4.
MUJERES Y PORNOCRACIA
(903-973)

La religión deja muchos desmanes fuera de toda sospecha.

CHRISTOPHER MARLOWE

Para la Iglesia católica y sus más brillantes historiadores, el término «pornocracia» o «gobierno de las cortesanas» fue acuñado en el siglo XVI por el cardenal César Baronio, para describir la etapa del papado caracterizada por la influencia que sobre él tuvieron tres poderosas mujeres: Teodora la Mayor, esposa del poderoso cónsul y senador romano Teofilacto I, y las hijas de ambos, Teodora la Joven y Marozia. La pornocracia, según Baronio, abarcó desde el 904, año de la consagración de Sergio III, y el 963, año de la muerte de Juan XII, nieto de Marozia. En total doce sumos pontífices.

Teofilacto fue cónsul, comandante en jefe de la milicia, Sacri Palatii Vestararius (Administrador de los Bienes Papales) y como máximo líder de la nobleza dirigía los destinos de Roma desde la cercana ciudad de Tusculum. El castillo de Sant'Angelo, una fortaleza inexpugnable llena de laberintos de piedra maciza y que servía tanto para defenderse de un asedio como para encerrar a los enemigos no deseados, era el mayor símbolo de ese mismo poder. Quien tenía en sus manos el castillo de Sant'Angelo, tenía las llaves del papado. A su lado estaba también su ambiciosa esposa, Teodora la Mayor.

Esta tendría tres hijas: Teodora la Joven, con Teofilacto; Marozia, con el que sería el papa Juan X, y Sergia, con el papa Sergio III. Sin la menor duda, a pesar de la belleza de las tres, sería Marozia quien, con los sabios consejos de su madre, se convertiría con el paso de los años en la gran ama y señora de Roma y de la cátedra de Pedro[90].

La llegada al pontificado de Sergio III, candidato de los nobles, sería la primera señal de alarma para Teodora de que aquel hombre no iba a ser tan fácil de manipular. Sergio había conseguido hacerse con el poder gracias en parte a Teodora, que convenció a su esposo y a Alberico de Spoleto, a fin de que aportasen sus tropas para el derrocamiento del antipapa Cristóbal. Para ello, Teodora no tuvo ningún reparo en mantener relaciones sexuales con los tres. Aquella mujer sabía que el poder manaba de entre sus piernas y como tal supo utilizarlo.

Aunque Sergio sería consagrado en el año 904, exigió que los documentos papales fueran alterados para que su pontificado apareciese en la historia a partir del 898. Sergio III consideraba a Juan IX, Benedicto IV y León V unos usurpadores, y por tanto nada dignos de figurar en la lista de papas[91].

Con la ascensión de Sergio III puede decirse que se consumaba la tan ansiada revolución para la toma de poder de la aristocracia senatorial romana sobre el papado. Desde ese mismo momento la pirámide de poder estaba formada en el vértice por el papa Sergio y en los siguientes escalones, por Teofilacto y su esposa Teodora y al mismo nivel, Alberico I, marqués de Camerino y duque de Spoleto y que al año siguiente recibiría como regalo a la hija mediana de Teodora, la bella Marozia. Según algunas fuentes, Marozia tenía entonces entre trece y quince años, y Alberico, entre cuarenta y cuarenta y dos[92].

Las crónicas señalan que cuando Marozia contrajo matrimonio con Alberico I, hacia el año 905 o 909, hacía ya varios años que compartía lecho con el papa Sergio III, de cuarenta y cinco años, e incluso que estaba embarazada de este cuando tuvo que pasar la noche de bodas con su recién estrenado esposo. Marozia acudía con frecuencia al palacio Laterano, debido a que su padre era el principal senador de la ciudad. En aquellas visitas, la niña se convirtió en amante del papa y hasta el final de sus días gozó no solo de los brazos y caricias de Marozia, con la que llegó a tener un hijo, el futuro papa Juan XI[93], sino que incluso gozó también de las caricias de la madre, Teodora la Mayor. Se afirma que Marozia fue aleccionada en el arte amatorio por su propia madre Teodora, mientras esta mantenía relaciones sexuales con Sergio III, formando así una especie de ménage à trois, madre-hija-papa. Su relación con el papa le había conferido una experiencia única para actuar con verdadera maestría en el lecho nupcial, pero la aún niña Marozia no buscaba tanto el placer sexual con el papa, sino el éxtasis del poder que emanaba del heredero de las llaves de Pedro. Baronio nuevamente define a Teodora la Mayor como «ramera desvergonzada que entonces vivía en Roma, tenía dos hijas, Marozia y Teodora, que tenían la misma reputación que su madre»[94]. Aun así, Teodora tenía un gran poder sobre Teofilacto, su marido, y el papa Sergio. Se dice incluso que con este último llegó a tener una hija, Sergia, que sería reconocida por Teofilacto. Sergio III fallecería en junio de 911, no sin antes aclarar al emperador de Bizancio, León VI, que «en la moral cristiana no entra el poner límites al número de matrimonios que, por viudedad, deban contraerse».

06

Marozia dirigió Roma y el papado entre el 934 y el 935.

A la muerte de Sergio III le sucedería en el cargo Anastasio III, quien según el cronista y religioso Flodoardo de Reims, «a pesar de ser un hombre de dulce carácter, su labor se redujo a cuestiones tan solo religiosas, bajo la protección de Teofilacto y Teodora, quien le tenía un gran aprecio». Este texto podría dar a entender que Anastasio III sería también uno de los múltiples amantes de Teodora la Mayor. Durante este pontificado, entre 911 y 912, Marozia había dado ya a luz a su segundo hijo, Alberico II el Joven, duque de Spoleto.

Tras dos años de pontificado, Anastasio III sería sucedido por otro amante de Teodora, Landón, hijo de un noble conde lombardo y al parecer un papa más amante de los jóvenes que de las mujeres, según Flodoardo de Reims. Landón se mantuvo tan solo seis meses y once días en la cátedra de Pedro. No se sabe cuál fue su final, aunque algunos afirman que murió asesinado por su sucesor, el hasta entonces arzobispo de Bolonia y después de Rávena, Juan de Tosignano y que adoptaría el nombre de Juan X.

Este fue un papa hábil, pero mucho más político que religioso, gracias en parte al estrecho asesoramiento de su amante Teodora la Mayor. Este mismo año, el abate Odón de Cluny intenta desprestigiar el cuerpo de la mujer a los ojos de los hombres pecadores:

La belleza solo está en la piel. Si los hombres vieran lo que hay debajo de la piel, como se dice que puede ver el lince de Beocia, se entristecerían de horror a la vista de las mujeres. Toda esa gracia consiste en mucosidades y sangre, en humores y en bilis. Si pensáramos en lo que oculta en la nariz, en la garganta y en el vientre, no hallaríamos más que inmundicias. Y si nos repugna tocar el moco o el estiércol con la uña del dedo, ¿cómo podríamos desear estrechar entre los brazos el mismo que contiene ese excremento?[95].

Nuevamente, la fina y envenenada pluma de Liutprando de Cremona escribe sobre Teodora y su habilidad de hacer y deshacer papas en su obra Antapodosis, seu rerum per Europam gestarum, Libri VI: «Teodora, como una perdida, temiendo que le faltarían oportunidades de acostarse con su galán [Juan X], le forzó a abandonar su obispado [de Rávena] y se apropiara —¡oh, crimen monstruoso!— del papado de Roma». Durante los últimos años de vida de Teodora se creo una malsana relación entre madre e hija. Aunque Teodora controla al papa, Marozia controla al clero.

La joven aún mantiene una belleza indescriptible y la muestra abiertamente en su residencia que ha mandado construirse en la isla Tiberina, un pequeño islote en medio del Tíber. Allí Marozia agasaja con ricos manjares, vinos y jóvenes esclavos y esclavas a nobles, pero también a altos prelados e incluso obispos. En la residencia, y gracias al apoyo de Marozia, los interesados obispos practican la cacería, la cetrería, comen en platos de oro y plata, bailan al son de las flautas de los músicos y practican el sexo con jovencitas y sodomizando jovencitos entre sábanas de seda y almohadas de terciopelo[96].

En el lecho papal, Juan X, supuesto padre de Marozia, planearía junto a su amante Teodora, una triple alianza que resultaría una magistral partida de ajedrez. La idea era unir en un mismo ejército al servicio del papa, a las tropas de Adalberto de Toscana; las de Alberico de Spoleto, esposo de Marozia; y las de Landulfo de Capua. Con todas estas fuerzas, al mando de Alberico, consiguieron en la batalla de Garellano expulsar a los musulmanes de suelo italiano. Pero Juan X cometería un fallo de apreciación, ya que coronaría como emperador a Berengario de Friuli, el hombre equivocado.

Alberico, verdadero cerebro del triunfo en Garellano, y junto a él, su esposa Marozia, se aprestaban a ejercer un poder sin igual en la historia del papado tras la muerte de Teofilacto, hasta ese momento el hombre fuerte de la política y el desplazamiento en la línea de poder de su madre, Teodora. Roma vivía bajo una auténtica red de conspiraciones, ambiciones, rencillas, odios y rencores. El emperador Berengario cayó asesinado en 924, con varias puñaladas en la espalda mientras oía misa en Verona; Teofilacto I había muerto en 925 y la corrupta y conspiradora Teodora la Mayor, en 928, dejando las manos libres a su hija Marozia para continuar con el poder familiar[97]. Alberico quería dejar bien claro a Juan X, que a pesar de que era papa, él era el amo y señor de Roma y así iba a ser. Lo cierto es que Alberico I, una herramienta poderosa en manos de la manipuladora Marozia, pasó de ser una sencilla amenaza fácil de controlar a ser un verdadero peligro de difícil control, y aquello iba a resultar trágico para él.

Marozia contemplaba cada vez con mayor ansiedad el creciente poder del papa. Juan X no era el hombre de paja que todo el mundo esperaba. Mientras maniobraba para independizarse de la aristocracia romana, sus decisiones chocaban cada vez más con las leyes canónicas. Por ejemplo, ordenó obispo de Reims a Hugo de Vermandois, quien contaba tan solo cinco años de edad. Según el cardenal Baronio, aquella consagración era «una monstruosidad eclesiástica, jamás vista», pero el padre de la criatura, el conde de Vermandois, familiar de Carlomagno, respondía que «si aquel niño de cinco años podía ser conde, por qué no obispo»[98].

Tras el asesinato del emperador Berengario, Juan X supo enseguida que su seguridad estaba en peligro, así que se buscó un nuevo pilar de su poder en la figura de Hugo, al que ya había coronado como rey de Pavía y pretendía coronarlo también como emperador. Era el momento.

Alberico I de Spoleto, con el apoyo de su esposa Marozia, intentó derrocar al papa, pero el golpe fracasó. Detenido por fuerzas leales al papa Juan X, el esposo de Marozia fue ejecutado, y su cuerpo, descuartizado. El papa obligó a Marozia a observar el cadáver, pero esto no iba a quedar así[99].Como primer paso de su venganza, Marozia contrajo matrimonio con Guido de Toscana. La muerte en 928 de su madre, Teodora la Mayor, hace que Marozia lleve a cabo su terrible venganza contra aquel papa, que asesinó a su marido. Al mando de un gran ejército, Guido de Toscana, bajo la recomendación de su esposa, se dirigió hacia Roma y tras deponer al papa Juan X, en mayo de 928, lo encarceló en las mazmorras de Sant'Angelo. Marozia solo había pedido un deseo a su esposo: no quería que el papa fuera asesinado. Aquella poderosa mujer deseaba ver con sus propios ojos cómo moría aquel pontífice soberbio. Según unas fuentes, Juan X fue envenenado en su celda. Según otras, el papa depuesto fue envenenado, pero al ver pasar los días sin que se produjese su muerte, alguien entró en la celda y lo asfixió con un cojín mientras dormía. En lo que sí coinciden ambas fuentes es en afirmar que detrás de las dos posibilidades, se encontraba la mano de Marozia. Liutprando de Cremona escribe sobre este momento:

Ya que León VI [928] fue elegido inmediatamente después de su muerte, aunque Marozia pronto se deshizo de él envenenándolo, para abrirle camino a su bastardo [Juan XI]. Sin embargo, ella se equivocó por segunda vez, ya que al haberlo envenenado, eligieron a Esteban VII, quien murió mucho tiempo después, en el año 930, en la misma forma, y por la mismas manos [las de Marozia][100].

07

Juan XI (931-936), hijo de Marozia, cometió incesto con ella.

Al fin Marozia conseguía lo que tanto había ansiado desde hacía años: el nombramiento de su hijo bastardo, cardenal de Santa María en Trastevere, como nuevo sumo pontífice de Roma.

Durante su papado, Juan XI pasó gran parte de su tiempo entre «mujeres bestiales y lujuriosas». Una de las historias que se cuentan es que tres mujeres nobles de Siena se dirigieron a Roma para presentar sus respetos al papa. Cuando se encontraban frente a él, Juan XI ordenó que las tres mujeres, una madre y dos hijas, fueran retenidas y trasladadas a sus aposentos y una vez ahí, desnudadas. Allí sufrieron durante cuatro días, todo tipo de violaciones y vejaciones, a manos de su santidad y de sus amigos cortesanos. Otra historia es la de que Juan XI había organizado un prostíbulo masculino, para el que eran reclutados jóvenes nobles de Roma y de otras partes de Italia para entrar a formar parte de él. Entre aquellas cuatro paredes del Laterano, el papa y sus amigos se entregaban a las más absolutas depravaciones. Liutprando de Cremona acabaría definiendo a Juan XI como «el Tiberio de San Pedro».

Mientras tanto, su madre, Marozia, no había reducido sus ansias de poder tras el nombramiento de su hijo. En 929, cuando muere Guido de Toscana, Marozia decide contraer matrimonio con el hermanastro de su difunto esposo, Hugo de Arlés, rey de Provenza, para lo cual debía antes conseguir la anulación del matrimonio de este, que está casado con una mujer noble de la Provenza. La anulación matrimonial la consiguió Marozia rápidamente del papa, según Liutprando, «tras mantener una relación sexual con él en una noche de lujuria y pasión incestuosa entre madre e hijo». Finalmente, el nuevo matrimonio se celebra en 932, provocando los celos del hijo mayor de Marozia, Alberico II el Joven.

Alberico acusaba a su madre de haber violado las normas de Dios, al contraer matrimonio con su cuñado y de haber sido rubricado ese mismo pecado por el mismísimo papa. Durante el banquete, Alberico II y Hugo de Arlés llegan casi a echar mano de espada, pero es Marozia quien lo impide. Meses después y con el fin de vengarse, Alberico II, al mando de un gran ejército, consigue hacerse con el control del castillo de Sant'Angelo, provocando la huida de Hugo de Arlés[101]. La verdad es que los cronistas de la época aseguran que Hugo escapó de una forma nada noble. Vestido tan solo con un camisón de dormir y metido dentro de una gran canasta, dejando atrás, a su suerte, a su esposa Marozia. Alberico II consiguió atrapar a su madre y a su hermano, el papa Juan XI, y encarcelarlos en uno de los calabozos más profundos de Sant'Angelo. Entonces Alberico se convirtió en el nuevo amo y señor de la situación eclesiástica y civil de la ciudad, pero también en príncipe de Roma, senador, conde y patricio. Fue en ese momento cuando decidió buscar el acercamiento con su entonces enemigo y esposo aún de Marozia, Hugo de Arlés. Para ello contrajo matrimonio en 937 con Alda, la joven hija de Hugo[102]. En aquella época, Alberico decide poner en libertad a Juan XI, devolviéndole a sus funciones estrictamente sacerdotales, pero fallece en diciembre de 935, y le sucede en el trono de Pedro, el papa León VII. Alberico II deseaba pasar a la historia como el hacedor de papas buenos y honestos, para acabar de una vez por todas con la mala imagen que del papado tenían los ciudadanos de Roma. Los sucesores de León VII serían también papas honrados: Esteban VIII, Marino II y Agapito II. Tan solo destacar de estos papas la muerte de Esteban VIII. Fuentes tardías pretenden afirmar que este pontífice murió ejecutado por Alberico II, al haber tomado parte en una conspiración para su derrocamiento, con los buenos consejos de la prisionera Marozia.

Existen dos versiones sobre la muerte de la poderosa Marozia. La primera es que Marozia permaneció en la prisión de Sant'Angelo hasta la muerte de su hijo Alberico II de Spoleto en el 954, siendo trasladada ese mismo año a un convento donde falleció de muerte natural, al año siguiente, en 955. La segunda versión es que Marozia permaneció en Sant'Angelo más de cincuenta y cuatro años, hasta que el papa Juan XV se apiadó de aquella anciana. En el 986, el papa le levantó la excomunión, enviando a un honorable obispo «para exorcizar a cualquier demonio que pudiera haber ocupado el cuerpo de la anciana Marozia», quien contaba ya con noventa y cuatro años. Tras asegurarse de que el diablo había abandonado el cuerpo de aquel saco de huesos, se permitió a un niño de seis años, Otón III, emperador del Sacro Imperio Romano, visitar en su celda a la prisionera. Otón quería conocer personalmente a aquella mujer que había sido hija de papa, amante de papas, madre de papa, tía de papa, abuela de papa, bisabuela de papa y tatarabuela de papa y que había sido, junto a su madre, la principal responsable del llamado gobierno romano de las cortesanas. Entre ella y su madre, Teodora la Mayor, habían consagrado a nueve papas en tan solo ocho años, de los cuales dos habían sido estrangulados; uno, asfixiado con una almohada; cuatro, destituidos, y de estos cuatro, dos o tres, envenenados.

El relato siguiente está descrito en las obras Marozia y en la Sex Lives of the Popes:

Un joven entró en la celda de Marozia después de Otón III, el emperador del Sacro Imperio Romano, y preguntó: «Marozia, hija de Teofilacto, ¿estás entre los vivos?». El obispo no obtuvo respuesta. A continuación volvió a reclamar: «Yo, obispo Juan Crescencio de Proto, te ordeno que hables en nombre de la Santa Madre Iglesia». De aquella pila de trapos, acostada sobre un montón de paja en un rincón oscuro del calabozo, salió una voz: «Estoy viva, señor obispo, estoy viva», respondió Marozia. Tras una larga pausa, volvió a decir: «Por todos mis pecados pido perdón». El obispo de Proto comenzó entonces a leer el decreto papal: «Puesto que usted, Marozia, desde el comienzo y desde la edad de quince años conspiró contra los derechos de la sede de san Pedro en el reinado de su santidad el papa Sergio, siguiendo el ejemplo de su sátira madre Teodora. Se le acusa de tratar de apoderarse del poder de Dios en la tierra y de atreverse, al igual que Jezabel en la antigüedad, a casarse por tercera vez»[103].

Incluso se le hacía responsable de los excesos cometidos por su nieto, el papa Juan XII, aunque Marozia estuvo recluida en la oscuridad y soledad de su prisión durante los nueve años que duró su pervertido pontificado.

Cuando el obispo Juan Crescencio de Proto terminó de leer el decreto firmado por el papa Juan XV, declarando: «[…] por el bienestar de la Santa Madre Iglesia, y la paz del pueblo romano», entró en la celda un verdugo. Agarró una almohada que colocó sobre la cara de la anciana y la asfixió.

Aunque habían ya pasado veintidós años desde el papado de Juan XII y el asesinato de Marozia, debería ser digno de destacar en un solo capítulo, en un solo libro, el pontificado de Juan, a quien los cronistas califican como «el Calígula del papado»[104]. El obispo Juan Crescencio de Proto definió a la perfección el pontificado de Juan XII, durante la lectura de cargos contra su abuela Marozia.

El papa Juan XII cometió perjurio al violar su juramento al gran emperador, robó tesoros de los papas y huyó para unirse a los enemigos de Roma, fue destituido por el sagrado sínodo, y reemplazado por León VIII. Luego, el apóstata regresó a Roma, derrocó a León VIII, le cortó la nariz, la lengua y los dedos al cardenal Diácono, despellejó al obispo Otger, decapitó al notario Azzo y a otros sesenta y tres miembros del clero y la nobleza de Roma. Durante la noche del 14 de mayo de 964, mientras tenía relaciones ilícitas y sucias con una matrona romana, fue sorprendido en el acto pecaminoso por el iracundo esposo que, en justa ira, aplastó su cráneo con un martillo, y así liberó a su alma diabólica para que cayera en garras de Satán[105].

Alberico II de Spoleto, quien había mandado encerrar a su madre, Marozia, en Sant'Angelo, veía llegar su fin. Poco antes de morir, el 31 de agosto de 954, convocó al papa Agapito II y al resto del clero y les hizo jurar junto a su lecho de muerte que cuando se produjera la sede vacante a la muerte del pontífice elegirían a su hijo Octaviano. De este modo, la sede apostólica y el principado de Roma se unirían. La promesa rodilla en tierra de Agapito II y el clero hacia su señor, Alberico II, supondría una medida desastrosa para la historia del papado y la propia Iglesia católica[106].

El 16 de diciembre de 955, la promesa fue cumplida y el clero eligió al bastardo de Alberico II, que contaba entonces diecisiete años de edad. Debido a que Octaviano era laico, tuvo que ser ordenado a toda prisa. Una vez elegido papa, se dice que inventó incluso pecados que hasta entonces no eran conocidos y que en conventos, monasterios e iglesias se rezaba día y noche para que muriera lo más pronto posible. Sin duda, Juan XII no era mejor que su abuela.

Bisexual insaciable, le gustaba rodearse de jóvenes nobles de ambos sexos a los que obligaba a tener relaciones sexuales a la vista de todos; disfrutaba de observar cómo bestias, perros o burros acometían a jóvenes prostitutas traídas al Laterano para tal menester; organizó con dinero de la tesorería papal, un burdel en pleno palacio Laterano; malversó los fondos de San Pedro; disfrutaba realizando bromas de mal gusto, como ordenar obispos a niños de diez o doce años con los que luego cometía todo tipo de actos sexuales; regalaba cálices de oro a sus amantes; y mantenía una cuadra de un millar de caballos a los que alimentaba con almendras e higos bañados en vino[107]. Los ciudadanos de Roma comenzaron a quejarse de que el Lateranense se había convertido en un lugar de sexo, escarnio, incesto y violación. Juan XII llegó a cometer incesto con su propia hermanastra de catorce años, con la que convivía en el Laterano. También se quejaban de que las mujeres que peregrinaban a los lugares santos y sagrados ya no asistían debido a la lujuria promiscua e incontrolada de sus religiosos.

Benedicto de Sócrates afirmaba que Juan XII participaba activamente en los secuestros de estas peregrinas porque le gustaba coleccionar mujeres pías. Otro día, Juan XII decidió ordenar un obispo en un establo, pero cuando un cardenal le recriminó tal conducta, el papa ordenó que este fuera castrado. Tampoco la situación política era la mejor. Los ejércitos de los duques de Capua y Benevento por el sur y los de Berenguer de Ivrea, rey de Italia, por el norte amenazaban los territorios pontificios. Ante tal perspectiva, Juan XII decidió pedir ayuda al emperador Otón I, ofreciéndole a cambio la coronación como emperador del Sacro Imperio. Sin embargo, y debido a los continuos llamamientos de Otón I a Juan XII para que cambiase su actitud y siguiese una norma moral acorde con su cargo, el papa decidió cambiar su apoyo por el de Berenguer. Juan XII acusaba a Otón I de no haber cumplido con lo pactado con él sobre la protección a Roma y al pueblo de Roma. Otón contraatacó escribiendo una carta al pontífice: «Tanto el clero como los laicos, acusan a su santidad de homicidio, perjurio, sacrilegio, incesto con parientes, y de haber invocado a un Dios pagano, a Júpiter, a Venus y a otros demonios». Juan XII respondió que eran rumores malintencionados de varios obispos y que él, como papa, no estaba sujeto al juicio de un rey o emperador, sino solo al de Dios.

Otón no estaba dispuesto, en cambio, a dejarse convencer, así que envió a un legado, en el que amenazaba al papa: «O me mandáis dos obispos que juren que los cargos no eran reales, o dos campeones decidirán la cuestión en combate justo contra dos campeones escogidos por el papa». Juan XII prefirió evitar el desafío, pero Otón I entró en Roma y organizó un sínodo en San Pedro, formado por prelados y nobles italianos, alemanes y franceses con el fin de juzgar a Juan XII. Durante el juicio se dijo que el papa había sido visto cometiendo sodomía con su madre, en el palacio Laterano y que tenía un pacto con el diablo para ser su representante en la Tierra. Otón I ordenó a Juan que se presentase para responder a los cargos, pero este respondió con una carta en latín, en la que excomulgaba al propio emperador y a todos los asistentes a aquel sínodo. A pesar de todo, Juan XII fue enjuiciado en ausencia; encontrado culpable de incesto, adulterio y asesinato; y condenado a ser depuesto.

Otón necesitaba un sustituto, por lo que nombraron al jefe de los notarios de la cancillería pontificia, un laico llamado León y que reinaría bajo el nombre de León VIII[108]. Los romanos en cambio preferían a un papa libertino que a uno elegido por el emperador, por lo que se levantaron contra las tropas alemanas. En respuesta, los ejércitos alemanes entraron a sangre y fuego en las calles de Roma, sofocando la rebelión, pero sin poder mantener el control de la ciudad. Esto hizo que Juan XII fuese llamado nuevamente para ocupar el trono de Pedro. Como, primera medida excomulgó al pontífice León VIII y castigó a todos los clérigos que hubiesen apoyado al pontífice depuesto. Azotó hasta la muerte a nueve clérigos; a otros tres les cortó las manos; a otro, los dedos de su mano derecha y a tres más, la nariz, la lengua y las orejas.

La obra titulada Patrología Latina[109] describe a la perfección los relatos y declaraciones en contra de Juan XII:

[…] el cardenal Pedro testificó que él mismo había visto cómo Juan XII celebraba misa sin tomar antes la comunión. Juan, obispo de Narni, y Juan, cardenal diácono, confesaron que habían sido ordenados en un establo de caballos. Benedicto, cardenal diácono, con otros codiáconos y sacerdotes, dijeron conocer que Juan XII había ordenado obispos a cambio de dinero, especialmente había ordenado a un niño de diez años como obispo de la ciudad de Todi. Ellos testificaron sobre su adulterio, pero que ellos no habían visto con sus propios ojos, aunque no es menos conocido por ser cierto. Él [Juan XII] había fornicado con la viuda de Rainier; con Estefanía, la concubina de su padre [Alberico II]; con la viuda Ana y la nieta de esta; y que había convertido el palacio sagrado en una casa de prostitutas. Ellos dicen que él ha dado caza públicamente a mujeres. Ellos afirman que Juan XII dejó ciego a su confesor Benedicto y que por ello murió; asesinó a Juan, cardenal subdiácono, después de castrarle […]. Todos, clérigos de buena ley, declaran que él alimentó al diablo con vino. Ellos dicen que cuando jugaba a los vicios, invocaba a Júpiter, Venus y otros demonios. Ellos aseguran que él no celebra misas y que en la horas canónicas evita hacer el signo de la cruz[110].

Y así seguiría si, el 14 de mayo de 964, Juan XII no hubiera sido asesinado. Aquella tarde había acudido a la casa de una noble mujer de Roma, sin protección alguna. Cuando este se encontraba en la cama con su amante, entró de repente su marido. Furioso, agarró en la mano un pequeño puñal y comenzó a clavárselo al papa en la espalda, pero como este no terminaba de morirse, el marido engañado agarró un mazo y con él le rompió el cuello. Allí, desnudo sobre la alfombra de la habitación de su amante, cayó muerto Juan XII a la edad de veinticuatro años. Cuando la noticia corrió por las calles de Roma, en lugar de provocar el luto, lo que incitó fue el sarcasmo de sus ciudadanos. Se decía que tal y como había vivido Juan XII había sido muy afortunado por morir en la cama, «aunque no fuera la suya».

Para sucederle, los romanos eligieron a un papa piadoso y romano de nacimiento que adoptó el nombre de Benedicto V y que reinaría solo entre el 22 de mayo y el 23 de junio. Sin embargo, Otón estaba decidido a volver a reponer en el trono de Pedro al depuesto León VIII. Con la ayuda de las tropas imperiales León alcanzó la ciudad de Roma y depuso a Benedicto V. Capturado, el papa León VIII rasgó las vestiduras papales de Benedicto y vestido tan solo con un fino camisón fue enviado al exilio en Hamburgo, bajo la custodia del obispo de Adaldag. Allí moriría el 4 de julio de 966, manteniendo una vida ejemplar, pero está claro que no es oro todo lo que reluce.

El sabio Gerberto de Aurillac, famoso cronista y que sería elegido papa en el año 999 bajo el nombre de Silvestre II, escribió sobre Benedicto V: «Es el monstruo más injusto de todo lo profano». Otra historia cuenta que Benedicto V se vio obligado a abandonar Roma, cuando deshonró a una jovencita de catorce años que había pedido audiencia con el papa para recibir confesión. En su huida a Constantinopla, se llevó parte del tesoro papal. Regresó solo a Roma cuando se había quedado sin un céntimo. Al presentarse ante el papa León VIII, este le golpeó varias veces con el báculo en la cabeza provocándole serias heridas, aunque estas no lo llevarían a la tumba. Lo que sí acabaría con él fueron las cien puñaladas que le dieron el padre y los tres hermanos de la jovencita de catorce años a la que Benedicto V había deshonrado tiempo atrás. Posteriormente, su cadáver sería arrastrado por las calles de Roma y arrojado en el vertedero donde los romanos hacían sus necesidades. León VIII moriría el 1 de marzo de 965, supuestamente, de un ataque cardíaco mientras mantenía relaciones sexuales con una matrona romana.

Cuando estos dos monstruos con tiara quedaron fuera de escena, el emperador Otón sentó en la cátedra de Pedro a Juan, hijo de Juan, un romano que había sido bibliotecario del papa Juan XII. Tal vez por esta razón existen versiones sobre que el papa Juan XIII pudo ser hijo del papa Juan XII. La verdad es que esta decisión no fue muy sensata. En diciembre de 965 los romanos, cansados de los abusos papales, se rebelaron y depusieron al papa. Juan XIII fue hecho prisionero por hombres del prefecto Pedro, pero cuando era conducido al destierro vigilado, consiguió evadirse y buscar refugio bajo el manto protector de Otón I. A pesar de esto, la población romana, tal vez para evitar la reacción imperial, decidió echarse atrás y pedir la vuelta de Juan XIII, pero Otón no iba a dejar así las cosas y las represalias no se harían esperar. Sus tropas entraron en Roma, ejecutaron a los cabecillas de la revuelta de 965 y se quedaron en la ciudad hasta el verano de 972. La primera decisión que adoptó Otón fue la de entregar al prefecto Pedro al papa Juan XIII, con la promesa de que su santidad debía respetar la vida del prisionero. El papa Juan mandó colgar a Pedro por los cabellos en la parte más alta de la estatua de Marco Aurelio; después lo desnudaron y lo pasearon a lomos de un burro con una campana atada a la cola; y tras embadurnarlo con brea, lo emplumaron. Tras todas estas deshonras públicas, Pedro fue enviado al exilio en los Alpes[111]. El historiador alemán Ferdinand Gregorovius describía a Juan XIII de la siguiente forma: «Nadie podría servirle, excepto vírgenes y devotas; hizo del palacio Lateranense, un burdel; y deshonró a la concubina de su padre, y a su propia sobrina, con quien cometió incesto». Lo cierto es que Liutprando de Cremona, quien había sido enviado por Juan XIII, para negociar el matrimonio de Otón II con la hija del emperador bizantino Juan I Kourkouas, destaca que este papa dio cierto estilo al papado:

Vivía como un príncipe, comía en platos de oro, mientras se entretenía admirando bailarinas orientales traídas al Laterano especialmente para esa función; jugaba a los dados; cazaba; montaba algún caballo de sus cuadras, enjaezado con bridas de oro; viajaba en lujosos carros, seguido por un gran número de parásitos[112].

Fueran o no reales estas historias, lo cierto es que Juan XIII se encontraba fornicando con una noble dama cuando fueron sorprendidos en pleno adulterio por el esposo de esta. En la lucha que se desató, el esposo engañado consiguió apuñalar en el corazón a su santidad, llevándolo a la tumba. Aunque Marozia había desaparecido y sus cenizas esparcidas al viento hacía ya décadas, su huella y su influencia sobre la silla de Pedro continuaron durante los años sucesivos. Benedicto VIII y Juan XIX eran sus bisnietos, y Benedicto IX, su tataranieto. Muchos historiadores del papado vienen a preguntarse si Marozia no reúne méritos más que suficientes para haber sido elevada por la leyenda a la categoría de papisa. La respuesta podría ser afirmativa.

Liutprando de Cremona resumió así el período de las mujeres y pornocracia:

Una prostituta desvergonzada llamada Teodora, que en un momento fue la única monarca de Roma y ¡vergüenza debería darnos el repetir esas palabras!, ejerció el poder de una forma totalmente masculina. Tuvo dos hijas, Marozia y Teodora, y estas damiselas no solo eran igual a ella, sino que incluso pudieron superarla en los ejercicios que Venus ama[113].

Por otro lado, el cardenal César Baronio describe a Marozia y a su madre como «vanagloriosas Mesalinas llenas de lujuria carnal, y de todo tipo de astucias para la maldad con la que gobernaron Roma, y prostituyeron el trono de Pedro para sus predilectos, favoritos y amantes»[114]. Llegaba el tiempo de los papas niños, y ninguno de ellos iba a quedarse atrás en sadismo, lujuria, crueldad o barbarie, para igualar a los papas de la era de la pornocracia.