9.
LA SAGRADA INCONTINENCIA SEXUAL
(1378-1464)

El cristianismo es la más ridícula, absurda y sangrienta religión que nunca ha asolado el mundo.

VOLTAIRE

La Iglesia ha establecido oficialmente que los papas legítimos fueron Urbano VI, Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII, pero, de la misma forma que estos son oficiales, Clemente, Benedicto, Alejandro y Juan no fueron declarados antipapas. Esto es necesario saberlo antes de poder leer la historia que se relata a continuación.

Tras la muerte de Gregorio XI, fue elegido papa el arzobispo de Bari, Bartolomé Prignano, el cual adoptaría el nombre de Urbano VI. Este sería el primer pontífice italiano después de una larga lista de papas franceses. Cuando Urbano VI ocupó la silla de Pedro, se encontró con un duro informe del teólogo John Wiclif sobre la vida sexual del clero:

La perdición y la licencia en el pecado son tan grandes, que había sacerdotes y monjes que mataban a las doncellas que se negaban a cohabitar con ellos. No menciono su sodomía, que sobrepasa toda medida. […] Bajo sus capuchas, hábitos y sotanas seducían a juvénculas [adolescentes] a veces después de que a estas ya les habían afeitado el cabello. Tras escuchar sus confesiones, los monjes mendicantes abusaban de las mujeres de los nobles, comerciantes, y campesinos, mientras sus maridos estaban en la guerra, en sus negocios o en sus campos. Los prelados poseían a monjas y viudas, y así alimentaban la carne a sus antojos[203].

En el mes de agosto, los cardenales franceses alegaron que la elección de Urbano no se había sometido a regla y declaraban al papa un intruso. Lo cierto es que Urbano era un borracho y homosexual con muy mal humor. Se dice que durante la fiesta de su coronación, Urbano agarró un báculo y golpeó con él al cardenal Orsini y al cardenal de Limoges. Después de aquello los cardenales intentaron deponerlo. Los rebeldes serían apoyados por el excomulgado rey de Nápoles, Carlos III. Las tropas de este monarca asediaron el castillo papal de Nocera, pero al ser rescatado por tropas genovesas, Urbano VI consiguió capturar a cinco cardenales rebeldes. Ordenó entonces que fueran tratados como prisioneros de guerra, despojados de sus prerrogativas cardenalicias y torturados hasta la muerte. Se asegura que mientras oía los gritos producto de la tortura, Urbano VI daba su bendición mientras se emborrachaba[204]. Prignano había vivido toda su vida en la más absoluta pobreza en su Nápoles natal, así que veía a los cardenales de nobles familias como «sanguijuelas del diablo».

Los cardenales que consiguieron escapar de las garras de Urbano se refugiaron en Anagni y eligieron a un nuevo papa, el cardenal y soldado Robert de Ginebra, el mismo que a las órdenes del papa Gregorio XI y liderando un gran ejército formado por seis mil soldados de caballería y cuatro mil de infantería había derrotado a la rebelde Bolonia y Florencia no sin antes pasar a cuchillo a cuatro mil quinientos ciudadanos de Cesena. El antipapa, de treinta años, era también hermano del conde de Saboya y pariente cercano, por parte de su madre, del rey de Francia. Robert de Ginebra era más famoso por su habilidad decapitando cuellos con un pico que como nuevo antipapa, Clemente VII. Ahora había ya dos papas[205]. Clemente VII estableció su corte en Aviñón, y se rodeó del mismo lujo que sus antecesores franceses. Mientras Urbano VI se contentaba con una buena botella de vino, Clemente VII lo hacía practicando el sexo. Se dice que entre su gran número de amantes se encontraban varias primas carnales e, incluso las malas lenguas, posiblemente seguidores de Urbano, afirman que el antipapa tenía relaciones sexuales con su hermana Constanza.

En aquella época, en el Palais Neuf de Aviñón se podían ver por sus largos pasillos diversos jóvenes ataviados tan solo con un pequeño calzón que dejaba al aire parte de las nalgas. De nuevo las malas lenguas fieles al papa —Urbano VI— afirmaban que así era más fácil para el antipapa —Clemente VII— poder practicar la sodomía en cualquier rincón o habitación de palacio. El sátiro antipapa sabía que para mantener su poder necesitaba del apoyo de los influyentes, por eso se arrimó a Roberto de Escocia reconociendo a tres de sus bastardos para que pudieran unirse a la curia. También supo adular a Carlos VI de Francia, quien se ofreció a escoltarlo hasta Roma para deponer a Urbano VI.

Lo que es bien cierto es que Urbano VI era un inestable patológico. Nombró veintinueve cardenales con el fin de crear un colegio cardenalicio al que él mismo pudiera controlar[206]. Cuando el papa Urbano murió misteriosamente en la noche del 15 de octubre de 1389, la atmósfera de odio, rencor, temor y violencia se respiraba por todos los rincones de la cristiandad. Esto dio alas a los rumores sobre que Urbano VI pudo haber sido envenenado por seguidores del antipapa Clemente o por seguidores del excomulgado rey de Nápoles. Hasta el final de sus días, Clemente VII creyó que la solución al cisma pasaba por el uso de la violencia y las armas. Los errores de Urbano, su afición a la botella y el maltrato que dio a los cardenales otorgaron al antipapa aspiraciones a convertirse algún día en el papa oficial, pero aquel momento nunca llegó.

Los catorce cardenales seguidores de Urbano VI decidieron reunirse rápidamente en Roma y elegir al cardenal Pietro Tomacelli, quien adoptaría el nombre de Bonifacio IX. El nuevo sumo pontífice era un asesino que supo manejar la simonía con el fin de llenar las maltrechas arcas papales. El cardenal César Baronio describió a este, en su obra Annales Ecclesiastici, como «un detestable monstruo»[207]. Bonifacio cobraba por todo. Por indulgencias, por canonizar santos, por celebrar matrimonios, por celebrar bautizos, por declarar como auténticas las reliquias religiosas tales como el prepucio de Jesucristo. Se dice incluso que cobraba un ducado por cada documento papal en el que ponía su firma[208]. La mayor parte de esa recaudación era repartida no entre los pobres de Roma, sino entre los sobrinos, hermanas, amantes y su madre, a la que había entregado en vida una parte importante de bienes de la Iglesia. Bonifacio IX tenía una gran familia, incluyendo los hijos bastardos, a los que él mismo denominaba como «mis adorables sobrinos». Se dice que en total Bonifacio llegó a tener hasta treinta y cuatro sobrinos, algunos de los cuales serían nombrados obispos y cardenales[209].

La situación con la cismática Aviñón tampoco se solucionaría con la muerte de Clemente VII, el 16 de septiembre de 1394. Mientras el rey de Francia pedía a los cardenales de Aviñón que no eligiesen a un sucesor, estos alegaban que si hacían esto querría decir que durante los últimos quince años habían actuado en la ilegalidad. A cambio de poder elegir a un nuevo antipapa aseguraron al rey que pondrían todos sus medios a fin de convencer al elegido para que abdicase y se sometiese a Roma.

El 28 de septiembre de 1394 eligieron por unanimidad al cardenal español Pedro Martínez de Luna, quien adoptaría el nombre de Benedicto XIII[210]. El nuevo antipapa español sabía que si quería seguir en el poder iba a necesitar, al igual que Clemente VII, un apoyo político; por esto no tuvo el menor decoro al dispensar al joven rey de Inglaterra de veintinueve años, Ricardo II, para que pudiese contraer matrimonio con Isabella, la hija del rey de Francia, que entonces tenía siete años. Durante la fiesta nupcial, y ante los ojos de los legados de Benedicto XIII, trajeron a la niña vestida de seda en una litera. La verdad es que el matrimonio duró bien poco, porque ese mismo año alguien asesinó a Ricardo[211]. Cuando Isabella cumplió los quince años, fue a Roma a pedirle al entonces papa Inocencio VII un permiso especial para poder casarse con Carlos de Orleans, que entonces tenía trece años. Mientras tanto, en Aviñón, el duque Luis de Orleans, padre de Isabella, pedía al antipapa Benedicto XIII una dispensa para poder casar a su hija con el delfín de Francia, que solo contaba cuatro meses de vida. Papa y antipapa concedieron las dispensas a cambio de apoyo político a su causa.

El cisma entre Aviñón y Roma se extendió hasta el año 1404. El antipapa envió a Roma a dos emisarios para tratar la cuestión, pero en el camino el papa Bonifacio IX se puso muy enfermo y murió en la madrugada del 1 de octubre de 1404. El cónclave romano no necesitó mucho tiempo para elegir a un nuevo pontífice, esta vez en la figura del cardenal de setenta años Cosimo Gentile de Migliorati, arzobispo de Bolonia y cardenal presbítero, quien tomaría el nombre de Inocencio VII. Este papa tan solo duraría dos años en el trono de Pedro. Murió el 4 de enero de 1406, siendo rápidamente sustituido por el cardenal Angelo Correr; su nombre sería el de Gregorio XII. Aunque cuando fue escogido tenía cerca de setenta años, el bueno de Gregorio era conocido por el gran número de sobrinos que le acompañaba siempre, incluso en Roma. La mayor parte de ellos eran hijos bastardos que había tenido con diversas mujeres[212]. El veneciano cardenal Correr había sido elegido porque convenció al resto de cardenales de que él podría acabar con el cisma, pero una vez sentado en el trono de Pedro se olvidó del asunto y se dedicó a la buena vida.

Como no se llegaba a un acuerdo para unir las dos Iglesias, se decidió en el Concilio de Pisa, inaugurado el 15 de marzo de 1409, condenar al antipapa Benedicto XIII de Aviñón y al papa Gregorio XII de Roma, aunque para complicar aún más las cosas los cardenales allí reunidos eligieron a un tercer papa, el cardenal Pietro Philarghi, quien adoptaría el nombre de Alejandro V. Este último antipapa reinaría tan solo cuatro años. Alejandro V estableció su sede en Pisa, en cuyo palacio trabajaban diariamente cerca de cuatrocientas sirvientas y cien cocineras tan solo para atender y dar de comer a este antipapa. Su obesidad y su afición a la comida se lo llevaron a la tumba[213].

Mientras tanto, tal y como escribe Nigel Cawthorne, durante aquella época tricéfala, los habitantes de Aviñón, Roma y Pisa, seguidores de Benedicto XIII, Gregorio XII y Alejandro V, iniciaban la oración del Credo, con las siguientes palabras: «Creo en las tres Santas Iglesias Católicas». Y en eso llegó el pirata Baldassare Cossa.

Luis II de Anjou, gonfaloniero de la Iglesia, y el napolitano Baldassare Cossa habían unido sus tropas y conquistado Roma con el fin de poner en el trono de Pedro al glotón Alejandro V, pero este murió de una supuesta indigestión. Sin embargo, diversas fuentes históricas destacan que pudo ser Cossa quien lo envenenó para allanar su camino hacia el papado.

Sin un digno sucesor del gordo Alejandro V, Luis II convenció a los cardenales para que eligieran a Baldassare Cossa como nuevo papa, adoptando el nombre de Juan XXIII[214]. Aunque en realidad no aparece en la lista oficial de papas del Estado Vaticano, su vida licenciosa sí es digna de que aparezca en este libro. Pirata, mercenario, lujurioso, pederasta, violador, avaro, codicioso y asesino despiadado, Juan XXIII es digno hijo de esta obra. Cuando era estudiante de derecho en Bolonia, se dio a conocer entre los ciudadanos de la ciudad como un joven amante del sexo y la lujuria. Tras su graduación, el entonces papa Bonifacio IX lo nombró tesorero papal. Desde este puesto, Baldassare Cossa controlaba las arcas financieras del papado y como buen corrupto que era, ayudó a Bonifacio IX a aumentar el dinero recaudado de forma ciertamente ilegal. Por ejemplo, vendía los altos cargos eclesiásticos a nobles y ricas familias de Italia; o conseguía dinero a cambio de recomendar en importantes conventos a las jóvenes vírgenes, hijas de familias nobles, no sin antes practicar el sexo con ellas; e incluso llegaba a vender a las más bellas a piratas sarracenos sin que sus familias lo supiesen nunca. Todo era por dinero[215]. Más tarde, Cossa ayudó a elegir a Alejandro V, el pontífice de Pisa, y como agradecimiento este lo nombró cardenal y legado papal en Bolonia.

Instalado en la comodidad de Bolonia y alejado del mundanal ruido de Roma, el cardenal Baldassare Cossa se decía que tenía siempre a su disposición cerca de «doscientas doncellas, esposas y viudas, y muchas monjas». Los ciudadanos de Bolonia acusaban a este de haber seducido a muchas mujeres, algunas de ellas casadas y que después serían asesinadas por sus propios maridos y padres, al descubrir que los habían deshonrado[216]. También el buen cardenal se convirtió en el principal proxeneta de la ciudad al establecer un mandato por el cual todas las prostitutas de Bolonia debían pagar un impuesto especial al legado papal. Este impuesto se extendió a los panaderos, a las casas de juego, a los vendedores de vino, etc., convirtiendo al cardenal en uno de los hombres más ricos de Italia. Leonardo Aretino[217], secretario de Cossa durante los nueve años de este como cardenal de Bolonia, escribió:

Día tras día, era la multitud de ciudadanos de ambos sexos, extranjeros y boloñeses, que eran arrastrados a la muerte por diversas acusaciones. La situación se tornó tan peligrosa que la población de la ciudad disminuyó tanto que llegó a tener tan pocos habitantes como una pequeña ciudad, pero los que lograron sobrevivir prosperaron rápidamente.

El cónclave que se había reunido en Bolonia permaneció cercado por las tropas de Cossa hasta que el cardenal decidió coger entre sus manos el manto papal, indicando al resto de sorprendidos cardenales que colocaría sobre los hombros de aquel que lo mereciera. Sin pronunciar palabra se lo puso sobre sus hombros y a continuación se dirigió a los presentes declarando: «Yo soy el papa». Un día antes de ser consagrado fue ordenado sacerdote[218]. Se le acusaba, entre otras cosas, de ser ateo y un «mutilador de cardenales». A muchos de ellos les cortó la lengua, los dedos de una mano o el apéndice nasal. Con respecto a su sexualidad, se le tenía por depravado al tener relaciones sexuales con dos de sus hermanas. Él alegaba que al no someterlas mediante la penetración normal —vagina—, tampoco era pecado, sino tan solo un pecadillo menor al hacerlo de forma anormal —sodomía—. Fuera como fuera, lo cierto es que el antipapa Juan XXIII era un incestuoso. Pero Juan quería más, quería ser el único papa, en los tiempos que debía compartir la cabeza de la Iglesia con otros dos pontífices. Para ello y con la ayuda de Segismundo, rey de Hungría y emperador del Sacro Imperio Romano, se decidió convocar en 1414 el Concilio de Constanza. Durante la tercera sesión, el papa Gregorio XII y el antipapa Benedicto XIII aceptaron abdicar a favor de Martín V con el fin de acabar con el cisma, pero el pirata Juan XXIII no estaba dispuesto a ello. Tras recibir fuertes presiones, decidió firmar su abdicación el 1 de marzo de 1415. Ante el temor de ser detenido y juzgado por los excesos cometidos hasta ese momento, en la noche del 20 al 21 de marzo, disfrazado de cura, huyó de Constanza y se refugió bajo el manto protector del duque Federico de Austria.

El 14 de mayo, los delegados conciliares presentaron los delitos de los que era acusado el antipapa Juan XXIII. Un cronista de la época dijo al respecto:

Es poco probable que nunca antes se hubiesen presentado setenta acusaciones tan espantosas contra un hombre como las que se presentaron contra el vicario de Cristo. Antes de emitir el decreto final, se retiraron dieciséis de las depravaciones más indescriptibles, no por respeto al papa, sino por respeto a la decencia pública.

Aunque las acusaciones a su santidad de piratería, asesinato, violación, sodomía e incesto fueron retiradas, Juan XXIII sería acusado formalmente de mentiroso, adicto a todo vicio, haber llevado por el mal camino al papa Bonifacio IX con sus consejos, de entrar en el colegio de cardenales mediante el soborno, de gobernar como un tirano y con extremada crueldad, de asesinato masivo de ciudadanos de Bolonia, de envenenar al antipapa Alejandro V, de no creer en la resurrección ni en la vida eterna, de entregarse a placeres animales, de ser el espejo de la infamia, de ser la reencarnación del diablo, de engañar a la Iglesia mediante la simonía, de haber contratado y mantenido relaciones sexuales hasta con trescientas monjas, de haber violado a tres de sus hermanas y de haber ordenado encarcelar a todos los miembros de una familia, para poder abusar de la madre, del padre y de los tres hijos de estos[219].

Cuando terminó la sesión, se ordenó a todos los cristianos que dejaran de obedecerle como sumo pontífice. Finalmente, el 28 de mayo se pronunció la sentencia de deposición, y de inmediato el ya ex Juan XXIII fue detenido y recluido en prisión. Allí mismo se le despojó de sus ornamentos papales, se le extrajo el anillo del pescador y se rompió el sello, tal y como se hace cuando un papa fallece. Tan solo se le devolvió la libertad tras pagar toda su fortuna. Al salir de la prisión se dirigió a Roma para arrodillarse ante el nuevo papa Martín V, quien le permitió reingresar en el colegio cardenalicio, siendo nombrado cardenal obispo de Tusculum, un cargo que ostentaría hasta su muerte, ocurrida en Florencia en 1419, a pesar de reconocer haber cometido adulterio, incesto y lo peor de todo, ser ateo[220].

Geoffrey Chaucer, escritor, filósofo y poeta inglés autor de Los cuentos de Canterbury, hizo ya una comparación entre los sacerdotes y sus fieles, asegurando, que «en la Iglesia actual era fácil ver a un pastor [los religiosos] lleno de excrementos intentando enseñar a ovejas [fieles] limpias».

En la Inglaterra del rey Enrique V se pidió a una comisión de expertos y teólogos de la Universidad de Oxford que creasen una especie de libro blanco para la cada vez más necesaria reforma de la Iglesia. El punto candente de este documento sería el llamado artículo 39, en el que se aseguraba que debido a la vida carnal y pecaminosa de los sacerdotes, en la actualidad escandaliza a la Iglesia entera y sus fornicaciones públicas no son castigadas en absoluto[221]. Los caballeros y terratenientes del rey Enrique decidieron acabar por su cuenta con el problema, sugiriendo la castración voluntaria como parte del ritual para aceptar la ordenación sacerdotal.

Tras la abdicación de Gregorio XII, el cardenal Otón Colonna, un fiel seguidor del pirata Baldassare Cossa, fue elegido pontífice adoptando el nombre de Martín V. Nada más sentarse en la silla de Pedro comenzó una serie de importantes reformas con el fin de acabar con el cisma. Aunque Martín V era un hombre muy modesto, de buen juicio y altamente prudente, también es bien cierto que su santidad era muy aficionado a los relatos eróticos, que le escribía su secretario, el escritor y humanista italiano Poggio Bracciolini, antiguo ayudante de Bonifacio IX. Se cuenta que cada día, Bracciolini redactaba uno de estos cuentos para ser leído por el propio papa en la soledad de su dormitorio. Durante décadas circularon de forma individual hasta que finalmente alguien decidió publicarlos todos en un solo volumen. Entre 1424, aún bajo el reinado de Martín V, y 1449, bajo el pontificado de Nicolás V, la obra de Bracciolini fue reeditada hasta en veintiséis ocasiones[222]. En otro texto del humanista, este se pregunta:

Qué rara puede llegar a ser la vergüenza, entre los religiosos de este siglo que no se sonrojan cuando en público blasfeman, participan en juegos de azar, roban, practican la usura, el perjurio, lanzan palabras obscenas por sus bocas. Las mujeres dejan su cuello, brazos y pechos al descubierto y se exhiben ante el clero, para excitar crímenes horribles, como el adulterio, la fornicación, las violaciones, los sacrilegios en el interior de las iglesias y la sodomía.

Martín V se vio obligado a llamar al orden al clero inglés, cuando a Roma llegaron informes sobre un prostíbulo abierto en el interior de la iglesia de San Zacarías, única y exclusivamente para atender a frailes, monjes y sacerdotes. La única condición para poder acceder al lugar y ser atendido con amabilidad por alguna de las prostitutas era llevar hábito. Pero lo que este papa no permitió fue el aborto. En 1418, el papa ordenó actuar brutalmente contra el aborto y el infanticidio. Con frecuencia, cuando las jóvenes eran cogidas in fraganti abortando, eran introducidas en un saco junto a un perro o gato y arrojados a un río. Martín V acabó con esta bárbara medida, pero implantó las tenazas ardientes, el enterramiento vivo y la condena al empalamiento. «Enterrad viva a la exterminadora de niños: una caña en la boca y una estaca en el corazón», establece la Instrucción de Brenngenborn[223].

Martín V fallece el 20 de febrero de 1431, siendo sustituido por el cardenal Gabriel Condumer, un sobrino veneciano de Gregorio XII, quien elegiría el nombre de Eugenio IV.

Nicolás V, al igual que su antecesor Martín V, era muy aficionado a los relatos libertinos. Para ello pagaba cada semana al humanista Francesco Filelfo para que le escribiese un texto de este tipo. Un cronista de la época describió estos textos como «las composiciones más nauseabundas que jamás podría imaginar el despecho más burdo y la más sucia fantasía»[224].

El historiador Joseph McCabe, en su magnífica obra History’s Greatest Liars, destaca que entre el siglo XV y mitad del XVI, muchos e importantes escritores y humanistas italianos se dedicaron a escribir para los pontífices poemas, comedias picantes y relatos, «tan avanzados en materia sexual como los que pueden encontrarse hoy día en cualquier tipo de literatura de todo el mundo». Es en esta misma época cuando aparecen los relatos Sobre el placer, del humanista Laurentius Valla. Otro autor bien conocido de este tipo de relato será Enea Silvio Piccolomini. Doctor en derecho, poeta, humanista, agente secreto del Vaticano, partícipe en el secuestro de un papa, Piccolomini pasaría en tan solo doce años de laico a papa[225].

Se instaló en Nápoles, donde cayó totalmente enamorado de la joven Lucrecia di Alagno, «una hermosa muchacha de padres napolitanos, pobres pero nobles, si acaso existe alguna nobleza en la pobreza», escribió el futuro papa en sus memorias. El problema fue que el entonces rey de Nápoles, Alfonso I, también se había enamorado de la misma mujer. La joven Lucrecia llegó a dominar de tal modo al monarca que este no concedía ninguna audiencia si antes no era aprobada por la muchacha.

Lucrecia prometió a su amante secreto que jamás permitiría ser tocada por el rey, pero las promesas son más vanas que los hechos. Eneas escribió en sus memorias: «Sus acciones [las de Lucrecia di Alagno] y su vida posterior en nada reflejaron sus promesas». Tras la muerte del rey en 1458, Lucrecia se presentó en Roma convirtiéndose en una de las principales amantes de obispos y cardenales. En sus memorias, el futuro papa Pío II afirma que su amada Lucrecia se vio obligada por ciertos acontecimientos a huir de Roma a Dalmacia, donde desapareció para siempre.

En 1442, exactamente a principios de febrero, y cuando Eneas cuenta treinta y siete años, es enviado a Estrasburgo, donde conoce a una mujer de nombre Elisabeth, casada y con una hija pequeña. Durante semanas, el futuro papa persiguió a la mujer hasta que esta finalmente cedió. De esta relación nacería un hijo, el 13 de noviembre de 1442.

14

Gregorio XII (1406-1415) era conocido por sus muchos sobrinos.

15

Pío II (1458-1464) escribió relatos pornográficos hasta ser elegido papa.

En una carta dirigida a su padre, Eneas Silvio Piccolomini escribe:

Me escribes [su padre] que no sabes si alegrarte o lamentarte de que Dios me haya dado un hijo […] pero yo solo veo razones para alegrarme y ninguna para penar. […] Por lo que a mí respecta, estoy encantado de que mi semilla haya dado fruto y de que una parte de mí, sobrevivirá cuando yo muera. […] Ya que si mi nacimiento fue una alegría para ustedes, ¿por qué mi hijo no puede ser una alegría para mí? Tal vez digan que lo que lamentan es mi ofensa, ya que concebí a este hijo en pecado. Lo cierto es que ustedes, que son de carne no concibieron a un hijo de piedra o de hierro. Ustedes saben cómo era, y no soy eunuco, ni se me debe clasificar en la categoría de los insensibles. Tampoco soy un hipócrita que desea parecer mejor de lo que soy. Confieso mi error porque no soy más santo que el rey David, ni más sabio que Salomón[226].

Tras el traslado a la corte del rey Federico III, Eneas dio rienda suelta a sus escritos, entre los que destaca la novela casi pornográfica Lucrecia y Eulalio, cuyo principal protagonista era Gaspar Schlick, canciller de Federico. El historiador alemán Ferdinand Gregorovius llega incluso a afirmar que el futuro papa tuvo hasta doce hijos ilegítimos. También se cree que Eneas Silvio pudo tener relaciones homosexuales[227]. Tras ser enviado como embajador en Roma, allí sería ordenado. Después de su ordenación, Pío II escribe: «No niego mi pasado. Me he alejado mucho del camino recto, pero al menos lo sé y espero que ese conocimiento no haya llegado a mí demasiado tarde».

Durante el pontificado de Nicolás V, casi en la misma época en la que Eneas escribe esta frase, es cuando se exige:

Todos los sacerdotes, frailes o monjes, desde el nivel más alto al más bajo, que no abandonen a sus concubinas y cualquiera que después de dos meses del decreto no hubiera acatado la norma, será privado de oficio, aunque sea el mismísimo obispo de Roma.

Al parecer los historiadores no se ponen de acuerdo a la hora de señalar qué papa fue el que anuló esta decisión, si Calixto III o el propio Eneas Silvio Piccolomini una vez elegido papa. Lo cierto es que el futuro Pío II escribió al respecto: «Una multitud de pordioseros, gente vulgar de los niveles más bajos del clero, apóstatas, blasfemos rebeldes, hombres culpables de sacrilegios, malhechores, gente que merece ser perseguida hasta mandarla con el demonio, de donde han venido. ¿Quiénes son ellos para adoptar una decisión así?».

Después de la deposición de Eugenio IV y la elección del antipapa Félix V, Eneas Silvio se convirtió en el nuevo secretario. El futuro papa fue nombrado obispo de Trieste por Nicolás V; posteriormente, obispo de Siena, y desde ahí, a la silla de Pedro. El 19 de agosto de 1458 fue elegido sumo pontífice y el 3 de septiembre recibió la tiara papal. Cuando se la estaban colocando, el nuevo papa dijo en voz alta: «Rechacen a Eneas y acepten a Pío».

Su pontificado vino marcado por la cruzada contra los turcos y por su deseo de suprimir cuantas obras eróticas y pornográficas de Eneas Silvio Piccolomini pudiera encontrar. Incluso su importante obra sobre esta temática es apenas citada en su autobiografía. Un hecho destacable sería la estrecha relación del papa Pío II con Carlota de Chipre, la reina depuesta por su medio hermano Jacobo II el Bastardo. Tras tener que abandonar el trono de la isla, se refugió en Roma bajo la protección del papa. En su autobiografía, Pío II habla de los brillantes ojos de Carlota, de sus encantos y de la amorosa forma que tiene esta de besarle los pies. Se especula que en el ámbito político, Carlota lo obtuvo todo de Pío, pero que en el ámbito privado, Pío lo obtuvo todo de Carlota. Lo cierto es que Pío II no estaba muy contento con el celibato. Llegó a declarar que el matrimonio se había prohibido a los sacerdotes por buenas razones, pero que había razones mucho más fuertes para restaurarlo. «Sería mucho mejor que los sacerdotes se casaran —escribió—, ya que es probable que muchos de ellos se salvaran en el estado conyugal». Estas palabras fueron escritas por un pontífice en una época en la que muchas ciudades, pueblos y aldeas no aceptaban a un párroco a no ser que llegase acompañado de una concubina. Si estos llegaban solos, los ciudadanos temían que el señor cura pudiera corromper a sus esposas.

A pesar de ser un papa con mentalidad bastante liberal y abierta, Pío II se vio obligado a firmar los cierres de los conventos de Santa Brígida y Santa Clara, debido «a que las monjas albergaban corazones de lujuria debajo de sus hábitos». Pío II falleció a los cincuenta y nueve años, víctima de las fiebres y el agotamiento, el 15 de agosto de 1464.

El cardenal Tedeschini Piccolomini, futuro Pío III y sobrino de Pío II, ordenó a Pinturicchio, pintar en la sala de Libros Corales de la catedral de Siena la vida de su tío. Lo cierto es que el papa Pío II fue un hombre de su tiempo, una mente del Renacimiento: hombre de mundo, diplomático, político, escritor, poeta, humanista, protector de los judíos, amante de los libros, de las mujeres y de la buena vida. Pero a pesar de ser todo esto, no consiguió limpiar la ciudad de Roma, «la única ciudad gobernada por bastardos», llegó a decir. Por supuesto, los bastardos a los que se refería Pío II eran los hijos abandonados del clero y la curia de Roma. La muerte de Pío II dio paso a una serie de papas que pasarían a la historia como los más corruptos, sádicos y libertinos. Había llegado la hora de los sátiros.