10.
LA HORA DE LOS SÁTIROS
(1464-1503)

Si el poder absoluto corrompe, ¿dónde deja eso a Dios?

GEORGE DEACON

Pedro Barbo, nacido en Venecia el 22 de febrero de 1417, era hijo de una rica familia de mercaderes. Estudió artes, pero debido a la influencia de su tío, el papa Eugenio IV, se inclinó por la vida religiosa. En 1440 fue designado obispo de Cervia y cardenal diácono de Santa María. Poco a poco comenzó a tener una importante influencia durante los pontificados de su tío Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III. Muerto Pío II, el 15 de agosto de 1464, sería elegido sumo pontífice en la primera votación del cónclave del 30 de agosto de 1464. Pedro Barbo, a quien Pío II gustaba llamar divina María, adoptó el nombre de Pablo II[228].

Homosexual reconocido, le gustaba ver cómo hombres jóvenes desnudos eran sometidos a todo tipo de torturas por los verdugos de la Inquisición. Según los historiadores de la época, Pablo II usaba una tiara papal tan rica en joyas y oro que con ella se podría haber comprado un palacio entero o haber dado de comer a cientos de miles de personas; claro que esto último nada interesaba al papa[229]. Amante del lujo, del placer y de la buena vida, pasaba todo el día en sus estancias papales con amantes jóvenes a los que nombraba secretarios, protodiáconos, asistentes o mayordomos del papa. Se dice que en la mitad de sus siete años de pontificado llegó a tener cerca de cuatrocientos de estos ayudantes personales. Devolvió también las fiestas a Roma, como en época de los emperadores. Tauromaquias, carreras, luchas cuerpo a cuerpo a primera sangre, justas, etc., pero como las arcas estaban vacías, ordenó que se subiesen los impuestos a la población judía con el fin de financiar sus gustos caros[230].

16

Pablo II (1464-1471).

A pesar de ser un auténtico sádico, muchos de sus cardenales contrarios a su escandalosa vida lo llamaban Nuestra Señora de la Piedad, porque cada vez que se desataba un tumulto en Roma, en lugar de solucionarlo se ponía a llorar durante días. Pablo II moriría en Roma la noche del 26 de julio de 1471, a los cincuenta y tres años de edad. Algunas malas lenguas aseguran que el sumo pontífice falleció de un infarto mientras sodomizaba a un joven mozo de las caballerizas papales.

Su sucesor sería otro homosexual reconocido, el cardenal Francesco della Rovere, nacido en Abisola, el 21 de julio de 1414. El nombre elegido sería el de Sixto IV. Su nombramiento en el cónclave de agosto de 1471 pudo llevarse a cabo gracias a los sobornos pagados por el gran duque de Milán.

Como Pablo II había dejado las arcas papales totalmente vacías y Sixto deseaba financiar una nueva cruzada contra los turcos, se le ocurrió la genial idea de concentrar en varias calles a todas las prostitutas de Roma y obligarlas a pagar un tributo al papa por los servicios prestados. Otras fuentes indican que también recaudaba este impuesto a las caras cortesanas que tenían relaciones sexuales con los altos miembros de la curia. Sixto IV cobraba a las cortesanas por tener relaciones sexuales con cardenales, obispos y clérigos y a las cardenales, obispos y clérigos por tener relaciones sexuales con las cortesanas. Todo un negocio redondo.

Con el paso del tiempo y con el fin de financiar su guerra contra la familia Medici de Florencia, liderada por Lorenzo de Medici, extendió el impuesto sobre el sexo a todos aquellos sacerdotes que deseasen tener una concubina oficial. Otra fuente de ingresos de Sixto IV sería el llamado impuesto sobre los nobles, que consistía sencillamente en que los nobles de Roma podrían pagar al papa para acceder a la cama de alguna bella y virgen hija de otra familia noble[231]. Sixto IV era bisexual, y es posible que estuviese involucrado en un caso de incesto con dos de sus sobrinos, Giulio Riario y su hermana Giovanna Riario. Ambos rondaban los doce años cuando tuvieron relaciones sexuales con su tío. También en la mejor tradición papal de la época, nombró cardenales a seis de sus sobrinos, quienes en realidad eran hijos ilegítimos del papa. Se dice que Girolamo Riario era incluso hijo del papa Sixto IV y de la hermana de este. Otro de los sobrinos del papa sería Giuliano della Rovere, futuro papa Julio II. Tanto Girolamo Riario como Giuliano della Rovere se convirtieron en marionetas del poder de Sixto. Según Bartolomeo Platina escribió:

La siguiente execrable acción es, por sí sola, suficiente para hacer que el recuerdo de Sixto IV sea eternamente vergonzoso. La familia del cardenal de Santa Lucía le había presentado una solicitud pidiendo permiso al papa para cometer sodomía durante tres meses del año: junio, julio y agosto. El papa escribió: «Que se haga según se solicitó»[232].

Su homosexualidad, la trata de blancas, los asesinatos políticos y el amor a sus sobrinos e hijos no impidieron que Sixto IV beatificara al monje dominico Alano della Rupe, dando así bula a un sueño ciertamente erótico. Según este, cuando se encontraba en su celda del monasterio, la Virgen María entró en el interior, agarró un cabello del monje y se hizo un anillo con él. Con ese anillo lo desposó, hizo que la besara y que le tocara un pecho.

17

Sixto IV (1471-1484) era corrupto, homosexual, nepotista y conspirador.

El 13 de agosto de 1484 fallecía Sixto IV. La figura y la obra de este pontífice es, según diversos historiadores, muy controvertida. Mientras su conducta era sencilla e intachable antes de su elección, después de que fuera elegido papa se convirtió en cínica, despótica y violenta. Lo que es bien cierto es que como herencia a los españoles dejó a uno de los más sanguinarios inquisidores de toda la historia de la Iglesia católica, Tomás de Torquemada. Con motivo del anuncio de la muerte de Sixto IV, el obispo Henry Creighton afirmó: «Fue tal su despotismo y su corrupción, que llegó incluso a bajar el tono moral de Europa y de la Iglesia católica en el continente». Otro cronista de la época llegó a asegurar: «El papa Sixto encarnaba toda la mayor concentración posible de maldad humana en una sola persona». Cuando la noticia de su muerte corrió por las calles de Roma, la chusma asaltó el palacio papal con la intención de hacerse con el cuerpo de Sixto IV y arrojarlo a las aguas del Tíber. Su guardia personal y su capellán consiguieron evitarlo. Los huesos de este papa corrupto acabaron en la capilla de la Concepción de la basílica de San Pedro. Después de su muerte se desató en el cónclave una guerra abierta entre los cardenales de la familia Orsini, que apoyaban a los Borgia, y los cardenales de la familia Colonna, partidarios de los Della Rovere.

Su sucesor no fue mejor que Sixto. El genovés Juan Bautista Cibo, nacido en 1432, formaba parte de una familia patricia genovesa. Antes de dedicarse a la Iglesia tuvo dos hijos ilegítimos, Teodorina y Franceschetto. Gracias a la amistad de Juan Bautista con Giuliano della Rovere —futuro Julio II—, sobrino de Sixto IV, consiguió escalar en la curia. El propio Sixto IV lo nombró cardenal de Santa Sabina y de Santa Cecilia[233]. El 29 de agosto de 1484 se le eligió como sucesor de Pedro. Adoptaría el nombre de Inocencio VIII[234].

El humanista y pensador de la época Giovanni Pico della Mirandola llegó a afirmar sobre este pontífice: «Su vida privada estaba oscurecida por las acciones más escandalosas. Educado entre los súbditos del rey Alfonso de Sicilia, había contraído el aterrador vicio de la sodomía»[235]. Este papa mandó la detención de un vicario general, por haber ordenado que el clero de Roma abandonase a sus concubinas y amantes. Inocencio VIII era realmente bisexual, aunque en esta época era difícil diferenciar bisexualidad de homosexualidad. Muchos heterosexuales practicaban la sodomía para ascender en sus carreras dentro de la Iglesia, e incluso otros tantos para esconder su condición de homosexual llegaban a tener una ingente cantidad de hijos. Inocencio VIII tuvo hasta ocho hijos varones y un número similar de hijas. Un texto satírico de la época escrito en latín decía así:

Concibió ocho hijos, y un número sin igual de hijas;
y Roma tiene buenas razones para llamarlo padre;
pero ¡¡¡ah!!!, Inocencio VIII, dondequiera que estés sepultado;
la inmundicia, la gula, la codicia y la pereza yacerán contigo[236].

A diferencia de otros papas que mantuvieron a sus hijos en la oscuridad, Inocencio reconoció abiertamente a todos ellos. Los bautizó en San Pedro, ofició las bodas de varias de sus hijas, y les encontró trabajos, incluso dentro de la curia. El gran Pico della Mirandola definió el papado de Inocencio como «la edad de oro de los bastardos» y «elevó a sus hijos e hijas a la riqueza y al honor sin sonrojarse lo más mínimo para el heredero de la silla de Pedro, y fue el primer papa que se atrevió a hacerlo públicamente sin aparentar, como muchos de sus predecesores, para lo que eran sus sobrinos, sobrinas o similares».

Cuando era ya cardenal de Santa Cecilia, casó a uno de sus hijos con Magdalena de Medici, hija de Lorenzo el Magnífico. Un año después de ser elegido sumo pontífice, pudo ver cómo una de sus nietas se casaba en San Pedro. Giovanni Pico della Mirandola, afirma que al banquete papal asistieron todos los hijos del papa y las madres de estos. Historiadores católicos como Ferdinand Gregorovius aseguraban que «su santidad Inocencio VIII, a pesar de haber abandonado a su amante al ser elegido papa, se levantaba de la cama de concubinas y rameras para poner y quitar el cerrojo a las puertas del Purgatorio y del Cielo».

Pero si el papa tenía costumbres libertinas, mucho peores eran las de su hijo Franceschetto. Un día llegó a oídos del pontífice lo sucedido en el interior de una iglesia de Roma. Franceschetto siguió a una bella adolescente que se disponía a entrar en una iglesia a rezar. El hijo del papa decidió secuestrarla en el interior del templo y bajo el altar mismo la violó. El papa, en lugar de castigar el sacrilegio realizado por su hijo, decidió que era mejor ordenar el destierro de toda la familia de la joven ultrajada. Otro caso relacionado con su hijo sería cuando el cardenal Riario ganó a Franceschetto la cantidad de dos mil ducados en un juego de azar. El papa llamó al cardenal a su presencia y le ordenó que retornase el dinero a su hijo. Pero Franceschetto era producto de su tiempo y un hijo del pontificado de Inocencio. Su padre tenía bajo su manto protector a Djem, hermano del poderoso sultán del Imperio otomano, Bayezid II. Inocencio VIII ingresaba en sus propias arcas cerca de cuarenta mil ducados anuales por ello. Incluso consiguió que Bayezid le hiciese entrega, de forma oficial, de la Santa Lanza con la que supuestamente el centurión Longinos atravesó el costado de Jesús en la cruz. Todo ello para evitar que Djem pudiera regresar a tierras del Imperio y reclamar su derecho a la corona otomana. Djem y Franceschetto unieron sus fuerzas con el fin de pasarlo lo mejor posible en la Roma de finales del siglo XV, una época en la que la Iglesia no había mejorado, desde el punto de vista del celibato, lo más mínimo.

18

Inocencio VIII (1484-1492).

En junio de 1489, el arzobispo Morton de Canterbury enviaba una carta al papa denunciando la situación de la abadía de San Albano, donde un centenar de monjes habían expulsado a las monjas, y sus celdas fueron ocupadas por prostitutas y rameras que se entregaban a todo tipo de vicios y actividades libertinas.

Incluso —escribe el arzobispo de Canterbury—, a muchas de las monjas, cuya belleza estaba a la vista, se les ha dado la oportunidad de unirse a este ejército del diablo y de la suciedad, cuyo templo está manchado por la sangre y el semen.

Altos miembros de la curia sugirieron al papa que exigiese a los sacerdotes que abandonasen a sus amantes de una vez por todas para alcanzar el celibato. Inocencio VIII respondió: «Es tan común entre los sacerdotes, incluso entre la curia, que sería difícil encontrar uno que no tuviera concubina alguna». El sumo pontífice no era solo acusado de ser un amante del placer, de la vanidad, de la pomposidad, de la gula, y de vicios y pecados similares, sino también de ser una gran amante del oro, las joyas y el dinero. Por esta última acusación condenó a varios hombres y mujeres, ya que declararon públicamente que como papa, sumo pontífice y vicario de Cristo, «quizá debiera imitar la pobreza de Jesucristo». Aquello molestó al pomposo Inocencio, que ordenó detenerlos a todos, juzgarlos por alta traición y ejecutarlos por ello[237].

Pero entre tanta lujuria, sodomía y placeres, el bueno de Inocencio estaba muy preocupado por la creciente brujería en Europa, así que decidió redactar una bula, el 5 de diciembre de 1484, que llevaría por título Summis desiderantes affectibus, con la que concedía plenos poderes a la Inquisición para luchar contra la brujería y demás prácticas supersticiosas. La bula del papa aparecía como una especie de prólogo del tratado Malleus Maleficarum (Martillo de las brujas), redactado en 1486 por dos monjes dominicos, Heinrich Kramer y Jakob Sprenger. Inocencio VIII tras leer el tratado, concedió a Kramer y Sprenger el nombramiento de autoridades supremas de la Inquisición.

El historiador Elmar Bereuter, en su obra Hexenhammer, destaca que Kramer y Sprenger estaban más centrados en la copulación con el diablo que en cualquier otra cosa. Sprenger escribió: «Si una mujer no puede conseguir un hombre, lo más seguro es que entregue su cuerpo al demonio». A este coautor se le da la autoría de la siguiente aseveración: «Prefiero tener un león o un dragón suelto por mi casa, que no a una mujer»[238]. Tanto Kramer como Sprenger estaban muy preocupados por la santidad del órgano masculino y por supuesto con ello no quiero hacer ver que ambos pudieran ser homosexuales. «El poder del demonio yace en las partes íntimas de los hombres», escribieron[239].

Cuando el papa se encontraba ya en su lecho de muerte, a mediados de julio de 1492, pidió a su canciller Johann Burchard que le facilitase jóvenes madres con el fin de succionar la leche de sus pechos y jóvenes vivos para realizarle transfusiones de sangre, con el fin de utilizarlos para mejorar su salud. La mayor parte de estos jóvenes murieron durante las transfusiones tal y como relata el mismo Burchard[240].

A Dios gracias, Inocencio VIII, el corrupto, el homosexual, el déspota, el simoníaco, el nepotista y el adúltero, moriría en la noche del 25 de julio de 1492 y su cuerpo fue enterrado en la basílica de San Pedro, en el interior de un sepulcro de bronce mandado construir por su sobrino el cardenal Lorenzo Cibo. Aún en vida, el sátiro Inocencio VIII comenzaría, sin él saberlo, a cimentar los primeros pilares del poder Borgia. Hizo obispo a César Borgia con tan solo dieciocho años. También cimentó la dinastía Medici dentro de la Iglesia, nombrando cardenal a Giovanni de Medici, el hijo de trece años de Lorenzo el Magnífico y de Clarice Orsini. Giovanni de Medici se convirtió pocos años después en el papa León X con tan solo treinta y ocho años. Y en esto llegó el sátiro Alejandro VI.

Rodrigo de Borja, hijo de Jofré e Isabel de Borja, hermana de Calixto III, nació en la localidad valenciana de Játiva, hacia el año 1431. Las malas lenguas, de enemigos de la familia Borgia afirmaban incluso que Rodrigo era fruto de las relaciones incestuosas entre su madre Isabel y el hermano de esta, Calixto III, algo que no ha podido demostrarse.

El 20 de febrero de 1456, su tío Calixto lo nombró cardenal de San Nicolás, y sus sucesores, obispo de Gerona, Valencia, Cartagena y Mallorca, gracias a cuyos beneficiosos ingresos le convirtieron junto a su colega francés, el cardenal D’Estouteville, en el más rico de Europa. Esto le permitió llevar una vida de auténtico príncipe del Renacimiento. Rodrigo era violento ya desde niño y, según sus historiadores, mató por vez primera cuando tenía solo doce años. Al parecer el futuro papa encajó la funda de su espada en el vientre de otro niño, al que había oído lanzar maldiciones a Dios. Con el paso de los años, Rodrigo crecía en orgullo, mal comportamiento y crueldad. Con dieciséis años era ya un tipo extremadamente cruel, duro, implacable, vengativo e impredecible en sus acciones[241]. Durante su juventud, Rodrigo Borgia fue famoso por su gran calidad como amante y por haber tenido relaciones con decenas de jovencitas de la nobleza española. De aquellos amoríos, el futuro Alejandro VI tuvo seis hijos. De joven era alto, fuerte, atlético, vigoroso y con una mirada penetrante. Cuando a los sesenta y dos años fue elegido papa, ya era un hombre encorvado, obeso, feo aunque seguía manteniendo su encanto, inteligencia y una gran dosis de conquistador.

Sería su tío Calixto III quien se lo llevó a Roma cuando este fue elegido pontífice en 1455, pero el joven estaba decidido a estudiar y prepararse para la política. Para ello eligió la Universidad de Bolonia. Su amigo y tutor Gaspare de Verona describía así a su discípulo:

Es atractivo, con el rostro más alegre y el porte más genial. Tiene el don de la elocuencia aduladora y florida. Tiene una gran habilidad para atraer el amor de mujeres hermosas y las excita tanto con palabras y hechos de manera tan extraordinaria, que parece que las atrae como un imán al hierro[242].

Aunque Calixto III fue un hombre piadoso y un papa nada representativo de su época debido a su fe y a la defensa de los más necesitados, pecó de nepotismo al nombrar cardenales a dos de sus sobrinos. Uno de ellos era Rodrigo. Durante su etapa como arzobispo de Valencia, la sede más rica de España, no dejó de escandalizar a los fieles e incluso al propio pontífice. Durante una recepción de autoridades, el arzobispo Borgia sedujo a una joven viuda de increíble belleza. Durante la larga relación sedujo también a sus dos hijas de diecisiete y quince años, iniciando a ambas en las más voluptuosas e inimaginables artes del placer. Al morir la madre, Rodrigo obligó a la mayor de las hijas a entrar en un convento, quedándose con la pequeña, que era la más bella. Con ella tuvo tres hijos a los que reconoció como tales: Pedro Luis Borgia, nacido en 1462; Isabel Borgia[243], nacida en 1467, y Girolama Borgia, nacida en 1471.

Cuando Calixto III moría, Rodrigo esperaba sucederle, pero no fue así. Aunque el elegido fue Pío II, este ayudó al impaciente Rodrigo a seguir escalando posiciones en la curia, nombrándolo vicecanciller. Cuando la corte papal se trasladó un tiempo a Mantua, el joven vicecanciller de veintiocho años, en vez de hospedarse con el alto clero prefirió hacerlo en las cálidas habitaciones de la marquesa de Mantua. Su entrada en la ciudad es aún recordada. Un cronista de la época escribe:

El cardenal de Borja entró en la ciudad con gran pompa, superior incluso a la del propio papa [Pío II], acompañado por doscientos cincuenta caballos ricamente adornados y montados por doscientos cincuenta caballeros con lustrosas corazas de guerra.

En Mantua se dedicó a la caza, al deporte y al placer de la marquesa. Sus continuos deslices amorosos provocaron fuertes críticas en los círculos cercanos al papa.

No preserva [Rodrigo] la dignidad y santidad que corresponde a su categoría. A juzgar por su manera de vivir no parece haber elegido gobernar el estado de la Iglesia, sino disfrutar de sus placeres. No se abstiene de cacerías y juegos, ni de relaciones con mujeres; organiza banquetes de una magnificencia singular; usa ropa costosa; deja ver abundante oro y plata en sus bolsillos; y posee más caballos y sirvientes de los que podría necesitar un hombre[244].

Pío II llamó al orden al cardenal y vicecanciller, ordenándole presentarse en Siena ante él. De aquel encuentro nada se sabe, pero lo cierto es que el cardenal Rodrigo Borgia entregó al papa una buena cantidad de monedas de oro. Aquello compró el silencio del pontífice, por lo menos durante un espacio de tiempo, con respecto a los excesos de su vicecanciller. Cuando Pío II abandonó Siena, Rodrigo y el cardenal D’Estouteville, dos de los hombres más ricos del continente, se lanzaron a una orgía en la noche del 7 de junio de 1460. Después del bautizo del hijo de una noble familia, a la que estaban invitados varios cardenales, Rodrigo y D’Estouteville se retiraron a una zona cerrada del jardín, junto a sus sirvientes y a las damas que habían asistido a la celebración. Todo el resto de hombres, incluidos padres, hermanos o esposos, fueron excluidos. Durante horas, el vino dio paso a una gran bacanal en la que participaban madres e hijas; hermanas junto a hermanas unidas en pareja a los cardenales de la Iglesia católica. El 11 de junio, aquella orgía llegó a oídos del papa Pío II, quien redactó la siguiente carta dirigida a Rodrigo Borgia:

Amado hijo: Nos hemos enterado de que, ignorando el alto puesto con que se te ha investido, hace cuatro días estuviste presente desde las cinco hasta las diez, en los jardines de Giovanni de Bicci, donde también estuvieron varias mujeres de Siena que estaban totalmente entregadas a las vanidades mundanas. Tu compañero fue uno de tus colegas, cuya edad, si no la dignidad de su oficio, debería haberle recordado sus deberes. Nos enteramos de que se bailó con todo desenfreno; no se prescindió de las seducciones del amor; y te comportaste como si fueras parte de un grupo de jóvenes laicos. Con el fin de dar rienda suelta a la lujuria, no se invitó a los esposos, padres, hermanos y parientes de las jóvenes; ustedes y algunos sirvientes fueron quienes inspiraron y llevaron a cabo esta orgía. Se dice que en Siena solo se habla de tu vanidad, y que eso es tema de un ridículo universal. Lo cierto es que aquí en los baños, tu nombre está en boca de todos. No hay palabras que expresen mi disgusto[245].

El enviado especial del papa a Siena para investigar el caso, el cardenal Bartolomeo Bonatti, llegó a declarar ante Pío II a su regreso a Roma: «Si todos los niños que nacieran en el término de un año llegaran vestidos como sus padres, es bien cierto que muchos de ellos llegarían vestidos de sacerdotes y cardenales».

En el Concilio de Mantua de 1459 es cuando Rodrigo conocerá a la que será su más fiel compañera hasta el final de sus días, Vanozza Catanei. Ella tiene diecinueve años y él veintiocho. Rodrigo Borgia ya entonces había tenido relaciones con la madre y la hermana de Vanozza, pero sería esta la que se convertiría en su amante oficial. Rodrigo era consciente de que no podía seguir manteniendo su ritmo de vida a la vista de todos y menos a la del papa Pío, así que instaló a Vanozza en una bello palacio de Venecia. Allí la visitaba con frecuencia y a lo largo de veinte años mantuvo una correspondencia regular, muchos de cuyos textos han llegado hasta nosotros. Con Vanozza Catanei, Rodrigo Borgia tuvo cuatro hijos: César, Juan, Jofré y Lucrecia.

Tras el fallecimiento de Pío II, Rodrigo tampoco fue el elegido; y después de la muerte de Pablo II, tampoco. A Sixto IV le compró la abadía de Subiaco, mientras se convertía en legado papal en Aragón y Castilla. El rey Enrique IV de Castilla, a quien se conocía como el Impotente, decidió expulsar a todos los sirvientes del legado Borgia, debido a los excesos cometidos por estos, entre los que se encontraban las violaciones y los asesinatos. De regreso forzado a Roma, Rodrigo decidió que ya era hora de presentar en sociedad a Vanozza, así que decidió trasladarla desde Venecia junto a sus cuatro hijos e instalarla en un palacio de la ciudad.

A Sixto IV le sustituyó en la silla de Pedro Inocencio VIII, algunos dicen que mucho más sátiro que Alejandro VI, pero Roma en aquella época era la sede no solo de Pedro, sino también de cincuenta mil prostitutas y de un número mayor de ladrones, asesinos y estafadores. Cuando el innombrable Inocencio murió, dos poderosos cardenales apostaban por ser los sucesores, Ascanio Sforza, hermano de Ludovico el Moro, y Giuliano della Rovere, sobrino del papa fallecido. Como ninguno de los dos conseguía los votos necesarios, Sforza presentó la candidatura de Rodrigo Borgia. Todos estuvieron de acuerdo con apoyar el nombramiento, bien por amistad con el candidato, bien por miedo al aspirante o bien por haber recibido importantes sobornos por parte de Rodrigo. Lo cierto es que salió elegido papa el 10 de agosto de 1492, adoptando el nombre de Alejandro VI.

El historiador Michael Walsh, en su libro The Conclave: A Sometimes Secret and Occasionally Bloody History of Papal Elections, destaca que a pesar de ser Della Rovere el más firme candidato para suceder a Inocencio VIII, Rodrigo era el mejor situado gracias a su riqueza y a los sobornos que estaba dispuesto a pagar a cambio de la cátedra de Pedro. En el cónclave de agosto en el que salió elegido Rodrigo Borgia como Alejandro VI, el candidato compró el voto del cardenal Orsini a cambio de los castillos de Monticelli y Sariani; el del cardenal Sforza, por un cargamento de monedas de plata y ser nombrado canciller de la Iglesia; el del cardenal Colonna, por la abadía de San Benito y todo lo que estuviese comprendido en sus tierras, incluidas aldeas y fieles; el del cardenal de Sant’ Angelo, por el obispado de Porto, junto al castillo, la abadía y todas las bodegas de sus tierras; el del cardenal Savelli, por toda la ciudad de Civita Castellana, una rica comunidad situada en la provincia de Viterbo; y el del cardenal Gerardi de Venecia, un anciano de noventa y cinco años de edad, por cincuenta mil ducados y poder pasar una noche con la bella Lucrecia, que entonces tenía doce años. Con el voto de la mayoría en el bolsillo, Rodrigo dejó de ser el cardenal Borgia para convertirse en Alejandro VI[246].

Al conocerse el resultado de la votación, el cardenal de Medici —futuro León X— aseguró al cardenal Cibo: «Ahora estamos entre las garras de quien tal vez es el lobo más feroz que la humanidad ha dado. Si no huimos, el lobo nos devorará como sencillas e inocentes ovejas». Dicho y hecho. Giuliano della Rovere prefirió pasar gran parte de los once años de pontificado de Alejandro alejado de Roma y semioculto en Francia. El resto mantuvo el perfil bajo para que la hoja del hacha de los Borgia no les alcanzase. Muchas eran las acusaciones vertidas sobre Alejandro VI. Desde pactar con el mismísimo diablo a ordenar asesinatos de sacerdotes, obispos y cardenales contrarios a sus deseos; pasando por la práctica de la sodomía, el bestialismo o la inmundicia, o el tener relaciones incestuosas con su hija Lucrecia. Lo que es bien cierto, afirmaron tanto críticos a favor como en contra, es que el pontificado del papa Borgia se vio teñido de «sangre y semen», como dijo un historiador de la época.

La primera celebración tras su elección como sumo pontífice es descrita por Renè Chandelle, en Traidores a Cristo. La historia maldita de los papas:

Lo que llamaría la atención de cualquiera que tuviera el dudoso privilegio de contemplar la escena son las quince hermosas mujeres que bailan en ella. En el centro está Ludovica, una bella y exuberante cortesana de pelo rojo y de unos veinte años, que ataviada con un vestido de velos blancos y trasparentes, mueve sus dedos húmedos sobre sus duros pezones. Detrás de ella, moviendo sus caderas desnudas, se encuentran Giovanna y Lisa, dos prostitutas casi adolescentes, inequívocamente llegadas desde el sur de la península. […] Al fondo, casi imperceptible se encuentra Giuliana. Se halla acostada boca arriba y su único vestuario son unas gruesas pulseras […] en el centro de las bailarinas hay un hombre: aparenta tener unos sesenta años, está vestido con una capa de brocado y tiene los carrillos y los labios gruesos. […] Si alguien se acercara mucho a él, podría observar el casi imperceptible hilo de saliva que se desliza lento sobre la comisura de los labios, justo unos segundos antes de precipitarse sobre una de las bailarinas y lanzarles castañas cual si fueran marranas, costumbre que la familia del hombre en cuestión tiene con las trotacalles[247].

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Alejandro VI (1492-1503); el papa Borgia era pervertido, incestuoso, nepotista, cruel y sodomita.

El hombre descrito es nada más y nada menos que Alejandro VI. Al papa Borgia le gustaba organizar juegos, justas y fiestas en las que los invitados acabasen siempre medio desnudos, mientras admiraba la hombría de sus invitados. Se dice incluso que siguió de cerca el caso de un joven florentino de quince años que falleció al parecer mientras realizaba el acto sexual por séptima vez en una hora. Otra de sus debilidades eran sus hijos. Un día, después de ser coronado con la tiara, nombró a su hijo César, de diecisiete años, arzobispo de Valencia y cardenal. En otro consistorio benefició a Hipólito d’Este de quince años. Para ambos casos, el papa consiguió burlar la ley canónica por la que se establece que los cardenales deben ser legítimos. Para ello estableció dos bulas: la primera en la que se aseguraba que César era hijo de Vanozza Catanei y de su esposo, y la segunda, por la que reconocía que César era hijo suyo.

Alejandro estaba decidido a recuperar la inmensa fortuna gastada en sobornos para conseguir su elección. Uno de sus grandes negocios fue la de beneficiarse de las decenas de asesinatos que sucedían cada día en las calles de Roma. Los detenidos por esta causa pasaban ante la presencia del papa. Si pagaban una buena suma de dinero, se salvaban. Si no era así, partían directos al patíbulo. «El Señor no pide la muerte del pecador, sino que pague y siga viviendo», llegó a decir. Cualquiera podía ser obispo o cardenal si pagaba por ello. Como aquello tampoco le reportaba demasiado dinero, se dedicó a envenenar a cardenales por diversas causas, lo que confería la expropiación de todos sus bienes, siendo absorbidos por la Iglesia, es decir, por él mismo. Después, los títulos cardenalicios o episcopales que habían quedado libres volvían a ser vendidos.

Para recolectar más dinero vendía las indulgencias como si fuera papel mojado. A un noble florentino le cobró veinticuatro mil escudos de oro por una indulgencia que le permitía tener relaciones sexuales con su hermana; o al arzobispo de Valencia, otros treinta y seis mil escudos, para que pudiese reconocer como hijo natural al joven con el que practicaba la sodomía. «Es necesario ser un buen príncipe de la Iglesia y en conciencia no podemos negar a nuestros queridos súbditos un permiso que muchas veces nos hemos otorgado a nosotros mismos», dijo el papa. El asesinato se convirtió en otra fuente de ingresos para Alejandro VI. El sultán del Imperio otomano Bayezid II, cansado de la amenaza que suponía su hermano Djem para su poder, decidió ofrecer cuarenta mil ducados de oro a Alejandro VI con el fin de que lo asesinase. Pero el papa no se vendía barato, así que por doscientos mil ducados ordenó envenenar al hermano del sultán otomano.

Cuando Rodrigo Borgia alcanzó el papado, su amante Vanozza Catanei comenzaba a mostrar los signos del paso de los años, por lo que se buscó otra amante. La elegida fue Giulia Farnese. Ella tenía quince años y él cincuenta y ocho. Él mismo ofició la boda de Giulia con Orsino Orsini, en el palacio Borgia, tomando a ambos esposos bajo su protección. La adolescente y sensual Giulia pasaba la mayoría de las noches en el lecho papal como parte de un acuerdo entre el hermano de esta, Alejandro Farnese, y el propio pontífice[248]. El acuerdo consistía en que Farnese permitiría a Alejandro VI tener relaciones sexuales con su hermana a cambio de que el papa le perdonase un asunto de falsificación de documentos y le nombrase cardenal de San Cosme y San Damián[249]. El esposo de Giulia, Orsino Orsini, debía cerrar la boca ante el acuerdo. Los romanos, muy dados a los refranes, comenzaron a difundir por la ciudad uno referente a un defecto físico del esposo de Giulia Farnese, que decía: «Era tuerto [Orsini] y se dice que en cuestiones maritales, sabía muy bien cerrar el otro ojo».

Giulia Farnese comenzó a ser conocida no solo en Italia, sino en el resto de cortes europeas. La Novia de Cristo, la Ramera de Dios, la Puta de Babilonia o la Prostituta de Alejandro eran algunos de los apodos de Giulia Farnese, pero la joven se convirtió poco a poco en los ojos y oídos del papa en asuntos de política e Iglesia.

Alejandro y Giulia llegaron a tener al menos dos hijos, incluso se dice que Laura, la primera hija de Giulia Farnese, era hija del papa y no de su esposo. Rodrigo Borgia Farnese nacería justo antes de la muerte del papa. En el Vaticano, Giulia pasaba gran parte de su tiempo junto a Lucrecia, rondando a embajadores y visitantes que acudían en audiencia ante el pontífice. Aquello provocó los celos de Alejandro. Para separarlas, Alejandro VI ordenó el matrimonio de Lucrecia con Giovanni Sforza, amo y señor de Pesaro. Boccaccio describe así a Lucrecia: «Tenía una sonrisa que iluminaba su rostro de mil maneras diferentes. Nunca antes, una criatura tan gentil parecía disfrutar tanto de estar viva»[250]. La ceremonia se llevó a cabo en la sala real y durante la misma tuvieron un lugar de honor el propio pontífice, padre de la novia, y Giulia Farnese. Johann Burchard, escritor y funcionario contemporáneo de Alejandro VI, describe así la boda: «Asistieron centenares de invitados. El traje de Alejandro era incluso mucho más llamativo que el de la novia. Vestía una túnica otomana tan larga y pesada que tenía que ser sostenida por una esclava africana»[251]. El humanista, historiador y abogado Stefano Infessura escribió:

Para celebrar la boda, hubo festivales y orgías dignas de madame Lucrecia. Hubo bailes y celebraciones, una auténtica comedia mundana y mucho comportamiento escandaloso. El papa, en particular, se divirtió mucho arrojando confeti en los corpiños de los vestidos de las señoras[252].

Infessura continúa con su particular crónica sobre el evento:

Al caer la noche, su santidad, el cardenal Borgia [César], el duque de Gandía [Juan], algunos cortesanos y algunas nobles damas se sentaron a cenar. Aparecieron bufones y bailarines de ambos sexos, que hicieron representaciones obscenas para diversión de los invitados. […] Hacia el amanecer Alejandro VI condujo a la joven pareja [Lucrecia y Giovanni Sforza] a la cámara nupcial. […] en la espléndida cama sin cortinas ocurrieron escenas tan repugnantes y espantosas que no hay lenguaje para describirlas. El papa desempeñó hacia su hija el papel de matrona; Lucrecia esa Mesalina que había sido iniciada en el más repugnante libertinaje, en esta ocasión hizo el papel de una joven inocente, con el fin de prolongar la obscenidad de la comedia; y el matrimonio se consumó en presencia de la familia del papa.

A pesar de que Lucrecia no deseaba seguir a su esposo, fue convencida por su amiga Giulia Farnese para viajar hasta Pesaro. El papa, furioso con la rebeldía de su amante, decidió arremeter contra su hija y el esposo de esta. Alejandro VI escribió a su hija:

La verdad es que Giovanni y tú habéis demostrado poca consideración hacia mí, en lo que concierne a la partida de Giulia, permitiéndole viajar sin mi permiso. […] Debieron recordar y así es su deber que una partida tan repentina sin mi consentimiento me causaría mucho disgusto. Según dices, ella partió por orden del cardenal Farnese, aunque debiste preguntar si eso era del agrado del papa. Sin embargo, ya está hecho. Pero en próximas ocasiones, deberemos tener más cuidado y ver dónde están nuestros intereses[253].

Giulia Farnese sabía cómo manejar al papa y le escribió desde Capodimonte:

Como su santidad escribe exhortándome a actuar como me corresponde y cuidar mi virtud, a este respecto puedo de inmediato tranquilizar a su santidad. Tenga la seguridad de que de día y de noche solo pienso en mostrarme como otra santa Catalina, tanto por mi honor como por el amor a su santidad[254].

Durante los meses siguientes las cartas entre Alejandro VI y Giulia Farnese fueron cada vez más duras. Mientras el papa le exigía que regresase a Roma, la bella Giulia intentaba escabullirse del férreo control al que le sometía su amado Alejandro. El papa ordenó entonces al cardenal Alejandro Farnese que interviniese, ordenando a la rebelde Giulia regresar a Roma. Pero el cardenal, conociendo el temperamento de su hermana, dudó durante diez días, hasta que el papa envió a su hijo César con una carta para entregar en mano y esperar la respuesta. César iba vestido con uniforme de oficial del ejército pontificio y escoltado por una decena de soldados bajo el estandarte Borgia. La carta decía así:

Bien sabes todo lo que hemos hecho por ti, y con cuánto amor. Nunca hubiéramos creído cuán pronto olvidarías nuestros favores, y que darías mayor importancia a Orsini que a nosotros. Te rogamos y exhortamos a que no nos pagues con esa moneda, ya que así no estarías cumpliendo las promesas que a menudo nos hiciste y mucho menos estarías actuando de manera favorable a tu honor y bienestar.

La carta era una amenaza abierta del papa al cardenal Farnese y mucho más cuando el mensajero era su hijo César fuertemente armado. El cardenal aclaró que escribiría una misiva a su hermana, pero César le aclaró que su padre, el papa, deseaba leerla antes. Alejandro Farnese escribió a su hermana:

Mal agradecida y traicionera Giulia, recibimos una carta tuya, en la que nos das a entender que tienes la intención de no regresar a Roma a menos que Orsini lo desee; y aunque hasta la fecha habíamos entendido bastante bien tanto tus inclinaciones perversas como de quién recibías consejo, no obstante, en consideración a la que falsamente asegurabas, no nos podíamos convencer de que fueras capaz de tanta ingratitud y deslealtad. […] y ahora haces lo contrario y vas a Bassanello, poniendo tu vida en peligro abiertamente; tampoco puedo creer que estés actuando así, a menos que desees quedar embarazada por segunda vez con ese caballo de Bassanello. Y esperamos que muy pronto […] las más ingratas de las mujeres reconocerán su falta y sufrirán el castigo que por ello merecen. Y además, en lo que concierne a la situación presente, te ordeno, bajo pena de excomunión y maldición eterna, que no te mueves de Capodimonte, y mucho menos ir a Bassanello por razones que conciernen a nuestro estado[255].

En noviembre de 1494, Giulia Farnese decidió salir de Capodimonte en dirección a Viterbo, para reunirse con su hermano, el cardenal Farnese, pero en el camino sería capturada por una patrulla del ejército francés que acababa de ocupar Italia. El rey Carlos VIII el Afable al enterarse del valioso botín obtenido dijo: «Acabamos de hacer prisioneros, a los ojos y oídos del papa», y puede que tuviera razón. Lo cierto es que Alejandro VI tuvo que pagar un rescate cercano a los tres mil ducados de oro. Giulia Farnese entraría en Roma escoltada por medio millar de soldados de la caballería francesa. Alejandro la recibió desde lo alto de la escalinata de San Pedro con gran boato. Aunque esa misma noche la pasó con Giulia Farnese, Ludovico Sforza declararía que durante el cautiverio de Giulia, el papa pasó gran parte de su tiempo acompañado de una bella monja de Valencia, otra de Castilla, y la hija virgen de un rico comerciante de Venecia.

Los ejércitos de Carlos VIII se situaban ya a las puertas de Roma, con la amenaza de deponer a Alejandro y después juzgarlo por adulterio, incesto, asesinato y tiranía. Tras pasar por Roma, las tropas francesas llegaron a Nápoles y lo que no consiguió el ejército napolitano lo lograron las mujeres de Nápoles. Los franceses se dedicaron a tener relaciones sexuales con las mujeres napolitanas, la mayor parte de ellas infectadas por la sífilis, conocida en esos tiempos como el mal napolitano[256].

A finales de 1494 y principios de 1495, hasta diecisiete miembros de la familia Borgia, incluidos el papa y su hijo César, estaban contagiados. A Alejandro VI se le comenzó a conocer como el papa Sífilis VI. El dominico de Ferrara, Girolamo Savonarola afirmó que la sífilis era un castigo divino de Dios, algo que no gustó al pontífice. Todos los días desde su púlpito de Florencia, Savonarola gritaba:

Ven aquí, Iglesia degenerada. Yo te he dado finos ropajes, dijo el Señor, y tú lo has convertido en ídolo. Te enorgulleces de sus cálices y conviertes sus sacramentos en simonía, mientras la lujuria te ha convertido [a la Iglesia] en una ramera desvergonzada. […] Hubo una época en la que te avergonzabas por tus pecados. Has construido hoy, una casa de mala fama, un burdel común. […] Les aseguro a todos ustedes, buenos cristianos, que este Alejandro no es un papa ni le puede considerar como tal. Compró su pontificado mediante la simonía, y de que asigna los beneficios eclesiásticos a quienes pagan por ellos; y sin tomar en consideración el resto de sus vicios, que todo el mundo conoce, les aseguro que no es cristiano, ni cree en la existencia de Dios[257].

Alejandro envió un emisario a Florencia con la orden de que Savonarola cerrase la boca y se dedicase a Dios en lugar de al papa. Cuando los discursos incendiarios contra Alejandro continuaron, el papa ofreció al monje el birrete cardenalicio, pero este se negó a aceptarlo. Finalmente, cansado de las críticas de Savonarola, el papa Alejandro ordenó que fuera detenido y quemado en la hoguera. El 23 de mayo de 1498, mientras el fanático monje dominico se quemaba en la plaza Della Signoria, Alejandro VI daba un impresionante banquete en el palacio papal para celebrar el bautizo de su nuevo hijo, fruto de su relación con Giulia Farnese.

Mientras el papa Alejandro intentaba alcanzar la nulidad del matrimonio de su hija con Giovanni Sforza, Lucrecia se mantenía recluida en un convento. Ante una comisión papal tuvo que jurar y perjurar que era virgen, ante las carcajadas generalizadas de toda Roma. Un cronista de la época escribiría: «La ramera dijo ser virgen, y por ello, toda Italia rió a carcajadas, ya que todo el mundo sabía que ella era la peor de las rameras que jamás pisaron Roma, la ciudad de Babilonia». Pero cuando todo estaba a favor de la nulidad, Lucrecia quedó embarazada, al parecer de Perotto Calderoni, uno de los hombres de confianza del papa. Furioso, Alejandro VI ordenó a su hijo César terminar con la vida de Perotto. Treinta y seis puñaladas acabaron con su vida. Posteriormente, su cuerpo fue encontrado flotando en las aguas del Tíber. Paolo Capello, el embajador de Venecia en Roma, escribió a la República: «Con su propia mano y con el consentimiento del papa, César asesinó al joven Perotto y su sangre salpicó al papa». El mayor delito de César tal vez no fue solo apuñalar al amante de su hermana Lucrecia, sino también a su supuesto hermano. En las calles de Roma pronto empezaron a surgir los primeros comentarios. Se decía que Perotto era uno de los favoritos del papa y que César estaba celoso de su padre; se decía también que Perotto se había convertido en el favorito de Alejandro debido a que la esposa de este también servía a sus placeres sexuales; incluso se llegó a hablar de que Alejandro era el verdadero padre del hijo que tuvo la esposa de Perotto Calderoni, en 1497[258].

No cabe la menor duda, y así lo atestiguan cientos de historiadores, de que Lucrecia era la preferida de su padre. El papa gobernaba la cristiandad y Roma, y Lucrecia gobernaba a su padre. A menudo vestida tan solo con un pedazo de tul transparente, presidía las reuniones con el colegio cardenalicio. Sentada en el trono papal y con las piernas abiertas, proponía a los asistentes allí reunidos discutir temas relacionados con la lujuria y el sexo.

Tras el asesinato de su hijo Juan Borgia, capitán general de la Iglesia, en la noche del 14 al 15 de junio de 1497, el papa intentó cambiar de forma de vida, obligando que todas las concubinas del clero debían ser expulsadas de las camas y lechos de los religiosos. Johann Burchard relata de esta forma la reacción del papa a la muerte de su hijo Juan: «Tras secarse las lágrimas, se consoló entre los brazos de madame Lucrecia, la causa del asesinato». Los últimos años del pontificado de Alejandro VI, Burchard los describe así:

Sería imposible enumerar y calcular los asesinatos, violaciones e incestos que se cometían diariamente en la corte papal. La vida de un hombre apenas sería lo bastante larga como para registrar los nombres de todas las víctimas asesinadas, envenenadas, descuartizadas, apuñaladas en oscuros callejones, o lanzadas vivas al Tíber.

El filosofo, historiador y político italiano Francesco Guicciardini temía a César más que al papa Alejandro. El diplomático, filósofo y escritor Nicolás Maquiavelo se basó en la figura de César Borgia para redactar su gran obra El príncipe, aunque otras fuentes apuntan a Lorenzo de Medici el Magnífico. En uno de sus escritos, Maquiavelo aseguró:

Los italianos tienen una gran deuda con la Iglesia romana y su clero. Con su ejemplo [el pontificado de Alejandro VI] hemos perdido la verdadera religión y nos hemos vuelto no creyentes. Considéralo una regla ya escrita: Cuanto más cerca esté una nación de la curia romana, menos religión tiene.

Nuevamente es el camarero y maestro de ceremonias de Alejandro VI, Johann Burchard, quien relata la fiesta celebrada por el nuevo matrimonio de César Borgia y que el papa bautizó como la Justa de las Rameras:

Esta boda se ha celebrado con orgías sin precedentes que nada similar se había visto antes. Su santidad ofreció una cena a los cardenales y personajes más importantes de su corte, sentando a dos cortesanas a cada lado de cada invitado. Tan solo iban vestidas con una ligera túnica de gasa y guirnaldas de flores en el pelo. Cuando la cena terminó, estas mujeres, más de cincuenta, ejecutaron danzas libertinas, primero solas y después con los invitados. Al final, cuando madame Lucrecia hizo una señal, las mujeres se despojaron de sus túnicas y siguieron bailando al ritmo de los aplausos de su santidad. Después se pasó a otros juegos. […] Madame Lucrecia lanzó al suelo varios puñados de castañas. Las cortesanas, totalmente desnudas, andaban a gatas recogiendo el mayor número posible de ellas. La que más castañas recolectase, recibiría de su santidad, joyas y vestidos. Finalmente, de la misma manera que hubo premios de lujuria, y las mujeres fueron atacadas carnalmente para el placer de los asistentes; luego madame Lucrecia, que presidía con el papa desde una plataforma, distribuyó los premios a los vencedores.

El papa, antes de retirarse, propuso a los invitados que quien tuviese mayor número de relaciones sexuales con las prostitutas recibiría un premio en monedas de oro.

Otro cronista de la época, Francesco Pepi, profesor de leyes de Guicciardini, escribió: «Un día tras una noche de sexo y borracheras, el papa canceló todas las audiencias alegando haber cogido un resfriado. Esto no impidió que la noche del domingo, la víspera de Todos los Santos, se quedara levantado hasta la medianoche, con las prostitutas y cortesanas que rondaban el Vaticano; y pasara la noche entre bailes y risas». Pero la peor crítica al pontificado de Alejandro VI vendría de Silvio Savelli, condottiero y miembro de una noble familia romana. La crítica escrita en una sola página sería traducida a varios idiomas y distribuida por todo el territorio de la cristiandad. La Carta Savelli describía a Alejandro VI como una bestia infame y un «monstruo asesino, incestuoso y ladrón», y continuaba de la siguiente forma:

¿Quién no se escandaliza al escuchar los relatos de la monstruosa lujuria que se practica abiertamente en el Vaticano, desafiando a Dios y a toda la decencia humana? ¿Quién no siente rechazo por la perversión, el incesto y la obscenidad del hijo y la hija del papa, y de las hordas de cortesanas que hay en el palacio de San Pedro? No existe casa de perversión o burdel que no sea menos respetable. El 1 de noviembre, la Fiesta de Todos los Santos, cincuenta cortesanas fueron invitadas a un banquete en el palacio pontificio y su actuación ahí fue de lo más repugnante. Rodrigo Borgia es un abismo de vicios y un destructor de toda justicia, humana o divina[259].

Finalmente, a principios de agosto, Alejandro VI asistía junto a su hijo César a un banquete dado por un cardenal que había caído en desgracia. Tras la cena, ambos Borgia enfermaron. César mejoró, pero no así el papa. Tal vez el papa fue envenenado con cantarella. En una semana Alejandro tenía los ojos enrojecidos, y su tez se había tornado amarillenta. Poco después su cara comenzó a amoratarse y a hincharse, y su piel se despellejaba. En la noche del 18 de agosto de 1503, el papa Alejandro VI falleció entre horribles dolores, tras once años de pontificado. El cadáver se había puesto de color negro y debido al fuerte calor reinante en Roma, la putrefacción se hizo presente rápidamente. El funcionario papal Raffaelle Maffei el Volterrano describe así la escena:

Era una escena repugnante ver ese cadáver negro y deforme, terriblemente hinchado y despidiendo un olor infeccioso. Sus labios y su nariz estaban cubiertos de saliva color marrón, su boca estaba muy abierta y su lengua, inflada por el veneno, caía sobre su bar billa. Por este motivo ningún devoto o fanático se atrevió a besar sus pies o sus manos, como lo habría exigido la costumbre[260].

Para no tener que tocar al cadáver putrefacto, los ayudantes dirigidos por Johann Burchard tuvieron que envolver el cuerpo de Alejandro VI en una cortina e introducirlo en el féretro. Los responsables de la basílica impidieron la entrada en el recinto sagrado. El cardenal Giuliano della Rovere —futuro Julio II— decretó que era una blasfemia rezar por Alejandro. Cuando Della Rovere alcanzó la tiara pontificia, comenzó una auténtica caza de brujas contra los seguidores y contra el nombre Borgia. Ordenó que su nombre fuera tachado de todos los documentos vaticanos; las esculturas y pinturas donde apareciesen ellos debían ser cubiertas con telas negras; y todas las tumbas Borgia tendrían que abrirse y los restos de todos ellos trasladados a España.

Como curiosidad hay que destacar que los apartamentos Borgia en el Vaticano fueron sellados hasta bien entrado el siglo XIX. En 1610, por orden del entonces papa Pablo V, el cuerpo de Alejandro VI fue retirado de la basílica y trasladado a la iglesia de la corona de Aragón en Roma, Santa María de Montserrat. Alejandro VI tuvo que esperar hasta 1889, bajo el pontificado de León XIII, para que se erigiera una estatua en su honor.

Lucrecia Borgia moriría el 24 de junio de 1519, en la noche de San Juan, a los treinta y nueve años de edad, tras haber sufrido un parto complicado. Ella era el último vestigio de la hora de los sátiros, cuyo padre, el papa Alejandro VI fue su más vil representante. Había llegado el momento de los santos padres y de sus sagrados sobrinos.