PRÓLOGO

A lo largo de la historia, el cristianismo ha ido construyendo un imponente edificio intelectual en el que se han acomodado las piezas de una profunda reflexión teológica que ha ocupado las mentes de preclaros pensadores. Dentro de esta enorme construcción ocupan lugares preponderantes la cristología, es decir, la ciencia sobre Jesús como «cristo» o Mesías, la eclesiología, o ciencia sobre cómo es la Iglesia, la doctrina de la salvación o soteriología, más otras reflexiones sobre los «Primeros principios», en los que la doctrina sobre la Trinidad destaca con luz propia. Sin duda, también la ética, o «moral», el modo de comportarse respecto al prójimo y a sí mismo, ocupa un puesto notable en este edificio intelectual, pero secundario porque en este terreno el cristianismo es menos original que en otros ámbitos.

Por ello, a muchos investigadores ha llamado la atención cómo de hecho en la vida de la Iglesia cristiana ha podido ocupar el tema de la sexualidad puesto tan relevante, y en concreto la canalización de esa sexualidad por límites muy estrechos, y en muchos casos por los senderos de la represión sin más. Muchos cristianos de hoy día se han quejado de que en la vida práctica de la Iglesia ocupa el sexto mandamiento un puesto en exceso señalado, habiendo cosas mucho más importantes en el ideario cristiano que quedan relegadas a un segundo plano.

Y llama más la atención este hecho en cuanto que el cristianismo afirma ser heredero directo de la religión judía, o que la Iglesia cristiana se proclamó desde sus orígenes el verdadero Israel. Pues bien, el judaísmo ha sido desde siempre una religión poco preocupada por la vida de ultratumba —apenas tiene descripciones del cielo o del infierno, pues no le gusta divagar sobre estos temas—, y mucho sobre el modo de vivir en el presente terreno del ser humano. En el judaísmo no se percibe ninguna animadversión fundamental contra el mundo, la materia y el sexo. «Y vio Dios que todo era bueno», proclama el texto del libro del Génesis, después de cada uno de los días de creación.

Consecuentemente, el judaísmo ha tenido desde siempre un aprecio positivo por el sexo, naturalmente dentro del matrimonio y de la familia, queridas por Dios, de nuevo según el Génesis, como instituciones básicas de la vida humana. El sexto mandamiento, «No cometerás adulterio» —en la formulación de Deuteronomio 5, 18—, no tuvo en principio nada que ver con el sexo, sino con la propiedad de los bienes y la justicia. No pensaba el legislador judío —ni mucho menos, pues le traía probablemente sin cuidado— en materia de placer impuro cuando prohibía la fornicación con mujer ajena, sino la ruptura del ámbito de la propiedad, pues la esposa era, en aquellos tiempos, una mera propiedad del marido. Lo mismo se puede decir de la prohibición del onanismo (Génesis 38, 9), que tampoco tenía que ver con un ejercicio desviado del sexo, sino con las leyes y conveniencias sociales de la herencia dentro del marco de la organización tribal judía.

No hay en absoluto en el judaísmo ningún rechazo al sexo. Es conocido por todos los que estudian el siglo I de nuestra era, como uno de los argumentos en pro del estado civil de Jesús como casado es que siendo este un «rabino» debía por ello estar unido en matrimonio, pues —se suele decir— el judaísmo no podía concebir ya en el siglo I de nuestra era que un maestro de la religión judía no llegara al estado de plenitud del ser humano que es la vida en pareja. Dios dispuso finalmente que el hombre alcanzara su integridad social y psicológica no en solitario, sino en compañía.

También es conocido que el judaísmo pensaba y piensa que una de las formas de glorificar a Dios durante el descanso sabático es la práctica gozosa del sexo dentro del matrimonio precisamente ese día, y en honor a la fiesta y a Dios, que la ha establecido. Existe una historia de rabinos en la que se narra lo siguiente: uno de ellos vivía en una casa comunal con patio, una suerte de «corrala» de vecinos. Se cuenta que el rabino practicaba el sexo con su mujer en sábado, como se aconsejaba. Pero como era muy supersticioso y creía que el acto conyugal era aprovechado por los demonios para posesionarse del cuerpo de las mujeres introduciéndose en ellas por medio de la abertura natural, cada vez que llegaba el día de fiesta hacía sonar fuerte y repetidamente, por toda la corrala, un cencerro de metal. Era tradición que el metal y su tañido —creencia recogida en el Testamento de Salomón— ahuyentaban a los diablos. «Ya está el rabino disponiéndose a acostarse con su mujer», comentaban los vecinos. El rabino no tenía la menor vergüenza en torno al ejercicio del sexo legítimo y publicaba a los cuatro vientos que iba a yacer con su esposa. Creo que tal anécdota sería impensable en el cristianismo. Ese reconocimiento público del sexo sería visto al menos como muy raro por la mayoría de los cristianos.

Siendo así la mentalidad judía, es tanto más extraño que el cristianismo, heredero del judaísmo, haya tenido una actitud tan adversa al sexo a lo largo de la historia. ¿Por qué? Varias son las razones que pueden avanzarse. En primer lugar, porque el cristianismo no es solo heredero del judaísmo que llamaríamos «normativo», sino más bien de una rama apocalíptica y ascética de él. Segundo, porque el cristianismo naciente, sobre todo en las iglesias de fundación paulina —que enseguida, tras la catástrofe del año 70 d. C., con la destrucción de Jerusalén y su templo y la dispersión del pueblo judío por obra de los romanos— fueron la mayoría, tiene un gran componente de conceptos gnósticos; y, tercero, porque como secta apocalíptica que fue en sus comienzos, tenía el cristianismo una fuerte conciencia del fin inminente del mundo. Todo ello, bien mezclado, relativizaba poderosamente el sexo dentro del movimiento cristiano. Consideremos estos tres ingredientes con un poco más de detalle.

El cristianismo nace de una rama judía que muestra una cierta aprensión contra el sexo y las mujeres, y exhibe una actitud relativamente ascética respecto a ellas y el matrimonio. No nos han quedado muchos ejemplos de esta tendencia, salvo en los Manuscritos del mar Muerto y en un apócrifo del Antiguo Testamento, de mucho éxito, y cuya base es probablemente del siglo I a. C., llamado el Testamento de los XII Patriarcas.

Del grupo de esenios que está detrás de los Rollos del mar Muerto y del llamado Documento de Damasco, descubierto mucho antes, es bien sabido que solo tomaban mujer por motivo de la procreación, y después de haberlas sometido a una prueba rigurosa en cuanto a su poder de fecundidad por medio del examen cuidadoso de la menstruación. En muchos casos, se dice, una vez logrado el objetivo de tener descendencia, los varones esenios se retiraban del contacto sexual con sus mujeres. Habían establecido, además, para el momento del reino mesiánico y la instauración de la Jerusalén ideal con su templo renovado, que en esa ciudad santa del futuro, que debía ser culturalmente pura, no entraran las mujeres o lo menos posible. La unión sexual dentro del matrimonio debía realizarse fuera de las murallas de la ciudad sagrada, en los campamentos extramuros en los que se viviría normalmente. La ciudad santa quedaría solo como área sagrada en torno al templo. Es evidente que, en la concepción de estos esenios, el sexo impurificaba el lugar sagrado.

Dentro de los Testamentos de los XII Patriarcas, el de Rubén, muestra una profunda aversión contra las damas y contra el sexo extramatrimonial, del que desgraciadamente había sido un mal ejemplo el patriarca Rubén, cuando llevado por la pasión, se acostó con una de las mujeres de su padre:

No concedáis importancia al aspecto exterior de la mujer; no permanezcáis solos con mujer casada ni perdáis el tiempo en asuntos de mujeres. Si yo no hubiera visto a Bala bañándose en un lugar apartado, no habría caído en tan gran impiedad. Desde que mi mente concibió la desnudez femenina, no me permitió conciliar el sueño hasta que cometí la abominación. Mientras mi padre, Jacob, estaba ausente en casa de Isaac…, Bala, ebria, yacía durmiendo desnuda en la alcoba. Yo entré, vi su desnudez, cometí la impiedad, y dejándola dormida, salí fuera. Inmediatamente un ángel del Señor reveló a mi padre Jacob mi impiedad. Volviendo a casa, comenzó a llorar mi pecado y no la tocó más.

TESTAMENTO DE RUBÉN 3, 9-15.

Y luego sigue el desconocido autor:

No prestéis atención a la hermosura de las mujeres ni os detengáis a pensar en sus cosas. Caminad, por el contrario, con sencillez de corazón, con temor del Señor, ocupados en trabajos, dando vueltas por vuestros libros y rebaños hasta que el Señor os dé la compañera que él quiera, para que no os pase como a mí. Hasta la muerte de nuestro padre no me atreví a mirar el rostro de Jacob o a dirigir la palabra a alguno de mis hermanos por temor a sus reproches, y hasta ahora mi conciencia me tortura por mi pecado. Sin embargo, mi padre me consoló, ya que rogó a Dios para que se apartara de mí su ira, como me lo indicó el Señor. Desde entonces, arrepentido, me mantuve vigilante y no pequé.

Por ello, hijos míos, observad todo lo que os prescribo y no pecaréis jamás. Ruina del alma es la lujuria; aparta de Dios y acerca a los ídolos, engaña continuamente la mente y el juicio, y precipita a los jóvenes en el Hades antes de tiempo. A muchos ha perdido la lujuria. Aunque sea anciano o de noble cuna, lo hace ridículo e irrisorio ante Beliar y los humanos. José halló gracia ante el Señor y los hombres porque se guardó de las mujeres y mantuvo limpia su mente de toda fornicación. Aunque la egipcia lo intentó muchas veces con él, convocó a los magos y le ofreció filtros de amor, su buen juicio no admitió ningún mal deseo. Por ello el Dios de mis padres le salvó de peligros de muerte ocultos y manifiestos. «Si la lujuria no se apodera de vuestra mente, ni siquiera Beliar os vencerá». Perversas son las mujeres, hijos míos, como no tienen poder o fuerza sobre el hombre, lo engañan con el artificio de su belleza para arrastrarlo hacia ellos.

TESTAMENTO DE RUBÉN 4, 1-5, 2.

El segundo ingrediente del cristianismo naciente, sobre todo el paulino, es la admisión en su teología de nociones propias de la gnosis. Es cierto que el gnosticismo aún no estaba plenamente desarrollado en la primera mitad del siglo I de nuestra era, cuando viven Jesús y Pablo, pero también lo es que una cierta «atmósfera religiosa gnóstica» era predominante en la religiosidad del Mediterráneo oriental en este tiempo. Al considerar la extensión del mal en el mundo, o la inanidad de la materia en sí, muchos seres humanos se veían conducidos al deseo de liberarse de este mundo y unirse de algún modo a la divinidad a la que creían pertenecer. Según la gnosis, la parte mejor y más auténtica del ser humano es el espíritu. Este es como una centella o chispa divina porque procede en último término del Dios trascendente. Esa centella está encarcelada en la materia, es decir en el cuerpo del hombre, y en este mundo material. Es lógico que la chispa divina, el espíritu, deba retornar allí, de donde procede. Esta vuelta constituye la salvación. La materia y el espíritu, el mundo de arriba y abajo son inconciliables. El que recibe la revelación desde el cielo y pretende salvarse debe rechazar y liberarse de todo lo material y corporal por medio de la ascesis.

Parece claro que la admisión en el seno del cristianismo de estas ideas produce una especie de dualismo, o contraposición profunda, entre espíritu y materia, entre el universo de arriba y el de abajo, entre la luz y las tinieblas. El sexo pertenece a la materia, al mundo de abajo y a las tinieblas; no hace otra cosa que crear cárceles carnales, el cuerpo, donde está aherrojado el espíritu. Hay que liberarse del cuerpo.

Algunas ramas del cristianismo en período de formación, sobre todo en los siglos II y III, llevaron a sus últimas consecuencias estas doctrinas proclamando que el cristiano que desease alcanzar la salvación debía abstenerse en absoluto del sexo: el matrimonio quedaba proscrito. Adquirió esta corriente tanta preponderancia que se plasmó en una serie de novelas, las primeras novelas cristianas (los Hechos apócrifos de los apóstoles), que —contando la vida, viajes, predicaciones y martirio de los apóstoles— abogan por un «encratismo», una continencia absoluta. Se proscribía el matrimonio, y los que eran ya esposos debían incluso separarse y llevar una vida de hermanos.

El tercer ingrediente antisexo y antimundo, «carne» y materia en general, era en el cristianismo primitivo la creencia de que el fin del mundo era inminente. En ello no seguían más que lo que había creído firmemente tanto Jesús de Nazaret como Pablo de Tarso. No es necesario gastar muchas palabras en ponderar el efecto de esta inminencia del fin en las concepciones acerca del sexo: ¿para qué preocuparse de él cuando el final de todo está a la vuelta de la esquina? Cualquier lector de Pablo, sobre todo de su Primera carta a los cristianos de Corinto, observará que esta idea es determinante para explicar por qué el Apóstol no condena el matrimonio, pero lo considera un mal menor, y cómo defiende que la virginidad es un estado muy superior al del matrimonio.

Teniendo el cristianismo estos ingredientes en su seno, no es de extrañar que, fiel a sus principios hasta hoy día y a pesar de los cambios profundos de mentalidad, se observe en él, sobre todo en su rama católica más tradicionalista, una profunda aversión —o, al menos, gran distanciamiento— por el sexo.

Ahora bien, ¿por qué todo esto que estamos contando en un volumen, como el presente, sobre Los papas y el sexo? ¡Un libro que trata exactamente de lo contrario! A saber, cómo a lo largo de la historia de la Iglesia, sobre todo a partir del momento en el que se convierte en religión oficial del Imperio romano a finales del siglo IV, no solo los grados más bajos del clero practicaron el sexo con una cierta naturalidad y en muchas versiones fuera del matrimonio, sino que esta aparente perversión alcanzó, y de gran manera, a los estamentos más elevados de la jerarquía, incluso al papa mismo. Pues bien, los antecedentes que acabamos de exponer tienen la misión de indicar que esperaríamos justamente lo contrario, y que el contenido del libro es por ello más que sorprendente.

La contradicción entre teoría moral sobre el sexo y la práctica dentro del cristianismo tiene una primera explicación sencilla y concluyente: la prohibición o estigmatización del sexo va contra los más elementales instintos y disposiciones congénitas de la naturaleza humana, por lo que está condenada a un rotundo fracaso. Solo una pequeña parte de los creyentes, dotados de ciertas cualidades psicológicas y religiosas, son capaces de ir contra la corriente natural que lleva al ser humano al ejercicio del sexo…, casi sin poderlo evitar. La segunda explicación podría ser precisamente la prohibición de todo comercio carnal para el clero por parte de la Iglesia. Fue un movimiento lento, pero progresivo, que condujo a la situación actual: la implantación del celibato obligatorio para todos los estamentos del clero desde el siglo XI. Ahora bien, es bien sabido que una de las leyes primarias de nuestra psicología es hacernos más apetecible aquello que está reciamente prohibido.

Es conveniente que nos detengamos un momento en aclarar cómo se llega a esta generalización del celibato para la clerecía en la Iglesia cristiana, que en opinión de muchos puede incitar al clero a prácticas sexuales poco naturales, como la pederastia, mucho más corriente entre los no casados.

Muy pronto, en los primeros evangelios canónicos, los de Mateo y Lucas, en concreto en sus dos primeros capítulos, se nota ya un aprecio especial y destacado por la virginidad —de la madre del Redentor en concreto—, movida por el deseo de resaltar lo maravilloso y extrahumano que había sido el proceso de encarnación del Salvador. Este había tenido una génesis prodigiosa, divina, asexuada. En contra del judaísmo, era la religiosidad pagana del mundo grecorromano el que tenía un aprecio especial por la virginidad. Las vestales y las sacerdotisas vírgenes de todo tipo se dan entre los santuarios paganos del helenismo y no en el mundo judío. Por ello, esta tendencia de los evangelios de la infancia se corresponde más con el espíritu pagano que con el judío.

También ayudó al aprecio por la virginidad el que tempranamente se entendiera en este sentido antisexo una sentencia muy oscura, probablemente metafórica, de Jesús acerca del estatus especial de quienes desean obtener un acceso preferente al reino de Dios: «Hay algunos que se hicieron a sí mismos eunucos por amor al reino de los cielos» (Mateo 19, 12). Desde muy pronto, a mediados del siglo II se nota en escritos cristianos (Protoevangelio de Santiago, Ascensión de Isaías) un ensalzamiento extremo de la virginidad de María, antes, en y después del parto, y una tendencia a ver en el texto arriba citado de Mateo la prueba de que Jesús había llevado también una vida célibe, virginal y continente.

Desde finales del siglo III comenzó a extenderse la costumbre, en contra incluso de la letra de una carta atribuida a Pablo —pero escrita en realidad por un discípulo—, de que el obispo «fuera varón casado una sola vez, que gobierne bien su casa y mantenga sumisos a sus hijos» (1 Timoteo 3, 2-4), de que todo el que aspirara al episcopado debía ser no solo absolutamente célibe en ese momento, sino que no hubiera contraído nunca matrimonio. Por eso se elegían obispos solo entre los monjes, que hacían votos de castidad absoluta. Y los que por sus cualidades especiales fueran escogidos para obispos cuando ya estaban casados, se requería de ellos que desde el momento de la ordenación, se abstuvieran de todo tipo de relaciones sexuales incluso con su propia cónyuge.

Poco a poco, a partir del siglo IV, se fue postulando que no solo los obispos, sino también los sacerdotes y diáconos, fueran sexualmente continentes una vez que habían sido designados para esos cargos. Podían ser elegidos para ellos naturalmente estando en la situación de casados, pero se les pedía que acomodaran su situación a la de los obispos. Debían abstenerse del sexo absolutamente, aunque no romper su matrimonio.

En la Iglesia occidental tenemos noticias de semejantes prescripciones muy pronto, en los inicios del siglo IV: año 306, Concilio de Elvira, España. El sínodo prescribía en uno de sus cánones que «los obispos, presbíteros y diáconos y cualesquiera miembros del clero se abstuvieran absolutamente de relaciones sexuales» —igualmente en el Concilio de Cartago del 387 y en una Decretal del papa Siricio del 10 de febrero del 385, dirigida a toda la cristiandad.

Los obispos solían guardar, al menos exteriormente este precepto canónico, pero no así los «presbíteros» o sacerdotes corrientes del clero «secular», no perteneciente a orden religiosa alguna, que siguieron contrayendo matrimonio. A pesar de ello y teóricamente, durante la época patrística y toda la Edad Media, el derecho canónico siguió exigiendo a los sacerdotes que —aunque casados— al menos se mantuvieran continentes y que no mantuvieran relaciones ni siquiera con su esposa. Por tanto, podían vivir con una mujer, pero sin sexo. Esta ley eclesiástica era válida tanto para la Iglesia occidental como para la oriental, como lo indican diversos testimonios de Padres de la Iglesia (Epifanio de Salamis, Sinesio de Cirene, Juan Crisóstomo) desde finales del siglo IV o inicios del V.

Quejas contra los sacerdotes que no seguían estas prescripciones del derecho canónico se hacían notar por doquier, tanto en la legislación de los Concilios —por ejemplo, el Concilio Quinisexto de Constantinopla de 692—, como en otros documentos, incluso no exactamente eclesiásticos —así las cartas del emperador Justiniano, que murió en 565.

Si el clero bajo solía hacer caso omiso de estas prescripciones, tampoco en las altas esferas de la Iglesia —ni siquiera en el papado como verá el lector de este libro— se cumplieron estos preceptos, ni mucho menos. Respecto a los papas hay que decir que aparte de sentirse gobernados por las leyes de la naturaleza como cualquier mortal, su posición de príncipes no solo eclesiásticos, sino también seculares, sus abundantes riquezas, la posesión absolutamente hegemónica de la religión católica, casi sin oposición alguna, hizo que se comportaran como tales y obraran dejándose llevar por sus deseos más primarios…, y al ser príncipes tenían medios para satisfacerlos.

De vez en cuando, sin embargo, en la sede de Pedro se sentaban hombres piadosos, bien provenientes de los monasterios o, más raramente, del ámbito de los cristianos seculares, que intentaban una reforma de la pésima situación en cuanto al sexo. Aquí interviene también, como hemos dicho al principio de este prólogo, ese interés por lo sexual tan típico del cristianismo. La reforma de la pésima situación moral del clero y del papado en la Baja Edad Media tuvo al parecer sus comienzos concretos en los sínodos locales de Metz y de Maguncia a finales del siglo IX —año 888—. En ellos se prohibió expresamente no solo el uso de relaciones sexuales con las esposas, que ya era tradición el prohibirlas, sino el matrimonio mismo de los clérigos. Comenzaba a sentirse la tendencia a imponer obligatoriamente el celibato eclesiástico.

Uno de esos hombres piadosos que había sido designado para la sede de Pedro fue un prestigioso monje, de nombre Hildebrando, que no era ni siquiera sacerdote —papa desde 1073 hasta 1085—, que adoptó el nombre de Gregorio VII. Entre otras reformas, emprendió la de la situación del clero con la idea de que la prescripción del celibato absoluto y obligatorio para todos los sacerdotes, tanto seculares como religiosos, sería la solución a la perversión sexual del clero. En el Sínodo Cuaresmal organizado en Roma en el año 1075, Gregorio destituyó a todos los curas casados, pero su lucha por aplicar el celibato a la fuerza, topó con una fuerte resistencia, especialmente en Alemania, Francia e Inglaterra.

A pesar de esta oposición, en 1123 el primer Concilio de Letrán, en sus cánones 3 y 21, aprobó de manera definitiva, hasta hoy día, la obligatoriedad del celibato para todos los miembros del clero:

Prohibimos absolutamente a sacerdotes, diáconos, subdiáconos y monjes que vivan en concubinato o puedan contraer matrimonio. Decretamos conforme a las definiciones del derecho canónico que se disuelvan los matrimonios contraídos por tales personas.

Unos años más tarde, en 1139, unos quinientos obispos reunidos en el Segundo Concilio de Letrán confirmaron esta prohibición, y añadieron penas subsidiarias a los que no se hubiesen separado de sus esposas, prohibiendo además que católico alguno asistiera a misas oficiadas por sacerdotes casados. El Concilio de Trento, a finales del siglo XVI, en su canon 24, declaró que cualquier matrimonio celebrado después de la ordenación sacerdotal es inválido.

Así hasta el día de hoy. En 1917 el Código de Derecho Canónico de la Iglesia católica declaró finalmente de modo explícito, que estar casado era un impedimento absoluto para ser ordenado sacerdote, al menos en el rito occidental.

No parece que la prohibición del matrimonio haya sido ni sea un remedio para la denominada concupiscencia natural, como lo indican los informes repetidos que hablan del alto índice de incumplimiento del precepto del celibato entre los sacerdotes y de otras desviaciones. A lo largo de la segunda mitad del siglo pasado se levantaron muchas voces pidiendo que la Santa Sede reconsiderara la prohibición, pues al fin y al cabo —se argumentaba— tal interdicto no proviene de ninguna norma divina, manifestada en las Escrituras, sino de un mero proceso eclesiástico, que puede cambiarse por tanto.

Los argumentos de los católicos se unen hoy día a los que ya expresaron los reformadores protestantes, Lutero, Zwinglio, Calvino entre otros, a favor del matrimonio de los clérigos, a saber, que si en el Nuevo Testamento se afirma que un obispo debe ser «marido de una sola mujer» (1 Timoteo 3, 2-4, citado anteriormente), ¡cuánto más un simple presbítero! Del mismo modo, el rigorista Pablo de Tarso afirmaba (en 1 Corintios 9, 5) que los apóstoles de Jesús iban a sus campos de misión acompañados de su propia mujer. El autor de la Epístola a los hebreos, de la escuela paulina, manifestaba de un modo general: «Tened todos en gran honor el matrimonio, y el lecho conyugal sea inmaculado» (13, 4). Añadían, además, que la práctica general de la Iglesia más primitiva era la de que todos los sacerdotes fueran casados.

Este cambio de costumbres no afectó a la Iglesia católica, que sigue firme hasta hoy en su designio de prohibir incluso el legítimo sexo a sus presbíteros. Mas como dijimos, a lo largo de los siglos se han incumplido estos preceptos en todas las escalas clericales.

El lector del presente libro, si es católico ferviente, podría extrañarse de la abundancia de material recogido sobre la corrupción en materias de sexo y otras por personas que han ocupado el puesto de mayor honor dentro de la Iglesia, sobre todo papas. Creo, por otra parte, que el tema es por lo general conocido, y que no debe hoy día causar escándalo irreparable, sino reflexión sobre la necesaria reforma de esa misma Iglesia en todos los tiempos.

Por otro lado, muchas de las historias que se cuentan en el presente libro pueden ser, o bien leyendas —ya lo manifiesta el autor en múltiples ocasiones—, o bien acusaciones tópicas de los adversarios del papa no solo en el ámbito eclesiástico, sino también y sobre todo en el terreno de la política. Recordemos que hasta la pérdida en el siglo XIX de los Estados Pontificios, el papa era también un príncipe secular, y por tanto sujeto al examen, escrutinio y denigración por parte de sus adversarios políticos. Muchas de las campañas políticas en contra de los papas incluían «de oficio» panfletos denigratorios y acusaciones de todo tipo, sobre todo del ámbito sexual. Muchas, o al menos algunas de ellas, podrían ser también mero fruto de la propaganda adversaria.

Finalmente, debe pensar el creyente que quizá la exposición de tantas debilidades por parte de los supremos príncipes de la Iglesia pueda servirle para solidificar su fe en la asistencia divina a una institución que ha sobrevivido a pesar de la notable indignidad de muchos de sus jefes supremos. De uno de los historiadores más famosos y prestigiosos del papado, el alemán Ludwig von Pastor, se cuenta que al finalizar su voluminosa Historia de los papas, se convirtió al catolicismo y se hizo un practicante fervoroso, con el argumento de que una Institución que había sobrevivido a tanta podredumbre debía de tener por fuerza un origen sobrehumano.

ANTONIO PIÑERO
Catedrático de Filología Griega
Universidad Complutense de Madrid