La Biblia: lo que unos locos escribieron, lo que los imbéciles ordenan, lo que los truhanes enseñan y lo que a los jóvenes se les obliga a aprender de memoria.
VOLTAIRE
Los cardenales estaban profundamente divididos, y a esto se sumaban los intereses familiares de las propias familias de papas para conseguir que uno de los suyos ascendiese al trono de Pedro. En 1274, el ya Gregorio X se vio obligado a convocar un concilio en Lyon con el fin de destituir al que había sido su jefe, el obispo de Lieja, Enrique de Lüttlich. Los principales cargos por los que se le acusaba eran «quitarle la virginidad a mujeres y otros cargos similares». Los investigadores papales habían descubierto que el buen obispo tenía setenta concubinas, muchas de ellas monjas, y era padre de hasta sesenta y cinco hijos ilegítimos. Se llegó a decir que hasta sus perdones se movían por lujuria. Toda fiel que desease un perdón del señor obispo debía antes pasar por su cama. Gregorio escribió al obispo Enrique de Lüttlich:
Hemos sabido, no sin gran pesadumbre de nuestro ánimo, que incurres en simonía, fornicaciones y otros crímenes, que te entregas completamente al placer y a la concupiscencia de la carne, que después de tu elevación a la dignidad episcopal has tenido varios hijos e hijas. También has tomado públicamente como concubina a una abadesa de la Orden de San Benito y, en medio de un banquete, has reconocido de forma desvergonzada y ante todos los presentes que habías tenido catorce hijos en un lapso de veintidós meses […] Para hacer más irremisible tu perdición, has recluido bajo vigilancia en un jardín a una monja de San Benito, a la que han seguido otras mujeres […] Cuando tras la muerte de la abadesa de un convento de tu jurisdicción, procedieran a la elección de la sustituta, la has anulado y has puesto como abadesa, a la hija de un noble con la que habías cometido incesto y que hace poco habrá dado a luz un hijo tuyo para escándalo de toda la región. […] Además, todavía tienes a los tres hijos varones que has engendrado con esta misma monja. También tienes a una de las hijas que has engendrado con esa monja[181].
Gregorio X trató de convencer al obispo, mediante cartas, para que se arrepintiera y pidiera perdón por los execrables hechos que había cometido con sus feligresas, pero el religioso seguía en su posición de servir a Dios y a su lujuria, con la misma intensidad. Un día, mientras el obispo salía con sus ayudantes de ofrecer misa en la catedral, un noble flamenco indignado con el alto miembro de la curia por haber dejado embarazada a su hija de quince años, lo apuñaló en la cara hasta en veinte ocasiones. El papa intentó por todos los medios luchar contra la corrupción a cambio de sexo dentro del clero, pero la verdad es que no tuvo demasiado éxito. El propio san Buenaventura comparaba a Roma con la Babilonia del Apocalipsis, «borracha con el vino de sus actos de prostitución», decía. El santo explicaba el círculo de corrupción de la siguiente forma: «Roma corrompe a papas, obispos y cardenales; papas, obispos y cardenales corrompen a prelados; prelados, al clero; y el clero, al pueblo»[182].
Gregorio X moriría de fiebres el 10 de enero de 1276. Como herencia a sus sucesores dejaría la disposición pontificia conocida como Ubi periculum, y que no era otra cosa que la elección de un nuevo pontífice bajo el sistema de cónclave. Los cardenales serían encerrados bajo llave, manteniéndolos incomunicados con el mundo exterior y en caso de demora de elección, se les iría reduciendo el alimento[183].
Juan XXI llegó al trono papal tras la muerte de Adriano V, el 8 de septiembre de 1276. Como los cardenales no se ponían de acuerdo, nombraron por fin a Pedro Julião, un cardenal portugués, médico experto y el redactor de uno de los mejores tratados de oftalmología de la época. Por un error, durante su nombramiento, Julião adoptó el nombre de Juan XXI, en lugar de Juan XX que era el que le correspondía. Por esta razón, el nombre de Juan XX, no existe en la lista oficial de papas. Influido por los discursos sobre la Roma corrupta, de san Buenaventura, decidió trasladar su corte a la ciudad de Viterbo, donde mandó construirse un pequeño apartamento anexo en el palacio episcopal. Diversos historiadores contemporáneos acusan a este papa portugués de tener una «moral inestable». Se dice que durante las frías noches de Viterbo se hacía acompañar por la bella hija de una noble familia de la ciudad. Este rumor sería extendido por agentes de la poderosa familia Orsini, quienes ostentaban realmente el poder papal y el poder en Roma. Lo cierto es que no hay rastro de esta supuesta relación entre Juan XXI y la joven noble.
Lo que sí es cierto es que tras ocho meses de pontificado, Juan XXI fallecería el 20 de mayo de 1277, víctima de las heridas sufridas al derrumbarse sobre él el techo del apartamento que había mandando construir en el palacio episcopal. Alguien dijo que la mano de los poderosos Orsini estaba detrás.
Tras él llegaría Nicolás III. Juan Gaetano Orsini era hijo de Mateo Rosso y de la poderosa Perna Gaetani, la cual había regido los destinos de la curia durante los últimos treinta años. A la madre del nuevo papa se la llamaba en Roma, la papisa en la sombra. Juan, elegante, de buena presencia y de una educación exquisita, fue criado en el seno de una noble y rica familia, por lo que había saboreado los placeres de las mujeres. Cuando le eligieron papa, no las abandonó. Muy al contrario. En el palacio del Laterano decidió destinar todo un ala a las estancias de sus ayudantes, todas ellas mujeres bellas, jóvenes y pertenecientes a las más nobles familias de Roma, Nápoles y Viterbo.
El 22 de agosto de 1280 moría de fiebres, aunque otras fuentes afirman que falleció víctima de la sífilis contraída de una prostituta napolitana a la que solía visitar el papa con frecuencia. Y de nuevo una sede vacante de seis meses.
Los cardenales reunidos en Viterbo no conseguían un candidato de consenso, hasta que Carlos de Anjou decidió hacerse con el poder mediante un golpe de Estado. De esta forma se eligió a Simón de Brie, antiguo archidiácono de Ruán, quien asumiría el nombre de Martín IV. Nada más colocarse la tiara papal sobre la cabeza entregó todo el poder de los Estados Pontificios al golpista Carlos de Anjou. Otra de sus populares medidas fue la de asumir como una herencia de Nicolás III el ala del Laterano donde este noble papa había instalado a sus bellas concubinas. Martín IV, en lugar de expulsarlas, decidió que era mejor, por el bien de su papado, mantenerlas en sus puestos y habitaciones. Otra de las curiosas decisiones adoptadas por este papa sería, según el religioso y humanista español Cipriano Valera, ordenar descolgar de las estancias y palacios papales, «todos los retratos donde aparecieran osos, por miedo a que si su amada los veía, pudiera dar a luz a alguna de estas bestias»[184].
A Martín IV le sucedería Honorio IV, sobrino nieto de Honorio III. Tras la muerte de Honorio IV, el 3 de abril de 1287, y de su sucesor, Nicolás IV, se produce un nuevo Interregno de dos años, hasta que el 5 de julio de 1294 los cardenales eligen a un ermitaño llamado Pedro de Morone, quien adoptó el nombre de Celestino V. Como al nuevo pontífice Roma le parecía demasiado libertina, decidió trasladar toda la corte papal a Nápoles. Lo malo es que a Celestino V le interesaba bien poco la simonía, el sexo entre el clero, la corrupción, el poder o la política. A él lo que verdaderamente le importaba era la oración, la fe, Dios y los pobres, esto último algo no muy popular entre los papas de la época. Quince días después de ser consagrado convocó a todos los miembros del alto clero en Nápoles y les ordenó que tras desterrar de sus aposentos a sus concubinas y amantes, abrazasen la pobreza como Jesús había hecho en su momento. Ninguno de los allí reunidos estaba por la labor, por lo que estos pidieron al notario papal, el cardenal Benedicto Gaetani, que pusiese trabas al pontífice. Para ganarse su confianza, construyó a Celestino una humilde choza de ermitaño en mitad de una de los lujosos salones del castillo de Nápoles. Allí, tras largas horas de conversaciones filosóficas, Gaetani convenció a Celestino V de que presentase su dimisión. El sumo pontífice se quitó sus ropajes y ornamentos papales, se vistió con ropa de ermitaño y abandonó el castillo de Nápoles a lomos de un burro. Quedaba claro que la curia de la época no estaba decidida a abandonar sus riquezas ni a sus amantes.
Diez días después de la abdicación del pontífice, los cardenales nombraron papa al propio Benedicto Gaetani, quien adoptaría el nombre de Bonifacio VIII. Para estar seguro de que no se produjera cualquier interferencia, ordenó la detención de Celestino V y su reclusión a perpetuidad en las mazmorras del castillo de Fumone, donde moriría meses después de hambre y abandono.
La familia Colonna, rival de los Gaetani, buscó una alianza con el poderoso Felipe IV de Francia, conocido como el Hermoso. Estos, ante un grupo de obispos y cardenales, acusaron formalmente a Bonifacio VIII de «tener un conducta sexual asquerosa», ser homosexual y practicar la sodomía, además de ser un hereje, un tirano y tener relaciones sexuales con el diablo[185]. Según las leyendas que se extendieron por las calles de Roma, alegaban que el papa Bonifacio VIII portaba en su dedo índice un anillo con un compartimiento secreto en el que habitaba el espíritu del maligno. Fuera cierto o no, el hecho es que el gran Dante Alighieri situó a este papa en la entrada de su Infierno, y por algo sería. La verdad es que las inclinaciones sexuales de Bonifacio no eran de extrañar. En una ocasión, el papa Martín IV recriminó su actitud al enterarse de que el todavía cardenal Gaetani mantenía relaciones sexuales con una mujer y con las dos hijas de esta, una de ellas de catorce años. Sus correrías sexuales detrás de algún joven por las calles de Roma, Nápoles, Viterbo e incluso en tierras inglesas se habían hecho muy famosas. Tanto es así, que el escritor Pandulphus Colenucius las describe en su magnífica obra Historia de Nápoles. Para contrarrestar el golpe de la familia Colonna, Bonifacio VIII decidió excomulgar a todos sus miembros, pero esto no evitaría que el 12 de marzo de 1303 se presentase ante el consejo real de Francia un listado oficial de acusaciones contra él. La lista de delitos coincidía con la presentada por la familia Colonna en 1297. Aquí aparecían los delitos de asesinato en la figura del papa Celestino V, el de herejía, simonía, tiranía, voracidad (sic), homosexualidad, sodomía, y un largo etcétera. Incluso se habían hecho llegar comunicados y citaciones a posibles testigos. Uno de estos sería un joven zapatero llamado Lello de Spoleto. Este relató que el cardenal Benedicto Gaetani —futuro Bonifacio VIII— le había hecho llamar para encargarle unos zapatos. El joven Lello fue a las estancias del cardenal con la intención de tomarle medidas. Cuando el zapatero se disponía a agacharse, notó las manos de su eminencia que le sujetaban por la cintura, mientras intentaba besarle. Cuando Lello le recriminó su actitud, el futuro papa respondió:
Hoy es sábado, el ayuno de la Virgen. No es un pecado mayor que frotar tus manos y en cuanto a la Virgen María, por la cual ayunas, ella no es más virgen que mi madre, que tuvo muchos hijos.
Cuando la situación se tornó más violenta, Lello comenzó a gritar. El maestro zapatero Pietro di Acquasparta entró en la estancia y fue entonces cuando el joven acosado pudo escapar de las garras del cardenal. Otro testigo citado fue un médico francés que había atendido al cardenal Gaetani cuando este era legado papal en Francia. Declaró que el cardenal le había ofrecido practicar la sodomía con él alegando que «esto [la sodomía] era un pecado moderado, igual que el frotarse inocentemente las manos»[186]. Un tercer testigo declaró ante los escandalizados asistentes, que el papa Bonifacio VIII tenía como amante homosexual a un joven noble llamado Giacomo de Pisis. Un monje del monasterio de San Gregorio dijo haber visto al hijo de este entre los muslos del papa y que había abusado de él, como lo había hecho antes del padre. Basándose en esta declaración se hizo comparecer a varios miembros de la familia Pisis. Uno de ellos aseguró haber visto a Bonifacio VIII manteniendo relaciones sexuales con la esposa de Giacomo de Pisis, Elisabetta di Cola, y con la hija de esta, la pequeña de trece años, Gartamicia[187].
Según parece, a Giacomo no le importaba el que el bueno de Bonifacio se acostase con toda su familia, siempre y cuando no buscase nuevos amantes fuera de ella. El asunto saltó a la luz pública de Roma cuando una tarde en la que Giacomo se encontraba cerca de San Pedro se enfrentó a Guglielmo di Santa Floria, otro amante de su santidad y mantuvieron una pelea a gritos al igual que dos rameras por un cliente. Un caballero de Lucca declararía ante el tribunal que el propio Bonifacio le aseguró a él y a otro caballero de Bolonia que no había otra vida más que esta y que «no era pecado que un hombre hiciera lo que le gusta, si eso significaba acostarse con una mujer».
Bonifacio VIII (1294-1303) era homosexual y tirano. Dante lo colocó en el Infierno.
Clemente VI (1342-1352), aficionado al derroche, a las mujeres y a la buena vida.
El 13 de abril, Bonifacio lanzó una bula de excomunión a todos los que asistieran a su juicio, pero el documento misteriosamente no se hizo nunca público, por lo que la acusación contra el papa continuó. El 24 de junio de 1303, una asamblea del clero se unió a la acusación. Fue entonces cuando Guillermo de Nogaret, poderoso consejero del rey Felipe de Francia, emprendió viaje a Roma para entregar la acusación a Bonifacio VIII y citarlo ante un concilio. La familia Colonna, enemiga del papa, vio en ello una clara oportunidad para llevar a cabo su venganza personal. Sciarra Colonna, junto a un grupo de hombres fieles a Nogaret, asaltó Anagni, donde se había refugiado el pontífice y se apoderó del palacio papal. Cuando los asaltantes llegaron ante él, Bonifacio VIII, vestido con los ornamentos papales, les amenazó con hacerse matar si llegaban a prenderlo. El enviado de Felipe de Francia no estaba dispuesto a llegar a tanto y ordenó a sus hombres retirarse.
El hereje Bonifacio, al que se le acusaba de comer carne en cuaresma, no fue criticado en cambio por los poderosos por su amor al vino, al derroche, al oro, a las piedras preciosas y al boato. Bonifacio VIII no duraría mucho más en la cátedra de Pedro. El 12 de octubre de 1303 fallecía en Roma. Unas fuentes afirman que solo y abandonado, se volvió loco y se suicidó. También se dice que una vez enterrado, Felipe de Francia ordenó al papa francés que le sucedió que desenterrase el cadáver de Bonifacio VIII y lo quemase por hereje. Lo cierto es que sobre su suicidio o la cremación de su cadáver por orden de Felipe IV de Francia no hay dato alguno. Solo leyendas.
Tras el corto paso de Benedicto XI por el papado —tan solo nueve meses—, llegaría al trono Clemente V. Los cardenales se encontraban divididos en Perugia, entre los seguidores de Bonifacio liderados por los Orsini y los que buscaban la reconciliación con el rey de Francia. Once meses tardaron en buscar un consenso, hasta que misteriosamente el cardenal Orsini cambió de opinión y apoyó a un extraño llamado Bertrand de Got, nacido en 1260 en la ciudad de Villandraut (Gironde). De Got era hermano de Berard, el cardenal arzobispo de Lyon. Bertrand reinaría bajo el nombre de Clemente V y realmente durante todo su pontificado de nueve años nada tendría de clemente. Presionado por el rey Felipe de Francia, Clemente V decidió ordenar una de las mayores campañas de represión de toda la historia de la Iglesia católica. El objetivo serían los miembros de la Orden de los Caballeros Templarios, que se había formado en el año 1118, por mandato del noble Hugo de Payens, con el fin de proteger a los peregrinos que se dirigían a Tierra Santa. A este se unieron otros importantes personajes como Godofredo de Bisoi, Archibald de Saint-Armand o Fulco D’Angers. Felipe deseaba las riquezas de la orden en Francia y, para ello, antes necesitaba que la orden fuera proscrita por el papa. Clemente V lanzó una bula en la que se les acusaba de herejía, blasfemia y de realizar prácticas inmorales. En 1307 comenzaron las detenciones y las ejecuciones.
Clemente odiaba a los templarios y ansiaba sus riquezas, al igual que Felipe de Francia, pero odiaba mucho más a Inocencio II por firmar la bula en 1139 que decretaba a los templarios independientes del poder eclesiástico o papal. Sin aquella bula, sus inmensas propiedades pertenecerían al papa y solo a él. A pesar de su voto de pobreza, las propiedades templarias se extendían ya por Italia, Hungría, Austria, España, Portugal, Francia, Inglaterra, Escocia, Flandes y Tierra Santa[188]. El problema ahora para Clemente era ver cómo podía deshacerse de esta orden tan poderosa.
Clemente V decidió enviar órdenes selladas y bajo secreto pontificio con el mandato de ser abiertas en la mañana del 13 de octubre de 1307. El papa personalmente se había ocupado de redactar la lista de ciento veintisiete artículos divididos en dieciocho cargos concretos:
Entre los días 26 de mayo y 20 de julio de 1308, el rey Felipe y el papa Clemente se reunieron en Poitiers. Allí escucharon a Guillermo de Plaisians, quien se encargó de presentar los testimonios de setenta y dos templarios, quienes bajo tortura acusaban a la orden de todos los crímenes que se le imputaban. En la acusación se declaraba también que para entrar en la orden, el novicio debía besar a quien lo estaba iniciando en la boca, el ano y en la virga virilis. También se afirmaba que sus componentes practicaban la sodomía. Algún miembro de la orden alegó que esto era una falsedad basada tan solo en la autorización a compartir el catre, a dos o tres miembros de la orden cuando se encontraban en campaña y debido sobre todo a la falta de camas. Otro de los templarios negó incluso bajo tortura los cargos de sodomía, alegando que a ninguno de ellos le era necesario debido a que podían tener a cualquier hermosa y bella mujer de Europa, como así era. En la acusación de Clemente se dieron como válidas acusaciones tan disparatadas como la de que a los templarios les gustaba desvirgar mujeres y cuando estás alumbraban un niño, los templarios, «asaban al niño y hacían crema con su grasa, que después la utilizaban para ungir a su ídolo». Según la misma fuente, el ídolo era la imagen del diablo, con cabeza de chivo, torso de mujer y el pene erecto[190].
Sin importarle lo más mínimo que las acusaciones fueran ciertas o no, la realidad es que Clemente V ordenó quemar, ejecutar y torturar a todos los miembros de la orden, incluidos sus máximos líderes, como Jacques de Molay. El inquisidor Enguerrando de Marigny propuso entonces la solución jurídica de que la extinción de la Orden del Temple se hiciera por decisión directa del papa, una fórmula que fue aceptada en la segunda sesión del Concilio de Vienne, el 3 de abril de 1312[191].
Clemente V, desde su consagración como papa, había estado deambulando por ciudades como Cluny, Nevers, Burdeos y Poitiers, para finalmente instalarse en Aviñón. Allí Clemente V fue muy criticado a la vez que acusado de fornicador público, por el tipo de vida licenciosa que llevaba. Durante las audiencias papales, a Clemente V le gustaba verse acompañado por la condesa Arminde de Perigord, una hermosa y bella joven hija del conde de Foix. Un cronista de la época detalla que para poder conseguir un perdón papal se debía introducir la petición entre los blancos y exuberantes pechos de la condesa. Se declaró también que durante la estancia del adúltero Clemente V en Aviñón, este se había convertido en el más importante «tratante de blancas y patrón de prostitutas» de toda la cristiandad. Las malas lenguas afirmaban que las prostitutas de la ciudad debían entregar un porcentaje a las arcas papales, con el fin de alcanzar el perdón a sus actos indecorosos, que atentaban contra la moral pública de Aviñón. Lo realmente cierto es que las estancias papales en la ciudad francesa se habían convertido en un verdadero nido de mujeres.
Otra fuente importante de ingresos para el corrupto Clemente sería la legislación sobre el incesto. Se prohibió bajo decreto pontificio que una pareja pudiese casarse si estaban relacionadas hasta en cuarto grado, o lo que es lo mismo, uno podía ir al infierno si se casaba con su tatarabuelo o tatarabuela, o con un primo. Al declarar esta situación como pecado, la gente se vio obligada a pedir dispensas para poder contraer matrimonio y, por tanto, los contables de Clemente V cobraban por ellas. Si los dos novios descubrían que tenían relación familiar una vez que hubiesen contraído matrimonio, podían divorciarse, pero antes debían pagar al papa. Otro de los pecados cometidos por este pontífice sería el nepotismo. Antes de morir nombró cardenales a cinco familiares suyos, incluso uno de ellos con tan solo catorce años. Según una leyenda, el 20 de abril de 1314 Clemente V fue envenenado por un monje cuando ofrecía misa en una iglesia de Carpentras. El monje introdujo el mortal veneno en el cáliz sagrado, que con tantas impurezas había llenado Clemente durante su pontificado. El rey Felipe IV pudo hacerse, gracias al papa, con todas las riquezas de los templarios en Francia, y Clemente V, que nada tenía de clemente, acabó en un lugar de honor en el Infierno de la Divina Comedia, de Dante Alighieri. Está claro que es mejor que Dios lo guarde ahí muchos años[192].
Tras la muerte de Clemente V, tuvieron que pasar dos años hasta que los cardenales decidieron elegir un nuevo papa. El señalado fue el cardenal obispo de Porto, un anciano de setenta y dos años, llamado Jacques Duèse, quien asumiría el nombre de Juan XXII. A pesar de que fue designado como un papa de transición, lo cierto es que Duèse tenía una salud de hierro, y permaneció en el cargo durante dieciocho años. Como primeras medidas, Juan XXII se encontró con una Santa Sede totalmente arruinada por los excesos de Clemente V. Entonces diseñó un severo plan de ahorro y convirtió la sodomía, el incesto y el celibato eclesiástico en un negocio redondo. Sabedor de que el clero seguía siendo fornicador, a pesar de las sentencias y bulas papales, decidió extender el cullagium, el impuesto anual que se cobraba al clero por el sexo o por si quería tener una concubina. Pero como no había muchos religiosos que abonasen el impuesto, Juan XXII decidió extenderlo también a los clérigos que fueran célibes. El papa alegaba que era mejor que pagasen por adelantado, por si se les cruzaba alguna amante o concubina en los meses siguientes. En 1322 decidió que el religioso que no abandonara a su amante o concubina en el plazo de dos meses, perdería un tercio de sus rentas; si dejaba pasar dos meses más, el religioso perdería otro tercio; y al acabar el tercer plazo de dos meses sin que el sacerdote abandonase a su amante, el papa Juan XXII se quedaría con todo. Las peores penas fueron impuestas a religiosos que tenían relaciones sexuales con «moras o judías». Estos lo perderían todo si en una semana no las abandonaban.
Juan XXII continuó con la política de Clemente V en cuanto a los fastuosos banquetes. Se dice que para la boda de su sobrina Jeanne de Trian con el noble Guichard de Poitiers, los cientos de invitados ingirieron cuatro mil piezas de pan, ocho reses, cincuenta y cinco ovejas, ocho cerdos, cuatro jabalíes, doscientos pollos capones, seiscientos noventa pollos, cuarenta chorlitos, treinta y siete patos, cincuenta palomas, cuatro cigüeñas, dos faisanes, dos pavos reales, doscientos noventa y dos aves pequeñas, tres quintales de queso, tres mil huevos, dos mil manzanas, peras y otras frutas, y once barriles de vino[193].
El 4 de diciembre de 1334, Juan XXII moría a los noventa años de edad, solo y abandonado, en su gran palacio de Aviñón. Unos dicen que de una pulmonía, mientras otros afirman que por el efecto del veneno que alguien le suministró.
En esta ocasión, y tras siete días de cónclave, los cardenales eligieron a un monje cisterciense, maestro de teología y cardenal de Santa Prisca, llamado Jacques Fournier. El nuevo papa adoptó el nombre de Benedicto XII.
El nuevo papa se había hecho famoso como inquisidor, masacrando cátaros en el Languedoc. Eso significaba que no iba a permitir libertinajes sexuales entre el clero. Cuando fue obispo, Fournier había sido el responsable de investigar la causa al sacerdote Pierre Clergè, párroco de la iglesia de Saint Marie, cerca de Lyon. La viuda del médico Pierre Lezier declaró ante el Tribunal de la Inquisición que el sacerdote había ido un día a casa de su madre y la había comprado cuando esta tenía tan solo catorce años. A lo largo de los cuatro años siguientes, el sacerdote Clergè continuó teniendo relaciones sexuales con la joven. Sin embargo, los inquisidores descubrieron que el religioso no solo se limitaba a una sola amante, sino que tenía una docena, todas ellas residentes en aldeas cercanas. Pero esto, para el futuro Benedicto XII, no era lo peor del libertino cura Clergè. Al parecer durante las relaciones sexuales con sus amantes, el religioso había utilizado una pequeña bolsa llena de hierbas a modo de anticonceptivo[194]. Cuando iba a penetrar a su amante, colocaba en la punta del pene la pequeña bolsita de cuero empujándola hasta el fondo de la vagina. El obispo y futuro papa envió por este delito a la joven a prisión. El sacerdote Pierre Clergè, en cambio, se convirtió en delator de la Inquisición.
Siendo ya papa, Benedicto XII sería acusado formalmente de ser «un Nerón, la muerte para los laicos, una víbora para el clero, un mentiroso y un borracho». El gran poeta y humanista del Renacimiento Francesco Petrarca lo describió ácidamente como un «timonel borracho incapaz de regir los destinos de la Iglesia»[195]. Diversos cronistas de la época destacan que esta crítica del humanista italiano a Benedicto XII era por una cuestión personal. Se cree que el sumo pontífice le había ofrecido a Petrarca el solio cardenalicio a cambio de su hermana, una joven muy hermosa que el buen papa deseaba. Benedicto consiguió alcanzar sus fines cuando pagó a Gerardo, el hermano de Francesco Petrarca, una buena cantidad de dinero por ella.
Petrarca inmortalizaría a este pontífice con el siguiente texto: «Al parecer al papa no le gustan las esposas legítimas, sino las prostitutas ilegítimas». Los mismos cronistas que relataban la relación del papa con Petrarca definían a su santidad como «un hombre débil y libertino, cuya corte se mofaba de él». Petrarca escribió sobre el Aviñón de los papas:
Ella [Aviñón] es la vergüenza de la humanidad, un pozo de vicios, una cloaca en que se concentra toda la suciedad del mundo. Allí se desprecia a Dios, solo se venera al dinero, y se pisotea la ley de Dios y la de los hombres. Todo allí respira la mentira: el aire, la tierra, las casas y, sobre todo, las alcobas papales.
Benedicto XII fallecería el 25 de abril de 1342, dejando en la silla de Pedro a un papa peor que él. Su nombre era Pierre Roger de Beaufort, antiguo canciller y obispo de Ruán. Escogió curiosamente el nombre de Clemente VI porque quería que la clemencia fuera la principal virtud de su pontificado, pero también lo fue el derroche, el nepotismo, el adulterio y el proxenetismo. Roger contaba cincuenta y un años de edad cuando fue elegido sumo pontífice con el apoyo del rey Felipe VI. Nada más asumir el cargo, Clemente VI dejó atrás sus buenos deseos y convirtió la corte papal de Aviñón en un gran centro europeo de lujo y derroche, que en nada tenía que envidiar al resto de cortes reales o imperiales del continente.
El historiador florentino Matteo Villani, Matías de Neuenburg e incluso el Chronicon Estense acusan a Clemente VI de mujeriego[196]. «Antes de mí, nadie tuvo la menor idea de ser papa», comentan que dijo el bueno de Clemente y puede que tuviese en parte razón. Se puede afirmar que Clemente VI fue el primer papa que convirtió no solo el cargo, sino también los privilegios, en casi reales. Su idea era disfrutar de la vida y del dinero y llevarse bien con los poderosos. Colmaba a sus familiares y amigos de dinero, riquezas y cargos eclesiásticos. A los cardenales, de dinero y mujeres hermosas. Los ciudadanos de Aviñón afirmaban que en la ciudad se «adoraba más a Venus y a Baco que a Jesucristo» o también, que «la corte papal era el hogar del vino, las mujeres hermosas, las canciones, y los religiosos que juguetean como si la gloria no fuera en Cristo, sino en las fiestas, lujuria y bacanales».
Francesco Petrarca afirmaba que «los caballos portaban herraduras de oro» y la Enciclopedia Católica admite abiertamente que Clemente VI era, «un gran amante de la diversión, de los grandes banquetes, en los cuales las damas eran bienvenidas»[197]. Aviñón sería comparada con el Versalles de las Pompadour y las Dubarry. Petrarca también describe a Clemente VI como un «Dionisio eclesiástico, con sus artimañas obscenas e infames», y agregaba que «Aviñón había sido arrastrada por la corriente de los placeres más obscenos, de una increíble tormenta de libertinaje, de la más horrible e inaudita destrucción de castidad»[198]. El poeta Nicholas de Clamengis, en su obra Corruption of the Ecclesiastics, describió así a la Aviñón papal: «Desde la entrada de la corte papal en Francia, corrupción, inmoralidad y derroche se extienden por todo el país».
Con Clemente VI llegaría también la bella reina Juana de Nápoles, que se convertiría en la favorita del papa. Algunos historiadores la han comparado con la reina María de Escocia, y otros, con la conspiradora esposa del emperador Claudio. Esta mujer altiva, bella y amante de las conspiraciones, tuvo un papel importante en dos pontificados. Juana de Nápoles era viuda desde que una mano amiga o enemiga decidió apuñalar hasta la muerte a su esposo, el príncipe Andrés de Nápoles, dejándola convenientemente viuda. Petrarca, que visitó Nápoles en ese tiempo, escribió: «¡Oh, Dios mío!, cómo Nápoles puede haber sido escupida así»[199]. Muchas han sido las opiniones que afirman que la bella Juana estuvo detrás del asesinato de su esposo. Debido a las públicas demostraciones de amor entre el papa y Juana, los ciudadanos de Aviñón llegaron a afirmar que, «más que un papa [Clemente VI] tenían un rey [el propio Clemente VI] y una reina [Juana de Nápoles]». La poderosa e influyente reina Juana se convirtió en la amante oficial del papa hasta el mismo día de la muerte de este.
El famoso historiador del cristianismo John McCabe destaca, en su obra History’s Greatest Liars, que existían tantas prostitutas en Aviñón que el papa Clemente VI decidió convocarlas a todas para informarles de que desde ese mismo momento la Iglesia iba a cobrarles un impuesto especial por su trabajo. Otro caso de proxenetismo papal[200]. Este mismo historiador consiguió sacar a la luz, desde los archivos vaticanos, un título de venta que demostraba que altos miembros de la curia papal bajo el pontificado de Clemente VI habían comprado a la viuda de un doctor un «burdel muy respetable». En el documento se explicaba que la operación había sido llevada a cabo por el bien de «Nuestro Señor Jesucristo» (sic).
Para celebrar la victoria sobre la flota turca en 1347, Clemente VI decidió encargar una ornamenta y vestuario especial para la ocasión. Petrarca es nuevamente quien hace una lista del despilfarro de este pontífice:
Las pieles son todo un lujo —escribe el humanista—, pero Clemente utilizó mil ochenta pieles de armiño: sesenta y ocho para las capuchas; cuatrocientas treinta para una capa papal; trescientas diez para un manto; ciento cincuenta para dos capuchas más; treinta para un sombrero; ochenta para una capucha grande; y ochenta y ocho para capas papales.
Realmente, Clemente VI era el amo y señor de Aviñón, no solo por ejercer el cargo de pontífice máximo, sino también porque adquirió la ciudad con todos sus ciudadanos dentro por la cantidad de ochenta mil soberanos de oro. Allí construiría un nuevo palacio, el Palais Neuf. Según Petrarca, los frescos de ninfas perseguidas por sátiros con el miembro empinado decoraban gran parte de las habitaciones y salones privados. Aún hoy pueden admirarse.
El propio papa entregaría a la Inquisición el resto del edificio, aunque él era más aficionado a la sala que se había mandado construir en la parte más alta del palacio y donde pasaba largas horas junto a su amante, la condesa Cecile de Turenne. Pero ella no era la única. En aquel pequeño salón con vistas a la ciudad de Aviñón, el papa Clemente VI recibía a varias de sus amantes mientras unos metros más abajo, los verdugos de la Inquisición hacían su trabajo[201].
Según parece, a este buen papa se le ocurrió conceder dos audiencias semanales solo para mujeres. Nuevamente es Petrarca quien afirma que un día llegó a contar las que entraban en la audiencia y las que salían. Las primeras eran siempre mayor en número que las segundas. Tanto se extendieron los rumores por toda la ciudad sobre las supuestas amantes del papa, que fue el confesor de Clemente VI quien le advirtió de que debía abandonar estas costumbres. Mientras tanto, los cardenales y los altos miembros de la corte empezaron a mostrar su oposición al pontífice. Ante las acusaciones que se vertían sobre él, un buen día Clemente VI decidió aparecer ante todos ellos portando en la mano el llamado Libro Negro, en el que se recogían los actos más lujuriosos y menos castos de sus antecesores en el cargo. En sus páginas se relataban, papa por papa, todas las relaciones, hechos y acontecimientos de los que los pontífices debían avergonzarse.
Fuera como fuera, lo cierto es que la peste negra llegó a la ciudad en el año 1348. Sus ciudadanos comenzaron a afirmar que este era el castigo de Dios por la vida licenciosa del papa. Entre los meses de enero y abril del mismo año, la peste acabó con la vida de sesenta y dos mil personas; casi un millar de edificios fueron quemados o demolidos; y ciento sesenta y seis monjes de un monasterio fueron encontrados muertos, muchos de ellos en sus propias celdas. Sobre la reacción de Clemente VI con respecto a estos trágicos momentos en Aviñón existen dos versiones: la primera es la de que el papa se comportó valientemente defendiendo incluso a la población judía acusada de haber provocado la peste en la ciudad. La segunda cuenta cómo Clemente VI se encerró en una estancia del Palais Neuf y se rodeó de fogatas. Solo salió de allí cuando habían muerto las tres cuartas partes de la población.
A Petrarca, que afirmó: «Hablo de lo que he visto, no solo de lo que me han contado», es a quien se atribuyen los peores comentarios y críticas sobre Clemente VI. La vida libertina de este papa junto a sus prostitutas de Babilonia se consideró durante décadas el motivo de la aparición de la plaga en Aviñón.
El pontífice falleció el 6 de diciembre de 1352, y en ese mismo momento cayó un rayo sobre la campana de San Pedro derritiendo parte de ella. También durante los funerales en Aviñón apareció un curioso panfleto en el que el diablo en persona agradecía al papa Clemente VI, porque con su mal ejemplo poblaba el infierno de almas.
Tras el tranquilo pontificado de Inocencio VI, que duró una década, el trono de Pedro sería ocupado por Urbano V, el penúltimo papa de Aviñón. Al parecer, el candidato mejor situado era Hugo de Roger, hermano de Clemente VI y tan amante de las mujeres como este, pero finalmente decidió rechazar la tiara papal. El candidato de consenso fue entonces Guillermo de Grimoard, abad de San Víctor de Marsella y legado papal en Nápoles. El nuevo pontífice heredaría de Clemente VI no solo el Palais Neuf, sino también a Juana de Nápoles como amante[202]. Urbano V creía que regresando a la sede romana, la Iglesia volvería al recato y a la humildad, por lo que el 30 de abril de 1367 la caravana papal se puso en marcha para regresar a Roma. Mientras se alejaban, Urbano V podía escuchar cómo los ciudadanos de Aviñón le gritaban: «Papa malvado, padre impío, ¿adónde te llevas a tus hijos?».
Al divisar Roma, Urbano y el resto de miembros de la corte papal encontraron ruinas, polvo, abandono y delincuencia. Al abrir las puertas del palacio Lateranense, una enorme cantidad de murciélagos comenzó a sobrevolar la iglesia, lo que hizo que el regreso de Urbano V a la ciudad fuese tomado como un acto de mal augurio. Finalmente, desilusionado y sufriendo la presión de sus cardenales abocados en Roma a la desidia, mientras que en Aviñón había dejado abandonadas riquezas, poder y amantes, Urbano se preguntó si no cometió un error al trasladar la corte a esta ciudad. Antes de embarcarse de regreso a Aviñón, santa Brígida le comunicó que si abandonaba Roma sería castigado por Dios con su muerte repentina. Urbano V hizo caso omiso de las advertencias y emprendió el regreso a la ciudad francesa. El 5 de septiembre embarcó en Corneto; el 16 del mismo mes arribó a Marsella y el 27 de septiembre de 1370 alcanzó Aviñón. Ochenta y tres días más tarde, Urbano V estaba muerto.
Veintiún días después de la muerte del papa, los cardenales habían elegido como sucesor de Pedro al cardenal Pierre Roger de Beaufort, quien tomaría el nombre de Gregorio XI. Este era sobrino del papa Clemente VI. Un año antes de morir Gregorio XI, Catalina de Siena pidió al papa que abandonase Aviñón y regresase a Roma. La santa alegaba que en Aviñón se «respiraba el mal olor de la curia que inundaba toda la ciudad». «En la corte papal, que debería ser un paraíso de virtud, me abruma el olor a infierno», diría la santa. Finalmente, Gregorio XI hizo lo que la mujer le pidió y ordenó levantar la corte papal y trasladarse Roma. Atrás dejaba a once cardenales que se negaron a acompañar al pontífice y abandonar sus lujosas mansiones, sus buenas bodegas de vino de Borgoña y, sobre todo, a sus amantes.
Se cuenta que cuando Gregorio se disponía a salir de Aviñón, una mujer, que resultó ser madre, se plantó ante la comitiva, se desgarró las vestiduras y mostrando sus pechos desnudos, le pidió que no se fuera de la ciudad. La madre del papa temía que en Roma pudiera ser asesinado. Lo cierto es que los italianos le tenían ganas. El 3 de febrero, las tropas papales a las órdenes del cardenal y soldado Robert de Ginebra —futuro antipapa Clemente VII— habían llevado a cabo una terrible matanza en la ciudad de Cesena. Cuando Gregorio murió el 27 de marzo de 1378, se respiraba ya el aroma a cisma entre la Iglesia de Roma y la de Aviñón. Gregorio XI sería el último miembro de los adúlteros papas de Aviñón.