipe IV, que veía colmados sus anhelos de paternidad varonil a los cincuenta y dos años de su fatigada existencia, no cabía en sí de gozo, como lo comprueban sus cartas a sor María de Agreda. El y sus cortesanos ponderaban la belleza del recién nacido como la de un ángel.
Una letrilla anónima, publicada entonces, decía, refiriéndose a doña Mariana en su alumbramiento:
Parió un hijo como el oro,
lindo a las mil maravillas,
haciéndose amor astillas
del alba al alegre lloro[104].
Los versos no pueden ser peores, pero el entusiasmo que indican es bien patente.
La ilusión paterna de Felipe IV le hacía ver en el enclenque principito una robustez imaginaria. Como la criatura llorase estrepitosamente al recibir el agua bautismal, cuentan que el rey expresó su satisfacción por la voz fuerte de su hijo, indicio para él de virilidad, diciendo: «Eso sí que me parece bien, que huela la casa a hombre»[105].
Para comprobar la cualidad viril del recién nacido con la publicidad de la misma ceremonia se le tuvo al cristianarse con una túnica cortísima, que le dejaba desnudo de cintura abajo; y como de ello protestase, por achacarlo a irreverencia o descuido, su infantil madrina y hermana, la infanta Margarita, que sólo tenía seis años, la doncella que llevaba el niño la respondió que era uso hacerlo así, para comprobar el sexo masculino del nuevo cristiano[106].
Pero el pobre príncipe, objeto de tantos ditirambos, esplendores, alborozos y esperanzas, arrastró una precaria existencia de niño débil, con taras hereditarias, casi siempre enfermo, con frecuentes ataques de alferecía; y el 1.o de noviembre de 1661, cuando no había cumplido aún los cuatro años de edad, siguió a sus hermanos a la tumba.
Un año después de su nacimiento, en 21 de diciembre de 1658, había dado a luz doña Mariana otro hijo varón, el infante Fernando Tomás; pero murió al cumplir seis meses (el 23 de octubre de 1659). De modo que el fallecimiento del príncipe Felipe Próspero, dos años después del de su hermano, era un espantoso derrumbamiento para las ilusiones del rey, que a sus cincuenta y seis años veía disiparse por tercera vez sus posibilidades sucesorias. Sus cartas a sor María de Agreda expresan todo el dolor de su alma, lacerada como soberano, como padre y como creyente; porque atribuía a castigo de Dios, por sus pecados, el triste fin de sus hijos.
No menos quebrantada estaba la reina, pues a su angustia moral unía la física, ya que para ella cada alumbramiento era una seria enfermedad.
La voz pública achacaba a la vida licenciosa del monarca la culpa de que se agostasen en flor los frutos de su matrimonio[107]. Aunque esta causa, unida al envejecimiento prematuro consiguiente de Felipe IV, fuera explicación fisiológicamente razonable de tal desgracia, debió de contribuir a ella no poco el yerro que había presidido a las segundas reales nupcias, por la consabida degeneración que acarrearon siempre en las estirpes los matrimonios consanguíneos.
Así se explica, como veremos, que llegaran a la madurez con buena salud seis hijos bastardos de Felipe IV, mientras que se malograban los legítimos. Ambas ramas austríacas andaban poco sobradas de glóbulos rojos, y, al enlazarse más entre sí por móviles políticos, acentuaban sus taras de familia.
Otra preñez de doña Mariana, en 1661, dejó entrever nueva, aunque ya tenue, lontananza de sucesión. Y, en efecto, el 6 de noviembre de aquel año, cinco días después de morir el príncipe Felipe Próspero, nació el príncipe Carlos, el último de los hijos del rey, el único logrado en la dilatada serie de los que sus dos esposas trajeron al mundo. Era el varón con que toda España soñaba, era el sucesor del trono, pero también el príncipe destinado a que en su desmedrada y desdichadísima persona terminase toda una famosa dinastía.
La descripción del aposento que ocupaba doña Mariana, y en que nació el futuro Carlos II, ha sido hecha modernamente a base de documentos de época por el señor Maura Gamazo.
«Era —dice éste— la amplia y bien orientada pieza de la torre próxima al oratorio, con ventanas a mediodía y poniente; alhajábanla algunos cuadros y miniaturas de personajes de la familia Habsburgo y otros de asuntos religiosos; varios relojes de diversos sistemas y formas; un cofre y un escritorio de ébano y marfil; un bufete-tocador de plata labrada sobredorada, y, en considerable profusión, escaparates y reclinatorios llenos de imágenes de santos, rosarios, reliquias, pilas de agua bendita, salvillas y otros objetos sagrados y profanos de esmalte, plata, oro y filigrana. Veíanse allí, además, traídas en previsión del acontecimiento, algunas famosas reliquias, entre ellas el báculo de Santo Domingo de Silos y la cinta de San Juan de Ortega»[108].
En tal escenario, según los ojos de aumento de la sempiterna adulación cortesana, «vio la luz de este mundo un príncipe hermosísimo de facciones, cabeza grande, pelo negro y algo abultado de carnes», como escribió un narrador de entonces[109].
La verdad sobre su enteca, exangüe y triste figura, flotaría años después sobre las lisonjas de plumas palacianas en los lienzos de Carreño y Claudio Coello.
Los astrólogos, no escarmentados por el fracaso de sus horóscopos para el príncipe Felipe Próspero, hicieron ahora a su sucesor otro no menos halagüeño y mendaz, basado en los signos misteriosos resultantes de la conjunción de los astros y en la circunstancia de haber nacido en día 6, número de rara virtud. De todo ello colegían que Carlos iba a poseer heroico valor y a disfrutar de un felicísimo reinado. Entre la realidad y el pronóstico iba a interponerse la ironía trágica de un destino cruel.
El nacimiento del real niño, única tabla de salvación que sostenía todas las esperanzas dinásticas, fue acogido con júbilo general indescriptible.
Las innúmeras campanas de los edificios religiosos de Madrid, llevaron a todos los ámbitos de la corte la fausta nueva. Gentes de toda condición social acudieron en tropel a besar la mano del monarca, y entonóse con la mayor solemnidad el Tedéum de rigor.
La vida del príncipe Carlos en sus cuatro años primeros, hasta 1665, en que murió su padre (única etapa que a mi propósito afecta), el ambiente en que se desenvolvió, los incidentes de su crianza y las personas que en ella intervinieron, son puntos amplia, minuciosa y fielmente estudiados hoy, con copia de documentación inédita, y reconstruidos con pictórica pluma por el citado historiador del último de nuestros Habsburgos. Sólo cabe aquí recoger algunas notas de su vasto y completo cuadro. Los primeros extranjeros que vieron al príncipe y pudieron expresar sin cortesanismo su opinión sobre él fueron los emisarios de Luis XIV: Sanguín y el arzobispo de Embrún[110], recibidos en Palacio el 19 de mayo de 1662; y, aunque ante su aya, la marquesa de los Vélez, elogiaron por fórmula su belleza y robustez, observaron bien los rastros inequívocos de degeneración, visibles en aquel niño enteco de pocos meses, comunicando al rey francés, en su correspondencia, que parecía muy débil, y tenía flemones en las mejillas, la cabeza llena de costras y el cuello con una supuración mal disimulada bajo un gorro. Síntomas en que al linfatismo parecía unirse el desaseo típico de su crianza.
Esta no pudo ser más lamentable, y agravó las funestas predisposiciones naturales del príncipe, empezando por su lactancia, «la más desdichada de cuantas se conocen en la historia española»[111]. Nada menos que catorce amas contribuyeron a ella, más dieciséis de reserva, utilizadas cuando era preciso.
Fueron múltiples las dolencias y los achaques infantiles del pobre príncipe.
«La primera infancia del heredero de tantos blasones y tantos estados —escribe el mencionado biógrafo— transcurrió monótona en las suntuosas cuadras y jardines espléndidos de los sitios reales, severamente reglamentada por los médicos bajo la asfixiante vigilancia de Ayas, Damas, señoras de Honor y Azafatas; sin hermanos, que Dios no le deparara, ni amigos, que la etiqueta no le consintiera, con quienes jugar, enfadarse, reír y llorar; sin otra compañía que la de sus Meninas, adolescentes en el umbral de la juventud (la edad del egoísmo inconsciente casi irremediable); la de algún ama recién llegada a la Corte, estupefacta aún por su fortuna y siempre con la ansiedad de perderla, y la de algún grotesco bufón o perro de lujo. Sentado el príncipe en almohadón de rica estofa, la cabeza grande apoyada sobre el angosto pecho, abierta la boca, caído el belfo labio, sus ojos tristes acecharían la vida, con la precocidad de los niños enfermizos, a través de las conversaciones frívolas, para él apenas inteligibles, de las mujeres que le rodeaban, manejando distraído preciosos juguetes, como aquel cajón en forma de bufetillo, en que se veía un jardín con sus cuadros, formados en él muchos lazos de árboles y flores con sus frutas, todo de oro, esmaltado de diamantes y rubíes, regalo del rey cristianísimo (en 1662)[112], mientras las cancillerías europeas aguardaban ya su muerte para repartirse en jirones sus futuros dominios»[113].
Sobre el aspecto de aquel soberano en agraz decía una sátira anónima de entonces:
El príncipe, al parecer,
por lo endeble y patiblando,
es hijo de contrabando,
pues no se puede tener[114].
Tal era el heredero de la más vasta Monarquía del orbe cuando la muerte de su padre, el 18 de septiembre de 1665, ciñó a sus sienes la corona de dos mundos, que sería corona de espinas para aquel pobre ser, marcado por todos los estigmas de un fin de raza.