Los hombres nunca cometen maldades tan grandes y con tanto entusiasmo como cuando las hacen por sus convicciones religiosas.
BLAISE PASCAL
Celestino II era todo un dechado de malas virtudes. Diversos historiadores lo han calificado como sádico, adúltero y un papa muy celoso con respecto a la autoridad pontificia. Según parece, condenó al conde Alfonso Jordán a ser atado desnudo sobre una silla de hierro al rojo vivo, mientras le coronaban con una corona de hierro candente. El delito del noble había sido poner en cuestión la suprema autoridad papal.
Cuatro papas después llegaría al trono de Pedro Nicolás Breakspeare, el único papa inglés, quien adoptaría el nombre de Adriano IV. Nacido sobre el año 1100, en el seno de una familia religiosa, su padre era un monje llamado Roberto de Albano. Debido a la extrema pobreza en la que vivía su familia, se vio obligado a emigrar a Francia, donde ingresó en la orden de canónigos regulares. El papa Eugenio III, en lugar de castigarlo, lo nombró cardenal obispo de Albano, y le encargó llevar hasta Escandinavia su decreto sobre el celibato entre los religiosos, así como la prohibición expresa de poder tener bajo su mismo techo a amantes y concubinas. Era curioso cómo Nicolás defendía la necesidad del celibato eclesiástico, cuando él mismo era hijo de cura. Al cardenal legado Nicolás Breakspeare, primero, y al papa Adriano IV, después, se debe la absoluta obediencia al celibato, hasta el día de hoy, de los religiosos noruegos y suecos. Ya como papa, Adriano volcó sus deseos de luchar contra el concubinato en tierras inglesas y alemanas, tal y como habían intentado hacer anteriormente otros pontífices.
Tras la muerte de este papa, el 1 de septiembre de 1159, le sucedería en el cargo el cardenal Rolando Bandinelli, quien asumiría el nombre de Alejandro III. Defensor a ultranza del «honor de Pedro», durante su etapa como profesor de derecho en Bolonia Alejandro había vivido con una concubina, con quien se dice tuvo dos hijas[155]. Durante un año, el nuevo papa tuvo que luchar con dos antipapas, que a punto estuvieron de provocar un cisma. Finalmente, en octubre de 1160, el Sínodo de Toulouse reconoció la legitimidad de Alejandro III como sumo pontífice. El problema es que durante los dos años siguientes Alejandro no pudo instalarse en Roma. El clero y las órdenes monásticas, como la de Cluny, se dividieron. Mientras los teólogos, canonistas y cistercienses apoyaban a Alejandro, Cluny reconoció al antipapa Víctor IV. Según parece, los monjes de Cluny acusaban a Alejandro de simonía y adulterio. El fin del cisma acabó el 20 de abril de 1164, con la muerte de Víctor IV en Lucca.
En 1178, Alejandro III entraba en Roma de forma triunfal y ocupaba el palacio de Letrán, diecinueve años después de haber sido elegido papa. Este pontífice tuvo que enfrentarse con la violación del celibato en el clero español. Debido a las continuas invasiones moras, a los religiosos españoles no se les exigía demasiada moral, así que mientras en otras tierras la vida con concubinas y esposas era sancionada con la expulsión, la excomunión e incluso la muerte, en España a los miembros de la Iglesia se les permitía seguir viviendo con sus amantes parejas. El caso más destacado fue el del abad del monasterio de San Pelayo de Antealtares, situado en Santiago de Compostela y perteneciente a la Orden Benedictina. Su arzobispo había recibido continuas quejas de fieles que acusaban al abad de mantener relaciones sexuales con ellas a cambio de perdones. Testigos de la época afirman que llegó a tener hasta treinta y cuatro concubinas con las que engendró sesenta y dos hijos. Las autoridades papales lo encontraron culpable de todos los cargos, fue expulsado de la Iglesia y excomulgado, pero el arzobispo tuvo que imponerle una pensión vitalicia para que este pudiese mantener a todas sus amantes e hijos ilegítimos.
De la misma época es el caso del religioso Robert Arbissel[156], quien en Francia dirigía un convento con casi cuatro mil monjas. Las presiones de Roma hicieron que confesase que cada noche «dormía rodeado de varias monjas, con el único fin de mortificar su cuerpo». Lo que no dijo es que durante esa mortificación dejó embarazadas a más de un centenar de ellas. Durante el juicio, las religiosas más jóvenes declararon que Arbissel las ataba desnudas a unas gruesas argollas sujetas en los muros del convento y después las fustigaba. Cuando ya aparecía la primera sangre en sus nalgas, Robert Arbissel las violaba repetidas veces.
Alejandro III se sentía impotente a la hora de hacer valer su mandato de celibato al clero. Por eso tuvo que claudicar, pero imponiendo a estos religiosos la norma de abstenerse de mantener relaciones sexuales, al menos tres días antes de tocar la Sagrada Forma, en la misa. La mayor parte de la curia apoyó esta medida de emergencia del papa, pero no su canciller, el ascético monje Alberto de Morra, quien en octubre de 1187 sería nombrado papa bajo el nombre de Gregorio VIII. Gregorio era un hombre tan ascético que incluso durante los cincuenta y siete días que duró su pontificado, prohibió a sus allegados la ropa extravagante; a las mujeres de Roma, la ropa indecorosa; e impuso un impuesto al juego, que, por supuesto, se debía pagar a las arcas papales. Otro de los caballos de batalla contra el sexo, por parte de Alejandro III, sería el rebelde clero inglés. Para su particular lucha, Alejandro nombraría a dos valerosos religiosos: el monje Clarembald de Canterbury y el obispo William de Lincoln. Poco más tarde, el papa descubriría que el primero tenía diecisiete hijos ilegítimos en una aldea cercana, y que el segundo había decidido adaptar un particular sistema para saber si las monjas recluidas en los conventos ingleses mantenían su castidad intacta. El sistema del obispo William de Lincoln consistía en recorrer todos los conventos de la región y en la soledad de la confesión masajear los senos de las monjas para ver si estas reaccionaban con libidinosidad[157]. El 30 de agosto de 1181, fallecía Alejandro III mientras declaraba: «El papa les prohíbe tener hijos [a los religiosos] y el diablo les envía sobrinos»[158].
Los siguientes cuatro papas, Lucio III, Urbano III, Gregorio VIII y Clemente III, se dedicaron mucho más a la política y a la cuestión de las cruzadas que al sexo. Para eso estaba Celestino III, cuando fue ordenado sacerdote y consagrado a la vez el 13 y 14 de abril de 1191. Guido Boboni-Orsini adoptó el nombre de Celestino en honor de su antiguo compañero de estudios y sádico predecesor, Celestino II. En su época de estudiante, el futuro papa sería testigo de la historia de amor entre su maestro Pedro Abelardo y una compañera suya de catorce años, llamada Heloise, sobrina de Fulberto, canónigo de la catedral de París. Abelardo, con treinta y cinco años, se enamoró perdidamente del talento de aquella hermosa niña que era capaz de hablar varias lenguas y discutir de filosofía o teología con cualquier teólogo acreditado. El propio Abelardo escribiría en su Historia de mis desgracias: «Evalué todas las cualidades que incitan a un amante y decidí que aquella era la mujer ideal para mí». Con el fin de mantenerse cerca de la joven, Abelardo organizó un acuerdo con el tío de Heloise para convertirse en su tutor privado y poder mudarse a la casa familiar de la joven y el canónigo. El tío entregó al teólogo una buena cantidad de dinero con el fin de que abandonase a sus otras alumnas y se centrase en la educación de Heloise. Incluso el maestro tenía permiso del canónigo para castigar a la bella Heloise en caso de no hacer un buen seguimiento de sus estudios[159].
Entre 1117 y 1119 la pareja mantuvo su relación en secreto, hasta que Heloise quedó embarazada. Antes de descubrirse la situación, Abelardo secuestró a la joven y la trasladó a la casa familiar en Le Pallet, mientras Fulberto, el tío de Heloise, exigía que se llevase a cabo el matrimonio para lavar el honor de la familia. Abelardo puso como condiciones que la boda se celebrase en secreto y que la noticia no fuese difundida. Fulberto, en cambio, decidió contar la historia por todo París. Al enterarse Abelardo de que no se habían cumplido sus condiciones, decidió enviar a Heloise a un convento en Argenteuil[160]. El canónigo, al sentirse engañado por el sabio religioso Pedro Abelardo, decidió sobornar a un criado para que, junto con cuatro hombres, entrase en las estancias del amante de su sobrina y lo castrase. El criado y sus cómplices huyeron tras la agresión, siendo detenidos posteriormente y castigados a la misma pena. Heloise, adoptaría los hábitos siendo nombrada años después abadesa en un convento de Rhuys, mientras que él regresaba a la enseñanza. Pedro Abelardo fallecería en 1142, a la edad de sesenta y tres años, retirado en el monasterio de Saint-Marcel, solo y olvidado. La bella Heloise moriría en 1164. Desde 1817, y por orden del papa Pío VII, los cadáveres de Pedro Abelardo y Heloise fueron enterrados juntos en el cementerio parisino de Père-Lachaise, donde aún reposan. Las cartas de amor que se dirigieron uno a otro, durante décadas, serían recopiladas y publicadas en un mismo volumen por voluntad de ambos, convirtiéndose así en uno de los primeros libros románticos de la historia[161].
Pero la relación de Pedro Abelardo y Heloise no fue el único signo de falta de castidad entre el clero de aquellos años. El propio papa Celestino III, al ver que era imposible luchar contra la costumbre del clero de convivir con amantes, esposas o concubinas, decidió, en un signo de lo más liberal, permitir el divorcio entre cristianos, aunque el matrimonio hubiese sido consumado, siempre y cuando uno de los miembros de la pareja hubiese sido declarado hereje. Esta medida generó cientos de denuncias por herejía, por parte de religiosos, contra esposas no deseadas. Este sería también uno de los grandes negocios papales de la época. Los religiosos que deseaban ardientemente la declaración de herejía para poder divorciarse de sus parejas debían pagar un importante tributo a Roma. Este sería el origen de otro boyante negocio, que ha llegado hasta nuestros días: el de las nulidades matrimoniales por parte del Tribunal de la Rota[162]. Debido a este norma, Celestino III sería declarado hereje por el papa Adriano VI.
Tras la muerte de Celestino III, el 8 de enero de 1198, llegaría al papado el sádico y brutal Inocencio III. Este pontificado indicaría la cumbre de la monarquía eclesiástica medieval y, al mismo tiempo, el tránsito hacia una nueva época del papado absolutista.
Durante el siglo XI había surgido con fuerza un grupo llamado cátaros —o albigenses—, un movimiento religioso-cultural, propulsor de un nuevo orden social a partir del ascetismo y quienes creían que Dios y el diablo se encontraban en constante batalla para hacerse con el control del mundo. Los cátaros no comían nunca carne debido a que, para ellos, los animales eran reproducidos mediante el acto sexual y, por tanto, eran impuros. Aunque no estaban de acuerdo con el matrimonio por la misma razón, sí practicaban la sodomía. Lo que más molestaba a Inocencio era que los cátaros se referían siempre a Roma con el título de la Ramera de Babilonia; rechazaban abierta y públicamente los dogmas y sacramentos de la Iglesia, sobre todo por considerar que quienes los transmitían no tenían autoridad moral para ello; y definían al papa como el anticristo[163].
A mediados de 1209, Inocencio III hizo un llamamiento a la cruzada contra esta secta hereje. Para ello organizó un ejército al mando de su legado papal, el monje cisterciense Arnoldo Amalrico. En agosto, las tropas papales formadas por medio millón de hombres sitiaron Beziers, baluarte albigense. Como la ciudad no se rendía, al bueno de Inocencio III se le ocurrió la idea de hacer creer a los cátaros sitiados que si entregaban a doscientos de los más importantes personajes de esta secta perdonaría la vida al resto. Los asediados se negaron, así que las tropas papales consiguieron hacerse con la ciudad. Mientras el destacamento, formado por chusma y mercenarios, duques y condes, ricos y pobres, feudales y caballeros, todos ellos bajo el estandarte de Inocencio III, se dedicaba a la violación de mujeres, a la rapiña y a la destrucción, al santo de Amalrico se le creó una duda importante: ¿Cómo distinguir a los cátaros de los católicos ortodoxos? El papa Inocencio III, para resolver la duda existencial de Amalrico, le ordenó entonces: «Mátenlos a todos. El Señor ya se ocupará después de ver cuáles son los suyos». Herejes y católicos, ancianos y jóvenes, mujeres o niños fueron degollados por igual por el santo ejército cruzado de Inocencio III[164]. Los relatos de aquella innoble gesta pontificia cuentan que solamente en el interior de la iglesia de Santa María Magdalena los cruzados de Amalrico masacraron sin piedad a casi siete mil personas en nombre del Señor. En su informe al papa, el valiente, santo y honorable Amalrico informaba a su santidad: «Hoy, su santidad, veinte mil ciudadanos fueron pasados a espada sin importar sexo, ni edad»[165]. Pero por si alguien quedaba vivo, Inocencio decidió enviar a la región cátara a Domingo de Guzmán, religioso español, fundador de la Orden de Predicadores e inquisidor. Este santo, piadoso religioso, decidió hacer confesar la práctica de la sodomía a los cátaros que habían quedado vivos. El sistema era bien sencillo. Se ataba a la víctima con las manos a la espalda y las piernas extendidas, y se le hacía descender hasta un asta de hierro candente, en forma de pene, que se le iba introduciendo en ano o vagina, hasta que confesase practicar la sodomía[166]. Ni que decir que la mayor parte de ellos confesaban con la primera penetración del aparato y, por tanto, eran ejecutados por herejes.
En Bram, por ejemplo, a los prisioneros, sin excepción de edad o sexo, les fue cortada la nariz y arrancados los ojos; en Minerve, los prisioneros fueron obligados a saltar vivos dentro de una inmensa hoguera; o en Lavaur, a las mujeres cátaras se les obligó a saltar en el interior de un profundo pozo para luego ser enterradas vivas bajo toneladas de piedras. Todo esto en defensa del Señor y del papa Inocencio III. La verdad es que los alguaciles reales lo pasaban muy bien recaudando el llamado impuesto al pecado dentro del impuesto al clero. Este consistía en que una vez que los soldados y alguaciles reales capturaban a las esposas, concubinas o amantes de los religiosos, las autoridades obligaban a estos a pagar altas sumas de dinero para poder liberarlas. Dentro de este impuesto se incluía también el llamado impuesto de lecho, que consistía en que los religiosos debían pagar a las arcas reales hasta dos libras al año para conservar a una amante[167].
Otro frente de batalla para el adúltero Inocencio III sería el matrimonio dentro del clero. Durante el IV Concilio de Letrán, convocado para el 19 de abril de 1213, Inocencio trató de acabar de una vez por todas con el matrimonio entre los religiosos. El sabio Bernardo de Claraval definió el problema a la perfección, muchos años antes de este concilio organizado por Inocencio III, cuando escribió:
El problema es cuando se eliminan los lazos matrimoniales. Los sacerdotes se vuelven totalmente promiscuos. Si le quitas a la Iglesia el matrimonio honorable y un lecho matrimonial inmaculado, ¿no estás poniendo en su lugar el concubinato, el incesto, la homosexualidad y todo tipo de suciedad?[168].
Pero eso le traía sin cuidado al papa Inocencio. Para él, los sacerdotes casados debían supeditar su lealtad a Dios a la de sus amantes y concubinas. Estos debían ser leales a Dios y a su familia. Menor problema para Roma representaban los sacerdotes solteros, ya que, aunque fornicadores, adúlteros o sodomitas, eran leales solo a Dios y a la Iglesia y no a sus familias. Estas medidas eran incluso contrarias a sus propias bulas. El 29 de abril de 1198, tres meses después de ser elegido papa, Inocencio había lanzado una bula en la que concedía a los miembros del clero indulgencia plena a quien se casase con una ramera, apartándola de este oficio. Antes de morirse de fiebres, el 16 de julio de 1216, a los cuarenta y seis años de edad y tras dieciocho de pontificado, Inocencio III dejó, aparte de una de las más importantes colecciones de objetos y juguetes sexuales, traídos desde todos los rincones del cristianismo[169], otras estrictas medidas, como la prohibición de contraer matrimonio entre parientes hasta el cuarto grado; o la disposición destinada a judíos y musulmanes, de utilizar distintivos en sus ropajes, para diferenciarlos de los cristianos. Está claro que las medidas del nazismo con respecto a judíos, homosexuales o gitanos no eran nada nuevas. Ya las había establecido la Iglesia católica siete siglos antes[170].
El anciano Honorio III, tan solo siguió los pasos de su antecesor en lo que respecta a masacrar cátaros en Francia; musulmanes en Tierra Santa; y judíos en todas partes. Por lo demás, prefirió centrarse en la política, algo que no haría su sucesor Gregorio IX.
Tras la muerte de Honorio, el colegio de cardenales decidió elegir tres candidatos para suceder al papa muerto. Uno de ellos sería Ugolino dei Conti di Segni, de cincuenta y siete años de edad, cardenal diácono en 1198 y obispo de Ostia en 1206, el cual asumiría el papado bajo el nombre de Gregorio IX[171]. En 1231 se aprobaba, en el sínodo de Ruán, el llamado Propter Scandala, y que ordenaba que:
[…] ninguna monja podría educar niños en los conventos; tienen que comer y dormir todas juntas, pero cada una en su cama. A nadie, niño o adulto, que no tenga intención de entrar en la orden, le será permitido permanecer en el convento[172].
Entre los años 1232 y 1233, Gregorio recibió en Roma diversos informes del clero alemán sobre una extraña secta que se encontraba en el pueblo de Stedin —actualmente en Montenegro—. Según el representante del clero en Alemania, todo aquel que deseaba unirse a la secta debía pasar un extraño rito consistente en besar a todos los presentes en el ano y en la boca, escupiendo después en la boca ajena. Para finalizar el rito de iniciación, los novicios debían lamer un cadáver como signo de expulsión de la fe católica de sus cuerpos y tomar sexualmente a la mujer que más cerca estuviera de él, sin importar la edad. El relato continuaba así: «Momentos después aparecía un hombre alto, fuerte, lleno de pelo y con el miembro erguido que se dedicaba a sodomizar a los novicios y a penetrar a las mujeres»[173]. Gregorio, quien disfrutaba leyendo este tipo de textos, creía que este hombre era el diablo en persona, que se aparecía a los pertenecientes a aquella secta. Para investigar estas denuncias, Gregorio IX encargó a Conrad de Marburg, un fanático sacerdote cisterciense, que se ocupara de quemar a todos los integrantes de aquella secta. En total, doscientas treinta y siete adeptos fueron pasados por la hoguera o a cuchillo. En 1231, el papa Gregorio IX firmaba un Decretal por el que se creaba el Santo Oficio, vulgarmente conocido como Inquisición. Al mando de estas huestes sagradas, Gregorio IX pondría a su perro fiel, el sádico y sanguinario Conrad de Marburg, que tan buen resultado le había dado en Stedin. Conrad iba siempre acompañado de una bella y joven devota, llamada Elisabeth de Hungría, esposa de Ludwig IV. Elisabeth era una noble que a los dieciocho años abandonó a sus tres hijos para seguir al inquisidor. A Conrad le gustaba sacar la espiritualidad de Elisabeth haciéndola desnudarse y azotándola en las nalgas hasta hacerla sangrar. Se dice que Conrad invitaba a su santidad a presenciar estos castigos, con el fin de que fuera testigo de «cómo el mal abandonaba el cuerpo de una fiel y devota cristiana»[174].
El sádico Gregorio IX (1227-1241) instituyó la Inquisición en 1231.
El primer objetivo del buen Conrad fue viajar a Estrasburgo para investigar a una supuesta secta de luciferianos. Con el texto del Decretal, firmado por su amo Gregorio IX, Conrad de Marburg quemó en la hoguera a ochenta hombres, mujeres y niños. Pero aquello no era suficiente. El inquisidor quería demostrar que seguía al pie de la letra el edicto del papa. Para ello ideó una nueva norma que consistía en quemar al hereje, pero si este se arrepentía y pedía perdón a Dios y al papa, entonces se le perdonaba. El perdón de Conrad de Marburg consistía en quemar al arrepentido y cremar totalmente el cadáver para evitar que fuera pasto de los perros.
Pero el fin del inquisidor Conrad no fue totalmente santo. En el camino de regreso a Marburg fue atacado por caballeros seguidores del conde de Sayn, a quien el inquisidor había acusado de practicar ritos satánicos. Antes de matarlo a cuchilladas, le arrancaron los ojos, le cortaron la lengua, la nariz y las orejas. Al enterarse el papa de la muerte de su acólito, decidió declarar a Conrad de Marburg como mártir de la fe, pero para el resto del mundo el nombre del inquisidor es sinónimo de sadismo y del lado más oscuro del catolicismo.
Para definir los catorce años de pontificado de Gregorio IX, nada como destacar la siguiente comunicación por carta entre el papa y el emperador Federico II, a quien el pontífice había excomulgado por despojar de sus bienes a hospitalarios y templarios, por tratar a los cristianos lombardos como herejes y por permitir que las unidades musulmanas de sus ejércitos cometiesen rapiña en tierras cristianas y que se les hubiese entregado como botín de guerra un convento con trescientas monjas en su interior, las cuales fueron violadas y algunas de ellas asesinadas. Gregorio, en una carta dirigida a Federico II, lo definía como «un fariseo sentado en la silla de la pestilencia y ungido con el óleo de la iniquidad». A esta definición, Federico II respondía en una carta dirigida a Gregorio IX con un sencillo texto: «¿Y qué papa no lo es?»[175].
La muerte de Gregorio IX el 22 de agosto de 1241 dejaba tras de sí en la herencia de la historia un aparato de terror y represión, la Inquisición, un invento que duraría seis siglos y ochenta papas más. Ninguno de sus sucesores desautorizaría el aparato inquisitorial ni la teología sobre la que se asentaba. Muy por el contrario, de manera sistemática, uno tras otro añadiría su propia señal de crueldad al terrorífico aparato del Santo Oficio, todo ello por la gracia de Dios. Serían las siguientes santidades quienes decidirían qué tipo de torturas debían imponerse a los herejes o sospechosos de serlo, según el sexo del condenado.
Sinibaldo Fieschi, conde de Lavagna, era genovés de familia liberal. Juez de la curia, había sido nombrado cardenal y vicecanciller por el papa Gregorio IX. Tras dieciocho meses de sede vacante, sería nombrado papa con el nombre de Inocencio IV. Este sádico sería quien autorizaría abiertamente la tortura, convirtiendo las cámaras de la Inquisición en mazmorras del infierno. A Inocencio le gustaba leer personalmente los informes de sus inquisidores, en especial aquellos que se referían a torturas cometidas sobre herejes de sexo femenino. Disfrutaba casi hasta el éxtasis sexual. Inocencio IV establecería la edad mínima de responsabilidad hereje en los sospechosos para pasar por las mazmorras de la Inquisición: doce años para las niñas y catorce para los niños. Inocencio IV continuó con su disputa con el emperador Federico II, lo que le obligó a buscar refugio en Inglaterra, hasta que fue expulsado por el rey Enrique III. En una carta dirigida al papa, el monarca destaca: «[…] la aromática y verde Inglaterra, no puede soportar el olor de la corte papal»[176]. Con toda su corte, decidió entonces refugiarse en Lyon, durante los siguientes ocho años. Cuando el papa consiguió reconciliarse con el emperador Federico II y regresar a Roma, abandonando Lyon, un cardenal sentenció:
Hemos [la corte papal] hecho mucho por esta ciudad [Lyon]. Cuando llegamos solo había tres o cuatro burdeles. Ahora solo existe uno, pero se extiende desde la puerta del Este a la del Oeste[177].
Por el bien de sus relaciones con Federico II Hohenstaufen, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Inocencio IV no levantó la voz para protestar por el magnífico harén imperial surtido con jovencitas de hasta doce años, o con bellas y esbeltas musulmanas, capturadas en las campañas militares por sus ejércitos. Se dice que cuando el buen papa intentó protestar, Federico le envió como obsequio a dos de estas ninfas de catorce años, que pasaron a engrosar las listas de miembros de la corte pontificia. Según los seguidores de Inocencio, las niñas fueron tratadas perfectamente, siendo educadas en las artes y las letras, mientras que los enemigos del papa afirmaron que las pequeñas enseñaron al santo padre el verdadero sabor del placer. La verdad es que no se sabe cuál de las dos versiones tiene la razón.
El 7 de diciembre de 1254 fallece en Nápoles Inocencio IV. Las autoridades cierran las puertas de la ciudad con el fin de que los cardenales allí reunidos eligieran un sucesor. En cuestión de cinco días escogen a Reinaldo de Segni, un sobrino de Gregorio IX, el cual adoptaría el nombre de Alejandro IV. El nuevo papa era demasiado amable, excesivamente confiado en la buena fe del clero, algo muy alejado de la realidad.
Salimbene de Parma, franciscano, hijo de un heroico cruzado, cronista de la época y confidente de Alejandro IV, escribió sobre la situación de la Iglesia bajo este pontificado:
He podido ver a sacerdotes que tienen tabernas, sus casas están llenas de hijos bastardos, ellos pasan las noches en pecado y celebran misa a la mañana siguiente. Un día, cuando un fraile franciscano tenía que celebrar misa, en un día festivo, en la iglesia de un sacerdote en particular, no tenía estola, así que tuvo que usar la faja de la concubina del sacerdote, en la que esta había colgado varias llaves. Cuando el fraile, a quien conozco bien, se volvía hacia los fieles para decir Dominus Vobiscum, los fieles podían oír el sonido de las llaves no sin cierta sorna[178].
Efectivamente, Alejandro IV no era el pontífice que los tiempos necesitaban. Intentó prohibir las flagelaciones entre los religiosos y religiosas, e intentó también que el clero abandonase el celibato, declarando que esto arrastraba a los buenos clérigos al vicio. Pero aunque el bueno de Alejandro fuese más liberal de lo que los tiempos y la corte papal permitían, no dejaba por ello de disfrutar de las historias escabrosas que su amigo y confidente Salimbene de Parma le contaba. Este le narró la historia, que después incluiría en su obra Crónica, de una mujer que, cuando fue a confesarse ante su sacerdote, este en lugar de absolverla, le propuso tener relaciones sexuales detrás del altar.
Como eso no funcionó —relata Salimbene—, intentó violarla. Para defenderse, la mujer le dijo al cura que ese no era ni el lugar ni el momento de practicar sexo. De forma íntima, la mujer invitó al cura a su casa, como lugar para llevar a cabo las deliciosas labores de Venus. Con la intención de vengarse de aquel clérigo corrupto y libertino, cuando el sacerdote llegó a la casa, esta le recibió con un gran pastel de pan que había rellenado con su propio excremento acompañado de una botella de vino. El sacerdote, impresionado por el aspecto del pastel, decidió no probarlo y enviárselo de regalo al señor obispo. Cuando este cortó el pastel y pudo oler el relleno, hizo llamar al sacerdote. «¿Por qué me envías semejante insulto?», preguntó el obispo. El cura alegó su inocencia alegando que había sido la mujer. El obispo llamó entonces a la mujer y le volvió a preguntar: «¿Por qué me haces enviar este insulto?». La mujer explicó al obispo las intenciones del sacerdote y cómo este había tratado de violarla mientras se confesaba. El obispo castigó al sacerdote y elogió la castidad de la mujer[179].
El papa Alejandro IV comenzó a reír ante semejante historia, pero agregó: «Esa mujer cometió un serio error —dijo el papa al franciscano—, debería haber llenado la botella de vino con su propia orina». No es de extrañar, leyendo las crónicas del sabio Salimbene de Parma, el que Alejandro IV emitiese un decreto papal en el que se lamentaba de que cuando los obispos tienen harenes de concubinas y cada monja, un amante en casa convento, el clero no estaba reformando sus órdenes y congregaciones, sino corrompiéndolas. Este hecho venía a demostrarse, tras leer el informe del obispo de Poitiers, quien afirma:
Su santidad, las monjas de Poitiers y Lys se están haciendo famosas por sus galanterías con los hermanos franciscanos de la ciudad, mientras que las monjas de Montmartre se entregan a la prostitución sin el menor decoro. Se han visto a hermanas con el tocado puesto, y completamente desnudas, en las puertas de varios conventos ofreciendo sus servicios a los viajeros. La madre superiora que intentaba reformarlas ha sido envenenada.
Estas monjas-prostitutas se hicieron tan famosas, que el propio rey Luis IX de Francia llegó a escribir: «Deberíamos ir a escuchar las súplicas que nos hacen las hijas de este burdel de Toulouse y que se conoce como la Gran Abadía».
Pero el sucesor de Alejandro IV, Urbano IV, tampoco lo tendría nada fácil con el libertinaje reinante en el clero. Es a este papa, o a alguien de su entorno, a quien se le ocurrió la idea de reunir a todas las prostitutas de Roma y ponerlas a trabajar en la capilla subterránea de la iglesia de Santa María, rodeadas de algunos de los más sagrados objetos de la Iglesia católica. Por supuesto, parte de sus ingresos iban destinados a las arcas papales. A esto se le llama proxenetismo organizado.
Por otra parte, el obispo Dietrich de Niems, hombre de confianza del papa Urbano IV, informaba a su santidad sobre a lo que los religiosos de Noruega e Islandia se dedicaban:
Cuando los obispos visitan dos veces por año a sus sacerdotes, llevan a sus amantes con ellos. Las mujeres no permiten que ellos partan sin su compañía, ya que los obispos son recibidos con magnificencia por los curas y por sus propias concubinas. Las amantes temen que los obispos encuentren que las concubinas de los sacerdotes son más hermosas que ellas, y estas les hagan demostraciones amorosas[180].
El propio legado papal, el obispo de Niems, informa escandalizado de que muchos religiosos de las tierras escandinavas asumen el derecho de jus primae noctis (ley de primera noche) y que corresponde solo al señor feudal. «Algún sacerdote tras oficiar la boda, ha exigido al esposo, y se le ha concedido, el derecho a dormir la primera noche, con la novia», relata el alto miembro de la curia. También escribe sobre el libertinaje de las monjas en los conventos escandinavos. «Muchas son víctimas de la lujuria de obispos, monjes y hermanos legos. Incluso las niñas nacidas de esa lujuria permanecen en los conventos, creando así una nueva generación de monjas perdidas». «Si cualquier mujer seglar cometiera alguna de las asquerosidades que estas monjas cometen, serían condenadas por ley a los mayores castigos de Dios», afirma Dietrich de Niems.
La cuestión está en que a Urbano IV tampoco le parecía sorprendente esta situación y mucho menos cuando él mismo, antes de ser nombrado papa, había convivido con una mujer llamada Eva.
El 2 de octubre de 1264 muere Urbano IV, dejando la silla de Pedro al cardenal Guy Foulquois, quien elegiría el nombre de Clemente IV. Antes de ser ordenado, Clemente había estado casado y, fruto de esa unión, tenía dos hijas. Unas fuentes afirman que Foulquois se ordenó sacerdote cuando quedó viudo, mientras que otros investigadores dicen que el futuro papa Clemente IV aún estaba casado cuando, en 1261, Urbano IV lo nombró cardenal obispo de Sabina.
La muerte de este papa el 29 de noviembre de 1268 daría paso al llamado Interregno, que duraría tres años, hasta que en septiembre de 1271 fuera elegido Teobaldo Visconti, quien asumiría el papado bajo el nombre de Gregorio X. Este pontificado marcaría el inicio de los papas reformistas, pero también una nueva visión en lo que a la cuestión sexual se refiere, por lo menos dentro del clero.