Desconfío de aquellos que saben tan bien lo que Dios quiere que hagan, porque veo que eso a menudo coincide con sus propios deseos.
SUSAN B. ANTHONY
Corre desde hace pocos años por los pasillos vaticanos un chiste que reflejaría a la perfección las vidas paralelas de los dos últimos papas de la historia: el polaco, Juan Pablo II, y el alemán, Joseph Ratzinger.
Cracovia, invierno de 1944. Cielo nublado, casi plomizo. Carretera embarrada. Tendido en un arcén se encuentra un joven polaco demacrado, hambriento, de rostro amarillento y con la ropa sucia. Se acerca a él un joven soldado de la Wehrmacht. Se coloca ante el polaco, saca su pistola Lüger, apunta a la cabeza del desdichado y dispara. De repente, Dios lanza un rayo y pulveriza la bala. El nazi, sorprendido, vuelve a disparar a la cabeza del joven polaco y Dios vuelve a lanzar otro rayo que pulveriza nuevamente la bala. El alemán enfadado pregunta entonces a Dios: «¿Por qué proteges a esta escoria polaca?». Dios responde al soldado nazi: «Porque algún día ese polaco será papa». El alemán duda al principio, mira al polaco, fija su mirada en el cielo y responde a Dios: «De acuerdo, vale; pero después de él, voy yo».
Este chiste, aunque ofrece una imagen injusta de Ratzinger, demostraría muy bien la personalidad de Karol Wojtyla y de Joseph Ratzinger. El polaco es un hombre guiado por su propio destino y no por sus deseos, mientras que el alemán es un hombre que sabe cómo manejar la política y la negociación para alcanzar sus propios fines, su propio destino. Otras fuentes prefieren analizar el mismo chiste retratando a Wojtyla como una víctima y a Ratzinger como un servidor del nazismo, clara y llanamente.
El cónclave se reunió por segunda vez en un año tras la repentina y misteriosa muerte del papa Juan Pablo I. Eran ciento once cardenales con derecho a voto. Karol Wojtyla fue elegido papa tres días después. Wojtyla, el cardenal polaco de cincuenta y ocho años, no era uno de los candidatos mejor posicionados. La disputa estaba entre dos cardenales italianos, el conservador arzobispo de Génova, Giusseppe Siri, y el moderado arzobispo de Florencia, Giovanni Benelli. Después de tres votaciones con fumata negra, el cardenal de Viena, Franz Köening, uno de los más progresistas y apoyado por el bloque alemán, presentó el nombre de Karol Wojtyla. Con la división entre los italianos, el cónclave votó y eligió a las 18:17 horas del 16 de octubre de 1978, con noventa y nueve votos a favor, al cardenal Wojtyla como nuevo pontífice, adoptando el nombre de Juan Pablo II. El cardenal camarlengo Pericle Felice pronunció ante los congregados en la plaza de San Pedro la frase: «Habemus Papam», y a continuación pronunció el nombre del nuevo pontífice.
El papa, que se adelantaba a su tiempo, que hablaba de globalización en los ochenta o de injerencia humanitaria en los noventa, cuando la gente no sabía qué era una cosa ni otra, había nacido en Wadowice, el 18 de mayo de 1920. Desde el mismo día de su nacimiento, la vida de Juan Pablo estuvo rodeada de tragedias. Su madre falleció cuando Karol tenía nueve años. Cuando su padre llamó a la maestra para que diese la trágica noticia al niño, su biógrafo, Jonathan Kwitny, afirma que el pequeño Karol dijo: «Es la voluntad de Dios»[362]. Su hermano Edmund perecería de escarlatina cuando ejercía como médico en un hospital. Su hermana Olga moriría al nacer. El 18 de febrero de 1941 fallecía también su padre, Karol. Desde entonces su historia ha sido un cúmulo de oscuros mantos que han tapado los puntos menos claros de su vida, incluidas sus relaciones con las mujeres.
Una de las que más han marcado la vida de Juan Pablo II fue Anna Teresa Tymieniecka, una bella, menuda y rubia filósofa estadounidense nacida en Polonia, con quien redactó Persona y acción, su mayor obra filosófica y centrada en la sexualidad. Anna Teresa nació en una hermosa finca de Masovia, Cracovia, dentro de una noble familia polaca. Realizó sus estudios en la Universidad Jagellonia na, justo al acabar la Segunda Guerra Mundial. Dejó Cracovia en 1946, cuando el nuevo gobierno comunista polaco comenzó a expropiar las fincas de las antiguas y nobles familias del país. Desde esa fecha fijó su residencia en París y Friburgo (Suiza). Se licenció en la Sorbona en 1951 y se doctoró en la Universidad de Friburgo un año después[363].
Anna Teresa Tymieniecka, la mujer detrás de Wojtyla.
Karol Wojtyla y Anna Teresa Tymieniecka se conocieron en 1972, cuando ella tenía cuarenta y tres años. La amistad que surgió entre ambos hizo que se levantaran muchos comentarios sobre una supuesta relación mucho más estrecha entre el cardenal y la filósofa. Ella preparaba en ese momento la traducción al inglés de la obra de Wojtyla. El doctor George Hunston Williams, profesor del seminario protestante de la Universidad de Harvard, observador en el Concilio Vaticano II y amigo personal de Tymieniecka, relata:
Ellos daban largos paseos, mantenían conversaciones sobre filosofía hasta altas horas de la noche y se iban a nadar juntos. Lo cierto es que cuando estaban juntos se desarrolló un clima especial entre ellos, una energía erótica no materializada. Parecía que ella había iniciado una relación romántica con él [el cardenal Wojtyla].
Según el doctor Williams, esto formaba parte de la obsesión de Wojtyla por ponerse a prueba constantemente, para vencer su propio deseo[364].
«Nunca llegué a sentir amor por el cardenal [Wojtyla]. ¿Cómo podría yo sentir amor por un religioso de mediana edad?, y de cualquier forma, yo era una mujer casada», declaró Anna Teresa como forma de disculpa. Pero nuevamente el doctor George Hunston Williams, que pasó largas horas de conversación con la filósofa, explica:
No cabía la menor duda de la relación erótica que se había desarrollado entre ellos. Sí, por supuesto que la hubo. En cierto sentido, Eros es la base de la filosofía. Uno tiene que amar. Ella [Anna Teresa] es un ser humano apasionado. La suya era una pasión católica hacia Wojtyla, pero se veía refrenada por la dignidad eclesiástica de él y la propia comprensión de ella de los impedimentos que conllevaría. No creo que él [Wojtyla] comprenda con qué se debatía ella cuando se hallaba en su presencia. Un imán que atrae partículas de acero. Él no sabe nada acerca de eso[365].
Sería la propia Tymieniecka quien contrataría abogados y pensase en demandar por plagio al sumo pontífice romano. La filósofa acusaba a Juan Pablo II de haberse apropiado de la obra Persona y acción, cuya redacción fue posible gracias a una colaboración estrecha entre ambos. A través de Amor y responsabilidad, escrita por Wojtyla en 1981, Anna Teresa desató una especie de crítica, algunos dicen que por motivo de celos. Tymieniecka declaró:
Lo que ha escrito [Wojtyla] sobre el amor y el sexo demuestra que conoce muy poco sobre ello. Me quedé asombrada de verdad al leer Amor y responsabilidad. Creí que era obvio que no sabía de qué hablaba. ¿Cómo pudo haber escrito de tales cosas? La respuesta es que no tiene experiencias de esa clase. Amor y responsabilidad no trata solo sobre sexualidad. Está ligado a Persona y acción. Él [Wojtyla] es sexualmente inocente, pero no en otro sentido. Para ser cardenal bajo los comunistas tenía que ser astuto en extremo. No hay ingenuidad en él. Se trata de una persona muy inteligente que sabe lo que hace.
Cuando los periodistas Carl Bernstein y Marco Politi preguntaron a Anna Teresa Tymieniecka sobre una posible atracción sexual con el papa, ella respondió de forma tajante:
Voy a ser extremadamente personal y decirle que no estoy interesada en la sexualidad. En ningún sentido. Soy una dama polaca pasada de moda que considera que ese no es en absoluto un tema de conversación.
El doctor Hendrik Houthakker, esposo Anna Teresa Tymieniecka, comentó sobre la supuesta relación entre su esposa y el futuro papa:
Mi esposa es muy femenina y estoy seguro de que en Wojtyla veía a un hombre, además de a un sacerdote. No cabe dudarlo. Mi esposa siempre está clasificando a la gente entre si es guapa o no lo es. El hecho es que no creo que se sintiera atraída de forma especial hacia él. Simplemente, no dejaba de percatarse de que era un hombre, pues no podía evitar hacerlo. Creo que mi esposa consideraba, y todavía considera, al papa, en general, muy agradable y muy compatible con ella[366].
Williams no tiene la menor duda de que Anna Teresa Tymieniecka se enamoró perdidamente del cardenal —Wojtyla—, y de que este no le correspondió[367]. Nuevamente, el doctor George Hunston Williams destacaría en su obra The Mind of John Paul II, redactada en los primeros años de su pontificado:
Llegué a la conclusión tras escucharla detenidamente durante horas, de que, como había pensado desde el principio, Tymieniecka sentía una poderosa atracción sexual por el cardenal, pero esta se hallaba sublimada por la realidad de su cargo y reemplazada por una pasión intelectual… en la que ella era excitada por las ideas.
Según parece, los celos de Tymieniecka se desataron cuando se enteró que para la redacción de Amor y responsabilidad, Juan Pablo II había recibido la ayuda de otra mujer importante en la vida del papa polaco, la psiquiatra de Cracovia Wanda Poltawska, una mujer casada que ciertamente sabía de lo que hablaba. En esta controvertida obra, Wojtyla insiste en que el sexo no solamente es un acto para la procreación, sino que también incrementa la intimidad en el matrimonio. «Pero practicar el sexo solo por placer viola la libertad individual», escribía Juan Pablo II. Durante sus años como profesor universitario, muchos de sus estudiantes se preguntaban si el padre Wojtyla habría tenido alguna vez una novia, una prometida o incluso una esposa[368]. Según los autores Carl Bernstein y Marco Politi, en su obra Su Santidad. Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo, Karol Wojtyla tenía gran información sobre el sexo y las relaciones de pareja, «a través del confesonario». Lo cierto es que en su obra Amor y responsabilidad no hay ni una sola nota de pie de página y las pocas que hay, solo citan obras del propio Wojtyla. ¿Es que el futuro papa solo conocía la teoría, pero no la práctica del sexo? Analizando su relación con las mujeres, cuesta creerlo. La fama de mujeriego y de tener experiencia sexual no le abandonaría jamás, ni siquiera bajo el poder de la tiara papal.
Cuando era joven, durante sus años en la escuela superior, Karol Wojtyla habría optado por la castidad premarital. Bernstein y Politi, en la magnífica biografía sobre el papa polaco, relatan que en aquellos años las oportunidades sexuales no les llegaban con mucha facilidad, siendo estudiantes en el colegio mayor, tanto por la mentalidad de la época como por el director y personal del centro, que eran muy estrictos con respecto a este tema. Cualquier estudiante que fuera descubierto paseando a solas junto a una chica, por el sendero Aleja Milosci (avenida del Amor), se arriesgaba a un severo castigo. Aquí sucedían las primeras aventuras sexuales de los estudiantes como Wojtyla, o bien en excursiones a pueblos cercanos. ¿Pero cómo sabemos que el futuro papa nunca se abandonó a la tentación sexual en la avenida del Amor?
En la década de los noventa, y con la autoridad papal que le permitía, Wojtyla se enfadó mucho cuando supo que uno de sus biógrafos, un sacerdote carmelita llamado Wladyslaw Kluz, había definido la confesión como el medio por el que el joven Wojtyla recuperó la gracia de Dios. Esto quería decir que Wojtyla había tenido relaciones sexuales, pero que había recuperado la gracia de Dios (¿el perdón?) tras confesarse. El propio Juan Pablo II escribió una carta a Kluz ciertamente irritado. «Recuperar implica que había perdido, a través de un pecado grave (¿relaciones sexuales?), la gracia de Dios. ¿Quién le ha dicho que cometiera pecados graves en mi juventud? Nunca sucedió. ¿Acaso no puede usted creer, padre, que un hombre joven sea capaz de vivir sin cometer pecado mortal? (¿relaciones sexuales?)», escribió el papa[369].
Fuese como fuese, los biógrafos más importante de Juan Pablo II se han hecho eco de las supuestas novias del joven Karol Wojtyla. La primera de ellas sería una belleza judía de pelo negro llamada Ginka Beer, cuya familia vivía cerca de los Wojtyla en Wadowice. Ginka era dos años mayor que Karol. Años después Ginka emigró a Israel, siendo entrevistada por el escritor Tad Szulc, cuando este preparaba su obra, Papa Juan Pablo II. Szulc preguntó a Ginka sobre su supuesta relación con Karol Wojtyla. Ella no quiso hablar del tema, pero tampoco lo negó[370]. Otra supuesta novia de Wojtyla, pudo ser durante su etapa de trabajo en la cantera Zakrzówek de Solvay, a las afueras de Cracovia. Allí fue perseguido por una joven de dieciocho años llamada Irka Dabrowska, hija de uno de los directores de Solvay. Cada día esta rogaba a Józef Krasuski, un amigo de Wojtyla, de que le convenciese para acudir a su fiesta de cumpleaños. «Por favor, hable con Lolek [Wojtyla], es un hombre tan agradable y atractivo», le decía. Karol Wojtyla acabó por aceptar la invitación. Cuando Irka, alta, delgada y pelirroja, quiso saber qué opinaba el futuro papa de ella, Krasuski decidió ocultarla en el armario e hizo entrar en la cocina a Wojtyla. «¿Te gusta Irka?», le preguntó su amigo. «Sí, es encantadora, pero tiene solo un defecto. Si pudiera recortarle tan solo un poco las piernas para que no fuese tan alta; y si estuviera un poco más rellenita», respondió Wojtyla. La supuesta relación entre Lolek e Irka duró tan solo unas pocas semanas, y según el mismo Wojtyla fue tan solo una relación platónica (¿sin sexo?). Al parecer, la muerte de su padre, el 18 de febrero de 1941, rompió la relación entre los dos jóvenes[371].
Halina Krolikiewicz, primera novia de Karol Wojtyla.
Otra de las mujeres importantes en la vida de Karol Wojtyla sería la que, según algunos, fue su primera novia, Halina Krolikiewicz. Halina era una bella actriz de ojos negros, que formaba parte del grupo de teatro Rapsódico, en Cracovia. Entre 1942 y 1945, la compañía con Wojtyla como miembro de ella, llevó a cabo veintidós representaciones. «Suena paradójico. Para mí, aquellos años fueron maravillosos. No tenía miedo, me sentía feliz con lo que hacía. Teníamos la sensación de que mientras otros luchaban con el ejército del interior [partisanos], nosotros lo hacíamos con las palabras», declararía años después la propia Krolikiewicz. La relación se hizo muy, pero que muy estrecha entre Wojtyla y Halina, hasta el otoño de 1942, cuando el futuro papa se presentó en la residencia del arzobispo Sapieha para anunciarle que quería convertirse en sacerdote. No dijo nada a Halina hasta meses después. «Él [Karol Wojtyla] era diferente a los otros», recordaba Krolikiewicz. Lo cierto es que cuando ambos jóvenes se matricularon en Filosofía y Letras en la Universidad Jagellónica de Cracovia la relación entre ambos fue descubierta por un amigo: «Se comportaban de forma misteriosa cuando estaban juntos. Se notaba una especie de química entre ellos, un flirteo continuo, que demostraba un gran afecto y complicidad»[372].
Tampoco bebía el joven Wojtyla. Cuando sus compañeros de universidad pasaban una botella de brandy, él nunca lo probaba. Mostraba hacia la bebida la misma actitud que hacia el sexo[373].
Ginka Beer, Irka Dabrowska, Halina Krolikiewicz, Wanda Poltawska o Anna Teresa Tymieniecka fueron mujeres muy cercanas a Karol Wojtyla, con las que él negó haber tenido nunca relaciones sexuales. Con ninguna de ellas, pero en 1995, en el decimoséptimo año de pontificado del papa polaco, un libro publicado en Nueva York, titulado I Have to Tell this History (Yo tengo que contar esta historia), vendría a sembrar un poco más la duda sobre el supuesto celibato practicado por Wojtyla durante su juventud. El libro estaba escrito por Leon Hayblum, quien afirmaba ser el padre de la nieta del papa Juan Pablo II. Según Hayblum, durante la ocupación nazi de Polonia, Wojtyla se unió a un grupo de resistentes formado por judíos de Polonia. Entre ellos se encontraba una joven judía de la que Wojtyla se enamoró perdidamente. Según las leyes del ocupante, estaban prohibidos los matrimonios con judíos, pero el futuro papa y la joven hicieron caso omiso y se casaron en una ceremonia secreta, donde incluso se intercambiaron anillos[374]. Tras dar a luz a una niña, siempre según el libro de Hayblum, la joven salió del refugio donde se encontraba escondida siendo detenida por la Gestapo y deportada a un campo de exterminio. El padre —Wojtyla— no podía hacerse cargo de una niña de seis semanas, en plena ocupación de Polonia, de manera que la entregó en un convento local para que fuese criada y educada por las monjas. Durante los años siguientes, el religioso se mantuvo cerca de la niña, siguiendo paso a paso su educación. Leon Hayblum, un polaco nacionalizado australiano, afirma que descubrió la historia durante los años sesenta en Cracovia cuando mantuvo una relación amorosa con una mujer llamada Krystyna. «Ella vivía en un convento, aunque no era monja», afirma Hayblum. Con el paso del tiempo ella le dijo que su padre era el arzobispo de Cracovia, el cardenal Karol Wojtyla.
La relación entre la supuesta hija de Karol Wojtyla y Leon Hayblum terminaría cuando ella no quiso acompañarlo a Australia, país al que Hayblum emigró. Leon Hayblum abandonaba Polonia dejando tras de sí a la supuesta hija y a la supuesta nieta del papa Juan Pablo II. ¿Leyenda o realidad?
Leon Hayblum sería asesinado de un disparo en el pecho durante un atraco en una calle de Melbourne, pero antes de morir había conseguido contar su historia, cierta o no[375]. Puede que lo que relató Hayblum sobre la supuesta relación entre el futuro papa y la resistente judía hubiese ocurrido durante los dos años de la vida de Karol Wojtyla de los que no se sabe absolutamente nada. Misterios o no, lo cierto es que al papa Juan Pablo II las palabras contracepción, aborto, masturbación, homosexualidad o sodomía le provocaban urticaria. En un pasaje de su obra, Juan Pablo II las describe como «desórdenes orgánicos» que provocan «frigidez y hostilidad», pero misteriosamente deja fuera de estas palabras satánicas, la masturbación femenina. Los críticos afirman que detrás de este hecho está la mano de la propia Wanda Poltawska.
En otra obra finalizada en 1979 y hecha pública entre 1981 y 1984, titulada Teología del cuerpo, Wojtyla escribe: «El sexo no solo decide la individualidad de la persona, sino que define a la vez su identidad personal […] el que conoce es el hombre y la que es conocida es la mujer […] en el conocimiento del que habla el Génesis, el misterio de la feminidad se manifiesta y se revela plenamente a través de la maternidad». Curiosa tesis en pleno siglo XX.
La Iglesia intenta desde hace siglos ser el barómetro de la moral sexual de los creyentes, y dentro de ese deseo aparece lo que es un anatema, la homosexualidad. En octubre de 1979, durante el primer viaje de Juan Pablo II a Estados Unidos declaró: «La actividad homosexual, que hay que distinguir de la tendencia homosexual, es moralmente perversa».
En Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, editado por el todavía cardenal Ratzinger por orden de Juan Pablo II, el tema de la homosexualidad aparece únicamente en la parte titulada «La Vida en Cristo», al explicar los diez mandamientos. Cuando se intenta aclarar el sexto, «No cometerás actos impuros», en el apartado 492, se hace una explícita relación de los principales pecados contra la castidad:
Son pecados gravemente contrarios a la castidad, cada uno según la naturaleza de su propio objetivo: el adulterio, la masturbación, la fornicación, la pornografía, el estupro, los actos homosexuales. Estos pecados son la expresión del vicio de la lujuria. Si se cometen con menores, esos actos son un atentando aún más grave contra su integridad física y moral[376].
Resulta sorprendente este texto de la Iglesia, aprobado por Juan Pablo II. En él se pone al mismo nivel de pecador al adolescente que se masturba, al violador o al pederasta. Y en otro punto del mismo Catecismo se equiparan como pecadores el homosexual y quien practica el estupro.
Sobre el control de natalidad el mismo texto de Ratzinger y Wojtyla explica en sus puntos 497, 498 y 499:
¿Cuándo es moral la regulación de la natalidad? La regulación de la natalidad, que representa uno de los aspectos de la paternidad y de la maternidad responsables, es objetivamente conforme a la moralidad cuando se lleva a cabo por los esposos sin imposiciones externas; no por egoísmo, sino por motivos serios; y con métodos conformes a los criterios objetivos de la moralidad, esto es, mediante la continencia periódica y el recurso a los períodos de infecundidad (sic).
¿Cuáles son los medios inmorales para la regulación de la natalidad? Es intrínsecamente inmoral toda acción —como, por ejemplo, la esterilización directa o la contracepción— que, o bien en previsión del acto conyugal o en su realización, o bien en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, impedir la procreación (sic).
¿Por qué son inmorales la inseminación y la fecundación artificial? La inseminación y la fecundación artificial son inmorales porque disocian la procreación del acto conyugal con el que los esposos se entregan mutuamente, instaurando así un dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona humana. Además, la inseminación y la fecundación heterólogas, mediante el recurso a técnicas que implican a una persona extraña a la pareja conyugal, lesionan el derecho del hijo a nacer de un padre y de una madre conocidos por él, ligados entre sí por matrimonio y poseedores exclusivos del derecho a llegar a ser padre y madre solamente el uno a través del otro (sic).
Sobre la pederastia, el triunvirato formado por Juan Pablo II y los cardenales Joseph Ratzinger y Tarcisio Bertone creó, más que conspiró, un auténtico dique de contención para tratar los casos de pedofilia por parte de religiosos. Los tres estuvieron de acuerdo con que la pedofilia debía tratarse como un problema que había que esconder, protegiendo a los culpables a toda costa, desasistiendo a las víctimas —niños y niñas— y tratando el asunto más como un problema legal y económico, que no moral. Es singular que Juan Pablo II o Benedicto XVI, propensos ambos a dar su opinión sobre lo divino y lo humano, no hubieran lanzado ningún discurso o mensaje sobre el posible vínculo entre la obligación de los religiosos a mantener la castidad y la tendencia de muchos de estos a abusar de niños[377].
El 18 de mayo de 2001, Ratzinger y Bertone decidieron enviar desde el Santo Oficio una carta escrita en latín a todos los altos jerarcas de la Iglesia católica repartidos por el mundo, en la que se les daban órdenes estrictas y precisas sobre cómo tratar «los delitos más graves cometidos por sus propios miembros contra la moral y la celebración de los sacramentos»; es decir, la pederastia. La carta estaba clasificada como secreto pontificio.
Ratzinger y Bertone explicaban que el tratamiento de estos delitos estaba reservado al tribunal apostólico de la Congregación para la Doctrina de la Fe; o que cuando un superior tenga conocimiento de este tipo de delito deberá comunicarlo a la Congregación para la Doctrina de la Fe; o que si la congregación en cuestión no actúa, entonces podrá ser el mismo superior quien juzgue el caso como crea oportuno; o que si el superior lo cree necesario, podrá formar un tribunal especial, compuesto solo por sacerdotes; o que todos los casos relaciones con pedofilia serán tratados bajo secreto pontificio y, por tanto, sus resoluciones serán secretas; o que los delitos de pedofilia en los que se hallan visto envueltos religiosos, «deben permanecer secretos y ser juzgados con rigor en un proceso interno» (sic); o que quien viole este secreto pontificio se encontraría bajo pena de suspensión a divinis. ¿Y qué pasa con el pederasta? ¿Es que acaso la Iglesia o la autoridad eclesiástica pertinente no debe denunciar los hechos a la policía? No, claro.
Otro punto verdaderamente delicado para Ratzinger fue una disposición incluida en este texto: «Hay que anotar que la acción legal contra los delitos sobre los que tiene competencia la Congregación para la Doctrina de la Fe se extingue a los diez años con la prescripción. No obstante en el delito cometido por un sacerdote con un menor, el período de prescripción comienza a calcularse a partir del día en que el menor cumple dieciocho años». Es decir, que el delito de pedofilia prescribe, según el prefecto Ratzinger, cuando la víctima del abuso cumple veintiocho años.
Este texto pondría en serios aprietos años después a Benedicto XVI en sus visitas a Estados Unidos. Daniel Shea, el abogado de las víctimas de abusos por parte de religiosos, presentaría una demanda contra el pontífice ante un tribunal federal, por obstrucción a la justicia. El cardenal Joseph Ratzinger debía presentarse para responder a la acusación, pero en ese tiempo se convirtió en sumo pontífice de Roma y en jefe de Estado de la Santa Sede[378].
Pero el 23 de agosto de 2003 iba a ser una fecha claramente significativa en la política vaticana con respecto a los casos de pederastia de religiosos estadounidenses. Ese mismo día era estrangulado en su celda en la prisión de Souza-Baranowsky, al norte de Boston, el sacerdote pedófilo John Geoghan, de sesenta y siete años, a manos de otro preso llamado Joseph Druce[379]. El religioso cumplía una condena de diez años por manosear los genitales de un niño mientras jugaba en la piscina familiar, pero se encontraba a la espera de ser juzgado por otros ciento treinta casos de abusos sexuales sobre menores. El caso Geoghan[380] fue el detonante de la crisis de pederastia en la Iglesia de Estados Unidos. El prestigioso diario Boston Globe fue el primero en destapar, en enero de 2002, las denuncias contra Geoghan y el encubrimiento por parte de la archidiócesis. Un primer informe del fiscal general de Massachusetts identificaba con nombres y apellidos a setecientos ochenta y nueve niños y niñas, víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes[381]. «Era claramente un alma atormentada, un hombre enfermo y un cura depredador», afirmó Scott Appleby, historiador de religión, en declaraciones a diversos medios de comunicación de Estados Unidos. Depredador sexual era el calificativo que con mayor frecuencia le aplicaron sus víctimas, ochenta y seis de las cuales zanjaron extrajudicialmente sus demandas con la archidiócesis de Boston, recibiendo cada uno una indemnización de diez millones de dólares.
El historial de abusos de Geoghan se remonta a los primeros años después de su ordenación como sacerdote en 1962. Todos tuvieron lugar en Boston y sus alrededores. La jerarquía eclesiástica encabezada por Juan Pablo II y los cardenales Joseph Ratzinger, Tarcisio Bertone y Bernard Law —arzobispo de Boston— consintió en que un tipo como Geoghan siguiera en sus funciones a pesar de las múltiples denuncias que había contra él en la mesa de Law. Hubo temporadas en que las autoridades eclesiásticas lo enviaban a instituciones de rehabilitación, pero cuando era dado de alta se le ofrecía un nuevo destino, incluso cerca de niños. El pedófilo John Geoghan era perdonado como si los abusos sexuales que cometió sobre decenas de niños y niñas se trataran de un pecado, en lugar de constituir un delito. John Geoghan no fue destituido hasta 1998, treinta y seis años después de haber cometido su primer delito sexual contra niños. Esa permisividad e indiferencia ante el dolor de las víctimas y sus familias le costó la dimisión, el 13 de diciembre de 2002, al cardenal Bernard Law, uno de los personajes más influyentes de la Iglesia católica en Estados Unidos[382].
Una estimación del prestigioso semanario Business Week aseguraba, basándose en las indemnizaciones que había tenido que pagar la Iglesia católica en Estados Unidos a las innumerables víctimas de pedofilia, que la archidiócesis de Boston llegaba al año 2003 con un déficit de cinco millones de dólares; la de Nueva York, con un déficit de veinte millones; o la de Chicago, con unas pérdidas cercanas a los veintitrés millones de dólares. Las donaciones se habían reducido drásticamente debido a que tres de cada cuatro católicos estadounidenses pensaban que eran ciertas las acusaciones de pedofilia sobre los religiosos y que, por tanto, la Iglesia no era merecedora de tales donaciones[383]. La misma encuesta demostraba que un 72 por 100 de los católicos estadounidenses entrevistados opinaba que «la jerarquía católica había manejado mal el problema de la pedofilia», y un 74 por 100, «que el Vaticano solo piensa en defender su imagen y no en resolver el problema».
A la lista de pederastas confesos se unían los nombres de prestigiosos miembros de la Curia, muchos de ellos por haber cometido delitos contra menores, por haber tenido relaciones homosexuales, relaciones con diferentes mujeres o por haber encubierto delitos de pederastia. Estos son solo algunos ejemplos:
Pero el caso más significativo de un alto miembro de la Curia y abusador de menores sería el del cardenal Hans Hermann Gröer, arzobispo de Viena. Este cardenal ultraconservador comenzó por enseñar a un menor bajo la ducha cómo «limpiarse el pene para evitar infecciones». Pero la mecha que encendió las primeras acusaciones sería obra del propio Gröer cuando en una carta pastoral de 1995 afirmaba: «Los pederastas no llegarán al Reino del Señor». Aquella sencilla frase dio pie a las primeras víctimas, a presentar denuncia contra el cardenal primado de Austria[384]. Lo más curioso del caso es que muchas de ellas afirmaron haber presentado denuncias a principios de la década de los setenta contra el entonces obispo Gröer, pero que el Vaticano las había silenciado.
Para el papa Wojtyla, Hans Hermann Gröer era una pieza clave en el tablero de ajedrez en el que se había convertido Austria dentro de la política exterior vaticana. Trece meses después de recibirse la primera denuncia contra Gröer, el religioso fue nombrado por Juan Pablo II arzobispo de Viena, la cumbre de la Iglesia católica austríaca.
Al conocerse las denuncias, la primera reacción oficial de apoyo a Gröer llegaría del nuncio Donato Squicciarini: «La Santa Sede tiene mucha experiencia (sic) en este campo, y lo que sucede en Austria ha pasado en otros países. Estoy convencido de que también el caso Gröer no tiene base. Todo esto le da más valor para continuar en su cargo como presidente de la conferencia episcopal austríaca».
A esta declaración le siguieron otras como la del obispo Kurt Krenn, quien atacó a las víctimas diciendo: «Son almas enfermas, y sus acusaciones, inconcebibles y malévolas. Deberían pedir disculpas al cardenal». Finalmente, en 1995 y en plena polémica, el cardenal Gröer no pudo aguantar más las presiones y presentó su dimisión de arzobispo de Viena, a Juan Pablo II, su más fiel protector[385]. Cuando el 14 de abril de 1998 Gröer pidió al papa que aceptase su dimisión y renuncia a todos sus cargos eclesiásticos, este aceptó, aunque no sin antes declarar: «Espero que el intento de destrucción [de la Iglesia austríaca] no tenga éxito y que la cizaña de la sospecha y de la discordia no prevalezca entre los católicos».
El Vaticano cerró su investigación interna sobre el caso Gröer a finales de 1998. Al parecer, los hechos denunciados eran del todo ciertos. El cardenal Schönborn, sucesor y principal apoyo de Gröer, tuvo que reconocer finalmente:
Hemos llegado a la convicción moral de que las imputaciones hechas contra el arzobispo emérito cardenal Hans Hermann Gröer son esencialmente ciertas. Espero que el cardenal Gröer sepa pronunciar unas palabras clarificadoras y de liberación, y rezo e invito a rezar para que consiga hacerlo.
El cardenal Gröer fallecería el 24 de marzo de 2003, a los noventa y cuatro años, en la ciudad de Sankt Pölten (Austria). Al año siguiente de explotar el caso Gröer, casi cincuenta mil ciudadanos austríacos abandonaron formalmente el catolicismo.
Finalmente, Juan Pablo II, principal pilar de apoyo de Gröer, fallecería a los ochenta y cinco años de edad, en la noche del 2 de abril de 2005 tras veintiséis años, diez meses y diecisiete días de pontificado. La era Wojtyla dejaba también una férrea política contraria a cambiar la situación del celibato a los religiosos, a los matrimonios homosexuales, al aborto, a la investigación con embriones o al control de la natalidad; a la posible participación de la mujer en el sacerdocio; y mantuvo una férrea y hermética estructura piramidal dentro de la jerarquía eclesiástica, semejante a la más dura monarquía absolutista practicada por Luis XIV, el rey Sol. Por último, pretendió tapar con enormes sumas de dinero los abusos sexuales cometidos durante décadas por religiosos a niños. Ninguno de los abusadores fue expulsado de la Iglesia. Sin duda, todo un ejemplo para un papa al que muchos desean que alcance el grado sublime de la canonización[386]: ¡Santo súbito!
El papa que había conseguido llevar la palabra de Dios a través de la CNN, moría en olor de multitudes, tal y como había vivido, y es que Karol Wojtyla o Juan Pablo II, dicen sus críticos, «estuvo más cerca del mensaje que de Dios». Sobre esta crítica circula un chiste: «Escenario: una maravillosa terraza vaticana con piscina, bajo el multicolor atardecer romano. Allí el pontífice, vestido de blanco impoluto, pasea por la barandilla de la terraza con una copa de Martini en una mano. De repente, el papa polaco mira al cielo y con un tono sarcástico se pregunta: "¿Y si existiese de verdad?… ¡ji, ji, ji!, pero en qué estaré pensando", dice. Inmediatamente Juan Pablo II vuelve a la realidad y de un solo trago se bebe el Martini, tras lanzar un brindis hacia el cielo».
Una vez enterrado el papa polaco, se desataba en el sacro colegio cardenalicio una auténtica lucha de titanes para encontrar a su sucesor. Muchos de ellos realizaron auténticas campañas electorales en el precónclave. El más poderoso y activo sería el cardenal Joseph Ratzinger, quien ya en 1978 declararía: «No es el Espíritu Santo el que dicta a los cardenales el nombre del nuevo papa». Sin duda, el cardenal alemán tenía la fuerza de la razón y la razón de la fuerza también.
Antes de entrar en cónclave, el cardenal de Lyon, Philippe Barbarin, hizo un rápido retrato del que debía ser el sucesor de Juan Pablo II: «Debe ser un hombre abierto a un mundo que se mueve. Un hombre que comprenda y conozca el mundo contemporáneo y su cultura para que, cuando hable, la gente pueda entenderle», y en esto llegó el cardenal Ratzinger. En la cuarta y última votación, el cardenal Ratzinger alcanzó los ochenta y cuatro votos frente a los veintiséis de Bergoglio, haciéndose con la tiara papal a sus setenta y ocho años. Adoptaría el nombre de Benedicto XVI[387]. Aunque muchos creyentes conocían poco sobre el nuevo papa, al menos sabían que a Ratzinger se le definía como el Panzerkardinal, Ratzinger Z —como el popular personaje de dibujos animados japonés de los años setenta, Mazinger Z—, la Sombra del papa, el Bombardero B-16, o el Gran Inquisidor. Los diarios británicos serían los que peor recibirirían el nuevo nombramiento. The Daily Telegraph titulaba: «El Rottweiler de Dios», o el Sun, como «De las juventudes hitlerianas a papa Ratzi». ¿Pero quién era realmente el nuevo sumo pontífice?
Este amante del clásico vestuario pontificio, como el camauro —gorro— y la muceta —la capa roja— y que se hacía sus zapatillas a medida, en Adriano Stefanelli y no en Prada, como afirmó The Washington Post, nació el 16 de abril de 1927, en la ciudad alemana de Marklt am Inn, curiosamente a menos de veinte kilómetros de Branau, la ciudad donde nació Adolf Hitler.
Benedicto XVI con uniforme de las juventudes hitlerianas.
Realmente no puede afirmarse que el futuro papa fuese nazi, sino más bien un producto de su tiempo. Sería injusto calificarlo como tal. «El partido nacionalsocialista se presentaba cada vez con más fuerza como la única alternativa al caos reinante», escribe Ratzinger[388]. Con el paso de los años, Joseph Ratzinger hizo lo que otros tantos miles de alemanes, buscar disculpas al ascenso de Hitler y del Tercer Reich mientras alegaban: «Yo no sabía nada de eso». Durante los años siguientes Ratzinger optó por el silencio e ignoró la pregunta sobre las razones profundas por las que muchos alemanes, aun sabiendo, o sospechando, se conformaron o permanecieron en silencio. Aún hoy, el discurso de Benedicto XVI sobre aquellos años sigue siendo un tema por el que el pontífice prefiere pasar, sino por alto, sí correr un tupido velo.
Supuesta fotografía de Benedicto XVI realizando el saludo nazi.
El futuro papa ingresaría en el seminario de Traunstein en 1939, cuando tenía doce años de edad. En 1943, a los dieciséis, es reclutado a la fuerza para servir en las juventudes hitlerianas y destinado a una pieza antiaérea, dentro de la protección de una factoría de la BMW, donde se montaban motores para aviones de combate. Existe una fotografía de un adolescente Ratzinger vestido con el uniforme de las juventudes hitlerianas y otra supuesta fotografía, en la que puede verse al futuro papa vestido como sacerdote y realizando el saludo nazi[389]. Sobre su paso por las juventudes hitlerianas, Ratzinger escribe: «Tengo un recuerdo hermoso porque el suboficial que nos mandaba defendió con firmeza la autonomía de nuestro grupo y nos dispensaron de cualquier práctica militar». ¿Quiere esto decir que Ratzinger no hizo un solo disparo sobre aviones aliados para defender su posición en la fábrica de BMW?
En 1944 pasa por el servicio laboral del Reich y en 1945 vio cómo llegaban los estadounidenses a su país. Desde ese mismo momento ni una palabra sobre Dachau, o los trabajadores esclavos, o sobre la liberación de Auschwitz por parte de los rusos, o sobre las persecuciones a ciudadanos alemanes, o sobre la política de eutanasia llevada a cabo por los nazis. Tan solo en 1993, y durante una entrevista concedida a Time, el aún cardenal Ratzinger explicaba: «Recuerdo haber visto trabajadores esclavos procedentes de Dachau, mientras prestaba servicio en la BMW y de haber presenciado la muerte de judíos húngaros». El futuro papa necesitó cuarenta y ocho años para que le volviese la memoria.
Los estudiosos de la doctrina teológica de los dos últimos papas son incapaces, al igual que el autor de esta obra, de diferenciar los puntos de vista doctrinales de Wojtyla y Ratzinger. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? Es imposible saber dónde acaban el pensamiento y los actos inquisitoriales de Wojtyla y dónde empiezan el pensamiento y los actos inquisitoriales de Ratzinger. Ya lo dijo Rembert Weakland, arzobispo de Milwaukee y biógrafo de Wojtyla, cuando afirmó: «No sabría distinguir entre lo que dice el papa Juan Pablo II y lo que dice Ratzinger». Lo cierto es que cuanto más enfermo e impedido estaba Juan Pablo II, más poder de decisión tomaba Ratzinger.
Viendo las decisiones que Joseph Ratzinger adoptó como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe —el Santo Oficio—, son normales los titulares de los periódicos ingleses. Muchos de los que trabajaron junto al prefecto alemán lo definen como:
un inquisidor firme y despiadado, pero amable y dialogante, que contribuyó de forma decisiva a trazar una nueva política romana, identificando a los teólogos que había que frenar, condenar, marginar o reconducir al seno materno. […] Fue en cambio intransigente e implacable con las voces más progresistas. Durante su dirección, el hacha de la Congregación se abatió sobre un gran número de personas bastante impresionante y acabó con cualquier tipo de disensión izquierdista. En el ámbito de su actuación política [al frente del Santo Oficio, durante los años Wojtyla], la lista de condenados constituye una indiscutible y desbordante información.
A tal lista nos remitimos[390]. Estos son unos pocos y claros ejemplos del hacha de Ratzinger:
Durante veinticuatro años, entre 1981 y 2005, el futuro papa ejerció con verdadera mano de hierro el papel de guardián de la doctrina, a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe y de la comisión teológica que presidía. Desde estos dos cargos cortó de cuajo el debate sobre el sacerdocio femenino. Se dice incluso que Ratzinger no deseaba bajo ningún concepto que saliese elegido sumo pontífice el cardenal Carlo Maria Martini, debido a que este veía la posibilidad de conceder a las mujeres las órdenes sacerdotales y el permiso para dar misa. Ratzinger convenció al papa Wojtyla para que mediante la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis, fechada el 22 de mayo de 1994, pusiese fin a esa posibilidad. «Declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de otorgar a las mujeres el orden sacerdotal y que esta sentencia ha de ser considerada definitiva por todos los fieles de la Iglesia», escribió Wojtyla bajo recomendación de Ratzinger. Son muchos los detractores de un mayor papel de la mujer dentro de la Iglesia, como el cardenal Giacomo Biffi, quien llegó a comparar la posibilidad de ver a una mujer en una Iglesia impartiendo misa con «la misma posibilidad de sustituir el vino consagrado por Coca-Cola» (sic).
Y para ratificar lo dicho por Biffi, su amigo Ratzinger prohibió incluso impartir misa a todos aquellos sacerdotes alcohólicos o celíacos, para no adulterar la sangre y el cuerpo de Cristo. Para Ratzinger, el tener una enfermedad como el alcoholismo o la celiaquía los anulaba para poder dar misa en una iglesia. Rápidamente, ante las protestas de grupos de alcohólicos anónimos o de celíacos, la Congregación para la Doctrina de la Fe tuvo que responder afirmando que en ambos casos se ponía en peligro la salud de los sacerdotes ex alcohólicos o celíacos, debido al alcohol que contiene el vino y a la harina que contiene la hostia. ¿No era más fácil impartir misa con vino sin alcohol o con hostias sin harina?, ¿o es qué Ratzinger sabía a ciencia cierta que Jesús bebió vino con grados de alcohol durante la celebración de la última cena? Misterios de la Iglesia. En cambio, ¿no les parece peor a Ratzinger y a su Congregación el que religiosos católicos indios impartan la Eucaristía cogiendo la hostia con pinzas cuando le dan el sacramento a un paria? En la India, el que toca a un paria es considerado un intocable, por lo que a menudo los sacerdotes imparten la comunión cogiendo la Sagrada Forma con pinzas.
El famoso teólogo Hans Küng atribuye a Ratzinger la clara voluntad de retroceder a la Edad Media, a una época oscura en la que el hombre no se atrevería nunca a pensar o poner en duda la existencia de Dios. Claro que a los que lo hacían se les pasaba por el potro y después por la hoguera de la Inquisición. El propio Ratzinger ya ha declarado en diversas ocasiones que se encontraría más a gusto en la Edad Media que en la época actual. Una viñeta aparecida justo después de su elección como sumo pontífice muestra a Ratzinger, ya con vestiduras papales, ante el balcón de San Pedro declarando con los brazos abiertos: «No había habido un papa alemán desde la Edad Media… Ya era hora de que hubiera otra vez Edad Media».
Esta misma tesis medievalista es la que muestra Ratzinger hacia la homosexualidad, casi con un claro cariz homofóbico. Aunque un poco más arriba de este capítulo se habla sobre la participación de Ratzinger en la redacción del Compendio del Catecismo de la Iglesia católica y del famoso punto 492, donde homosexualidad y masturbación son equiparadas a estupro y pedofilia, Benedicto XVI no solo condena la actividad homosexual, sino también la naturaleza (homosexual) de la persona. Es decir, que para Ratzinger lo perverso y degenerado no es ya el acto homosexual, sino el propio homosexual en sí.
Uno de los primeros documentos aprobados por Benedicto XVI, sería Instruction concerning the criteria for the discernment of vocations with regard to persons with homosexual tendencies in view of their admission to the seminary and holy orders (Instrucción acerca de los criterios de distinción vocacional respecto a las personas con tendencias homosexuales con vistas a su admisión en el seminario y en las órdenes sagradas), redactado por la Congregación para la Educación Católica, y fechado en Roma el 31 de agosto de 2005. En el documento de ocho páginas se obliga a distinguir entre «homosexual profundo y homosexual transitorio (sic).» «Se considera necesario afirmar que la Iglesia, aun respetando profundamente a las personas en cuestión [los homosexuales], no puede admitir en el seminario o en las órdenes sagradas a quienes practican la homo sexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente enraizadas o apoyan la llamada cultura gay (sic)», explica el documento[392].
Para Ratzinger, la homosexualidad es contra natura, como ya definió la carta pastoral de 1986, Homosexualitatis problema, donde se explica claramente que «es imposible aceptar la condición homosexual como si no fuese desordenada». Lo cierto es que para Ratzinger, los homosexuales constituyen una excepción y, por tanto, una amenaza segura a la Iglesia. Aunque lo más curioso de todo es que el actual papa ni siquiera se pregunta, dentro de un orden filosófico, qué papel tuvo Dios en la creación de los homosexuales. ¿Para qué?
Pero lo cierto es que en octubre de 2007, en su segundo año de pontificado, el papa Benedicto XVI se vio obligado a asumir que altos miembros de la Curia eran homosexuales y practicantes. Acababa de estallar el caso Stenico y el escándalo estaba servido. El 1 de octubre, el canal privado de televisión La 7 emitía en su programa Exit, las imágenes de monseñor Tommaso Stenico[393], de sesenta años de edad y alto miembro de la Congregación para el Clero, el organismo vaticano que vigila la conducta de los religiosos y religiosas católicos en todo el mundo, mientras realizaba proposiciones de carácter homosexual a un joven. Las imágenes habían sido realizadas con cámara oculta[394].
En una entrevista publicada por el diario La Repubblica[395], el propio Stenico se defendía alegando que no era gay y que «solo pretendía serlo como parte de su trabajo pastoral» (sic). El alto miembro de la Curia reconoció también que frecuentaba páginas de chats en Internet, dedicadas a temas gay y que llegó a entrevistarse con homosexuales como «parte de su labor de psicoanalista». Pero la declaración que más llamó la atención fue cuando Stenico dijo: «Pretendí hacerme pasar por gay a fin de recopilar información sobre aquellos que dañan la imagen de la Iglesia con actividades homosexuales», cuando curiosamente en el vídeo puede oírse cómo el religioso, mientras hace proposiciones al joven para tener relaciones sexuales, alega que «las relaciones sexuales entre homosexuales no son pecaminosas». «Todo era falso. Era una trampa. Fui víctima de mis propios intentos para contribuir a la limpieza de la Iglesia [de homosexuales] con mis trabajos de psicoanálisis. Para comprender mejor este misterioso y alejado mundo que, por culpa de unas pocas personas, entre ellas algunos sacerdotes, hace tanto daño a la Iglesia».
Las reacciones desde el Vaticano no se hicieron esperar. El portavoz de la Santa Sede, Federico Lombardi, dijo que monseñor Stenico había sido suspendido mientras el Vaticano investigaba el caso. El cardenal Julián Herranz, miembro del Opus Dei y presidente del Consejo pontificio para los textos legislativos, declaró con respecto a la homosexualidad:
El Vaticano es el principal interesado en realizar una profunda limpieza (sic). Somos los primeros interesados en una limpieza interna, pero esa limpieza se hará en el respeto de los derechos humanos y tras el pronunciamiento de las autoridades judiciales. La comisión disciplinaria del Vaticano, el tribunal que se encarga del caso Stenico, tendrá que trabajar con tranquilidad y lejos del clamor levantado por los medios de comunicación.
El cardenal español recordó también que los delitos relativos a la conducta sexual «prevén penas muy severas, como la reducción al estado laical», es decir, renunciar al ejercicio del sacerdocio. Dijo Herranz:
Cuando se producen estos hechos, la Iglesia siente tristeza, pero se trata de casos excepcionales, que no afectan a toda la comunidad porque en la Iglesia y en la Santa Sede hay muchas personas serias (¿es que los homosexuales no lo son?) y fuertemente empeñadas en servir al papa con seriedad y determinación.
La justificación de Ratzinger y de las altas jerarquías de la Iglesia con respecto a la homosexualidad podría resumirse en la frase aparecida en el libro Against Ratzinger, donde se afirma:
La concesión de derechos civiles a los homosexuales conduciría a la destrucción de la familia unida por el matrimonio, la institución en la que se basa toda sociedad humana ordenada. La familia tradicional se distingue de las parejas homosexuales por su capacidad de engendrar hijos, y de las parejas heterosexuales, porque somete voluntariamente su fecundidad a una concepción del mundo donde reina, o debería reinar, el orden[396].
Durante el debate sobre el caso Stenico, el gran humorista Lange, realizó un dibujo en el que se mostraba a dos cardenales abrazados desnudos en una cama, mientras a su lado, un soldado de la Guardia Suiza les grita: «¡Y ya sabéis!… ¡Nada de usar preservativos!». Y otro del magnífico Mike Lukovich en el que un sacerdote indica a un fiel: «Eso es el confesonario. Esto es el armario donde guardamos a los gays». El confesonario aparece vacío y el armario de los gays, a espaldas del religioso, completamente lleno. Ambas viñetas podrían ser un claro ejemplo de lo que opina la Iglesia, porque, aunque aquí sería bueno el dicho de «ojos que no ven, corazón que no siente», está claro que para Benedicto XVI matrimonio es sinónimo de orden, mientras que homosexualidad y parejas de hecho son sinónimos de desorden. Pero sería bueno preguntarse: ¿qué pensarían de las opiniones de Benedicto XVI, los papas Bonifacio III, Sergio II, Juan VIII, Romano, Benedicto IV, Lando, Juan XI, Juan XII, Benedicto IX, Bonifacio VIII, Urbano VI, Pío II, Pablo II, Sixto IV, Inocencio VIII, Alejandro VI, Julio II, León X, Clemente VII, Pablo III, Julio III o Pablo VI? Todos ellos papas, abierta o sospechosamente, homosexuales. O tal vez deberíamos preguntarnos, al igual que hizo el escritor inglés George Bernard Shaw: «¿Por qué deberíamos seguir los consejos del papa sobre sexo? Si sabe algo del tema, no debería saberlo».
Otro de los campos de batalla en el terreno sexual de Benedicto XVI es el de la fecundación artificial. No es del agrado del Sumo Pontífice el que las parejas homosexuales tengan la posibilidad de tener y criar hijos o el que las parejas heterosexuales pudieran decidir mediante catálogo el donante masculino o femenino, así como los rasgos genéticos de sus futuros hijos.
La píldora tampoco se ha librado de las críticas feroces del papa Ratzinger, cuando en 1991 dijo:
A menos que se equiparen óvulos y espermatozoides con las células fecundadas, no se debería acusar a la contracepción de favorecer esa hecatombe oculta. La píldora ha provocado una revolución cultural […]. Si la sexualidad puede separarse, de una forma segura, de la procreación, convirtiéndose cada vez más en pura técnica, entonces el sexo tiene tanto que ver con la moral como beber una taza de café[397].
Resulta curiosa también la condena a la anticoncepción por parte del papa, incluso cuando se practica para evitar males mayores, como el aborto o el contagio de enfermedades como el sida. África sigue siendo el continente más afectado, con 25,8 millones de infectados por el sida. Es en el África subsahariana donde el número de personas que iniciaron el tratamiento se ha multiplicado por más de ocho en dos años: de cien mil casos a ochocientos diez mil. Solo en África son el 57 por 100 de los infectados, mientras que del grupo de jóvenes de quince a veinticuatro años, el 76 por 100 son mujeres[398].
En el año 2004, y durante un diálogo con el filósofo Jürgens Habermas, Ratzinger afirmaba:
Debemos pensar también en la realidad africana. Occidente ha llevado a África su visión del mundo, la ha armado de manera permanente y ha destruido los mores maiorum, esto es, las normas morales que eran fundamento de aquellas tribus. […] Ahora vemos los efectos de la doble importación de la que hablábamos antes. Vemos la creciente violencia que comienza a destruir realmente a los pueblos, la ruina moral, con la epidemia del sida que devasta poblaciones enteras y la responsabilidad de introducir un racionalismo que no responde a ninguna de las cuestiones fundamentales de nuestra vida[399].
Así que el papa Benedicto XVI decide que el sida es un efecto del colonialismo occidental. Curiosa explicación política para el origen de esta enfermedad. Para colmo, el propio pontífice, en su visita del 17 de marzo de 2009, a Yaundé, la capital de Camerún, afirmó que el sida «no se puede superar con la distribución de preservativos, que, al contrario, aumentan los problemas. La única vía eficaz para luchar contra la epidemia es una renovación moral y correcta, destinada a sufrir con los sufrientes». Sí, señor, bonito y paternalista discurso que ayudará en gran medida a los millones de personas infectadas de sida solo en el continente africano. El mismo continente que alberga a cerca del 70 por 100 de los adultos y del 80 por 100 de los niños que viven con el VIH en el mundo, y en cuyo suelo se han enterrado las tres cuartas partes de los más de veinte millones de personas fallecidas en el mundo entero desde el comienzo de la epidemia. Pero ¿qué pasa con los religiosos infectados de sida? El caso más significativo sería el de Estados Unidos. Cientos de sacerdotes católicos de este país han muerto de sida o están infectados con el virus VIH, según una investigación publicada el 1 de febrero del año 2000, por el periódico The Kansas City Star. Centenares de sacerdotes consultados señalaron que «la homosexualidad, considerada pecado por la Iglesia católica, era la principal causa de la enfermedad que afectaba al clero en una proporción cuatro veces superior a la del resto de la población estadounidense».
Aunque el Vaticano no quiso hacer ninguna declaración respecto a la investigación del diario, el entonces obispo auxiliar de Detroit, Thomas Gumbleton[400] sí afirmó de forma tajante: «Los sacerdotes homosexuales y heterosexuales no han sabido cómo gestionar su sexualidad, su deseo sexual, y lo han hecho de una forma poco sana». Una cuarta parte de los tres mil religiosos que respondieron de forma anónima a la encuesta del periódico, se quejaron de la falta de educación sexual en los seminarios y del manto de silencio con el que tradicionalmente la Iglesia ha cubierto la ruptura del celibato.
No hay cifras exactas sobre los sacerdotes muertos a causa del sida, ni de los que están infectados actualmente, pero las fuentes citadas por la investigación periodística sitúan el número entre doscientos y setecientos cincuenta desde mediados de los años ochenta. El médico jesuita John Fuller, del Boston Medical Center, cree que hay «varios centenares». The Kansas City Star encontró más de cien religiosos muertos por sida entre los certificados de defunción, aunque expertos médicos señalaron que la cifra real podía acercarse a más de trescientos[401].
Para terminar esta obra nada como evitar hacer preguntas a Dios, al fin y al cabo podríamos explicarlo con la frase del Eclesiastés, al que el papa Benedicto XVI gusta citar con asiduidad: «Dios ha hecho al mundo objeto de infinitas diatribas, a fin de que el hombre siga ignorando las razones de su obra». Y puede que el Eclesiastés o Benedicto XVI tenga razón al citarlo. Es mejor, para la supervivencia de la Iglesia, que permanezcamos en la más absoluta oscuridad con respecto al sexo y pensando que es mejor no hacerse preguntas sobre la obra de Dios, porque si no, tal vez lleguemos a apropiarnos de la frase pronunciada por el humorista y comediante estadounidense Lenny Bruce. «Si te crees que hay un Dios, un Dios que hizo tu cuerpo y aún piensas que puedes hacer algo sucio con ese cuerpo, entonces el problema no es tuyo, es del fabricante»[402].
El 25 de marzo de 2005, Viernes Santo, fue la última vez que se vieron el papa Wojtyla y su amigo Joseph Ratzinger. Había sido el cardenal Ratzinger quien dirigió el víacrucis hasta el coliseo romano. Al llegar a la novena estación, el cardenal alemán y entonces futuro papa pronunció un sermón que bien podría servir de cierre a esta larga historia sobre la vida privada y sexual de los papas. Dijo Ratzinger:
Señor, a menudo tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, una barca que hace agua por todas partes. Nos causan un enorme pesar las vestiduras y el rostro tan sucio de Tu Iglesia, ¡pero somos nosotros los que la ensuciamos! Somos nosotros los que te traicionamos una y otra vez, a pesar de tantas palabras, de tantos grandes gestos. Satanás se está riendo, pero te levantarás de nuevo. Te levantaste, resucitaste y puedes levantarte con nosotros.
Puede que el entonces cardenal Joseph Ratzinger y ahora papa Benedicto XVI tuviese razón. Tal vez la Iglesia necesite levantarse nuevamente, desprendiéndose de esas vestiduras y de ese rostro tan sucio que la afligen. Tal vez necesite incluso una resurrección. Solo entonces la puta de Babilonia abandonará el Vaticano para siempre, pero hasta que esa resurrección llegue, habrá que esperar.