5.
LOS HIJOS DE LA PORNOCRACIA
(973-1073)

La nuestra es una religión terrible. Las flotas de todo el mundo pueden navegar cómodamente en la vastedad de la sangre inocente que ha sido derramada.

MARK TWAIN

El asesinato de Juan XIII a manos de un marido engañado, dejaba la silla de Pedro vacante para un nuevo libertino. Con la muerte del emperador Otón I, el control imperial sobre el papado se quedaba en una posición delicada. Sería su hijo Otón II quien intentaría retomar la situación.

El candidato imperial era un religioso nacido en Roma, hijo ilegítimo de un monje alemán y una mujer franca, y que ostentaba el cargo de cardenal presbítero de San Teodoro. Su nombre era Benedicto VI. El nuevo papa necesitaba el plácet imperial, pero el líder de la nobleza, Crescencio I, hijo de Teodora la Joven y sobrino de Marozia, intentó situar en el trono papal a un candidato suyo. Un diácono llamado Francote Ferruchi.

Estaba claro que Crescencio contaba con el apoyo del emperador bizantino, por lo que decidió levantar al ejército contra el nuevo emperador, Otón II. El primer prisionero sería el papa Benedicto VI, al que se acusó públicamente de haber permitido la violación de cientos de nobles damas, cuando se dirigían en peregrinación a Roma y de haberlas retenido en la ciudad como cortesanas. Seguidamente, se le condenó por su maldad y fue trasladado al castillo de Sant'Angelo. Una noche de julio de 974, mientras el sumo pontífice se encontraba de rodillas rezando, entraron dos sicarios enviados por Crescencio y lo estrangularon[115]. Una vez libre del papa, el sobrino de Marozia decidió sentar en la cátedra de Pedro al diácono Ferruchi, quien tomaría el nombre de Bonifacio VII. El historiador Gerberto de Aurillac definió así a este antipapa: «Bonifacio es un monstruo terrible», y el Sínodo de Reims lo describió como «un hombre cuya criminalidad superaba a toda la humanidad»[116]. Cuando el representante imperial Sicco de Spoleto, al mando de las tropas, entró en Roma, el antipapa Bonifacio ocupaba ya el Lateranense. A pesar de eso, Sicco traía consigo un edicto imperial de destitución, pero el antipapa se había refugiado en Sant'Angelo, y mientras las tropas atacaban la entrada principal, Bonifacio escapaba por los túneles del subsuelo, llevándose consigo una buena parte del tesoro papal. Con él consiguió ponerse a salvo en territorio bizantino. Algunas fuentes aseguran que en sus calles vendió todos los ornamentos religiosos de plata y oro que había conseguido robar de las iglesias de Roma[117].

Muerto el papa y huido el antipapa, las tropas imperiales situaron en el papado a Benedicto, obispo de Sutri, conde Tusculum y pariente de Alberico II y de Marozia. El nuevo papa reinaría bajo el nombre de Benedicto VII. Llegado el año 984, el antipapa Bonifacio con la ayuda bizantina intentó restituirse en el papado. Tras la muerte de Benedicto VII, se produjo una larga sede vacante, hasta que el todavía emperador Otón II ofreció la tiara papal a Pedro Canepanova, obispo de Pavía y su vicecanciller. Sin la aprobación del pueblo de Roma, Juan XIV sería un papa impopular, algo que aprovecharía el antipapa Bonifacio para intentar hacerse con el control del pontificado. La muerte de Otón II y la lucha por su sucesión dejaría al entonces papa Juan XIV en una posición delicada.

En agosto, Bonifacio regresa a Roma, encarcela a Juan XIV en Sant'Angelo y se autocorona con la tiara papal, aunque al mismo tiempo sabe que su pontificado solo puede perdurar si el todavía papa desaparece. Para ello, se presenta, vestido con las ornamentas papales, en la celda del depuesto Juan XIV, y ordena que se le saquen los ojos. Las dos versiones sobre su muerte dicen que Juan XIV moriría de hambre en su oscura celda o envenenado por la mano de Bonifacio.

Este antipapa no correría mejor suerte. El 20 de julio de 985, el propio Bonifacio sería víctima de ese mismo pueblo que lo alzó al poder. Tras ser asesinado en una de las salas del Laterano, su cadáver fue mutilado y sus restos, arrastrados por el populacho por las calles de Roma, hasta terminar expuestos bajo la estatua de Constantino. Tras el asesinato del antipapa la situación se volvió ciertamente turbulenta. Así, la nobleza romana consiguió imponer un candidato de consenso: el cardenal de San Vitale.

Juan XV, nacido en Roma, era hijo de un religioso, el presbítero León. Su muerte se produciría el 6 de marzo de 996, unos dicen que por las fiebres, otros que por la mano y el veneno de Crescencio II.

Otón III se enteró de la muerte de Juan XV cuando se encontraba en Pavía. Para suceder en el trono de Pedro al papa fallecido, el emperador eligió a un pariente suyo, Bruno, biznieto de Otón I, hijo de los duques de Corintia, capellán y experto en la maquinaria eclesiástica a pesar de sus veinticuatro años. Bruno adoptaría el nombre de Gregorio V. Otón III se había instalado en Roma, lo que permitió cierta estabilidad en el papado, pero en junio de 996 decidió abandonar la ciudad junto a sus tropas. Gregorio V, quien había intercedido por el rebelde Crescencio II ante el emperador, comenzó a mover sus hilos para hacerse de nuevo con el control del papado. En octubre, falto de apoyos, Gregorio V se vio obligado a dejar Roma y refugiarse en Spoleto.

Al quedar la sede abandonada, Crescencio aprovechó esta circunstancia para elegir un nuevo papa. El señalado fue un bizantino nacido en el sur de Italia, antiguo tutor y maestro de griego del emperador Otón III. Algunos historiadores afirman que alcanzó el solio de Pedro gracias a su fortuna. El antipapa Juan Filagato reinaría bajo el nombre de Juan XVI[118]. Juan esperaba conseguir el apoyo de su antiguo protegido, pero en lugar de eso, Otón III lanzó sus ejércitos sobre Roma. El antipapa Juan se había escondido en un palacio en la Campagna. Capturado por tropas alemanas, Juan XVI sufriría, por orden del emperador, la amputación de la nariz, la lengua y las orejas. Arrastrado hasta Roma, allí sufriría una nueva pena. El emperador ordenó que se le arrancasen los ojos y que fuera enviado al exilio hasta su muerte en el monasterio de Fulda, en Alemania, donde fallecería en el año 1013[119].

Una vez depuesto el antipapa, Otón III restituyó primero a Gregorio V en el papado, pero aún quedaba ajustar cuentas con todos aquellos que habían apoyado a Juan XVI. El día de Pascua, el emperador del Sacro Imperio decidió invitar a un banquete a todos sus enemigos, miembros de la familia Crescencio, incluidos nobles, clérigos y magistrados. Cuando estaban en pleno festín, entraron en la estancia soldados alemanes espada en mano y se situaron estratégicamente detrás de los comensales. Un consejero de Otón III extrajo una lista y comenzó a leer los nombres de todos aquellos que habían participado en la revuelta y derrocamiento del papa Gregorio V. Nada más pronunciar un nombre, uno de los soldados se acercaba al personaje en cuestión y lo decapitaba. Aquella misma tarde serían asesinadas hasta sesenta personalidades de Roma, pero Otón III deseaba la cabeza de Crescencio II. El 29 de abril, el jefe de la familia sería capturado. Le arrancaron los ojos y le amputaron las extremidades. Después fue arrastrado por las calles sobre la piel de una vaca, para finalmente, ser decapitado y exhibido su cuerpo junto al del resto de conjurados en el patíbulo de Monte Mario[120]. Estefanía, esposa de Crescencio, fue recluida en el harén imperial como concubina forzosa, mientras que otras fuentes afirman que fue entregada a los oficiales del emperador para su placer sexual.

El pontificado del repuesto Gregorio V finalizaría en el mes de febrero de 999, con la muerte del papa, víctima de la malaria. Este sería reemplazado por el sabio Gerberto de Aurillac, quien elegiría el nombre de Silvestre II. Diversos historiadores, posiblemente partidarios de la familia Crescencio, afirman que Gerberto «se entregó al diablo con tal de alcanzar el papado». También se afirma que era ateo convencido y un hábil mago. Aunque había nacido en Aquitania, viajó hasta Sevilla, donde un moro lo introdujo en las oscuras artes de la magia negra. También aparecerían de forma interesada, pequeños pecados de juventud, como cuando siendo secretario del arzobispo de Reims se vio involucrado en un escándalo. Este arzobispo estaba sumergido en vicios contrarios a la naturaleza. Se aseguraba que durante las noches secuestraba niñas de las aldeas cercanas y, tras someterlas sexualmente, eran obligadas a ingresar en conventos lejanos, para así evitar las habladurías. Aquellos hechos llegaron a oídos del rey de Francia, quien decidió organizar un sínodo para condenarle. Se le encontró culpable, así como a su secretario, Gerberto de Aurillac, por haberse involucrado en la «mala conducta del arzobispo» sin haberlo denunciado. Está claro que ya en el siglo X los clérigos se protegían entre ellos en asuntos de pederastia. Esta no sería ni la primera ni la última vez. Silvestre, un hombre ilustrado, astrónomo, experto en lenguas y hábil traductor, adoptó una posición bastante liberal con respecto al clero. Incluso es posible que hubiera estado casado, ya que siendo abad de Bobbio, envió una carta al emperador Otón II en la que nombra a su esposa y dos hijos.

En aquel año, Roma y todo el territorio cristiano vivía con auténtico pavor la llegada del año 1000. Las Profecías de Daniel y los textos del Apocalipsis tenían aterrorizada a toda la cristiandad, ante la inminente llegada del fin del mundo a finales del año 1000. También diferentes escritos religiosos aseguraban que tan pronto finalizase el último día del año 1000 se anunciaría la llegada del Anticristo y con él, el juicio final, precedido de terribles calamidades, como terremotos, inundaciones y demás catástrofes naturales[121]. En el año 1001, viendo que no ocurría nada, el pueblo de Roma decidió sublevarse contra el emperador y el papa. Al trasladarse de nuevo hacia el sur para conquistar Roma con su ejército, Otón III falleció el 23 de enero de 1002 en extrañas circunstancias. Unos dicen que fue por causa de las fiebres, mientras que otros afirman que fue por el veneno suministrado por Estefanía, la viuda de Crescencio, a quien había convertido en su favorita. El papa Silvestre sería también envenenado el 17 de mayo de 1003, dejando nuevamente vacía la silla de Pedro.

Se sucesor, Giovanni Sicco, quien adoptaría el nombre de Juan XVII, había nacido en Roma y era hijo de un prestigioso diácono. De este papa lo único que se sabe es que murió el 6 de noviembre de 1003, supuestamente envenenado seis meses después de ser consagrado[122].

De Juan XVIII sabemos, a través del Liber Pontificalis, que pasó sus últimos años como un sencillo monje en San Pablo Extramuros. Esta noticia podría entenderse como que este papa pudo abdicar para retirarse a la vida contemplativa. Otras fuentes afirman que Juan XVIII pudo morir envenenado, como tantos otros pontífices de su época.

Benedicto VIII se convertiría en papa con el apoyo de los Tusculanos, tras haber acabado con la vida de su predecesor en el cargo, el papa Sergio IV. Teofilacto, hijo del obispo Gregorio de Portua, era laico cuando fue elegido sumo pontífice. Al mismo tiempo, otra familia rival de Roma, los Crescencio, decidió imponer a su candidato e instalarlo por la fuerza en el Laterano. El antipapa Gregorio se oponía abiertamente a la elección de Benedicto, pero el poder de los Tusculanos era mayor que el de los Crescencio, así que se vio obligado a escapar de Roma. Gregorio pidió el apoyo del emperador Enrique II, que se lo negó, convirtiendo a Benedicto VIII en el nuevo y único papa legal.

El arzobispo de Narbona acusaba a Benedicto VIII de simonía, al haber vendido a cambio de oro perdones papales al emperador Enrique II y a sus nobles caballeros; de asesinato, al haber acabado con la vida del anterior papa Sergio IV; de vivir en concubinato con dos de sus sobrinas de catorce y diecisiete años y, por tanto, de cometer incesto; de tener dos hijos con ellas; y finalmente de haber robado fondos recibidos de las indulgencias, con el fin de financiar la guerra de Sicilia contra los sarracenos. El papa Víctor II lo acusaría años después de «haber cometido muchos detestables adulterios y asesinatos, violaciones, y otros actos abominables»[123]. Mientras unas fuentes aseguran que Benedicto VIII fue un buen papa, otras coinciden en señalar que fue realmente un papa corrupto y libertino, amante de las niñas, a las cuales no dudaba en violar. Otra de las críticas recibidas por este papa por parte del clero era la forma en que vivía junto a dos de sus sobrinas en las estancias del palacio Laterano. Las dos adolescentes solían correr desnudas por las habitaciones papales, ante las asombradas miradas de los religiosos ayudantes del sumo pontífice. Él, en cambio, las admiraba y disfrutaba sexualmente en sus noches romanas[124].

Cuando varios obispos, cardenales y arzobispos quisieron juzgarlo por su libertinaje, en el Concilio General de Lyon, Benedicto VIII se negó a acudir, alegando que ningún papa podía ser juzgado en la tierra ni por mortal alguno. Se dice que su santidad falleció el 9 de abril de 1024, víctima de las fiebres, mientras que otras fuentes apuntan a que Benedicto VIII murió realmente con el cuerpo lleno de llagas, debido a la sífilis contraída con alguna de sus amantes[125].

A Benedicto VIII le sucedería su hermano, Romano de Tusculum que reinaría bajo el nombre de Juan XIX. Raúl Glaber[126], cronista y monje francés que vivió a finales del siglo X y principios del XI, y que se empeña en oscurecer el papado de este pontífice, afirma que repartió mucho dinero entre el pueblo y muchas tierras entre el clero para ser elegido. Glaber hace diferentes alusiones a males contra la moral producidos por el clero en la Alta Edad Media durante el pontificado de Juan XIX y alude a la codicia, el incesto, el adulterio, los robos…, que llevaban a cabo los religiosos, desde el papa hasta el sacerdote, desde el obispo hasta el cardenal. Habla también en su obra de los males que afectan al espíritu, y dentro de ellos establece la simonía o corrupción de la Iglesia, que afectaba incluso a las capas más altas. De los ocho años de pontificado de Juan XIX poco más se sabe. Tan solo que cumplió con la leyenda y tradiciones de los Juanes y que fue un papa amante de las concubinas, de las bacanales y de la simonía.

Tras la muerte de este el 20 de octubre de 1032, algunas fuentes apuntan al veneno, uno de sus parientes mandó hacer ropajes papales para un niño de once años llamado Teofilacto y, tras poner la tiara sobre su cabeza, lo nombró papa. El papa niño asumiría el nombre de Benedicto IX.

08

Benedicto IX (1032-1048), incestuoso, violador, homosexual, sádico y zoofílico.

Los cronistas de la época afirman que Benedicto IX «creció haciendo lo que quería, y asombró a la torpe sensibilidad de esa época que era asquerosa y cruel con escándalos en su vida cotidiana»[127]. Según monseñor Louis Duchesne, Benedicto IX no era más que un «mero golfillo…, que todavía tardaría mucho en convertirse en activamente agresivo». El mismo religioso afirma también que «el niño papa manifestaba una precocidad para todo tipo de maldad». Otro testigo de este papado dice: «El demonio disfrazado de sacerdote ocupa ahora el trono de Pedro». Entre los delitos que se le achacaban a este pequeño papa estaba el de ser bisexual, sodomizar animales y ordenar asesinatos. También se le culpa de hechicería, satanismo y violación. Lo que está claro es que los cronistas de la época aseguran que Benedicto IX fue uno de los hombres más depravados de su tiempo, debido a sus costumbres inmorales. San Pedro Damiano, cardenal benedictino, arzobispo de Ostia y reformador del siglo XI, y que calificó a este papa como el Nerón de San Pedro, escribió sobre este: «Este desventurado, desde el inicio de su pontificado hasta el final de su existencia se regocijó en la inmoralidad»[128]. También se alegaba que el Nerón-papa-niño, Benedicto IX, solía escaparse en las noches cerradas, del palacio del Laterano y acudía a un bosque cercano donde acostumbraba a invocar espíritus malignos, y a través de la necromancia incitaba y empujaba a las mujeres piadosas hacia la lujuria. Lo cierto es que Benedicto IX vivía en el palacio pontificio como un sultán otomano, rodeado de un gran harén, al que echaba mano cada vez que sus básicos instintos así lo exigían. Si aquello no daba resultado, su santidad echaba mano de su hermana de quince años con la que compartía lujuria y lecho, y a la que incluso compartía con algún compañero de cama. Al papa le gustaba observar cómo su hermana practicaba el sexo hasta con nueve compañeros, al tiempo que él bendecía aquella unión.

Mientras el papa se dedicaba a los placeres más inmorales, sus hermanos dirigían Roma o mejor dicho, desgobernaban la ciudad. El resultado de este mal sistema de gobierno fue una gran oleada de crímenes que llenaron las calles de sangre, robos y violaciones. El escritor alemán e historiador del papado Ferdinand Gregorovius describía así la situación: «En Roma había cesado cualquier legalidad vigente, sin embargo, solo una luz incierta iluminaba estos días en que el vicario de Cristo era un papa más criminal que el emperador Heliogábalo».

El gran Dante Alighieri opinaba que durante este tiempo el papado alcanzó el nivel más bajo de degradación a que un pontificado pudiera llegar y condenó a muchos pontífices, cardenales y obispos al infierno. Pero a pesar de todo, Benedicto IX no estaba dispuesto a cambiar de actitud y más cuando él era el elegido por el Espíritu Santo.

En el palacio Lateranense, el papa realizaba bulliciosas orgías homosexuales a las que estaban invitados nobles, soldados y vagabundos. Esto provocó el primer intento de asesinato contra el pontífice. Durante la misa celebrada en la fiesta de los Apóstoles, se llevó a cabo un intento de asesinato contra el papa, cuando un noble se lanzó sobre él para estrangularlo. Un repentino eclipse solar que dejó toda la iglesia en absoluta oscuridad, logró evitar el papicidio, provocando el temor de los allí congregados. Aquel fenómeno solar le había salvado la vida al corrupto papa.

Tampoco se salvaba Benedicto IX del delito de simonía. Los polacos habían pedido al papa una dispensa para el príncipe Casimiro, quien había tomado los votos sacerdotales, pero que los polacos deseaban convertirlo en rey. El papa se negó, pero una sugerencia por parte del sumo pontífice a los polacos podría provocar tal dispensa. La sugerencia era conceder el documento a cambio de una buena cantidad de oro a los bolsillos de Benedicto y no a las arcas del Vaticano. Otra buena donación a Benedicto IX por parte del rey Casimiro de Polonia le permitió incluso casarse[129]>. Los excesos del papa provocaron un levantamiento en septiembre de 1044, promovido en parte por la familia Crescencio, haciendo que Benedicto tuviese que huir de la ciudad. En su lugar, el 20 de enero de 1045, se eligió como sucesor en la silla de Pedro a Juan, obispo de Sabina, quien tomaría el nombre de Silvestre III. Sin embargo, Benedicto no iba a quedarse tan tranquilo.

El 10 de marzo del mismo año, el corrupto papa regresó a Roma con la ayuda de las tropas del rey de Alemania, Enrique III, expulsando a Silvestre y restituyéndose en el cargo pontificio. Solo dos meses permaneció Benedicto IX tranquilo en el trono. Pasado ese tiempo, se cansó de tanta misa y presentó su renuncia para poder contraer matrimonio con su bella prima e hija de Gerard de Saxo. Este le previno de no tocar a su hija hasta que no renunciase a la tiara papal, así que Benedicto IX decidió vendérsela con el cargo, a Juan Graciano, arcipreste de San Juan y perteneciente a una rica familia de origen judío, los Pierleoni. Benedicto pedía mil quinientas libras de oro por el cargo, así como todo lo recaudado por la Iglesia entre los fieles de Inglaterra[130]. Una vez aceptadas sus condiciones, Juan Crescencio cambió su nombre por el de Gregorio VI y Benedicto IX abandonó Roma para recluirse en un castillo de su familia, con la intención de preparar sus esponsales con su prima.

Ahora, y por ley, había tres papas vivos: el recién llegado Gregorio VI, el dimisionario Benedicto IX y el depuesto Silvestre III recluido en Sabina. Enrique III decidió pedir al nuevo papa la celebración de un sínodo en Roma (20 de diciembre de 1046) con la intención de tomar una decisión sobre la extraña situación que vivía el papado. Finalmente, Silvestre fue depuesto y privado de las órdenes sagradas; Benedicto IX fue destituido bajo la grave acusación de simonía; y Gregorio VI fue obligado a abdicar y enviado a Renania, bajo la custodia del obispo Hermann de Colonia. El 24 de diciembre de 1046, Enrique III decidió el nombramiento de Suidger, obispo de Bamberg, como nuevo papa, el cual adoptaría el nombre de Clemente II. Durante unos pocos meses, el nuevo papa trajo consigo la honestidad y espiritualidad perdida durante los últimos pontificados, pero esta situación duró poco tiempo. Algunas fuentes aseguran que detrás de la prematura muerte de Clemente estaba la mano y el veneno de Benedicto IX.

El 9 de octubre de 1047, el papa moría en la abadía de San Tommasso. Al conocer la noticia de la muerte de Clemente, y que los nobles de Roma habían abandonado la ciudad para dirigirse a Alemania con el fin de pedir un nuevo candidato a Enrique, Benedicto IX aprovechó la situación e intentó volver a hacerse con el control del papado, convenciendo al poderoso Bonifacio de Canossa para que le prestase ayuda a cambio de privilegios.

El depuesto Benedicto consiguió hacerse nuevamente con el papado el 8 de noviembre de 1047, pero solo reinaría hasta el 16 de julio de 1048. Durante los ocho meses que duró su pontificado, Benedicto IX se volvió a entregar a todo tipo de vicios, tras ser abandonado por su prima. El emperador Enrique III volvió a deponerlo y nombró a Poppo de Bressanone, obispo de Brizen, como nuevo pontífice, quien adoptaría el nombre de Dámaso II. Este papa moriría envenenado veintitrés días después de ser consagrado, al parecer también por la mano y el veneno de Benedicto IX o por la de algún familiar de este. Lo cierto es que Enrique III envió a Benedicto IX fuera de Roma y según las crónicas moriría solo y abandonado en algún mes del año 1055, a los treinta y cuatro años. Los interesados registros de la Iglesia mencionan que Benedicto IX, muerto de arrepentimiento, se hizo monje en el monasterio de San Basilio de Grottaferrata, donde moriría. Allí está enterrado. Aunque otros afirman que durante su encierro monacal continuó con su vida corrupta y se dedicó a vender documentos papales a cambio de una buena cantidad de dinero. Al final de sus días continuaba vendiendo estos documentos con su firma: Benedicto IX, papa[131]. El papa Víctor II escribiría sobre Benedicto IX: «Prefirió vivir más como Epicuro que como obispo», y puede que tuviera toda la razón. Mientras tanto, en Roma, las arcas estaban vacías; todos, desde los papas hasta el más humilde obispo o cardenal, eran simoníacos; todo clérigo tenía como mínimo una amante; y las iglesias caían en ruinas ante la falta de fondos. Todo era susceptible de ser comprado y vendido en Roma, incluso el papado.

El encargado de devolver la espiritualidad y moral a la silla de Pedro, ante los romanos y ante el emperador, fue León IX. Nada más colocarse la tiara en la cabeza, León decidió convocar el Concilio de Reims, en el que, entre otros temas, los asistentes trataron sobre las penitencias que debían cumplir clérigos y laicos por masturbación, pensamientos impuros, tragar semen, beber sangre menstrual e incluso por amasar pan sobre el culo desnudo de una niña o entre los muslos de una mujer joven. También se reprobaba la sodomía como un acto del diablo y ordenó que todas las concubinas del clero fueran convertidas en esclavas en su palacio papal. Además, se presentaba la lista de castigos, donde, por supuesto, estaban incluidos los azotes para el sodomita[132]. De acuerdo con el nuevo dictamen de León IX, a los nuevos sacerdotes se les debía hacer cuatro preguntas concretas antes de ordenarles:

  1. ¿Has sodomizado a algún joven?
  2. ¿Has fornicado con alguna monja?
  3. ¿Has sodomizado a algún animal de cuatro patas?
  4. ¿Has cometido adulterio?

Lo cierto es que no se sabe muy bien a cuáles se debía contestar «sí» o «no» para poder entrar en la Iglesia del siglo XI, principalmente porque los temas tratados por san Pedro Damiano en su Liber Gomorrhianus, la sodomía, la lujuria, la bestialidad, el asesinato, la violación, el incesto o la pederastia eran prácticas muy comunes entre los prelados, incluido el alto clero y el mismísimo papa.

La posición de Damiano y su lucha contra la sodomía fue mucho más allá de un simple texto, intentando convencer directamente al papa León IX sobre la necesidad de expulsar a los sodomitas del clero, pero el sumo pontífice se negó a ello. León IX, aconsejado por los altos miembros de la curia del Laterano, sabía que si castigaba y expulsaba a los homosexuales se quedaría sin clérigos debido a que durante el primer año de su pontificado ya había amenazado con expulsar de la Iglesia a todo religioso heterosexual que violase las leyes de la castidad. Durante aquel pontificado surgió el caso del abad Eugenius de Brest. El abad, un verdadero sátiro, solía mantener relaciones con las monjas de un convento cercano. En lugar de penetrarlas vaginalmente, cosa que podía ser castigada por la Iglesia, el abad las penetraba analmente, para así no pecar y no dejarlas embarazadas. Se dice que al final de sus días, el abad Eugenius de Brest había sodomizado a cerca de dos centenares de mujeres, incluidas las hijas de estas, todo con el fin de no pecar, tal y como mandaba la Santa Madre Iglesia de Roma y el santo Pedro Damiano. Al final, el abad de Brest murió de un infarto mientras practicaba el sexo con una gallina. Este buen santo, azote de los sodomitas, quiso también imponer el celibato al rebelde clero de Milán, Roma y Venecia. Ante sus autoridades habló con suma dureza sobre el clero y sobre sus esposas:

Me dirijo a ustedes, ustedes queridas de los sacerdotes, ustedes pedazos del diablo, veneno de la mente, dagas del alma, hierbas venenosas para los bebedores, muerte para los que comen, pecados personificados, ocasiones para la destrucción. A ustedes me dirijo, y digo, ustedes rameras del enemigo de antaño, ustedes aves de rapiña, vampiros, murciélagos, sanguijuelas, lobas indecentes, Vengan a oírme, rameras, camas en que se revuelcan los cerdos, ustedes alcobas de sucios espíritus, ustedes ninfas, sirenas, arpías, ustedes Dianas, tigresas malvadas, víboras furiosas…[133].

Lo cierto es que este discurso de poco o nada sirvió. La mayor parte del clero, incluido algún cardenal y obispo, no veía cómo se podía caer en el pecado si tenían relaciones sexuales con sus propias esposas. El caso incluso fue más allá, cuando Pedro Damiano informó personalmente a León IX de que todo el clero de Piamonte estaba casado y vivía en libre concubinato con mujeres jóvenes antes de decir misa[134]. León IX hizo caso omiso de las recomendaciones del fanático Pedro, pero este se tomó la justicia por su mano y mandó castrar a varios religiosos casados.

El sucesor de León IX sería el canciller Gebhardt de Eichstädt, quien elegiría el nombre de Víctor II. De este pontífice solo se sabe que intentó anatematizar la falta de castidad en todo el clero y que destituyó a varios obispos que mantenían concubinas bajo sus techos. Nicolás II tuvo que luchar contra un antipapa, Benedicto X que había sido nombrado por los nobles mientras los cardenales se encontraban fuera de Roma.

Durante nueve meses, Juan Mincius, cardenal obispo de Velletri, quien tomó el nombre de Benedicto X, ocupó la cátedra de Pedro hasta que fue depuesto, detenido, despojado de todos sus privilegios y encerrado en el hospicio de Santa Inés, en vía Nomentana. Ahora Nicolás II podía ejercer su poder sobre Roma. Como primera medida pidió a todos los obispos que adoptaran las normas básicas de moralidad, pero estos respondieron que el celibato que se les exigía era sencillamente imposible para ellos. Los obispos incluso replicaron a Nicolás II que ellos solo pedían a los sacerdotes que mantuviesen las formas de cara a los feligreses y que, mientras se les permitía casarse una vez, evitasen contraer matrimonio en segundas o incluso en terceras nupcias. El sumo pontífice rechazó tal debate y recriminó a los obispos por ello, alegando que era mayor pecado el estar casado que el tener una o varias amantes.

Tras la muerte de Nicolás II se produjo, desde el punto de vista político, un verdadero movimiento sísmico en Roma. La nobleza había enviado una comisión al emperador Enrique IV con la idea de que eligiese un nuevo candidato, pero los cardenales se adelantaron y escogieron como papa a un milanés llamado Anselmo da Baggio, obispo de Lucca; adoptaría el nombre de Alejandro II.

A finales de octubre del año 1061, los nobles alemanes, liderados por el canciller de Aquitania, con el apoyo de los obispos lombardos, decidieron nombrar papa a Pedro Cadalo, obispo de Verona, quien adoptó el nombre de Honorio III. El antipapa se instaló en Roma ejerciendo su labor de sumo pontífice, mientras Alejandro II realizaba la misma labor, no muy lejos del Laterano. Finalmente, Godofredo de Toscana obligó a los dos papas electos a que se retirasen a sus diócesis hasta conocer cuál de ellos asumiría la tiara papal. Cuando se debía adoptar una decisión, tres nobles alemanes: Annon de Colonia, Otón de Nordheim y Egberto de Brunswick decidieron dar un golpe de Estado. Annon, que asumió el poder, se atrajo las simpatías de Alejandro II, lo que conllevó su ratificación como nuevo sumo pontífice[135]. La verdad es que durante sus años de pontificado, Alejandro II se preocupó más de la política que de la moral de su clero. Se dice incluso que prefirió cerrar los ojos ante los desmanes de los religiosos que condenarlos. Nigel Cawthorne, en su magnífica obra Sex Lives of the Popes, destaca dos casos que sucedieron durante su pontificado. El primero de ellos sucedió en enero de 1064. Un sacerdote de Orange fue descubierto in fraganti, mientras era sodomizado por su padre. Alejandro II ni lo condenó ni le despojó de sus votos sacerdotales. El segundo caso sucedería en 1066, cuando un sacerdote de Padua fue encontrado manteniendo relaciones sexuales con su madre y con una de sus hermanas. Tampoco fue condenado. Su santidad Alejandro II declaró en ambos casos que ninguno de ellos podía ser castigado debido a que los dos sacerdotes no estaban casados cuando cometieron el supuesto pecado. Mientras perdonaba a unos, castigaba a otros, pero no a los sacerdotes casados, sino a los fieles que seguían a esos clérigos. Alejandro II adoptaría dos medidas: la de castigar con el destierro a todo aquel fiel que asistiese a misa celebrada por un sacerdote casado y la de instigar a los fieles para que persiguiesen a los sacerdotes casados, «hasta el derramamiento de sangre». En febrero de 1063, el pueblo, enaltecido por las palabras de Alejandro II, se lanzó a las calles, entraron en iglesias y arrancaron del mismo altar a los curas pecadores. Muchos de ellos fueron desnudados, apaleados e incluso, alguno de ellos, asesinado en plena calle junto a su esposa e hijos. Durante días, las hordas se hicieron con todo lo que pudieron, ya que, por ejemplo, el obispo Erlembaldo de Milán concedía a sus furiosos fieles todas las propiedades incautadas a los curas casados. El mismo Erlembaldo sería apuñalado en plena calle, cuando una partida de fieles lo divisó vestido de cura. En diversos pueblos y aldeas, la chusma se dedicaba a esconder vestidos y ropa interior de mujer en las casas de los curas, para después asaltarlas, matar al religioso en cuestión y quedarse con todas sus propiedades. «Te horrorizan los enfrentamientos civiles, los asesinatos, la cantidad de niños hijos de religiosos que han sido estrangulados sin haber sido bautizados», recriminó el obispo Arnaldo al papa Alejandro II[136].

El Sínodo de Gerona, celebrado en 1068, aun bajo el pontificado de Alejandro II, decidió unánimemente:

[…] desde el subdiácono al sacerdote, quien tenga mujer o concubina dejará de ser clérigo, perderá todos sus beneficios eclesiásticos y en la Iglesia estará por debajo de los laicos. Si desobedecen, ningún cristiano les saludará, ni comerá con ellos, ni rezará con ellos en la iglesia; si enferman, no serán visitados, y si mueren, no serán en terrados.

La muerte de Alejandro II provocaría la llegada al trono de Pedro de un laico llamado Hildebrando, el cual adoptaría el nombre de Gregorio VII. Durante los próximos doce años, el papa reinaría sobre la cristiandad, con la ayuda de su poderosa amante, la condesa Matilda de Canossa. Comenzaba la era de las favoritas.