Nació Felipe IV en el Palacio Real de Valladolid —donde su padre, Felipe III, tenía la corte de la Monarquía española— el 8 de abril de 1605. Como primer hijo varón de los monarcas y heredero de sus dilatados dominios, su nacimiento se acogió con inmenso júbilo, no sólo por la Real familia y los cortesanos, sino por el buen pueblo, que veneraba aún a sus reyes sólo un punto menos que a Dios y a los santos, y veía con el recién nacido asegurada la sucesión varonil en el trono.
Valladolid, como si quisiera despedirse de sus funciones de corte, de las cuales la había despojado Felipe II pocos años atrás, y que el propio Felipe III la quitaría definitivamente un año después, echó la casa por la ventana, como suele decirse, para festejar el nacimiento del regio vástago.
Se organizaron fiestas suntuosas, que no es ocasión de describir aquí, para celebrar su nacimiento y su bautismo; y la satisfacción general fue tan grande, que, según un cronista[1], hasta las campanas de la iglesia de San Benito se deshicieron en lágrimas, por un acceso de alegría. Esto, en buen romance, quiere decir que derritió su bronce un incendio casual, utilizado por la adulación cortesana como elemento cooperante de los públicos regocijos.
Con pompa no menor fue el niño Felipe jurado y reconocido como heredero de la Corona en la iglesia de San Jerónimo, de Madrid, dedicada después siempre a tal ceremonia, el 13 de enero de 1608, cuando no había cumplido aún los tres años. Sólo contaba seis cuando perdió a su madre, la piadosa reina Margarita de Austria, siendo confiada su educación al cuidado de eclesiásticos, cuyas austeras enseñanzas, aunque hicieron del niño un creyente fervoroso, como todos los Austrias, no lograron adormecer ni reprimir en él los impulsos de una naturaleza sensual y gozadora, que, con los primeros hervores de la adolescencia, cabalgó sin freno por todos los campos del deleite, al impulso de pasiones desbordadas.
En su primera niñez, transcurrida casi toda ella en el triste Alcázar de Madrid, el rigor y la severidad de las prácticas devotas y las visitas a monasterios, sólo estaban alegrados por declamación de versos o representaciones de comedias, de tema y traza no escabrosos, que le permitían sus preceptores en las habitaciones del Real Palacio, y a lo que se aplicaba el joven príncipe con el mayor gozo, recitando o representando él mismo, incluso en fiestas preparadas ad hoc ante la real familia, con otros jóvenes de las más nobles casas.
Así surgió el afán de Felipe por la poesía y el teatro, al que habremos de referirnos con más espacio en otro lugar.
Razones políticas para acercar a las siempre desavenidas Casas reinantes en España y Francia, determinaron su aproximación por un doble matrimonio: el del joven rey francés Luis XIII con la infanta española Ana de Austria, hija del rey español Felipe III, y la boda del hermano de ella y príncipe de Asturias con Isabel de Borbón, hija primogénita del fallecido Enrique IV de Francia y de su mujer María de Médicis.
Las capitulaciones de este doble enlace se firmaron en 1612, cuando el futuro Felipe IV contaba siete años, y las bodas efectuáronse con suntuosidad y lujo el 18 de octubre de 1615, aunque, por desgracia para nuestro país, la fusión de las dos dinastías por lazos matrimoniales no logró poner término a la guerra tradicional entre ambos Estados.
Seguía siendo un niño el precozmente casado príncipe de Asturias, pues sólo contaba poco más de diez años, y su infantil esposa tenía doce. Pomposamente había sido entregada en la raya del Bidasoa por la comitiva francesa que presidía el duque de Guisa al séquito español, del que era presidente el duque de Uceda, a cambio de la infanta española. A recibirla habían acudido a Burgos Felipe III y su hijo, el cual cuentan que quedó prendado de la belleza de la que iba a ser su esposa.
Aun realizada la ceremonia oficial del matrimonio, no pudo éste consumarse in facto por la tierna edad de los contrayentes, si bien como princesa de Asturias fue instalada la gentil francesita en el Palacio de Madrid.
En aquel viaje al norte de España, el joven y ambicioso don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, a fuerza de lucir un boato superior al que correspondía a su fortuna, atrajo la atención del rey y la del príncipe, logrando ser nombrado gentilhombre de cámara de este último. Y aunque al principio una cierta aspereza autoritaria hacía que el futuro valido no inspirase a su infantil señor una gran simpatía, pronto logró aquél enseñorearse de su voluntad, predisponerle contra los ministros de su padre, e iniciarle en ciertos manejos cortesanos. Rumores públicos propalaban que utilizó su cargo también como mentor para ilustrar al adolescente en lo que más grato pudiera ser al despertar de sus sentidos. Por sus cuidados y gestiones se acordó, en 1620, que el príncipe, a los quince años y medio de edad, comenzase a hacer vida marital con la linda Isabel, de diecisiete, instalándose a tal efecto la feliz pareja en el palacio de El Pardo, para gozar de las primicias de su himeneo, en 25 de noviembre de aquel año mismo.
Pocos meses después, el 31 de marzo de 1621, los achaques del monarca Felipe III, ya que no sus años, pues no pasaba de cuarenta, le llevaron a la tumba casi en olor de santidad, pero afligidísimo por la miseria, la ruina y la corrupción a que habían llevado a España su debilidad y la torpeza y artes rapaces de sus favoritos.
El día anterior a su muerte llamó al príncipe y a los infantes para despedirse de ellos, diciéndoles: «Os he llamado para que veáis en lo que fenece todo». Aconsejó a su primogénito que respetara y protegiera siempre la religión católica, que velase por el bienestar de sus vasallos, con otras exhortaciones llenas de buenos deseos.
No había fallecido aún el soberano, y el Alcázar era un hervidero de intrigas entre la pandilla afecta al duque de Uceda, que venía ejerciendo la privanza y temía verla desaparecer, y el consejero del príncipe, conde de Olivares, que se aprestaba a recoger la herencia del mando y tomaba ya aires de primer ministro.
El 31 de marzo, a las nueve de la mañana cuando el príncipe reposaba en el lecho, su confesor, el dominico Sotomayor, entró en su estancia y, arrodillándose a sus pies, le saludó con el nombre de Felipe IV.
Su padre acababa de sucumbir, y su reinado comenzaba.
La vida pública de Felipe IV desde que ciñó la corona, y sus malandanzas de gobernante, no son de este lugar[2]. Su vida privada será objeto de mi atención ahora.
No vivió aquel rey de manera idéntica, ni era posible, durante todo su largo reinado de cuarenta y cuatro años. No podía ser igual en él la inexperta, alocada y frívola mocedad en que ciñó la corona, que la ancianidad precoz, cargada de amarguras, desengaños, remordimientos y golpes rudísimos, como hombre y como rey, bajo cuya pesadumbre bajó prematuramente al sepulcro.
En la primera mitad de su reinado —correspondiente a su juventud y al tiempo en que ejercía su privanza el Conde-Duque de Olivares— el cuarto Felipe vivió en un vértigo de espectáculos, fiestas bulliciosas, comedias, deportes, cacerías y aventuras amatorias, atendiendo sólo esporádicamente a los negocios del Estado. En sus años postreros (a partir de la caída del Conde-Duque, coincidente con las revoluciones interiores y las crisis penosas de la Monarquía) Felipe IV sintió el aldabonazo de la realidad, y cambió no poco de vida, hasta donde él podía hacerla, prestando menos atención a sus placeres y más a sus obligaciones de soberano.
Pero su nativa indolencia, su voluntad débil y oscilante, su sensualidad incorregible, hacíanle volver a las andadas de modo harto frecuente, y considerarse como un prisionero en el papel de rey, a que, sin aptitudes para su espinoso ejercicio, le había llamado la ley de herencia.
Prisionero fue siempre de aquella férrea etiqueta austríaca, que regulaba los actos ostensibles del soberano, y, aunque su natural bullicioso y gozador se expansionara en fiestas y devaneos, ante el público supo conservar siempre la gravedad y el acompasado ritmo, en que entonces estribaba el decoro de la realeza.
Los viajeros franceses que le conocieron cuando había dejado de ser joven, nos pintan su vida retirada y metódica.
Según el abate Bertaut (que estuvo en nuestra Corte por el año de 1659), «al rey no se le ve sino por audiencias, que da a todos los particulares que se las piden, especialmente un día de la semana, en que acuden a una sala a propósito para eso; y cuando va a Capilla o a dar audiencia a algún embajador… El resto del tiempo está encerrado en su Palacio»[3].
Y otro coetáneo galo, Antoine de Brunel, que nos visitó en 1655, y conoció a Felipe IV en su preocupada madurez, describe su vida habitual de esta suerte: «No hay príncipe que viva como el rey de España: todas sus acciones y todas sus ocupaciones son siempre las mismas, y marcha con paso tan igual, que, día por día, sabe lo que hará toda su vida. Diríase que hay alguna ley que le obligue a no dejar jamás de hacer lo que tiene por costumbre. Así, las semanas, los meses, los años y todas las partes del día no traen cambio alguno a su régimen de vida, ni le hacen ver nada nuevo; pues, al levantarse, según el día que es, sabe qué asuntos debe tratar y qué placeres gustar. Tiene sus horas para la audiencia extranjera y del país, y para firmar cuanto concierne al despacho de sus asuntos y al empleo de su dinero, para oír misa y para tomar sus comidas; y me han asegurado que, ocurra lo que ocurra, permanece fijo en este modo de obrar. Todos los sábados va a una iglesia que está al final del Prado viejo, llamada de Atocha, a cuya Virgen tiene particular devoción, diciendo que ha recibido de ella grandes favores y socorros maravillosos en sus mayores adversidades… Todos los años va por el mismo tiempo a sus casas de recreo, y dícese que sólo una enfermedad puede impedirle retirarse a Aranjuez, a El Pardo o a El Escorial en los meses que acostumbra a gozar el aire del campo. En fin, los que me han hablado de su humor me dicen que corresponde a su rostro y a su porte. Usa de tanta gravedad, que anda y se conduce con el aire de una estatua animada. Los que se le acercan aseguran que, cuando le han hablado, no le han visto jamás cambiar de asiento ni de postura; que los recibía, los escuchaba y los respondía con el mismo semblante, no habiendo en su cuerpo nada movible sino los labios y la lengua»[4].
Ya veremos a continuación, estudiando los flacos humanos de aquel monarca de dos mundos, que bajo su carátula rígida y solemne, única ofrecida a ojos profanos, había una naturaleza inquieta, vibrante y apasionada.
La fama de Felipe IV como rey mujeriego, enamorado y libertino, ha llegado a ser relativamente popular. El Rey galante se le llama, como a Francisco I de Francia y a otros grandes amadores coronados.
Tuvo, en verdad, Felipe IV instintos de polígamo sultán, a los cuales dio rienda suelta en su juventud, y que, aun en su madurez, cuando, preocupado por temores religiosos, quería ponerles freno, podían más que su voluntad y le arrastraban a la disipación, a pesar suyo. Toda clase de mujeres eran buenas para su erótico deporte: doncellas, casadas y viudas, altas damas, sirvientas de palacio, burguesas, actrices, menestralas y hasta tusonas y cantoneras, como entonces se decía a las que hacían tráfico profesional de su cuerpo. Desde el Alcázar a la mancebía, pasando por el corral de comedias, no había fronteras para sus ardores; pero sus preferencias iban más a las mujeres humildes que a las linajudas.
El viajero francés Brunel escribía en 1655: «El desarreglo de este príncipe duró mucho tiempo, y fue tal, que le hacía caer lo mismo sobre la meretriz más tirada que sobre la más reservada dama. Por eso los males que siguieron a ese desbordamiento no respetaron su persona, y sufrió la mayor parte de los que convierten en larga amargura el placer de un momento»[5].
La voz pública acusó al rey de llevar sus pasiones hasta a lugares santos, sin detenerse ante la profanación de alguna virgen consagrada a Cristo.
Las hablillas del pueblo y las sátiras anónimas de los poetas, culpaban al Conde-Duque de haber estimulado la inclinación del monarca a los amoríos desde que, casi adolescente, ciñó la corona, para cautivar mejor su voluntad, y le achacaban una personal intervención en los pasatiempos amorosos del soberano, como intervenía en todos sus actos, desde por la mañana, que le presentaba la camisa al levantarse, hasta que, de noche, le dejaba acostado y corría las cortinas de su lecho. A tal papel, no muy honroso, en verdad, atribuíase generalmente, tanto y más que a su omnipotencia política, el desvío y desafecto que la reina Isabel, conocedora de tales artimañas, mostró desde el primer momento hacia el privado.
Los diplomáticos y visitantes extranjeros hiciéronse eco de tales rumores. El inglés Raptan, refiriéndose a Olivares en los días de la fundación del Buen Retiro, escribía: «… la reina le ha deslizado también una alusión, donde traslucía la impresión que siente con motivo de ciertos placeres secretos que él procura a Felipe»[6].
El viajero francés Brunel, de los más verídicos y más ampliamente informados, también imputa al Conde-Duque el haber inclinado al rey a la vida licenciosa y al desacuerdo con la reina Isabel, y añade con un se dice el gravísimo rumor de que le comprometió gradualmente en la secta de los alumbrados, herejía muy en boga por entonces, que fomentaba la sensualidad con disfraces de seudomisticismo[7].
Tales notoriedad y escándalo alcanzaron los devaneos del monarca, que en el primer año de su reinado, en 1621, un eclesiástico de gran virtud, austeridad y celo por el prestigio de la Corona, el prelado don Garcerán Albanel, ayo que fue de Felipe y arzobispo de Granada, con entereza muy adecuada a un pastor de cristiana grey, se atrevió a escribir al Conde-Duque unos párrafos: «Suplícole cuanto me es posible que evite las salidas del rey de noche y que mire la mucha parte de culpa que le dan severa carta de admonición, de la que entresaco estos expresivos las gentes en ellas, pues publican que le acompaña y que se las aconseja, de 10 cual se afligen con razón… En realidad, ese gusto no es bueno, aunque se tome por entretenimiento, por las muchas circunstancias que le hacen dañoso, y por la libertad que se toman los vasallos para hablar y reconocer algunas cosas que contradicen al decoro de un monarca… V. E. considere bien que ha de dar cuenta a Dios de lo que al rey aconseje…, asegurándole que, si complace a S. M. en cosas poco lícitas, correrán riesgo el alma y el Estado». El Conde-Duque replicó con un comedimiento no libre de amenazas, negando las imputaciones de su sucesor y aconsejándole no mezclarse en 10 que no era de su incumbencia[8].
El primer amor extralegal de Felipe IV, conocido, parece que fue la hija del conde de Chirel, dama de afamada beldad, allá hacia 1625, cuando el rey frisaba en los veinte años, aunque antes comenzaran sus fugaces aventuras.
.Como su familia era de ilustre prosapia, emparentada con el almirante de Castilla, para facilitar aquella relación se alejó de la corte al padre de la joven (que era casi una niña), dándole mando en las galeras de Italia. La madre sí fue sabedora del suceso. Coronamiento natural de él fue que naciese al siguiente año un vástago, el primero de los bastardos reales, al que se llamó don Fernando Francisco de Austria, y que falleció prematuramente.
No tardó en seguirle a la tumba su desgraciada madre, cuya casa, con el nombre de la Concepción Real, fue transformada en convento y entregada por el rey a las religiosas Calatravas, que carecían de acomodo conveniente, y no es sino el edificio religioso que con tal nombre se conserva aún en Madrid en la calle de Alcalá.
Cuando las monjas hicieron su traslado, corrió por los mentideros una graciosa, aunque desenfadada décima, de autor anónimo, que decía así:
Caminante, ésta que ves
casa, no es quien ser solía;
hízola el rey mancebía[9]
para convento después.
Lo que un tiempo fue y lo que es,
aunque con roja señal
y título en el umbral,
ella lo dice y enseña,
que casa en que el rey empreña
es la Concepción Real.
Algunos narradores extranjeros[10] incluyen entre las conquistas del rey a la aventurera duquesa de Chevreuse, que parece vino con el propósito de ser conquistada; pero las referencias españolas indican que este plan de la duquesa en relación con sus intrigas se vio chasqueado por la actitud con ella reservada que observó Felipe.
La serie de sus entretenidas y de sus encuentros galantes, a veces puramente momentáneos, llenó toda la existencia del rey.
Y no parece que tales hábitos perturbaran las buenas relaciones que sucesivamente mantuvo con sus dos esposas. Isabel de Borbón, en cuyo tiempo fueron sus devaneos mayores, conocía, como todo el mundo, las infidelidades de su cónyuge, y las lloraba; pero no sabemos que éstas estorbaran seriamente la paz del matrimonio. Su dignidad de reina y el respeto al esposo y al soberano, la hicieron sufrir con resignación tales deslices. Contribuyó a ello el rey, por su parte, tratándola siempre respetuosa, galante y cariñosamente; evitando que ninguno de sus caprichos pudiera causar a la reina la menor sombra en Palacio, y atendiendo a sus deberes conyugales en forma no poco prolífica, según denotaban los embarazos casi anuales de su esposa.
El erotismo (tan frecuente en las majestades cesáreas, cuyos antojos carecen de freno) no tuvo en Felipe IV los rasgos de violencia criminal de un Enrique VIII para con las mujeres, legítimas o no, que hubieran dejado de gustarle. No significó tampoco la preeminencia oficial de una amante en plena corte, como la de las favoritas de los Luises de Francia, que rebajaron al más triste papel la dignidad de las reinas.
Los trapicheos de Felipe IV, aunque solían ser secretos a voces, guardaban relativamente las apariencias. Sus favoritas, como hace observar un historiador moderno, «no 10 eran en el sentido que tuvo la palabra en la Corte de los Borbones; ninguna de ellas aspiró a poder político o categoría social, y ninguna los obtuvo; es que, entre un soberano sacrosanto y la humanidad vulgar, era demasiado grande la distancia para que tal cosa fuese posible en Castilla. Fueron simplemente los juguetes del capricho del rey y los instrumentos momentáneos de su pasión; más allá de un tiempo bastante corto, ninguna pudo conservar sobre él el menor ascendiente»[11].
Sobre las aventuras de Felipe IV circulaban por la corte picantes anécdotas, que recogieron los viajeros franceses y los embajadores venecianos.
Uno de aquéllos, Bertaut, se expresa así: «Se cuentan muchas galanterías de su juventud, y viendo su aire de estatua no se pensaría nunca tal cosa. Dícese que el Conde-Duque no llegó a ser ministro de su Estado sino por haber sido antes el de sus placeres. Él mismo lo conducía a todas partes, como aquella vez que, según se cuenta, le llevó a casa de la duquesa de Veragua, creyendo que el marido estaba jugando en un lugar donde acababa de dejarle; pero el duque concibió alguna sospecha, y habiéndose retirado a su morada con intención de matar al Conde-Duque, hirió al rey en vez del conde, y ambos pasaron grandes apuros para salvarse»[12]. El lance ocurrió, en efecto, y tuvo gran resonancia en Madrid, llegando sus ecos al monasterio de Agreda, cuya abadesa, ya consejera del rey, escribió indignada a don Francisco de Borja, persona de su confianza; pero, a juzgar por tal correspondencia, debió de ser posterior a la privanza del Conde-Duque[13].
Brunel cuenta un suceso análogo, aunque con más detalles, que acaso sea el mismo, pues omite nombres. «Refiérese —dice— que una noche, habiéndose atrevido a entrar en la casa de un señor, que conocía sus pretensiones amorosas para con su mujer, fue no sólo arrojado de allí, sino maltratado, pues estando en acecho aquel hombre con sus amigos, empujó tan vigorosamente al rey, que le hirió en un brazo, en la calle donde disputaban, y se preparaba para mayor violencia, que hubiera llevado a término si el Conde-Duque, única persona que acompañaba al rey, no hubiera dicho quién era éste. El ofendido, que 10 sabía muy bien, trataba de bellaca y embustera la declaración del duque, diciendo que no por ella escaparían, y que el rey era un príncipe demasiado virtuoso para vivir en aquella guisa. Hubiera pasado a mayores, de no haberlo impedido el que le acompañaba. Varios me han referido este suceso, y todos añaden que el rey se disgustó —mucho— porque su favorito le hubiera descubierto, y que se hizo vendar, sin decir jamás más palabra del caso ni resentirse por él»[14].
Lance idéntico refiere la condesa d’Aulnoy en esta forma: «… Una de las mujeres a quienes amó aquel rey más apasionadamente fue la duquesa de Alburquerque. Teníala su marido bien guardada, pero los obstáculos aumentaban las aficiones del rey en lugar de vencerlas, haciendo cada vez sus deseos mayores. Un día, mientras jugaba y en lo más interesante de la partida, fingiendo acordarse de un asunto muy urgente, que sin demora debía despachar, llamó al duque de Alburquerque para encargarle de su puesto mientras él se ausentaba. Saliendo de aquella estancia, tomó una capa, y por una escalera secreta fuese a casa de la joven duquesa, seguido del Conde-Duque, su favorito. El duque de Alburquerque, más cuidadoso de sus propios intereses que del juego del rey, sospechando y temiendo una sorpresa, fingióse acometido por dolores horribles, y entregando a otro las cartas, retiróse a su casa. Acababa el rey de llegar sin acompañamiento; vio acercarse al duque cuando aún estaba en el patio, y se ocultó; pero no hay ojos más penetrantes que los de un marido celoso. Este, comprendiendo hacia qué parte andaba el rey, sin pedir luces, para no verse precisado a reconocerle, llegóse con el bastón levantado, gritando: “¡Ah, ladrón! Tú vienes a robar mis carrozas”. Y sin más explicaciones le sacudió lindamente. El Conde-Duque no se libró tampoco de sufrir tan vil trato, y, temiendo que las cosas acabaran peor, repetía que allí estaba el rey, para que contuviera el duque su furia; pero el duque redoblaba sus golpes en las costillas del rey y del ministro, y a su vez decía que iba siendo el colmo de la insolencia emplear el nombre del rey y de su favorito en tal ocasión, y que ganas le daban de llevarlos a Palacio para que Su Majestad el rey los mandara luego ahorcar. En medio de tanto alboroto, el rey pudo escapar, desesperado por haber sufrido inesperada paliza sin recibir de la dama pretendida el más ligero favor. Esto no tuvo consecuencias fatales para el duque de Alburquerque; muy al contrario: sirvió para que desistiera el rey de sus propósitos y, olvidado pronto de la duquesa, hiciera el duro lance objeto de risa»[15].
Como la duquesa de Veragua era hermana del duque de Alburquerque, y el episodio, con el detalle mismo del juego, tiene muchas semejanzas en el relato de Bertaut y en el de Mme. d’Aulnoy, cabe admitir que ésta (aun suponiendo auténtico su relato), cuya información fue bastante posterior a los días de Felipe IV, equivocara detalles y títulos al recoger la anécdota, y que el suceso en que se vio el rey burlado y castigado sea uno sólo con versiones diferentes.
Brunel refiere esta otra anécdota: «No acometía empresa amorosa en que no resultara triunfador. Sin embargo, se habla de una dama que se le mostró inexorable, aunque no con todos 10 era, y justificaba su esquivez diciendo que no era falta de estimación y respeto al monarca, pero no quería ser p… de historia»[16].
Madame d’Aulnoy (con exageración evidente, y tomando por general el caso particular de la actriz María Calderón, que seguidamente expondré) supone ser cuestión de etiqueta palatina el que las queridas del rey, al ser por éste abandonadas, debiesen ingresar en un convento, y cuenta, como referencia por ella recogida, que, «gustando el difunto rey de una dama de Palacio, fue una noche a llamar quedo a la puerta de su cuarto. Como aquélla comprendiese que era él, no quiso abrirle la puerta, y se contentó con decirle al través de ésta: “Vaya, vaya con Dios; no quiero ser monja”»[17]. Bertaut alude a este último lance, y le achaca a que por entonces la reina Isabel había descubierto que una de sus damas se entendía con el rey, y la había obligado a refugiarse en un convento[18].
Las aventuras de Felipe IV no le solían costar demasiado caras. «Pocas personas saben —dice Brunel— que, si era un ardiente enamorado, no era de los más liberales»; y señala la suma de cuatro pistolas[19] como pago de cierto encuentro transitorio. Madame d’Aulnoy pretende de modo inverosímil que hasta ese punto estaba regulado por la etiqueta, y escribe la picante narración siguiente, en la cual coincide con otros viajeros que antes de ella vinieron a España, y la relataron en forma harto más cruda y naturalista[20].
«También está dispuesto que el rey dará veinte escudos[21] a su querida cada vez que reciba de ella algún favor. Ya veis que esto no es para arruinar al Estado, y que el gasto que hace un rey para sus placeres no puede ser más ínfimo. Acerca de esto sabe todo el mundo que Felipe IV, padre del rey actual, habiendo oído ponderar la belleza de una famosa cortesana, fue a verla a su casa; pero, religioso observante de la etiqueta, no le dio más que veinte escudos. Ella montó en cólera al ver una recompensa tan poco proporcionada a sus méritos, y, disimulando su disgusto, fue a ver al rey vestida de caballero, y, después de haberse dado a conocer y haber obtenido de él una audiencia particular, sacó una bolsa donde había dos mil escudos y, arrojándola sobre la mesa, dijo: “Así es como pago yo a mis queridas”[22]. En este momento pretendía que el rey era su querida, puesto que ella daba los pasos para ir a buscarle vestida de hombre».
La frase citada por los viajeros franceses de tiempo de Felipe IV es: «Así pago mis p…». Esa misma frase, en situación análoga, la refiere el escritor francés de la época Tallement des Reaux, en sus Historiettes, aludiendo no a Felipe IV, sino a un seigneur espagnol, con la variante de que en su relación la aventurera hizo al caballero que trocara su vestido por el suyo. Otro francés, Brantôme, en Damas galantes, cuenta un caso parecido, sin determinar la nacionalidad ni la índole del varón a quien le atribuye. Quizá se trate de una simple invención humorística transpirenaica, modificada al pasar de uno a otro y aplicada con preferencia para ridiculizar a los españoles[23].
La fiebre erótica del rey, aunque pareció entibiarse con los años, achaques, reveses de la fortuna y tener su tranquilo acomodo en la juventud de su segunda esposa, doña Mariana de Austria, no dejó de manifestarse en aventuras de más o menos escándalo hasta el fin de sus días.
El más resonante amorío de Felipe IV, fue el que tuvo en su primera juventud con la popular actriz María Inés Calderón llamada comúnmente la Calderona, célebre, más que por su hermosura, por su gracia[24], por la fascinación suprema de su voz penetrante y sugestiva, y, más que por todo eso, por la novelesca historia de sus relaciones con el rey, de quien fue la más conocida distracción amorosa.
Tenía sólo dieciséis abriles cuando debutó en Madrid, en el corral de la Cruz, el año 1627. Al rey —de incógnito allí— le bastó verla para quedar repentinamente prendado de sus hechizos. Con la impetuosidad que en asuntos galantes ponía siempre, ordenó que aquella misma tarde la hicieran subir al aposento en que él presenciaba el espectáculo, para escuchar de cerca su voz cristalina.
Y, como dice Martin Hume, «cuando era la voluntad de Felipe, del corral al Palacio sólo había algunos pasos; desde aquel día la Calderona fue la favorita preferida del monarca»[25].
Otra versión de aquel siglo asegura que Olivares formó una compañía de cómicos, para representar ante Felipe IV, en 1627, y que de ella forma parte la Calderona, de la cual se prendó el rey apenas la vio, haciéndola comparecer a su lado y surgiendo así aquel amorío[26].
Según el rumor público, que recogió entonces el viajero francés Bertaut, a ninguna mujer amó tanto el rey. El propio escritor refiere una picante anécdota sobre ciertas dificultades materiales que halló el soberano para tal relación, y que su tenacidad le hizo vencer felizmente[27].
Los amoríos del rey con la comedianta adquirieron la mayor publicidad, haciéndose la comidilla de Madrid en tertulias y mentideros, donde los murmuradores los sazonaban con anécdotas chispeantes como la ya referida, dando burlonamente a María Calderón el nombre de Marizápalos.
Decíase por algunos que Felipe IV no había disfrutado las primicias en el favor de la linda actriz, adjudicándose la prioridad al duque de Medina de las Torres.
Un papel de la época, Razón de la sinrazón, cuenta que Medina de las Torres descubrió al rey «una propiedad oculta» (que por decencia no se nombra), poseída por la Calderona; noticia que despertó el apetito de Felipe, induciéndole a buscar el trato de aquella actriz[28].
Las hablillas que recogió la condesa d’Aulnoy referían que, antes de rendirse la Calderona a las solicitaciones del rey, comunicó éstas al dicho duque, que era su amante de corazón, proponiéndole que se refugiara con ella en algún sitio secreto, donde ambos pudieran disfrutar su amor sin sufrir la persecución de Felipe IV. Pero el duque, temeroso de caer en desgracia con su señor, manifestó a María que le era imposible disputarle aquel capricho. Reconvínole ella por su debilidad con transportes de mujer enamorada, y le decidió a refugiarse en casa de ella, simulando un viaje a sus posesiones de Andalucía. No pudo por menos de rendirse la linda actriz a las pretensiones soberanas; pero al menos mantuvo calladamente su amorío con el de Medina. «El rey, entretanto —añade la viajera francesa—, sentíase muy enamorado y satisfecho, y algún tiempo después, cuando María parió a don Juan de Austria, lo mucho que se asemejaba éste al duque de Medina de las Torres dio asunto para que las gentes lo creyeran su hechura…»[29]. «Un día sorprendió el rey al duque de Medina de las Torres con su querida, y en un arrebato de cólera se acercó a él puñal en mano, resuelto a matarle, cuando María se interpuso, diciendo que se vengara en ella si ofendido se creía. El rey no supo negar su perdón, pero desterró al amante… Parece confirmado que, a pesar de todo, creyó el rey a don Juan hijo suyo, pues le amó tiernamente»[30].
Es muy probable que tal anécdota sea de pura fantasía, como tantas otras que sobre aquel libertino monarca circularon; pero sí es cosa cierta que el destierro sufrido entonces por el duque de Medina de las Torres se atribuyó entre el vulgo a celos del monarca.
Por el tiempo en que Felipe IV tuvo de la Calderona a don Juan de Austria, le nació también su primer hijo legítimo varón, Baltasar Carlos, prematuramente fallecido, pero a quien inmortalizó el pincel de Velázquez.
Una leyenda —a lo que parece, difundida o alentada por el propio don Juan de Austria— contaba después que ambos niños fueron cambiados a poco de nacer, a ruegos de María Calderón, para que el hijo de la comedianta, más robusto y hermoso que el de la reina, heredase el trono; de modo que, según tan absurda versión, el superviviente era el legítimo vástago.
Gran revuelo promovió en Madrid el incidente surgido —según se decía— en la Plaza Mayor, con motivo de una fiesta real. Parece que ocupaba la Calderona un balcón distinguido, del que la hizo arrojar la reina Isabel, devorada por el despecho, y que, al saberlo el monarca, para que su querida tuviese en lo sucesivo un lugar propio en los espectáculos cortesanos, le asignó con carácter fijo un balcón en la plaza, esquina a la calle de Boteros. El vulgo le llamó desde entonces El balcón de Marizápalos[31].
No se cegó la actriz por tanto favor ni abandonó la escena, a pesar de los presentes y agasajos de que su regio amante la colmaba; mas, según autorizados testimonios, rechazó los continuos galanteos de sus muchos adoradores, manteniendo su dignidad de entretenida casi oficial del señor de dos mundos.
No por eso pudo substraerse a los ataques de la maledicencia, que compuso contra ella malignos epigramas, como el que años después circuló de boca en boca y reproduce en sus Memorias la condesa d’Aulnoy, atribuido por el rumor público al almirante de Castilla. Comienza así:
Un fraile y una corona,
un duque y un cartelista,
anduvieron en la lista
de la bella Calderona.
El fruto de su amorío con el rey, el famoso don Juan de Austria, nació dos años después de iniciado tal galanteo, y fue el único, en la dilatada serie de bastardos reales, que alcanzó de Felipe IV un ostensible reconocimiento, educándose con honores de príncipe.
A poco de su alumbramiento, María Calderón fue a echarse a las plantas del rey, y, anegada en lágrimas, le pidió, como madre de un vástago real, que le permitiera abandonar aquella vida de pecado. «La bastaba —decía— haber dado un hijo al mayor monarca de la tierra, y no la restaba ya sino consagrar el resto de sus días a la santidad del claustro».
Inútiles fueron los esfuerzos y súplicas del rey para disuadirla, y, aunque contristado, autorizó tal decisión.
La que brilló como principal estrella de la corte acabó oscuramente sus días en un lejano monasterio del valle de Utande, en la serranía de la Alcarria, llegando a ser en él abadesa[32].
Como se ve, la disipación del rey tenía ya honores oficiales. Para ostentarla con la publicidad del reconocimiento de un hijo adulterino, el cuarto Felipe alegaba el ejemplo de su bisabuelo, el emperador, ya que no le siguiera en sus empresas militares y políticas ni en sus enérgicas y hábiles resoluciones. Exhumado aquel antecedente, soñaba sin duda, en su amor de padre, que el segundo don Juan de Austria emulara las glorias del primero. Y no fue sólo él, sino muchos españoles, hasta que las circunstancias trajeron el desencanto.
Como escribió con enérgica frase Cánovas del Castillo, fueron aquéllos «amores públicos y afrentosos para el trono, de los cuales sólo la Calderona pareció avergonzada, puesto que fue a acabar su vida en un convento»[33].
Felipe IV, como todos sus antepasados, era católico ferviente y cumplidor puntual de todas las obligaciones prescritas por la Iglesia. Pero no tuvo la debilidad que su padre por cuantos ceñían hábito o sotana, ni les permitió intromisión alguna en las cuestiones políticas, ni dejó de ser, como algunos de sus antepasados más piadosos —un Fernando V o un Felipe II—, resuelto defensor de las regalías de la Corona contra la potestad eclesiástica, ni su sincera devoción había impedido en él un epicureísmo práctico.
Era frecuente ver al monarca encerrado en su morada regia, de hinojos ante un cráneo humano y balbuceando una oración, con el rostro de un penitente, o bien cediendo su litera al ministro del Señor que conducía los sagrados óleos, e incorporándose a pie a la fúnebre comitiva, a la cual acompañaba hasta el desván donde yacía un enfermo próximo al trance de la muerte. Pero, pasado ese momento de piedad, el rey, quizá pertrechado aún de las medallas y cruces que lució en la fiesta religiosa, ponía vergonzoso epílogo a sus devociones en las bacanales del Buen Retiro, en las comedias licenciosas de Palacio, o rindiendo la virtud de las mujeres, «huérfanas tal vez de los soldados de Flandes», como escribió Cánovas del Castillo[34].
Mas los rudos golpes sufridos por el país, evidentes ya en la segunda mitad del aquel reinado, uniéronse en el corazón del rey a los que experimentó como hombre con la muerte de su primera esposa, la reina Isabel; de sus hermanos, de su primogénito Baltasar Carlos; de los demás hijos que fueron naciéndole, arrebatados a la vida de su primera infancia, y hasta del propio Olivares, el inseparable amigo de muchos años, necesario y no olvidado aún en su desgracia.
Tantos infortunios públicos y privados hicieron a Felipe tornar su pensamiento a Dios, convencido de que con aquellos males castigaba la cólera divina sus pecados, sus culpas y sus yerros. Esto le llevó a buscar quien, por sus virtudes y su estado eclesiástico, pudiera, con sus oraciones, ser intercesor del rey para con el Hacedor Supremo, y que consolara el atribulado espíritu del real pecador, señalándole el camino que como gobernante y como hombre debía seguir para enmendar flaquezas y errores pasados. De aquí nació la comunicación del rey con la venerable sor María de Jesús de Agreda —María Coronel en el siglo—, mujer de luces y virtudes excepcionales, que frisaba entonces en la cuarentena, fundadora y abadesa del monasterio de religiosas concepcionistas en la villa de Agreda, fronteriza entre Navarra y Aragón, y famosa por su ascetismo, sus libros de mística, y la austeridad que impuso en el monasterio confiado a su prelatura. Felipe IV la conoció en aquel lugar con motivo de su viaje a Aragón en julio de 1643. Las pláticas que tuvo entonces con aquella religiosa dejaron tan grata y provechosa huella en su ánimo, que la rogó le escribiese asiduamente. Así se entabló una frecuente y nutrida correspondencia epistolar, que duró doce años, desde aquella fecha hasta 1665, en que murió la priora, siguiéndola poco después a la tumba el soberano[35]. El rey la escribía cartas a media margen, ordenando a sor María que «le contestase en el propio papel y no pasara esto de ella a nadie»[36].
Las cartas cambiadas así entre el soberano y la monja son tal vez la mejor fuente, aunque íntima y confidencial, para comprender los sucesos últimos del reinado, y, sobre todo, el hondo y terrible drama interior de Felipe IV, juzgándose abandonado por Dios y presa de las artes de Satanás. Su alma lacerada llora con lágrimas de sangre sus penas personales y las desdichas de su pueblo, que cree castigo celestial por los propios pecados.
Al través de la correspondencia mencionada con sor María, seguimos todas las vicisitudes de la vida pública española y las crisis del espíritu del rey, sus esperanzas, sus tribulaciones, sus desalientos. Las oraciones y los consejos de aquella monja, sólo conocida hasta allí por sus virtudes y saber teológico, perdida en un lejano monasterio, y a la que únicamente por la eventualidad del viaje que hemos mencionado había tenido ocasión de conocer y apreciar, eran para el soberano de dos mundos el postrer consuelo y el sostén más decisivo. Desde la caída de Olivares, nadie pesó tanto como la abadesa de Agreda en el ánimo del rey. Apenas dejaba una semana de escribirla, y en sus respuestas veía la única tabla posible para su salvación en este mundo y en el otro.
Lo más singular, en quien vivía tan alejada de las esferas política y cortesana, es el acierto, la discreción, el buen sentido, el tacto y la mesura de consejera tal en las más arduas cuestiones, no ya de conciencia, sino de Estado y aun de guerra, con amplitud de miras que no parecen corresponder al horizonte estrecho de una celda monástica. Nada hacía Felipe IV sin consultar a la abadesa de Agreda, aunque no siempre supiera o tuviese ánimo para acomodarse a sus exhortaciones.
Aconsejábale sor María que gobernase por sí, que apartara de su lado a favoritos y aduladores, que atendiese las quejas de sus vasallos, que pusiera término a las guerras, con las cuales desangraba al país; que moralizase las relajadas costumbres cortesanas; que cediese en los asuntos de amor propio y aun en los de jurisdicción, incluso, ¡comprensión singular en quien vestía hábito religioso!, en el conflicto planteado por los aragoneses frente al Santo Oficio, contra lo que el celo religioso del rey pretendía[37].
«Apenas se encuentra en el personaje histórico —escribe Silvela— a la mujer, con vida propia, con personales aspiraciones de secta o de peculiar interés o pensamiento, como acostumbran tener todos aquellos que, con fines diversos, influyen en la dirección política de las sociedades; era la pura encarnación de la doctrina cristiana, aplicada al gobierno del pueblo español en el siglo XVII»[38].
Otro biógrafo de sor María, el señor Sánchez de Toca, comparando a la abadesa de Agreda con Mme. Maintenon, la más respetable entre las mujeres que influyeron en el ánimo de Luis XIV, se esfuerza en demostrar la superioridad moral e intelectual de la regia consejera española sobre las que por entonces actuaban en la Corte de Francia[39].
Nunca halló seguramente Felipe IV un consejero tan prudente y de tales clarividencia, desinterés, firmeza, sinceridad, ajena a toda adulación, y serenidad de juicio, como aquella humilde religiosa.
En el apartamiento del Conde-Duque, en la dirección de la obligada guerra con los catalanes, y en otros graves puntos de la gobernación, se advierte la huella de sus exhortaciones.
Tanto como a la vida pública, atendió a corregir la vida privada del rey, reprendiéndole sus devaneos, procurando inyectarle energía para sacudir a la vez el marasmo, la frivolidad y la tentación de la carne, que le perseguía en su madurez punto menos que en su mocedad. En esta cuestión, los consejos de la monja se estrellaron contra los inveterados hábitos libertinos del monarca, y es singular la serie de propósitos de enmienda y contritas confesiones de culpa que aparecen en las cartas de Felipe IV.
Pecar, hacer penitencia
y luego vuelta a empezar,
que dijo nuestro poeta Campoamor, era prácticamente la divisa de aquel voluptuoso incorregible.
Quejábase el rey, con angustias de místico y pecador a un tiempo, de no poder vencer las tentaciones de la carne, atribuyendo a sus deslices las guerras, miseria, tribulaciones y peste que padecían sus vasallos; y rogaba repetidamente a la monja que le ayudase con sus oraciones a vencer al demonio de la lascivia, que hacía presa en él. Este demonio no se aplacaba ni ante las mieles de un segundo himeneo con esposa joven. No solamente era imposible a Felipe IV soportar castamente la viudez en que le sumió, en octubre de 1644, la muerte de su primera esposa, doña Isabel de Borbón, sino que, poco después de sus nuevas nupcias con su sobrina doña Mariana de Austria, celebradas en octubre de 1649, recaía en sus vicios de siempre. A la vez gozaba el amor como un turco, y padecía sus remordimientos como un anacoreta poseído por Luzbel.
Entonces dudaba de que aun las preces de la santa madre tuvieran suficiente eficacia para salvarle a él del infierno y a su pueblo de la ruina, y su alma débil se abismaba en un desconsolado dolor, exagerando acaso sus culpas, y procurando con empeño remediar cuanto no era superior a su fragilidad de hombre.
Sor María, aunque siempre animosa y optimista para dar alientos al rey, se dolía, en la intimidad, de aquella correspondencia que no evitaba los males del reino ni los regios deslices, ya que, según rumores llegados a su soledad, el rey «está con sus mocedades antiguas»[40].
«De la correspondencia secreta y cifrada de sor María con don Francisco de Borja —escribe Silvela— se deduce que, en medio de los grandes aprietos de Portugal, Italia y Cataluña, se celebraban con sobrada frecuencia comedias en Palacio, vivía Su Majestad en diaria comunicación con los comediantes, y había llegado a instalar en el Alcázar como manceba suya, a una dama llamada Eufrasia, que sería sin duda alguna la Eufrasia Reina, cómica muy conocida por su airada vida en la historia galante de nuestro teatro; todo lo cual cargaba el buen rey al achaque de su debilidad, llorando sus vencimientos continuos en la lucha con los enemigos del alma, en castizos párrafos de las cartas a sor María»[41].