La reina Isabel y sus hijos

IX. Isabel de Borbón

Ya se indicó en anterior capítulo cómo y cuándo se efectuó la boda del adolescente Felipe, siendo aún príncipe de Asturias, con la gentil princesita francesa Isabel de Borbón, que, por muerte de Felipe III, pasó a ser soberana de España el postrer día de marzo de 1621. El pincel de Velázquez, que dejó de ella tantos retratos, a pie, a caballo, en traje de corte y de caza, nos permite reconstruir perfectamente la grácil, simpática y esbelta figura de la hija del bearnés Enrique IV, nuestro irreductible enemigo. El P. Flórez, en su obra Reynas Catholicas, estudió lo que pudiéramos llamar su vida externa, y Martín Hume, en la biografía que consagra a esta reina, procura seguir el proceso de su alma al través de los cuadros del gran pintor sevillano. Descubre en ella un genio alegre y vivaz, no del todo refrenado por aquella etiqueta de corte, que hacía a su marido mostrarse rígido cual una estatua. El retrato ecuestre, pintado en 1628, es reflejo de su más granada juventud, cuando daba a luz al heredero del trono, y todo sonreía ante ella. «Otra pintura de Isabel, que está ahora en Hampton Court, y fue hecha diez años más tarde (1638), nos muestra el cambio que en ella obraron las tribulaciones; pero en todas las representaciones de Velázquez vemos las mismas notas características: los ojos negros, grandes, llenos de expresión; la frente amplia, espaciosa; las mejillas recias… El semblante de Isabel rebosa finura de inteligencia. En los últimos retratos, la gravedad del rostro va en aumento; su parte inferior es más flácida y prominente; pero en todos los retratos que de ella hiciera Velázquez siempre se nos aparece la misma mujer, y no una idealización sensual suya, como el pintado por Rubens, que se encuentra hoy en el Louvre»[53].

Doña Isabel, según todos sus contemporáneos, era muy bella, de carácter jovial y expansivo, amiga de comedias y toros, a los que se aficionó apenas vino a España, y de toda suerte de diversiones bulliciosas, a veces no de buen gusto, como cuando hacía echar culebras y sabandijas en la cazuela de mujeres del teatro del Buen Retiro, o promovía riñas entre ellas para solazarse con sus aspavientos, grescas y palabrotas. Tal desenvoltura, aunque fuera compatible con la honestidad, dio ocasión en aquella corte relajada a no pocas hablillas, revistiendo carácter de escándalo las referentes a los galanteos que, en opinión muy extendida, la hizo el conde de Villamediana; cuestión debatidísima que trato en otro lugar.

Los más se inclinan a suponer inocente a la reina en aquel presunto devaneo; pero, aun admitiendo que ella, con la ligereza juvenil de sus dieciocho años, y habituada a la libertad de la corte francesa, hubiera podido incurrir en algún pecado venial de coquetería, el drama en que se resolvió el presunto galanteo del conde y los años debieron de hacerla más circunspecta en adelante, pues la chismografía española y extranjera, que tantas anécdotas amatorias divulgaron sobre la gente de la Corte española, con el rey a la cabeza, no osaron empañar el buen nombre de la soberana, y el pueblo la amó y la respetó hasta su muerte; privilegio que no gozaron otras más frágiles y equívocas, o menos simpáticas, sucesoras suyas en el tálamo regio.

Realizaba en verdad el ideal de una reina para aquella sociedad, uniendo a su trato afable el amor al fausto, y a su inclinación a toda suerte de diversiones, una devoción acendradísima.

Cuando, en julio de 1624, escandalizó a Madrid un sacrilegio cometido en la iglesia de San Felipe el Real, entre las funciones de desagravio realizadas figuraron varios altares alzados en las galerías de Palacio por la real familia. El que hizo erigir la reina llamó la atención de todos por su gusto y su valor; pues sólo las joyas acumuladas en él estaban tasadas en tres millones y medio[54].

Apadrinaba y agasajaba a cuantas damas de la nobleza tomaban el hábito de religiosas. En el mismo día dio el hábito en Santo Domingo el Real a tres hijas de la marquesa de Mortara, y asistió a la profesión de dos camaristas suyas en el convento de los Angeles, costeando los gastos de las ceremonias[55].

En 1623 proyectó la construcción de una colegiata en la iglesia de Santa María, de Madrid, y, con sus donativos y con ayuda de la villa, se puso la primera piedra y comenzaron las obras; pero los apuros pecuniarios por las atenciones públicas impidieron llevar a feliz término tal propósito.

Fundó la reina en la corte un hospedaje, donde se albergaba hasta cuatro meses a cincuenta soldados menesterosos, de los que acudían como pretendientes a las oficinas públicas, en busca de empleo o recompensa por sus antiguos servicios, a fin de que pudieran subsistir mientras se tramitaba su demanda.

Hizo construir, en el espacio que hoy ocupa la plaza de Bilbao, el convento o iglesia de Capuchinos de la Paciencia, en desagravio a los ultrajes efectuados allí a la imagen de un Cristo por unos judíos. E instituyó en el convento matritense de la Trinidad una misa mayor el primer jueves de cada mes, en intención de su alma[56].

X. Intervención de doña Isabel en la vida pública

Isabel de Borbón no fue seguramente feliz en el interior de su vida doméstica. Como reina, se veía postergada en su influjo con su marido ante la privanza todopoderosa del conde-duque de Olivares. Igual que los hermanos del rey, devoró durante muchos años esta amargura, hasta que los acontecimientos le dieron ocasión para mirar de frente al endiosado prócer.

Tenía fama éste de ser áspero con las damas, y lo era hasta con la misma reina. Cuéntase que, como Isabel se aventurase en su presencia a emitir opinión sobre asuntos de gobierno, Olivares dijo al rey que la misión de los frailes era sólo rezar y la de las mujeres sólo parir.

La anécdota parece algo fuerte, pero no deja de ser expresiva[57].

Como mujer, padeció Isabel las veleidades infinitas de su esposo.

Como madre, tuvo que sufrir la competencia de la célebre Calderona, la cual, según ya se indicó, daba al rey un bastardo casi a la vez que Isabel le daba un heredero para su trono.

La conducta de la reina, ante las continuas e incorregibles infidelidades de Felipe IV, parece que fue resignación, fortaleza y dignidad a un tiempo mismo. Durante muchos años su esposo no pasó de tratarla con afectuosa cortesía, sin que en su ánimo ejerciera el menor influjo.

Pero la política vino en su auxilio para darle mayor predicamento.

Isabel de Borbón no había podido ser la oliva de la paz entre España y Francia, como lo fue su antecesora en el regio tálamo español, también Isabel y también princesa francesa, la tercera mujer de Felipe II.

La política belicosa del conde-duque de Olivares desencadenó la guerra de nuestro país con casi toda Europa, y Francia fue la potencia más caracterizada de nuestras enemigas.

Desde 1626 hasta 1659, el estado de guerra era habitual entre ambos Estados, con leves interrupciones; e Isabel de Borbón no vivió lo suficiente para alcanzar la paz de los Pirineos, que, después de esa última fecha, ponía término por aquel reinado a tan largo batallar.

Y así como la española Ana, solidarizada con su patria adoptiva francesa, iba a hacer una política antiespañola violentísima, como regente de su hijo Luis XIV, así la francesa Isabel hizo suya la causa de España, con decisión y con entusiasmo, como si no llevase en sus venas sangre del mayor enemigo de la Casa de Austria.

En la lucha contra su tierra natal dio ella ejemplo, vendiendo sus joyas para costear los gastos del ejército español, lo cual estimuló a prelados y próceres para menudear los donativos.

Más tarde, en 1642, cuando Cataluña ardía en plena revuelta contra el Gobierno de Felipe IV, el carácter animoso de la reina alentó a su marido a marchar en persona contra los rebeldes súbditos.

Entonces, quedando ella al frente del Gobierno, mostró singulares dotes de organización y de mando, que la hicieron popularísima por sus iniciativas felices y su incansable actuación personal, visitando cuarteles, presidiendo juntas, animando a los remisos y dictando medidas acertadísimas. Tal conducta decidió al monarca, a su regreso, a tenerla en más de lo que la tuvo hasta allí.

Isabel aprovechó tales circunstancias para preparar y conseguir la caída del valido (enero de 1643). Y aun pareció por entonces que iba ella a heredar el valimiento, pues se cuenta que, visitando poco después Felipe el monasterio de las Descalzas, dijo a las monjas que «encomendaran mucho a Dios a su privado para que le comunicase luz para el Gobierno». Y como una de las hermanas, arrodillándose a sus pies, se atreviera a preguntarle quién era entonces su privado, respondió el monarca: «Mi privado es la reina»[58].

XI. Muerte de la reina Isabel

La aproximación entre los reales cónyuges, que siguió a la caída de Olivares, iba en breve plazo a ser desatada por la muerte, que rondaba.

La guerra de Cataluña, alentada por Francia, seguía en todo su vigor, y en 1644 menudeaban los desastres para las armas españolas. Felipe IV, con el fin de aproximarse al teatro de la lucha, se hallaba en Zaragoza al comenzar aquel mes de octubre, cuando recibió noticias de la indisposición de la reina, y ordenó aceleradamente su regreso a la corte, adonde no llegaría a tiempo de recoger el último suspiro de su esposa.

El monarca y su séquito tuvieron que detenerse a descansar en un mísero albergue del pueblecito de Maranchón, y allí llegó la noticia del fallecimiento de la reina; desgracia que de momento le ocultaron los cortesanos, porque acababa de comer y por verle abrumado de sinsabores e inquietudes.

Siguió la expedición, y en el lugarejo de Almadrones, a veinte leguas de Madrid, fue preciso comunicarle la fatal nueva, que le dejó consternado. Amaba a su esposa a su modo (que es el modo de tantos maridos infieles). Era su compañera desde su adolescencia, la madre de su hijo el príncipe heredero, y en los años últimos se había revelado a sus ojos con dotes antes insospechadas.

Además, los años y las tribulaciones sutilizaron la sensibilidad moral del rey, y la muerte de su esposa fue para él un derrumbamiento interno. Apenas lo supo, ordenó que le dejaran a solas con su dolor. No tuvo ánimo para ver el cadáver de la gentil Isabel, y, en vez de trasladarse a la corte, marchó a encerrarse en el retiro del Pardo, adonde fue a buscarle el príncipe Baltasar poco después. Como por entonces hacía siempre en sus crisis de tribulación, buscó el consuelo de desahogar su espíritu escribiendo a la abadesa de Agreda, para que le ayudase con sus oraciones a pedir a Dios resignación. «Desde que el Señor se ha servido quitarme a la reina, que goza ahora en los cielos —la dice en su carta—, he sentido la necesidad de escribir a Vuestra Merced; pero la mucha pesadumbre en que vivo y los negocios que sobre mí pesan me han impedido hacerla hasta hoy. Me veo agobiado de insoportable tristeza, pues en una sola persona he perdido cuanto perder pudiera en este mundo. Y si no conociera, por la fe, que Dios nos envía aquello que nos es mejor y más conveniente, no sé qué sería de mí»[59].

Veamos ahora cómo había ocurrido la muerte de Isabel de Borbón.

Esta sufrió el 28 de septiembre un ataque coleroso o de cámaras, con alta fiebre. Pronto sobrevino la erisipela, que se apoderó de su rostro, garganta y pecho y la obstruyó las vías respiratorias a modo de difteria. Los seis médicos de cámara, después de celebrar consulta, acudieron al remedio, entonces universal, de la sangría.

Sangráronla hasta ocho veces en brazos y pies, sin resultado alguno. Y como la enferma se agravara, se la sacramentó el 4 de octubre, acudiendo el mismo día al recurso milagroso de llevar a Palacio el cuerpo de San Isidro, como era uso en tales casos.

La Virgen de Atocha, objeto de tan gran devoción por nuestros reyes, que a su santuario acudían en todos sus momentos trascendentales, fue llevada procesionalmente al colegio de Santo Tomás, con ánimo de transportarla desde allí a la mansión donde agonizaba la reina; pero ésta prohibió hacerla, por humildad, diciendo que no era digna de tal visita. Su hijo, el príncipe Baltasar Carlos, acudió al colegio a orar ante la Virgen, pidiendo la vida de su madre[60]. «No hubo en Madrid convento ni parroquia —leemos en un aviso de Pellicer— que no sacase sus crucifijos ni imágenes más devotas en procesión, haciendo el pueblo con llantos muy fervorosos rogativas y plegarias por su vida»[61].

El 5 por la mañana otorgó testamento. A mediodía se hizo llevar la flor de lis, emblemática de su estirpe, con un fragmento del Lignum crucis, y lo adoró con el mayor fervor.

Acudieron sus dos hijos, Baltasar y María Teresa, de catorce y seis años, respectivamente, a acompañarla en sus postrimerías, pero ella los bendijo desde lejos; no consintió que se acercaran, temiendo que su mal se les contagiase, y pronunció estas sentidas palabras: «Reinas para España hay muchas, pero príncipes hay pocos». Era el grito de un fin de raza surgiendo de labios de una madre que había visto morir a sus vástagos anteriores uno tras otro.

Al siguiente día, 6 de octubre, que era un jueves, recibió por la mañana los Santos Oleos, y expiró a las cuatro y cuarto de la tarde, antes de haber cumplido los cuarenta y un años de su vida. Fue sencillamente amortajada con el hábito de San Francisco, que enviaron las monjas de las Descalzas Reales, y, ciñendo su cabeza con una toca, la metieron sin embalsamar en un ataúd de plomo, que al otro día, dentro de otra caja de brocado, fue expuesta en el gran salón, convertido en capilla ardiente con la pompa y el ceremonial de rúbrica.

Aquella misma noche, hacia la una, fue sacado el féretro, con rumbo al panteón de El Escorial, por una escalera secreta que bajaba al parque, acompañándole el príncipe Baltasar, que allí se despidió de su madre anegado en llanto. Retiróse el príncipe a sus habitaciones, clavóse la caja y la fúnebre comitiva siguió su ruta, en coche o a caballo, a la luz de las antorchas, que hacían más lúgubre el desfile.

El cortejo iba precedido por una sordina fúnebre. Seguían alcaldes, alguaciles, consejeros, gentileshombres, cuarenta y ocho frailes (doce por cada Orden), un monacillo de la capilla real y pajes. Detrás iba el féretro, cubierto con paños de brocado, en una litera llevada en andas, alumbrado con hachas y faroles y custodiado por los Monteras de Espinosa. Tras él las damas de honor en palafrenes, el obispo y magnates, cerrando el acompañamiento la guardia vieja, a caballo y con alabardas, y crecido número de coches.

En éstos se acomodaron, al salir de la ciudad, los que iban a pie, y la comitiva prosiguió así hasta el Real Sitio de San Lorenzo[62].

Repugnancia y temor invencibles habían hecho a la malograda reina no visitar aquel lugar mientras vivió. A reposar allí, prematura y eternamente, la conducía un inexorable destino[63].

Según Flórez, en el proceso incoado sobre la vida y virtudes de sor María de Agreda, se refiere la mística visión de la venerable madre, a la cual se apareció la reina al tercer día de su fallecimiento, «pidiendo limosna de oraciones para librarse de las penas que en el purgatorio estaba padeciendo por los trajes y galas que usó en vida»[64].

La muerte fue sentidísima por el buen pueblo, el cual había amado a la reina Isabel casi tanto como a su suegra Margarita, que falleció en opinión de santa, como dice el embajador véneto Corner.

«El sentimiento de la corte —escribe Pellicer—, en general y en particular, no se puede ponderar con palabras. Comenzaron los lutos generales con pregón público, que cada uno le pusiese conforme a su calidad y posibilidad. Mas no era necesario, pues no había ninguno de bajo, mediano o mayor porte que no lo traiga»[65].

Una medida de luto general fue el suprimir la representación de comedias durante dos años, disposición que ordenó el rey por consejo de la madre de Agreda.

Para pueblo tan fervorosamente dinástico como era el pueblo español, la pérdida de una reina era una calamidad nacional. Pero, además, en la muerte de Isabel, por su juventud, por su gracioso y afable atractivo, por el don de gentes que de su persona irradiaba, concurrían especiales circunstancias para hacerla dolorosa.

No podría decirse, sin hipérbole, que España hubiera perdido con ella una figura histórica eminente; pero sí puede afirmarse que perdió una mujer de grato recuerdo, la más simpática soberana consorte de cuantas ocuparon el tálamo regio en nuestro siglo XVII.

XII. Los hijos del primer matrimonio de Felipe IV

Muy crecido fue el número de hijos legítimos e ilegítimos engendrados por Felipe IV, pero pasaban como sombras desde el nacimiento a la muerte en su mayoría, y, con tan numerosa prole, fue una de las mayores pesadillas del monarca y de sus vasallos el asegurar en un vástago varón la sucesión de la dinastía.

Tan precozmente como a ser rey empezó Felipe IV a ser padre; pues el mismo año de 1621, en que fue elevado al trono, cuando sólo contaba dieciséis años de edad y poco menos de dieciocho su esposa Isabel, dio ésta a luz, el 14 de agosto, a la infanta María Margarita, que, por haber nacido antes de tiempo, sólo vivió veintinueve horas.

Dos años más tarde, el 25 de noviembre de 1623, trajo al mundo otra infanta, llamada, como la anterior, Margarita María. Sin duda, quería perpetuarse el nombre de la madre del soberano, Margarita de Austria, que había dejado fama edificante con sus virtudes. Pero tampoco se logró la nueva hija, que, «desgraciada en las amas», según asegura Flórez[66], sucumbió al mes escaso de nacer.

Al cumplirse otros dos años del alumbramiento segundo, sobrevino el tercero, por el nacimiento de la infanta María Eugenia, en 21 de noviembre de 1625. Vivió algo más que sus hermanas, pero no llegó a cumplir los dos años, pues murió en 21 de julio de 1627. Meses antes sufrió la reina un aborto, y meses después, en 30 de octubre del mismo 1627, dio a luz otra hija, llamada Isabel, que sólo vivió veinticuatro horas.

Tantos vástagos reales malogrados iban quitando la esperanza de un sucesor al trono, cuando, tras nueve años de aguardar en balde a un varón, en 17 de octubre de 1629, nació el príncipe Baltasar Carlos, causando general alborozo, pues con él se creyó asegurada la sucesión de la dinastía.

Fue cosa desusada dar al heredero el nombre de Baltasar, que no ha llevado ningún rey cristiano. La explicación de tal anomalía la da una narración de la época en los términos que siguen:

«Siendo camarera mayor de la reina la duquesa de Gandía, le había dicho que, para que Nuestro Señor le hiciese merced de darle hijo varón, ofreciese ponerle por nombre el de uno de los tres Santos Reyes Magos que adoraron a Nuestro Señor. Se sortearon los nombres de los tres y salió Baltasar»[67].

Aún tuvo la reina Isabel otras dos hijas más: la infanta Mariana Antonia, que nació el 16 de enero de 1635, muriendo antes de cumplir los dos años, y la infanta María Teresa, que vio la luz en 20 de septiembre de 1638. Era el último fruto de aquel matrimonio, que había contado ocho vástagos, y entre todos sólo ella estaba destinada a sobrevivir a sus padres. Sólo ella también iba a conseguir un puesto en la Historia, por su boda con Luis XIV de Francia en 1660, como prenda de la paz de los Pirineos. Esta unión iba a ser tronco de los Borbones españoles, y representa así el nexo entre nuestras dos últimas dinastías de soberanos.

XIII. El príncipe Baltasar Carlos

Naturalmente, el máximo interés del rey y de la monárquica España estaba cifrada en el príncipe heredero, el cual, a juzgar por los repetidos retratos con que Velázquez transmitió su efigie a la posteridad, era robusto, de buen color y buen semblante; de aspecto sano, despierto, simpático y animoso. La sangre materna del fuerte Enrique IV, parecía haber corregido en él el proceso de degeneración, que las uniones consanguíneas entre príncipes y princesas austríacos habían producido ya y seguían produciendo.

Antes de cumplir el príncipe los tres años, fue jurado heredero del trono por las Cortes de Castilla, reunidas en la iglesia matritense de San Jerónimo.

Fue el primer acto oficial de su vida incipiente. En él apareció sostenido en su marcha insegura por sus dos tíos, don Carlos y don Fernando, vestido con traje de terciopelo carmesí bordado en oro, tocada la cabeza con un sombrero negro, que adornaban perlas, pedrería y plumas escarlata, y ciñendo al cinto una espada y una daga minúsculas, esmaltadas y con puño ornado de diamantes.

Algo enfermizo se criaba en su niñez, según declaración de Olivares al infante don Carlos, para retenerle en Madrid; pero después debió de mejorar, haciendo, como su padre, vida activa y practicando los deportes, especialmente la equitación y la caza, de lo que el pincel velazqueño nos dejó vivos testimonios.

Su tío don Fernando estimulaba sus aficiones marciales, enviándole de Flandes, donde ejercía el gobierno, juguetes de soldados y miniaturas de armaduras, que aún se admiran en lo que fue Armería Real.

Otra diversión tan dañina para el reino animal como la caza, pero más innoble que ella, daba solaz a los ocios del príncipe: la de castrar gatos. Y recuerda algo a la que se atribuye a su bisabuelo Felipe II, en su niñez, de cegar pájaros.

Unas décimas anónimas y coetáneas reflejan aquella práctica, de mal gusto e intención aviesa, en que se solazaba el heredero del gran imperio español.

Titúlanse Al príncipe D. Baltasar Carlos, nuestro señor, que se entretenía en capar gatos, por octubre de 1644.

Empieza así:

Príncipe, mil mentecatos

murmuran, sin Dios ni ley,

de que, habiendo de ser rey,

os andéis capando gatos.

… … … … … … … … … …

… … … … … … … … … …

Sin duda alguna os inspira

tan alto ejercicio el cielo,

pues ya no reina en el suelo

sino el robo y la mentira.

Y si vuestra alteza mira

de España antiguos blasones,

verá que sus infanzones,

como vasallos ingratos,

ya se han convertido en gatos

y dejan de ser leones.

No sin muy alto misterio

es, señor, vuestro ejercicio,

pues nadie os hace servicio

que sea sin gatuperio;

y, pues, con tan grande imperio

de tan ilustres vasallos,

gatos son los que eran gallos,

cuando dejéis de ser chico,

si queréis ser rey y rico,

no hay cosa como capallos[68].

Cuando contaba el príncipe trece años de edad, púsole el rey casa o servidumbre aparte, dándole un caballerizo mayor, un sumiller de corps, cuatro gentileshombres, seis ayudas de cámara y los correspondientes servidores subalternos[69].

Un año después comenzó, como heredero de tan gran Monarquía, a concurrir con su padre al despacho de las negociaciones, para adquirir el aprendizaje necesario.

Bien pronto se trató de darle esposa. Ya tiempo atrás habían surgido negociaciones para unirle a la hija del rey inglés Carlos I (el que había sido prometido de la hermana de Felipe IV), la pequeña María Stuardo, aún niña, como nuestro Baltasar[70]; pero los vientos reinantes en el capítulo matrimonial de príncipes seguían soplando del lado del Imperio para estrechar más y más los vínculos entre las dos ramas austríacas; y al fin, en 1646, se concertó el enlace del príncipe Baltasar, que frisaba en los diecisiete años, con su prima la archiduquesa Mariana, la cual sólo contaba catorce, y era hija de doña María, hermana de Felipe IV, y del ya emperador Fernando III.

Felipe y Baltasar escribían a sor María de Agreda, encantados con aquel plan. Decíala el rey estar seguro de que esa unión tendría excelentes resultados para la fe católica, su mayor aspiración. Afirmaba el príncipe que se consideraba el más dichoso de los hombres y que hubiera sido imposible hallar otra mujer tan de su gusto[71].

Pero una vez más la muerte agostaría en flor la mejor esperanza de la real familia.

Un año antes, en marzo de 1645, había acudido Felipe IV con el príncipe Baltasar a Zaragoza, para que las Cortes aragonesas, reunidas allí, jurasen al segundo como heredero de aquel reino (pues sabido es que hasta el siglo XVIII, aunque realizada la unidad nacional desde los Reyes Católicos, subsistían con régimen foral los antiguos Estados ibéricos de la Edad Media).

En abril de 1626 realizaron ambos nuevo viaje al norte de España, durante el cual se detuvieron en Pamplona para que las Cortes de Navarra hicieran igual reconocimiento del príncipe. En aquella capital enfermó éste con tercianas. El rey, a quien los aragoneses instaban a ponerse al frente de las tropas para contener el ataque de los franceses a Lérida, no se atrevió a separarse de su doliente hijo.

Dos meses después pudieron trasladarse a Zaragoza, donde permanecieron algún tiempo, pareciendo ya curado el joven Baltasar. El 2 de octubre sufrió una indisposición ligera; pero el 5, habiendo asistido al aniversario que por la muerte de su madre se efectuaba, viose acometido de fiebre. Los médicos creyeron que se trataba de unas viruelas, y le administraron tres sangrías, con lo que empeoró, hasta el extremo de que el día 9 fue preciso sacramentarle. Aquella misma noche dejaba de existir, cuando no había cumplido aún diecisiete años[72]. Nuevamente quedaba la corona huérfana de varón que la ciñese. Sobre la verdadera causa de tal desgracia corrieron diversos rumores, que recogen en sus relatos los viajeros franceses venidos a España poco después.

Bertaut dice textual y ambiguamente: «Muchos creyeron que no murió sino a causa de que tenía ya diecisiete años y comenzaba a hacer sombra»[73].

Ignoro qué fundamento pueda otorgarse a esta insinuación, la cual parece dar a entender que el fallecimiento no fue natural.

Por su parte, Brunel cuenta que el gentilhombre del príncipe, don Pedro de Aragón, prestándose a satisfacer, con torpe solicitud, inclinaciones moceriles de aquél —bien hereditarias en su caso—, consintió que pasara una noche cierta alegre daifa en la habitación del joven Baltasar Carlos, y que los excesos cometidos por éste en tal intimidad le acarrearon fiebre y una debilidad grande, agravada aún por los rutinarios galenos con sus extemporáneas e inevitables sangrías.

Sabido el caso, don Pedro cayó en desgracia del rey [74].

Quisieron los zaragozanos (que habían cobrado gran afecto al príncipe) enterrarle en aquella ciudad, puesto que en ella había muerto, mas no lo consintió Felipe IV, respetuoso con las normas establecidas por Felipe II para el sepelio de los despojos reales. En consecuencia, los del malogrado heredero fueron trasladados a El Escorial, acompañándolos la guardia de Aragón hasta la raya de Castilla, donde acudió a recibirlos y escoltarlos un magnífico séquito de la corte.

El dolor del padre infeliz se deshizo en desesperados lamentos, que exhalaba en su carta del 10 de octubre a su constante consoladora sor María de Agreda. Era aquello el sombrío colofón que cerraba con nota siniestra el proceso íntimo de las angustias del rey, abrumado entonces por todas las amarguras públicas y privadas.

El imperio español estaba derrumbándose. La unidad peninsular se hallaba rota por la rebelión de Cataluña y Portugal. Fuera de la península sufríamos continuos reveses por mar y tierra. Al separar del Gobierno a Olivares, había perdido el rey cuanto le inspiraba confianza. Y ahora, casi viejo, después de la muerte de su mujer, veía morir al varón único a quien podía confiar el trono y el porvenir. Se explica su drama interior, cuando tantos infortunios se acumulaban sobre él, a la vez como soberano y como hombre.