Los hermanos de Felipe IV

Del matrimonio entre el piadoso rey de España Felipe III y Margarita de Austria, habían nacido ocho vástagos. Tres de ellos malográronse en temprana edad. Los cinco supervivientes fueron: doña Ana, la primogénita, nacida en octubre de 1601; don Felipe, cuarto de su nombre, como sucesor de su padre en el trono, y del que hemos tratado ya; doña María, don Carlos y don Fernando, que vieron la luz, respectivamente, en 18 de agosto de 1606, en 15 de septiembre de 1607 y en 16 de mayo de 1609.

La mayor de estas princesas casó a los catorce años de edad, en 1615, con el rey francés Luis XIII, y pasó a la historia como madre del Rey Sol Luis XIV, y regente de Francia durante su menoría, con el nombre de Ana de Austria. Desde su boda no volvió a pisar su tierra natal. Como soberana de la nación francesa, en guerra secular con la española, tuvo que desarrollar una política hostil a su patria y a su hermano el rey Felipe IV, a quien no volvió a ver más sino una vez: en la fugaz y protocolaria entrevista celebrada el 4 de junio de 1660 en la isleta fronteriza de los Faisanes, entre los reyes y ministros de ambos países, para asegurar la paz de los Pirineos, recién concertada entre aquéllos por el matrimonio de Luis XIV con María Teresa, hija del rey Felipe.

La figura de Ana de Austria corresponde, pues, más a la historia francesa que a la española.

Al advenimiento de Felipe IV al trono de sus mayores, en 31 de marzo de 1621, sólo habitaban su real palacio de Madrid dos hermanos, don Carlos y don Fernando, y una hermana, doña María, además de su joven esposa la reina Isabel de Borbón, de cuyo matrimonio hemos tratado ya.

Todos ellos eran niños o adolescentes. Doña María contaba poco más de catorce años; don Carlos tenía trece, y don Fernando no había cumplido los once. La misma real pareja era casi infantil, pues el rey Felipe tenía menos de dieciséis años y la reina, su esposa, contaba diecisiete.

Pasemos revista separadamente a cada uno de estos vástagos regios.

VII. La infanta doña María[42]

Huérfana de madre a los cinco años escasos, y de padre a los quince vivió prematuramente privada del calor de los grandes afectos en el vetusto y sombrío Alcázar donde imperaba su hermano, sometida a éste con la ciega subordinación que para la majestad austríaca tenían hijos, hermanos y demás parientes, viendo en ella algo de paternal y mucho de divino.

Su pálida y grácil silueta femenil, que Velázquez inmortalizó, nos muestra, al través de su sonrisa bondadosa y un poco triste, a la mujer sumisa y resignada, flor de palatino invernadero, acostumbrada a vivir sin voluntad y a ser instrumento de ajenos designios.

Según la describió el embajador de Fernando II de Médicis en 1615, tenía «rostro de ángel, piel muy blanca, cabellos rubios más bien tirando al blanco que al oro…; la barbilla, un poco saliente»[43]. El retrato no está en discordancia con el de la paleta velazqueña que admiramos en el Museo del Prado. Este no presenta a la infanta como una beldad, pero sí con expresión simpática por su sencillez.

«La infanta María —dice su moderna historiadora— fue ante todo, como otras mujeres de estirpe real, un elemento de gobierno que manejó a su antojo la diplomacia, buscando soluciones a la intrincada política internacional. Ni su mente ni su corazón tuvieron libertad»[44].

Vivía la infanta en muy cordial relación con su cuñada la reina Isabel, poco mayor que ella.

Ambas eran en el fondo dos chiquillas, que armonizaban bien en gustos, y divertían el tedio palatino preparando fiestas y espectáculos, donde las dos, como personalidades femeninas descollantes, desempeñaban los principales papeles. Una y otra se consolaban, en mutuas confidencias, de la tiranía avasalladora que ejercía en todo, aun en los detalles menores de la vida de Palacio, el poderoso conde-duque de Olivares, dueño y señor de la voluntad del monarca de dos mundos, y natural enemigo de las reales personas, a quienes vigilaba y restringía, celoso de su ascendiente en el ánimo regio.

Dos veces fue la princesa prenda pretoria de los planes de política exterior concebidos por el rey, su hermano; o más bien por el omnipotente valido.

Primero se vio en ella una coyuntura de paz, o acaso de alianza, con nuestra terrible enemiga Inglaterra; y las Cancillerías, sin contar, naturalmente, con la interesada, prepararon su boda con el heredero del trono inglés, el príncipe de Gales y futuro Carlos I. Después, fracasado este matrimonio, se la hizo clavo que remachara inútilmente los lazos políticos y familiares establecidos desde antaño entre las dos familias austríacas reinantes, casándola con su primo Fernando; rey de Hungría y futuro emperador de Alemania.

El primer conato matrimonial, por sus circunstancias románticas y por el prestigio —nostálgico para toda mujer— de un primer amor, aunque fuese un amor cancilleresco, debió de dejar no poca huella en el alma juvenil de aquella infanta, que sólo contaba entonces diecisiete años.

La obra política y diplomática emprendida con tal negociación matrimonial cae fuera de mi propósito. La estancia del príncipe inglés en la corte, en su aspecto espectacular, se estudia en capítulo aparte de este libro. Aquí sólo nos incumbe referimos a su relación con la hermana del rey español.

El joven Carlos poseía una elegante y apuesta figura, inmortalizada por el pincel de Van Dick, y un espíritu fogoso, romántico y aventurero; circunstancias ambas propicias para impresionar a una doncella casi adolescente. Disfrazado el príncipe y de incógnito riguroso, había recorrido Francia y España con su favorito Buckingham, sembrando el oro en las posadas del camino, y sorprendiendo en Madrid al embajador inglés para que le hospedase. Esto era en marzo de 1623.

Presentábase como enamorado galán y caballero andante, que aspira a contemplar a su Dulcinea en el hechizo del misterio, libre de trabas protocolarias. «Ahí os mando a ese enamorado; haced de él lo que queráis», escribía su padre, el rey de Inglaterra Jacobo I, a Felipe IV, en misiva lacónica. Y la primera vez que el romancesco príncipe vio a su prometida hízolo en el paseo (o rúa, como se decía entonces) de la calle Mayor, desde un coche con las cortinillas a medio correr. La infanta, como la real familia y el séquito regio, iba en lujosa carroza; y para que su galán la distinguiese de la reina, sentada al lado suyo, llevaba ceñido al brazo un lazo azul.

Tras aquella casi furtiva entrevista, Carlos de Inglaterra buscó ocasión de ver a su dama en rondas ante el Alcázar y en fiestas religiosas, prolongando su incógnito varios días. Presentado al fin oficialmente por el rey a su familia, y hospedado en Palacio, comenzaron las fiestas que aparte se mencionan y las negociaciones que no nos incumbe aquí examinar. Todas las Cortes europeas tenían fija su mirada en aquel momento, que podría cambiar radicalmente el rumbo de la política mundial. Los protagonistas del episodio parecían interesar sus corazones en aquel idilio por razón de Estado. Enviábanse mutuas finezas y amorosos billetes por medio de las camaristas de Palacio, y hasta trataron de avistarse en el parque del Alcázar, lejos de la rígida etiqueta y de la importuna presencia de los cortesanos; mas uno de ellos lo estorbó.

Se llegaron a firmar las capitulaciones matrimoniales; pero mientras los novios parecían ir, en su mutua inclinación, más lejos de lo que es usual en tales enlaces, las trabas políticas de los Gobiernos contratantes (pues cada uno quería obtener del otro pingües concesiones), la lentitud burocrática en los despachos y consultas que Olivares hacía, y la dificultad de acoplar a la hermana del Rey Católico por antonomasia en coyunda matrimonial con un príncipe protestante, hicieron fracasar los planes casamenteros, después de seis meses de permanecer el príncipe en Madrid.

Cansado éste de tan enfadoso trámite dilatorio, emprendió el regreso a Inglaterra, que no implicaba aún la ruptura. Obsequió Carlos a su prometida con una sarta de doscientas cincuenta perlas calabazales, un áncora con un diamante y un par de pendientes riquísimos, mientras ella le daba «muchos escritorios de olores, flores y cosas de curiosidad y riqueza», según afirma un papel de entonces.

Despidiéronse los prometidos en Palacio con plática de media hora, comunicándose por medio de intérprete, pues ni ella hablaba inglés ni él castellano; pero no volvieron a verse más, y el príncipe, descontento de las tramitaciones y cortapisas que halló en nuestro Gobierno, y teniéndose por desairado, rompió de hecho aquella nonnata relación, y pareció olvidar a nuestra infanta, no obstante el enamoramiento antes demostrado, casándose con la princesa francesa María Enriqueta[45].

El rompimiento del idilio no podía menos de dejar una herida en el amor propio de la hermana de Felipe IV, si no en su corazón. Pero la evitó, apartándola del trono inglés, el horror de ver caer en un patíbulo la cabeza del que hubiera sido su esposo: el infeliz y poco avisado príncipe Carlos.

Cinco años después de la ruptura, los soberanos de España y Alemania concertaron la unión de nuestra infanta con el hijo de este último, firmándose las capitulaciones matrimoniales en septiembre de 1628.

«A María, siempre dócil —escribe su historiadora— no creemos la ilusionara demasiado este matrimonio con su primo Fernando, bastante ramplón de figura y carácter. De su espíritu hallamos la siguiente opinión de Carlos Padilla, en una carta de la época: “Es de poco natural, remiso al trabajo y en todo flojo”»[46].

Efectuóse la boda por poderes en Madrid el 25 de abril, representando al novio el rey Felipe, y como éste se hallaba enfermo con tercianas, fue en su propia cámara la ceremonia del desposorio, que se celebró en la mayor intimidad y sencillez, estando el monarca a medio vestir en el lecho.

Concurrieron la reina, los infantes Carlos y Fernando y pocas personas más. No hubo fiesta alguna, ni otra gala que adornar aquella habitación con alfombras y cortinajes de seda, de lo cual se lamentaba la desposada con su confidente Isabel, atribuyéndolo a mala voluntad del Conde-Duque.

A pesar de la urgencia de tal unión, con que las dos ramas de la Casa de Austria querían formar un fuerte bloque frente a su enconado enemigo Richelieu, la infanta permaneció en Madrid bastantes meses, y tuvo ocasión de apadrinar a su primer sobrino, el heredero del trono, Baltasar Carlos, nacido medio año más tarde.

En octubre de 1629, llegó a Madrid un embajador extraordinario del Imperio con joyas para la desposada, tasadas en 300.000 ducados. Sólo ante las apremiantes llamadas del emperador, emprendió su viaje hacia Viena la nueva reina de Hungría, acompañándola hasta Zaragoza sus hermanos el rey y los infantes, que desde allí regresaron a Madrid, sin despedirse, por evitar tal pesadumbre.

El viaje por tierra y mar, incómodo y deslucido por los apuros del tesoro real a la sazón, y comenzado en el rigor del invierno, fue largo y con no pocas contingencias[47], prolongándose al través de Italia durante más de un año. El duque de Alba presidió el séquito de la princesa hasta entregarla a su esposo. La actuación de María en tierras extrañas, como reina de Hungría, primero, y como emperatriz de Alemania, después, no corresponde a nuestro propósito. Fue soberana fecunda y querida por sus súbditos. Una de sus hijas, la archiduquesa Mariana, iba a ser la segunda esposa de su hermano el rey de España. Pero la ya emperatriz no presenció este nuevo vínculo entre la familia austríaca, pues falleció en Linz de un ataque de apoplejía el 13 de mayo de 1646, antes de haber cumplido los cuarenta años y lejos de su patria y su familia primitiva. Destino natural de las princesas; el mismo que tuvo su hermana la reina de Francia, a quien la hostilidad de su patria adoptiva con la natural divorció aún más de los suyos.

VIII. Los infantes don Carlos y don Fernando

En la anónima Instrucción que dio al señor Felipe Cuarto sobre materias de Gobierno de estos reinos y sus agregados[48], hecha a petición suya, al aconsejar al rey las relaciones que debe guardar con las personalidades y organismos de la Monarquía, se puntualiza el trato que debe dar el monarca a sus hermanos los infantes. «Conviene mucho —dice el documento— que los infantes sean respetados y estimados por todos los otros vasallos…; pero, juntamente con esto, es menester… que su sumisión a los reyes sea sin ninguna diferencia a la del más particular vasallo…, de manera que baste, como V. M. lo practica hoy con sus hermanos, que, mostrándoles mucho amor en algunas cosas, les hace menos cortesía que a muchos vasallos… Háseles de poner criados medianos a los infantes; que ni por pocas obligaciones no tengan que aventurar, ni por muchas osen de intentar cosas grandes con torcidos fines…; castigando con severidad los menores asomos…, y es menester que sepan que no les ha de costar menos que la cabeza».

Al suspicaz consejero los dedos se le hacían huéspedes, recordando sin duda las turbulencias y rebeldías de algunos infantes en los siglos medios, y aun el amago de tal desdicha atribuido al príncipe don Carlos, el hijo de Felipe II.

«Conviene totalmente cerrarles y prohibirles la comunicación de los Grandes y Ministros de importancia» —prosigue la Instrucción—. «El darles V. M. hacienda ha de ser con limitación, pero no con miseria, y siempre tener cuidado de que por otra mano ninguna no se les socorra… Y, sobre todos estos medios (que son los que la prudencia enseña), el mejor y más acertado para la seguridad y conveniencia del servicio de V. M. será procurar acomodarlos, con la grandeza que se debe a sus personas, en otras provincias y reinos que no sean de V. M., por vía de casamiento, y entretanto tenerlos a la mano lo más cerca que sea posible, como V. M. lo hace».

A ese ten con ten acomodó Felipe IV su relación con sus hermanos, con quienes el endiosado favorito, tanto como el papel previsor, fue vigilante, celoso, hábil para apartarlos o restringirlos de sus atribuciones y trato con el rey. Pero ninguno de los tres infantes dio motivo para el recelo que se quería sembrar en el ánimo del soberano. Los tres fueron humildes, comedidos y disciplinados súbditos.

De la infanta María ya se indicó el destino y el alejamiento; consigna o necesidad a, que se atemperaban los vástagos reales no reinantes.

Don Carlos y don Fernando pasaron la adolescencia y la juventud al lado de su hermano Felipe, compartiendo sus fiestas continuas y recibiendo el precoz contagio de su libertinaje.

Carlos, el mayor y el menos inteligente, entregado a sí propio, y sin discreta vigilancia que contuviera sus ímpetus moceriles, llevaba una vida ostensiblemente desordenada; pero nunca mostró ambición política. Fue sencillo de carácter, afable y dulce; cosa que le atraía el afecto popular; y más indolente que activo.

De distinta condición era don Fernando. Cuando sólo contaba diez años, viviendo aún su padre, Felipe III, el papa Paulo V le otorgó el capelo de cardenal. Se encontró, pues, en plena infancia confiado a la Iglesia, y ocupando en ella un puesto preeminente.

Otros varios cargos eclesiásticos llovieron también sobre él, como administrador perpetuo del Arzobispado de Toledo, gran prior de Ocrato y abad comanditario en Alcobaza, en Portugal.

Pero su temperamento vivo, inquieto y ardiente, no armonizaba bien con la vida sosegada y casta a que le obligaba su estado. De sus aventuras profanas nació una hija, doña Mariana de Austria, que sepultó su juventud en el monasterio de las Reales Descalzas, de Madrid; destino ordinario entonces para los frutos femeninos de ilícitos amores principescos.

La posición absorbente de Olivares, acaparando la voluntad del rey en lo público y en lo privado, hacíale mal visto de toda la real familia, hembras y varones, aunque reina, infanta e infantes nada osaron, sino murmurar sordamente de su valimiento, que él hacía pesar, no sin cierta insolencia, sobre todos. El Conde-Duque veía en ellos un riesgo para su privanza, y los trataba, en lo posible, como a enemigos, procurando despertar en el ánimo del rey mezquinas sospechas.

Su prurito de reglamentación e informes burocráticos, llegó al punto de someter a éstos el trato que el rey debía dar a sus parientes. Para estudiar este grave punto formó la indispensable Comisión, que él presidía. En su Memoria al monarca revela preocupación especial por la servidumbre de sus hermanos, temiendo hallar en ellos riesgos y amenazas. Los dos varones, por su calidad de tales, le inquietaban sobremanera. Don Carlos le parece de blanda condición y fácil de conducir por quienes le rodean; pero la vivacidad de don Fernando requiere, en su opinión, tirarle de la brida.

Baraja planes diversos para colocar y alejar a los infantes. Precisa casar a don Carlos; pero no se le halla novia adecuada. Luego se idea hacerle virrey de Sicilia. En cuanto a don Fernando, se procura que no ande sobrado de dinero, para no darle lugar a tentaciones de altas empresas, y se le buscan cargos, como inquisidor general, obispo de Orán o gobernador de Flandes. Pero los planes no cuajan por el momento a causa de su misma disparidad. Y las prevenciones del Conde-Duque contra los hermanos del rey crecen de día en día.

En el verano de 1627 Felipe IV estuvo enfermo de gravedad. No se le había aun logrado ningún hijo, y, de morir entonces, hubiera sido su heredero el infante don Carlos. El Palacio fue un hervidero de intrigas, y el favorito pretendía alejar al rey de sus parientes, hasta el punto de obligar a don Fernando a desalojar la habitación contigua a la del regio enfermo, para instalarse allí Olivares. El infante mostró su impaciencia y aun su cólera contra tal medida.

Pero la batalla entre la familia real y el privado se recrudecía, sin que Felipe IV, que amaba a sus parientes, pero no podía prescindir de su valido, adoptara medidas de rigor contra el uno ni los otros. Los dos infantes, muy ligados entre sí, sostenían estrecha amistad con el almirante de Castilla y con varios magnates y palaciegos, y el Conde-Duque sospechaba de aquí tramas opuestas a él. Apercibióse a la defensa contra los quizá imaginarios ataques, y no vaciló en prevenir al rey de ellos dirigiéndole un documento, que transcribe íntegro el coetáneo cronista Novoa, donde insidiosamente le insinuaba la sospecha de deslealtades y manejos subversivos en sus hermanos[49]. A don Carlos se le designó para el Gobierno de Portugal, del que no llegó a posesionarse[50]. Don Fernando, presunto jefe de la oposición de los magnates contra el Conde-Duque, fue nombrado gobernador general de Flandes. Pero antes de que marchara a su destino surgió el viaje del rey a Barcelona, en 1632. Olivares dispuso que los infantes fueran en el séquito, temeroso de que, permaneciendo en Madrid, le minaran el terreno durante su ausencia; El 12 de abril del mismo año, el rey y los infantes salieron de Madrid, harto enojados éstos contra el Conde-Duque (pues comprendían los móviles de hacerles partir) y en actitud no poco airada, hasta el punto de llevar pistolas cargadas en el arzón de su silla de montar; cosa fuera de uso, y que se comentó con extrañeza[51].

El real séquito no marchó directamente a la ciudad condal, sino que se encaminó primero a Valencia. Pero a don Fernando se le hizo adelantarse con pequeña escolta hacia la capital del principado. Entonces no recató su queja, diciendo en alta voz que el viaje se había preparado para alejarle a él de la corte, y que ya no podría volver a ella más[52]. El choque de los infantes con el favorito parecía cada vez más inminente. Los barruntos de don Fernando tuvieron comprobación. Por el pronto, al llegar a Barcelona, se le retuvo allí como gobernador, suspendiéndose su mando en los Países Bajos; trueque a que él se avino de muy mala gana. Un año después, por fallecimiento de la infanta Isabel Clara, gobernadora de Flandes, el infante don Fernando fue nombrado para sustituirla, y marchó a Bruselas. Sus anhelos de gloria hallaron ocasión de satisfacerse con el mando de las tropas españolas que, unidas a las del Imperio, sostenían en la llamada después Guerra de los Treinta Años la causa del catolicismo contra el protestantismo, y alcanzó contra los suecos la memorable victoria de Nordlingen (1634).

Pero la actuación política y militar del infante don Fernando, la que le incorpora como una personalidad a la historia de España, no corresponde a su vida en la corte, única que aquí nos incumbe. Hecho personaje internacional, no volvió a ver el lugar de su niñez, y murió en Bruselas el 9 de noviembre de 1641.

Más temprano fin tuvo su hermano don Carlos. El mismo año del viaje a Barcelona, en 1632, regresó a Madrid con los reyes a fin de junio. El calor de aquel verano hizo época. La débil y precozmente gastada naturaleza de don Carlos no le pudo resistir. Contrajo un tabardillo, que le llevó a la tumba en pocos días, el 30 de julio. Había cumplido veinticinco años. Gran sentimiento causó su desaparición al rey y a sus hermanos ausentes, y, en general, al pueblo, donde contaba grandes simpatías. La ausencia o la muerte iban librando al Conde-Duque de los que, en su opinión, podían hacerle sombra. Pero no le libraron del golpe final que le aguardaba.