14.
HAZ EL AMOR (CASTO) Y NO LA GUERRA
(1800-1978)

Un hombre es aceptado en la Iglesia por lo que cree y es expulsado por lo que sabe.

MARK TWAIN

El cónclave nombró papa el 14 de marzo de 1800 al cardenal Barnaba Chiaramonti, quien adoptaría el nombre de Pío VII. Si de algo se puede acusar a este pontífice es de simonía premeditada. Debido al pánico que sentía ante Napoleón, aceptó sin rechistar bendecir el matrimonio del ex presbítero, Charles-Maurice de Talleyrand, a quien Napoleón había nombrado príncipe de Benevento, título arrebatado al papa. Talleyrand contrajo matrimonio con Catherine Grand, una francesa originaria de las Indias Orientales y su amante de toda la vida. Napoleón deseaba dar a su gabinete un aire de respetabilidad, y para ello necesitaba la bendición del pontífice. Poco después, en 1810, el papa volvía a ceder a las pretensiones de Napoleón al concederle el divorcio de su entonces esposa, Josefina, quien no podía dar al emperador un heredero[332].

Pero ese matrimonio de conveniencia entre el papa y el emperador acaba en divorcio tormentoso cuando Pío VII se niega a colaborar en el bloqueo contra Inglaterra; a cesar a su fiel secretario de Estado, el cardenal Ercole Consalvi, contrario a las tesis napoleónicas; y a expulsar de los territorios papales a todos los ciudadanos de naciones enemigas de Francia. En enero de 1808 los franceses invaden el Lazio y el 2 de febrero entran en Roma ocupando el palacio del Quirinal. Todo un cuerpo de ejército rodeó la vivienda pontificia apuntando diez cañones a las habitaciones de Pío VII. El papa era desde ese momento prisionero, y el gobierno de los Estados Pontificios pasó a control francés.

El embajador francés propuso entonces al prisionero que aceptase la incorporación de los Estados papales a la Confederación italiana, pero Pío VII se negó pronunciando su famosa frase: «Antes me dejaría desollar vivo, y respondería siempre que no, al sistema francés. […] Yo he vivido como un cordero, pero sabré defenderme y morir como un león»[333]. En la noche del 5 de julio de 1809, el papa fue sacado a rastras literalmente del Quirinal, con tan solo un pequeño pañuelo en la mano, como único equipaje y trasladado como prisionero a Francia. El camino desde Roma hasta Savona duró cuarenta y dos días de sufrimiento, debido a que el papa padecía disentería y en el trayecto hacia su exilio se le agravó. Finalmente, cercada Francia por los aliados, Napoleón autoriza al papa a regresar a Roma, donde entra el 24 de mayo de 1814. Tras la caída del emperador y a pesar de los sufrimientos a los que sometió al papa, este decidió dar asilo en la Santa Sede a la madre de Napoleón, María Leticia; al tío, el cardenal Joseph Fesch; y a los hermanos del emperador destronado, Luciano y Luis. En 1822, ya con ochenta años, Pío VII necesitaba de cuerdas sujetas a las paredes para poder mantenerse en pie. El 6 de julio de 1823, una de las cuerdas se partío y el anciano papa cayó al suelo rompiéndose la cabeza del fémur. Falleció el 20 de agosto de 1823, a los ochenta y un años y poco más de veintitrés de pontificado.

Para elegir a un sucesor decidieron reunirse cuarenta y nueve cardenales en cónclave. Tras veintiséis días de intrigas, disputas, conspiraciones y sobornos, el 28 de septiembre fue elegido sumo pontífice el cardenal Annibale della Genga, quien tomaría el nombre de León XII. Según se decía, Della Genga tenía, a sus sesenta y tres años, muy mala salud debido a los excesos vividos sus años de juventud. Durante sus primeros años en el castillo familiar de Espoleto, el joven Della Genga se hizo famoso por su afición al juego, las mujeres y el buen vino. Su padre decidió enviarlo a estudiar en la Academia Romana de Nobles Eclesiásticos, con el fin de que recondujese su vida. En 1783 recibió las órdenes sacerdotales.

Protegido de Pío VI y Pío VII, se dice que Annibale della Genga ascendió en el árbol de la curia «mediante intrigas con cortesanas de Roma y bajos servicios a los hijos del lujurioso Pío VI»[334]. Pero el nuevo papa, como todo reconvertido, se transformó de libertino y mujeriego en recalcitrante defensor de la moral, rozando casi el fundamentalismo. Como primeras medidas para su pontificado, prohibió los bailes callejeros en Roma; prohibió la bebida y el juego en las calles; prohibió la prostitución; prohibió la venta de vino en las tabernas de la ciudad; proscribió los vestidos de las mujeres que no llegasen hasta los tobillos; proscribió los escotes, obligando a las mujeres a cubrirlos, los vestidos ceñidos y las mangas cortas, cuando entrasen en una iglesia; y, por último, ordenó que en todas las estatuas clásicas de la ciudad se cubriesen senos, penes, testículos y pubis con pintura y hojas de parra. Sus decisiones erróneas en el gobierno de Roma hicieron que corriese de boca en boca el siguiente dicho: «Ordini, contrordini, desordini» (órdenes, contraórdenes y desórdenes), y que reflejaba los vaivenes de su mal gobierno. Además, su corto pontificado se recordaría por su petición al rey de España Fernando VII, para restablecer la Inquisición y por las recomendaciones de quemar judíos en Valencia acusados de herejía, así como por conceder indulgencias plenarias a todos los que cooperasen con el al Santo Oficio en su lucha contra la herejía[335]. Este papa sádico, fundamentalista y antisemita, fallecería a los sesenta y ocho años, el 10 de febrero de 1829.

Y en esto llegó Gregorio XVI. Se dice que cuando estaba el cónclave en pleno recuento de votos, el cardenal Cappellari se levantó y pidió al resto de cardenales que dejaran de votarle al ver que su elección era ya un hecho consumado[336]. El cardenal Nicholas Wiseman lo describía de la siguiente forma:

Su figura no ofrecía a primera vista tanta nobleza como la de sus predecesores; sus rasgos, grandes y redondeados, estaban ausentes de esos toques finos que sugieren un genio elevado y un gusto delicado.

Quienes le trataron en la intimidad hablan de él como un papa con una salud de hierro, austero, vivaz, jovial y alegre, pero Gregorio XVI ocultaba un secreto muy bien guardado. Mientras reafirmaba el celibato sacerdotal, él escondía una amante muy cerca de las estancias vaticanas. Los rumores apuntaban a que Gregorio mostraba gran favoritismo por la esposa de Gaetanino, antiguo peluquero y ahora su camarlengo, y por sus siete hijos. Se decía incluso que el pontífice era padre de alguno de ellos. También los rumores malsanos de Roma insinuaban que Gregorio XVI había enviado al exilio a un cardenal francés tras un ataque de celos. Al parecer una joven y bella sirvienta, al servicio de su camarlengo, era objeto de las atenciones del cardenal en cuestión, pero el papa también se había fijado en ella. El resultado fue que el cardenal acabó en Rávena y el papa con el camino libre hacia la joven, o por lo menos eso afirmaban las habladurías de la época.

A este papa se debe también la feroz persecución de los judíos de Ancona y Sinigaglia, a quienes obligó a permanecer en guetos; les impidió tener niñeras o sirvientas cristianas; y, por último, prohibió, al más puro estilo de las SS, que ningún cristiano pudiera dormir dentro del gueto y que ningún judío lo hiciera fuera de él[337]. Otra de las curiosidades de este papa fue la de ordenar a la Inquisición perseguir y detener a cualquiera que hiciera pactos con el diablo para provocar la impotencia en los animales de granja. Los culpables serían condenados a cadena perpetua. Un cáncer de cara se llevó a la tumba a este pontífice antisemita y adúltero, el 1 de junio de 1846.

Annos Petri non videbis (No superarás el tiempo de Pedro), según el cual ningún papa podía sobrepasar el cuarto de siglo de pontificado que se atribuye a san Pedro. Pío IX, cuando cumplió los veinticinco años de papado, ordenó colocar un mosaico junto a la estatua del Pescador, señalando la efeméride y queriendo certificar su victoria sobre el primer papa de la historia. Así era Giovanni Maria dei Conti Mastai Ferretti, quien sería elegido pontífice el 16 de junio de 1846. Como defensor de la moral, alguien le dijo que una de las estatuas que decoraban la tumba de Pablo III en la basílica de San Pedro había sido realizada copiando el cuerpo de Giulia Farnese, amante de Alejandro VI y hermana de Pablo III. El bueno de Pío IX ordenó que inmediatamente se cubriese el cuerpo de aquella estatua con una túnica de metal para después pintarla como si fuera el mármol original. Todo menos tener que aguantar a una ramera como la Farnese en San Pedro.

Durante su pontificado dos obras vendrían a alterar el espíritu del sumo pontífice: El origen de las especies, de Charles Darwin, y El capital, de Karl Marx. Ambas serían condenadas por el Vaticano. Para la mentalidad de Pío IX era impensable que el mono hubiese seguido un tortuoso camino hasta convertirse en el hombre actual, y que una clase social cuyo pensamiento ya no estaba ligado al sufrimiento y a la abnegación pudiera obtener su recompensa en la Tierra, y no en un hipotético, lejano y poco creíble reino de los cielos. Pío IX condenó categóricamente ambas ideas declarándolas herejes, ya que creía que la Iglesia católica era la única poseedora de la verdad en la Tierra. Para este papa, el progreso, la modernización y el liberalismo eran los enemigos que había que batir.

27

Pío IX (1846-1878) llenó sus cárceles de prisioneros políticos.

Pío IX consideraba la religión católica como la única válida sobre el planeta y él, como sumo pontífice, su máxima jerarquía en la Tierra. Para ratificar esto, y durante el Concilio Vaticano I, se dictó la supremacía e infalibilidad papal. Ello originó la protesta y retirada del concilio de cincuenta y cinco obispos franceses, alemanes y centroeuropeos. Estos tenían la intención de impedir que Pío IX se saliese con la suya, pero las disposiciones aprobadas por anteriores papas impedían que nadie pudiera poner en duda la palabra y decisión del papa. Aunque una revolución se estaba ya gestando en pleno corazón de la Roma papal. Durante su largo reinado, casi ocho mil prisioneros políticos pasaron por las cárceles papales.

Pío IX, al igual que muchos de sus predecesores, era un antisemita radical. Impuso fuertes multas a cualquier ciudadano judío detenido por vender o comprar artículos sagrados, como cálices, rosarios o crucifijos; se prohibía a cualquier miembro de la comunidad judía de Roma abandonar la ciudad sin un permiso expreso del inquisidor; o se mantenía la ley que permitía que si dos cristianos alegaban haber oído a un judío ofender de palabra u obra a un sacerdote, este podía ser condenado a muerte[338].

En marzo de 1861, Víctor Manuel II se proclamó rey de Italia y empezaron las negociaciones en las que se hacían mil promesas al papa en el terreno espiritual, con tal de que este cediera terreno en el reino temporal. Las negociaciones se alargarían hasta 1864, cuando el rey Víctor Manuel adquirió el compromiso de respetar el patrimonio y territorio sobre el que se asentaba San Pedro, así como las propiedades que existiesen en su interior[339]. El 20 de septiembre de 1870 el ejército piamontés, al mando del general Cardona, entraba en Roma por la puerta Pía sin demasiada resistencia, tan solo la de algunos cientos de miembros de la guardia papal. La toma de la ciudad eterna sería el último paso para la unificación definitiva de Italia.

El 7 de febrero de 1878, Pío IX moría a los ochenta y seis años de edad, tras treinta y un años, siete meses y veintidós días de pontificado. Cuando fue enterrado esta papa, que sería beatificado por Juan Pablo II en 1985, casi ocho mil prisioneros políticos habían pasado por sus cárceles, y algunos de ellos, como Romolo Salvatori, Gustavo Paolo Rambelli, Gustavo Marloni o Ignazio Mancini, decapitados bajo el hacha del verdugo.

Se dice que cuando los patriotas de la unificación italiana entraron en las prisiones de Pío IX para liberar a centenares de presos políticos, muchos de ellos habían perdido la vista o el uso de sus miembros debido a su reclusión continuada en espacios reducidos y completamente oscuros. También se encontraron en los subterráneos un gran número de esqueletos y cadáveres en descomposición en una montaña de prendas de vestir de hombres y mujeres, de uniformes militares y zapatos. Se descubrieron además centenares de juguetes de niños, muertos junto a sus padres, en las prisiones del beato Pío IX.

El sucesor de Pío IX sería el cardenal Vincenzo Gioacchino Pecci, quien el 18 de febrero de 1878 sería elegido papa. Tomaría el nombre de León XIII. En su encíclica Rerum Novarum, el sucesor de Pedro mantenía la inconcebible postura de que ante la disyuntiva entre la vida de la madre o del niño durante un parto, el bebé tenía siempre prioridad. En la encíclica Apostolicae Curae, y ante el empuje de las ideas protestantes sobre el control de la natalidad, el divorcio o el papel de la mujer en la Iglesia, León XIII declaraba el anglicanismo como una institución nula y sus medidas no válidas, y por tanto no adaptables al catolicismo. El papa declaraba abiertamente y sin tapujos el divorcio como la gran enfermedad de la sociedad:

Nada contribuye tanto a destruir las familias y a arruinar las naciones como la corrupción de las costumbres, fácilmente se echa de ver cuánto se oponen a la prosperidad de la familia y de la sociedad los divorcios, que nacen de la depravación moral de los pueblos, y que, como atestigua la experiencia, franquean la puerta y conducen a las más relajadas costumbres en la vida pública y privada. Sube de punto la gravedad de estos males si se considera que, una vez concedida la facultad de divorciarse, no habrá freno alguno que pueda contenerla dentro de los límites definidos o de los antes señalados[340].

En julio de 1903, el papa León XIII sufrió una infección pulmonar y falleció el 20 de ese mismo mes.

Tras la muerte de León XIII, el cónclave formado por sesenta y dos cardenales eligió, el 4 de agosto de 1903, al cardenal Giuseppe Melchiorre, de sesenta y ocho años de edad. El nuevo papa optaría por el nombre de Pío X. Al igual que pasó con otros sabios como Copérnico, Galileo o Darwin, Albert Einstein era catalogado de hereje, así como su teoría de la relatividad —especial, en 1905, y general, en 1915—, por sectores eclesiásticos cercanos a los papas Pío X y Benedicto XV.

Pío X, al igual que sus antisemitas predecesores, llegó a afirmar: «La religión judía fue la base de la nuestra, pero fue reemplazada por la doctrina de Cristo y no podemos adjudicarle su supervivencia ulterior», toda una declaración por parte de un papa al que se le santificaría. Este papa fallecería el 20 de agosto de 1914, pocos días después del atentado en Sarajevo contra el heredero de la corona del Imperio austrohúngaro, Francisco Fernando, cuyo asesinato desencadenó la Primera Guerra Mundial.

Tras un pontificado de ocho años de Benedicto XV, el cónclave de 1922 eligió al cardenal Achille Ratti como nuevo papa. Este adoptaría el nombre de Pío XI. El primer secretario de Estado de este papa sería el cardenal Pietro Gasparri, aunque sería sustituido, el 7 de febrero de 1930, por el cardenal Eugenio Pacelli, futuro Pío XII.

Este papa, junto a sus dos cerebros grises del Vaticano, el cardenal Pacelli y su hermano, el abogado Francesco Pacelli, serían los encargados de firmar los pactos Lateranenses —11 de febrero de 1929—, que zanjaban un problema que duraba ya casi seis décadas. La ocupación de Roma el 20 de septiembre de 1870 liquidaba en beneficio del nuevo Estado italiano los Estados Pontificios. Los pactos Lateranenses permitían la creación del minúsculo Estado Vaticano. El artículo 26 reconocía la existencia del «Estado de la Ciudad del Vaticano bajo la soberanía del romano pontífice»[341].

Mientras altos miembros de la Iglesia católica lanzaban loas a Adolf Hitler, Pío XI, antes de morir, condenaba en su encíclica Casti Connubii —31 de diciembre de 1930—, la infidelidad, el ménage à trois, la emancipación de la mujer, los matrimonios mixtos —entre un católico y un no católico—, el divorcio, la educación sexual, las relaciones sexuales antes del matrimonio o la inseminación artificial.

La infidelidad: «[…] condenar toda forma de lo que suelen llamar poligamia y poliandria simultánea o sucesiva, o cualquier otro acto deshonesto externo, sino también los mismos pensamientos y deseos voluntarios de todas estas cosas […]»; o el ménage à trois: «Falsean, por consiguiente, el concepto de fidelidad los que opinan que hay que contemporizar con las ideas y costumbres de nuestros días en torno a cierta fingida y perniciosa amistad de los cónyuges con alguna tercera persona […]»; o la emancipación de la mujer o su igualdad dentro del matrimonio: «Todos los que empañan el brillo de la fidelidad y castidad conyugal, como maestros que son del error, echan por tierra también fácilmente la fiel y honesta sumisión de la mujer al marido; y muchos de ellos se atreven todavía a decir, con mayor audacia, que es una indignidad la servidumbre de un cónyuge para con el otro […]»; o el matrimonio mixto: «La Iglesia prohíbe severísimamente, en todas partes, que se celebre matrimonio entre dos personas bautizadas, de las cuales una sea católica y la otra adscrita a una secta herética o cismática […]»; o el divorcio: «Pero lo que impide, sobre todo, como ya hemos advertido, […] esta reintegración y perfección del matrimonio que estableció Cristo nuestro Redentor, es la facilidad que existe, cada vez más creciente, para el divorcio […]»; o la educación sexual: «Esta saludable instrucción y educación religiosa sobre el matrimonio cristiano dista mucho de aquella exagerada educación fisiológica, por medio de la cual algunos reformadores de la vida conyugal pretenden hoy auxiliar a los esposos, hablándoles de aquellas materias fisiológicas con las cuales, sin embargo, aprenden más bien el arte de pecar con refinamiento que la virtud de vivir castamente»; o las relaciones prematrimoniales: «Y así ha de temerse que quienes antes del matrimonio solo se buscaron a sí mismos y a sus cosas, y condescendieron con sus deseos aun cuando fueran impuros, sean en el matrimonio cuales fueron antes de contraerlo, es decir, que cosechen lo que sembraron; o sea, tristeza en el hogar doméstico, llanto, mutuo desprecio, discordias, aversiones, tedio de la vida común, y, lo que es peor, encontrarse a sí mismos llenos de pasiones desenfrenadas»; o la inseminación artificial: «Ningún motivo, sin embargo, aun cuando sea gravísimo, puede hacer que lo que va intrínsecamente contra la naturaleza sea honesto y conforme a la misma naturaleza; y estando destinado el acto conyugal, por su misma naturaleza, a la generación de los hijos […]»[342].

En mayo de 1939, Benito Mussolini decidió disolver todas las asociaciones católicas juveniles, para ser absorbidas por las juventudes fascistas. Las advertencias del papa de poco o nada sirvieron para detener la barbarie. Pío XI decidió entonces preparar un texto muy duro que tenía que leerse ante el episcopado italiano que debía reunirse en Roma, para celebrar los diez años de los pactos Lateranenses. El acto no pudo celebrarse, ya que Pío XI moriría el 10 de febrero, justo un día antes. El texto fue guardado en un cajón por Pío XII para no alterar los ánimos del duce y hubo de esperarse hasta el pontificado de Juan XXIII para que el texto titulado Nella luce viese la luz.

Pese al dicho: «Quien entra papa, sale cardenal», en el caso del cardenal Eugenio Pacelli fue casi unánime la decisión de elegirle nuevo sumo pontífice. Tras veinticuatro horas y tres votaciones, Pacelli era elegido papa, adoptando el nombre de Pío XII. El nuevo santo padre, mientras condenaba sin miramientos la moral sexual en pleno año prebélico, permanecía silencioso ante hechos como el holocausto. Se le ha criticado abiertamente por no haber hecho más por los judíos de Europa, mientras estos eran ejecutados en las cámaras de gas, incinerados en los hornos crematorios y sus cenizas esparcidas al viento. Aún hoy son innumerables las voces que se levantan en contra de su canonización, y en especial, una belicosa Israel contra esta cuestión.

Desde su época de nuncio en Baviera, en 1917, hasta su último día como papa, el 9 de octubre de 1958, una mujer pequeña llamada Pascualina Lehnert o sor Pascualina se convertiría en la poderosa sombra del obispo, nuncio, cardenal y después papa Pacelli. Esta mujer, a quien muchos definían en el Vaticano como la Papisa, nació el 25 de agosto de 1894 en una pequeña granja de Ebersberg, en la Baviera rural. También era conocida entre los altos miembros de la curia y de forma sarcástica como Virgo Potens (Virgen Poderosa), uno de los títulos de María[343].

28

Sor Pascualina.

Durante los años en los que Pío XII fue papa, sor Pascualina ejerció un poder sin límites. Era ella la que decidía quién podía o no tener una audiencia con el papa, e incluso llegó a retrasar durante varios meses peticiones de audiencias realizadas por algún cardenal que no le caía bien. La monja conoció a monseñor Eugenio Pacelli cuando este tuvo que pasar una larga temporada en una clínica de reposo. El futuro pontífice se dedicaba a mantener largas conversaciones con la monja hasta que un día le comunicó que necesitaban una ama de llaves en la nunciatura en Múnich. Desde ese mismo momento ya no se separaron durante los siguientes cuarenta y un años[344]. Era muy corriente ver a sor Pascualina en el coche oficial del pontífice desplazándose por Roma con alguna misión especial. Una de estas sucedió cuando Roma acababa de ser liberada por las tropas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial. Sor Pascualina fue reclamada en la puerta por una señorita que se hacía llamar Claretta Petacci. Ella era la amante de Benito Mussolini. Petacci llegaba al Vaticano con la misión encomendada por el propio Mussolini de pedir al papa Pío XII que intercediese ante el general Dwight Davies Eisenhower, comandante en jefe de las fuerzas aliadas en el teatro de operaciones europeo, para negociar un acuerdo de paz. En una carta escrita de puño y letra por el propio papa, le pidió al militar norteamericano que aceptase la paz con Italia, cosa que Eisenhower rechazó. Pocos días después de la reunión de sor Pascualina con Claretta Petacci, ella y su amante, Benito Mussolini, fueron capturados por guerrilleros, ejecutados y sus cadáveres colgados cabeza abajo en una plaza de Milán[345].

Con el paso de los años la monja se había ganado el odio de una gran parte de la alta jerarquía de la Iglesia. Por ejemplo, hacía esperar durante semanas a conceder una audiencia con el papa al propio secretario de Estado del Vaticano. Monseñor Tardini pasó cuatro largas horas sentado ante la puerta del despacho del santo padre. Cuando el diplomático se levantó a protestar, sor Pascualina llamó a una unidad de la Guardia Suiza para que escoltase a monseñor Tardini hasta el exterior del palacio apostólico, como así hizo. La espera se había producido debido a que sor Pascualina había concedido una audiencia papal al actor Gary Cooper, que en aquel momento se encontraba en Roma. Pero si en algo demostró ser valiente sor Pascualina fue en enfrentarse con dos obispos que años después serían elegidos papas. Al obispo Angelo Roncalli —futuro Juan XXIII— le hizo esperar cerca de tres horas y cuarto debido a que el papa Pío XII mantenía una reunión informal con el actor Clark Gable. El obispo Roncalli prefirió no protestar porque sabía que podía verse escoltado por la Guardia Suiza. El segundo altercado, mucho más serio, lo tuvo la monja con el obispo Montini —futuro Pablo VI—. Al parecer, sor Pascualina no tenía mucho aprecio al religioso, así que orquestó un movimiento que desembocó en el alejamiento de Montini del Vaticano. Un hecho que sorprendió a muchos fue que el futuro papa estaba al frente de la poderosa archidiócesis de Milán sin que se le concediese el capelo cardenalicio. Se cree que esto fue también una maniobra de sor Pascualina, y Montini siempre lo recordaría[346].

Una hora después de la muerte del papa Pío XII sucedió algo asombroso. Tras el anuncio del fallecimiento del papa, el poderoso cardenal Tisserant descubrió que sor Pascualina había vaciado tres misteriosos cajones del pontífice fallecido y depositado su contenido en tres sacas. La monja bajó hasta la zona de calderas del palacio apostólico y quemó todos los documentos. El cardenal recriminó este acto a la monja aduciendo que los documentos de un papa fallecido pasan inmediatamente bajo el control del archivo secreto vaticano hasta su posterior estudio y clasificación. Sor Pascualina tan solo respondió: «Era una orden expresa del santo padre»[347].

Tras el incidente de la quema de documentos, el cardenal Eugene Tisserant envió a un sacerdote a las habitaciones de sor Pascualina para que le indicase que en menos de veinticuatro horas debía abandonar las instalaciones papales. Esa misma noche la monja partía de la que había sido su residencia en los últimos diecinueve años con una pequeña maleta en una mano y la jaula con los pájaros de Pío XII en la otra. Con el poder que esta religiosa de sesenta y cuatro años había tenido durante más de cuarenta, nadie salió a despedirla. Gracias a la intervención del cardenal norteamericano Francis Spellman, a sor Pascualina se le permitió vivir en una residencia fundada por el papa recientemente fallecido[348]. Josephine Lehnert o sor Pascualina murió víctima de un paro cardíaco en noviembre de 1983, a los ochenta y nueve años, en una silla del aeropuerto de Viena. La religiosa se dirigía a Roma cargada de documentos en los que demostraba que el pontífice fallecido veinticinco años atrás era digno de ser canonizado por Juan Pablo II[349]. Algunas fuentes afirman que la relación entre Pío XII y sor Pascualina era tan estrecha, que muchos veían entre la pareja una relación amorosa o, al menos, platónica. Incluso el escritor Fernando Vallejo, en su polémica obra La puta de Babilonia, afirma que la relación entre Pío XII y sor Pascualina, «iba mucho más allá que una simple relación espiritual». ¿Sexual, tal vez? Sor Pascualina se llevó a la tumba muchos secretos vaticanos de los seis pontificados de los que fue testigo y algún que otro secreto sobre su verdadera relación con su querido Eugenio Pacelli. Curiosa relación para un papa que llegó a declarar en 1952:

El adulterio, las relaciones sexuales entre personas solteras, los abusos en el matrimonio y el placer solitario fueron estrictamente prohibidos por el legislador divino. No hay nada que aprobar. Cualquiera que sea la circunstancia personal, no hay más opción que la de obedecer[350].

El sábado 25 de octubre de 1958 daba inicio el nuevo cónclave, del que saldría elegido como papa el cardenal Angelo Giuseppe Roncalli, quien adoptaría el nombre de Juan XXIII. Al nuevo pontífice le faltaba tan solo un día para cumplir setenta y siete años. Debido a la avanzada edad del papa, su mandato iba a ser necesariamente breve, y en efecto solo duraría cuatro años, siete meses y seis días, pero se equivocaron aquellos que aunque predecían un pontificado de transición, pronosticaron también un papado sin objetivos[351]. Sin duda, Juan XXIII pasará a la historia por convocar el revolucionario Concilio Vaticano II y no por componer el documento titulado Crimen Sollicitationis (Crimen de Solicitación). Redactado por la sagrada congregación del Santo Oficio, el 16 de marzo de 1962, bajo la dirección de su secretario el cardenal Alfredo Ottaviani, sería ratificado por el mismísimo papa. El documento fijaba los procedimientos que había que seguir para afrontar casos de religiosos, sacerdotes u obispos acusados de llevar a cabo acercamientos sexuales hacia los fieles durante la confesión. El mismo texto establecía los castigos por estos actos, además de las penas impuestas a los religiosos por prácticas homosexuales, pedófilas o zoofílicas. La polémica estaba servida. Durante los cuarenta y un años siguientes, el documento permaneció bajo llave en el archivo secreto vaticano hasta que en julio de 2003, diversos medios de comunicación de todo el mundo se hicieron eco de su existencia. Mientras los medios atacaban al Vaticano de Juan XXIII por el escrito en el que se instruía a todas las diócesis del mundo a mantener en secreto las acusaciones de abusos sexuales en la Iglesia, la conferencia episcopal de Estados Unidos respondía que «era erróneo considerar el documento como una prueba comprometedora sobre la presunta existencia de un plan autorizado por el papa [Juan XXIII] para encubrir los delitos de abusos sexuales sobre menores por parte de sacerdotes»[352].

Fueran ciertas o no las acusaciones, es el documento el que expresaba que si un sacerdote era acusado de solicitar sexo a un fiel que estuviese realizando el acto de confesión, la acusación debería «ser estudiada de la manera más secreta posible, so pena de excomunión» (sic). Curiosamente, la advertencia de excomunión era tanto para el religioso católico que oía la confesión y reclamaba contacto sexual, como para el fiel católico que era acosado sexualmente durante la propia confesión. La Curia vaticana reaccionó con rapidez a las acusaciones de los medios, advirtiendo que el documento no tenía «relevancia en el derecho civil o penal» y que fue ratificado por el Código de Derecho Canónico de 1983, en el que «trata el abuso sexual de un menor —y la solicitación sexual de un penitente por parte de su confesor— como una conducta criminal, que puede ser castigada con la expulsión del estado clerical».

Nuevamente es la conferencia episcopal de Estados Unidos, la más afectada por los delitos de pederastia, quien afirma: «El documento de 1962 no tiene impacto en el derecho civil y no prohíbe la denuncia civil de delitos civiles». El mismo texto de los obispos estadounidenses continuaba expresando que «considerar que el documento tiene por objeto crear un efecto congelante» (sic) sobre la denuncia de crímenes civiles es atribuirle una intención que nunca tuvo. El documento no dice nada acerca de la responsabilidad que la Iglesia puede tener dentro de las jurisdicciones civiles en las que vive o trabaja el penitente y el confesor. Entonces como ahora, la Iglesia no trata de eximirse de denunciar los delitos civiles a las autoridades civiles»[353].

La asociación de abogados de Estados Unidos lanzó una réplica a la declaración de los obispos estadounidenses en la que afirmaba de forma tajante a través de su portavoz Carmen Durso: «Calificamos el documento como un programa para encubrir los abusos sexuales. Eran órdenes para cada uno y todos los sacerdotes y supervisores diciéndoles que cuando tengan información acerca de este tipo de actividad, la pueden mantener en secreto». Daniel Shea, otro abogado estadounidense de Houston, implicado en la defensa de las víctimas de abusos sexuales por parte de religiosos, declaró entonces:

El documento prueba que existía una conspiración internacional de la Iglesia católica para silenciar temas de abusos sexuales. Se trata de un intento retorcido de ocultar conductas criminales y es una validación llevada a cabo por la Iglesia con el permiso del papa [Juan XXIII] para el engaño y el encubrimiento[354].

Esta vez la respuesta a Shea llegó desde la conferencia episcopal de Inglaterra y Gales, quien a través de un portavoz negó que «las instrucciones secretas (sic) fueran parte de un encubrimiento organizado y se quejó de que los abogados sacasen de contexto y distorsionasen el propio texto del documento». El portavoz de los obispos ingleses afirmó que el documento se refería a:

procedimientos internos de la Iglesia en caso de que un sacerdote fuera acusado de utilizar la confesión para solicitar sexo. El texto no prohíbe a las víctimas denunciar el delito civilmente. La confidencialidad de que habla [el documento] aspira a proteger a los acusados, igual que sucede con los procedimientos en los tribunales de hoy. También toma en consideración la especial naturaleza del secreto implicado en el acto de confesión.

Estaba claro que la explicación de los religiosos ingleses dejaba mucho que desear, cuando en el documento de sesenta y nueve páginas escritas en latín se instaba a la víctima a que hiciese un juramento secreto al presentar su denuncia ante las autoridades eclesiásticas. El documento señalaba claramente que «la instrucción de los casos debía ser diligentemente almacenada en los archivos secretos de la curia como estrictamente confidencial. No pueden ser publicados ni pueden añadirse comentario alguno». El documento redactado por el cardenal Ottaviani y aprobado por Juan XXIII ordenaba a los obispos a actuar de la forma «más secreta» y a «observar el más estricto secreto. Siendo la divulgación de alguno de los casos considerado merecedora de pena de excomunión».

El abogado Richard Scorer, que defiende a las víctimas en casos de pederastia cometidos en Inglaterra por religiosos, afirma en un escrito:

El documento es explosivo. Siempre hemos sospechado que la Iglesia católica encubría sistemáticamente el abuso y trataba de silenciar a las víctimas. Este texto lo demuestra claramente. Amenazar con la excomunión a quien hable muestra que los principales responsables del Vaticano [el papa Juan XXIII y el cardenal Alfredo Ottaviani] se aprestaron a impedir que la información llegase a dominio público.

La publicación del Crimen Sollicitationis de 1962 suponía un claro desmentido a las tesis de la Iglesia católica acerca de que los abusos sexuales sobre niños eran «un fenómeno moderno»[355].

No obstante, monseñor Francis Maniscalco, portavoz de los obispos, dijo que el documento había sido sacado de contexto por los medios de comunicación. «Ese documento estaba muy relegado y realmente no fue una fuerza efectiva en la mayoría de los casos en los últimos veinte años», afirmó Maniscalco.

Varios expertos en derecho canónico y tras analizar el documento, indicaron que:

es [el documento] ciertamente indicativo de la obsesión patológica que la Iglesia católica tiene con el secreto, pero no es en sí mismo una pistola humeante. Sin embargo, sí ha representado el establecimiento de una política continua para encubrir a toda costa los crímenes cometidos por el clero. Hay demasiados informes autentificados de víctimas que han sido seriamente intimidadas al silencio por autoridades de la Iglesia; no es posible, por tanto, considerar que tal intimidación es una excepción, y no la norma. Si este documento [aprobado por Juan XXIII] se ha usado como justificación de la intimidación, entonces sería un marchamo al en cubrimiento. Es obviamente un gran «sí», que requiere pruebas concretas[356].

A finales de 1962, el mismo año en el que Juan XXIII ratificaba el documento Crimen Sollicitationis, y que imponía el secreto a todos los implicados en casos de abusos sexuales dentro de la Iglesia católica, se enteraba que un cáncer estaba acabando con su vida. Fallecería el 3 de junio de 1963, a los ochenta y dos años, víctima de esta enfermedad. El llamado Papa Bueno había ratificado con este documento de 1962 la ‘patente de corso’ para que todos aquellos religiosos pederastas pudieran seguir abusando de sus víctimas inocentes bajo el secreto y oscuro manto de la Iglesia católica, un manto tejido por el cardenal intransigente Alfredo Ottaviani y por él mismo, Juan XXIII.

Giovanni Battista Montini era el perfecto funcionario de la Iglesia. Para él la maquinaria vaticana no tenía secretos. Conocía hasta la última tuerca, hasta el último tornillo, y sabía bien cómo mantenerla engrasada. El cónclave para elegir al sucesor de Juan XXIII dio comienzo la tarde del 19 de junio de 1963. Dos días después, y a la quinta votación, fue elegido papa adoptando el nombre de Pablo VI. La ceremonia de coronación tuvo lugar nueve días después y se celebró en la plaza de San Pedro. Montini fue el último pontífice en portar la tiara, ya que tras la ceremonia, fue subastada, y el dinero recaudado, entregado a los pobres[357].

Entre sus documentos y encíclicas más significativos se encuentran la Humanae Vitae (25 de julio de 1968), en la que se ataca significativamente cualquier control de natalidad, o la Sacerdotalis Caelibatus (24 de junio de 1967), donde se opone abiertamente al matrimonio de los religiosos y ratifica la necesidad del celibato dentro de la Iglesia. Pero este pontífice se vio obligado a ampliar la comisión papal que estudiaba el tema del control de natalidad y que dio origen al espinoso debate sobre los anticonceptivos.

La comisión pronto se vio resquebrajada en dos sectores: los que defendían la anticoncepción mediante la abstinencia y los partidarios de la anticoncepción con el uso de los preservativos o de la píldora. Los laicos que conformaban la Comisión Pontificia, junto a un pequeño grupo de religiosos, estaban de acuerdo con aceptar como sexo seguro la masturbación mutua dentro de la pareja, e incluso con permitir el sexo durante el llamado período seguro, donde la mujer no es fértil. A este último sistema se le comenzó a definir de forma sarcástica como la Ruleta Vaticana[358].

Finalmente Pablo VI dijo «no» a todas las ideas modernizadoras presentadas por la Comisión Pontificia respecto al sexo o a los anticonceptivos, y declaró entonces que la reglamentación de estos últimos no era competencia de esta comisión. Para disculpar su negativa, Pablo VI lanzó un bonito discurso que a nadie convenció:

Nunca como en este momento habíamos sentido el peso de nuestro cargo. Hemos estudiado, leído y discutido todo lo posible; y también hemos rezado mucho. ¡Cuántas veces hemos tenido la impresión de quedar desbordados por tal cúmulo de argumentaciones! ¡Cuántas veces hemos temblado ante el dilema existente entre una fácil condescendencia con las opiniones corrientes y una sentencia que pudiera parecer intolerable a la sociedad actual, o que pudiera ser arbitrariamente gravosa para la vida conyugal!

Con este bello discurso el papa Pablo VI sentenciaba que el uso de anticonceptivos era sencillamente «inmoral». En la Humanae Vitae, Pablo VI condenaba el uso de anticonceptivos, antes, durante y después del acto sexual, como «algo pecaminoso». «Realmente el peligro de los anticonceptivos artificiales es que reduce a las mujeres a los ojos de los hombres y las convierte en meros instrumentos para la satisfacción de sus deseos», sentenciaría el papa. Y así, Roma locuta est (Roma ha hablado).

En realidad, la decisión o no de aprobar el uso de anticonceptivos por parte de Pablo VI era más un problema político que religioso. Durante los últimos siglos, los papas habían condenado los anticonceptivos, y si ahora él, el papa Pablo VI, los permitía, implicaría entonces el confirmar que la Iglesia católica habría condenado de forma imprudente a miles y miles de cristianos. La encíclica Sacerdotalis Caelibatus supuso una fuerte reacción por parte de muchos religiosos que exigían al Vaticano la revisión del celibato. En 1970, un grupo de religiosos alemanes opuestos al celibato se levantaron contra las decisiones de Pablo VI. «Nosotros nos preguntamos: ¿Qué significa aquí traición? ¿Quién es desleal aquí? Nosotros estamos consagrados al servicio sacerdotal. Este es nuestro compromiso. A él somos leales. Muchos sacerdotes que se casan están dispuestos a mantener su lealtad al servicio sacerdotal», escribieron al papa, sin obtener respuesta alguna[359]. El 29 de diciembre de 1975, la Congregación para la Doctrina de la Fe lanzaba una declaración sobre la cuestión homosexual:

Según el orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son acciones privadas de su determinación esencial e indispensable. Son condenadas en la Sagrada Escritura como graves aberraciones y representadas en último extremo como el triste resultado de una negación a Dios. Aunque esta condena de la Sagrada Escritura no autoriza a concluir que todos los que padecen esta anomalía (sic) son personalmente responsables de ella, atestigua que las acciones homosexuales son en sí mismas desordenadas y en ningún caso pueden recibir alguna forma de aprobación.

29

Pablo VI fue acusado de homosexualidad.

30

El diplomático francés Roger Peyrefitte acusó a Pablo VI de homosexualidad.

Pero un gran escándalo relacionado con la posible homosexualidad del papa estaba a punto de explotar bajo el mismo balcón de San Pedro. En 1976, indignado por unas declaraciones homófobas del papa, el diplomático, historiador y escritor francés Roger Peyrefitte hizo pública la homosexualidad de Pablo VI en una entrevista. Según el intelectual francés, durante la época de su arzobispado en Milán, desde el 6 de enero de 1955, el ahora pontífice era conocido por su debilidad por los jovencitos: «Uno de ellos, un actor conocido, se convirtió en su protegido y lo siguió siendo años después, cuando Montini estaba ya en el Vaticano». Al parecer, las fuentes de Peyrefitte dentro de la curia papal eran del todo fiables. El escritor tenía amigos importantes dentro de la Santa Sede que le pasaban valiosa información sobre el propio papa Pablo VI. Su informador más importante era nada más y nada menos que monseñor Léon Gromier[360], canónigo de San Pedro, consultor de la Sagrada Congregación de Ritos y protonotario apostólico. Este eclesiástico parece haber estado bastante al corriente de lo que ocurría no solo en los despachos vaticanos, sino también en los dormitorios de la Curia. Peyrefitte describe a su informante como «un hombre austero, profundamente creyente, de costumbres irreprochables y que estaba escandalizado por todo lo que veía a su alrededor». Para Gromier, destapar escándalos de estos era la única manera de eliminarlos.

Las acusaciones de homosexualidad vertidas por Roger Peyrefitte contra el papa Pablo VI serían negadas por el portavoz vaticano y por la Secretaría de Estado de forma vehemente. Esta respuesta desmedida hizo al menos sospechar que Peyrefitte había podido tocar un punto sensible, no tanto al Vaticano como sí al sumo pontífice. El escándalo desatado fue mayúsculo. El Vaticano pidió oraciones a los fieles por las injurias lanzadas contra el papa Pablo VI, e incluso el propio pontífice se vio obligado a aparecer el Domingo de Ramos leyendo un comunicado en el que pedía a los cristianos del mundo, que «no creyesen las calumnias» vertidas sobre él. En 1953, el escritor se burlaba en Las llaves de Pedro, del papa Pío XII. La obra se convirtió en un auténtico escándalo. En el texto se realizaban diversas alusiones a la supuesta homosexualidad del papa. Un claro ejemplo de esto es un párrafo donde muestra a Pío XII despojándose de sus vestimentas papales, «a la manera de una hermosa mujer». Peyrefitte llama al papa «su santidad», lo que le permite durante todo el texto referirse a él en femenino[361]. La polémica estaba servida. A ello contribuyó el también escritor francés François Mauriac, premio Nobel de Literatura, miembro de la Academia Francesa y reconocido católico practicante, cuando amenazó a la dirección de la revista L'Express con abandonarla si esta continuaba dando publicidad a Las llaves de Pedro. El debate entre los dos escritores se hizo aún más agresivo cuando Peyrefitte no dudó en poner en tela de juicio las costumbres de homosexual no asumido de Mauriac.

El Nobel de Literatura respondió entonces al ataque, acusando a Peyrefitte de ser homosexual, a lo que el escritor y diplomático respondió: «No soy homosexual, soy abiertamente homosexual e incluso pederasta. ¡Me encantan los corderos, no los carneros! (J'aime les agneaux, pas les moutons!).». Fuesen ciertas o no las acusaciones de Roger Peyrefitte sobre la homosexualidad de Pablo VI, estas quedarían en el aire durante mucho tiempo.

En la mañana del 6 de agosto de 1978, el papa comenzó a sentirse mal, agravándose su salud por la tarde. Los médicos le habían diagnosticado un edema pulmonar grave debido en parte a las dos cajetillas de cigarrillos que el papa fumaba a diario. Al anochecer, Pablo VI ya no respondía a los cuidados médicos, falleciendo pocas horas después, a los ochenta y un años de edad, tras quince de pontificado.

El brevísimo pontificado de Juan Pablo I, de tan solo treinta y tres días, daría paso a la era polaca y el tiempo alemán.