La Iglesia siempre intenta que los demás se reformen.
No sería mala idea que se reformara ella un poco, para dar ejemplo.
MARK TWAIN
Juan VIII había nacido en Roma y servido como archidiácono a las órdenes del papa Nicolás I, donde consiguió, a base de capacidad de trabajo, inteligencia y cierta habilidad para la conspiración, hacerse un hueco entre los altos miembros de la curia. Durante el pontificado de Nicolás I, ocurrió un hecho que hizo que muchos mirasen al futuro Juan VIII de manera diferente. En el año 860 surgió un grupo de religiosos que criticaban abiertamente la corrupción que campaba a sus anchas por las estancias vaticanas. Este grupo estaba liderado por un sacerdote llamado Donato, el cual impartía sus labores en una iglesia de Roma. Al parecer y según todos los indicios, el archidiácono Juan consiguió envenenar al molesto cura. Los cronistas afirman que fue él mismo quien puso el veneno en la copa de Donato, mientras que otros afirman que fue un enviado del papa Nicolás I quien lo hizo, sin precisar si fue Juan o no. Analizando la vida de este papa, es más bien segura la primera opción que la segunda. Pero a pesar de ser conocido desde su época en la corte de Nicolás I como un sodomita reconocido, fue elegido papa el 14 de diciembre de 872. El cardenal Baronio llamó a la época, iniciada por Juan VIII, como la Era de los Aduladores. Desde hacía años, se negociaba el reconocimiento de Carlos el Calvo como nuevo emperador, así que Juan VIII decidió convocar al clero y al pueblo de Roma y tras obligar a estos a aclamar a Luis como su líder, acabó coronándolo en el año 875. A cambio del apoyo militar del emperador, Juan VIII concedió un perdón papal eterno a Carlos el Calvo, algo que no se había concedido jamás en la larga historia del papado. Después se conocería que Carlos había pagado una buena cantidad de oro a las arcas papales por este documento. Los enemigos del pontífice comenzaron a llamarlo Juan el Simoníaco, debido a su afición a conceder simonías a los poderosos a cambio de una buena cantidad de oro para las arcas papales[69]. Para esta época las relaciones entre Juan VIII y el emperador habían comenzado a deteriorarse. Carlos el Calvo acusaba al papa de no saber controlar a sus obispos, los cuales, bajo el liderazgo del molesto Formoso de Vivariu, se habían levantado contra el emperador. Para demostrar a Carlos que sí controlaba a la curia, Juan VIII decidió excomulgar a Formoso. El siguiente problema surgió a través del duque Sergio de Nápoles, quien había decidido aliarse con los sarracenos contra el papa sodomita. Juan VIII buscó la ayuda militar de Carlos, pero como esta no llegaba, el papa ordenó al obispo Anastasio, hermano de Sergio, mediar en la pelea[70]. El santo padre prometió ante Dios respetar la vida del duque de Nápoles si se entregaba a la autoridad papal. Una vez entregado por Anastasio, el papa, sin mediar palabra alguna con Sergio, ordenó a sus soldados que allí mismo le fueran arrancados los ojos. Anastasio protestó por el engaño, acusando al papa de haber violado su palabra ante Dios, pero Juan VIII le hizo silenciar bajo pena de excomunión. Al fin y al cabo, él solo había prometido respetar la vida de Sergio, no así sus ojos.
Pero el jurar en falso no iba a ser su único pecado. Desde su nombramiento como sumo pontífice, Juan VIII se dedicó a ordenar sacerdotes y a nombrar obispos a jóvenes sin ningún tipo de preparación. Tan solo debían tener una cualidad: la belleza. Su corte estaba formada en su mayor parte por estos servidores con los que al papa le gustaba rodearse y pasar la noche. Se dice que la corte papal vivía con tantos escándalos a su alrededor, que acabaría provocando la revuelta de los duques Lamberto de Spoleto y Adalberto de Toscana. Lamberto había sido asignado por el emperador Carlos como protector del papa, pero también de la ciudad de Roma. A sus oídos habían llegado diversas historias y rumores, sobre las correrías nocturnas de Juan VIII. Los cronistas coinciden en señalar que pudo ser Formoso, el corso obispo de Porto y futuro papa, el responsable de estos rumores[71]. Uno de ellos apuntaba a que una noche, uno de los jóvenes ayudas de cámara del papa había sido asaltado sexualmente por su santidad. Al parecer y con la ayuda de dos jóvenes secretarios, Juan VIII habría conseguido su propósito sodomizando al camarero papal. Lamberto de Spoleto pudo oír también la protesta formal presentada por una noble familia de Roma, quienes acusaron al santo padre de haber intentado secuestrar, no se sabe bien con qué fines, a uno de sus hijos, un joven de dieciséis años de rubios cabellos. Según parece, el papa tras la celebración litúrgica había convocado al joven en sus estancias. En un momento en que Juan VIII se disponía a abalanzarse sobre su presa, el joven fue rescatado por su padre. El interesado Formoso hizo saber al duque de Spoleto que, cuando el padre entró en la estancia, el papa con su santo miembro erguido perseguía al joven por toda la habitación. Lo que sí es cierto es que ante el avance de tropas de Lamberto, Juan VIII se vio obligado a abandonar Roma y refugiarse en Rávena, mientras pedía protección al emperador Carlos el Calvo. La muerte prematura de Carlos hizo que Juan VIII se viese obligado nuevamente a huir y refugiarse en Génova. En esa ciudad volvió a hacer de las suyas. Se buscó como amante al marido de una joven de noble familia. Durante un banquete celebrado en el 882, los suegros del amante del papa decidieron envenenar a Juan VIII, para así evitar el escándalo y una situación ciertamente incómoda a su adorada hija. El papa comió una buena cantidad de codornices envenenadas, pero no las suficientes como para morir[72]. Durante tres días el papa fue velado por sus médicos, recomendándole una severa dieta, creyendo estos que Juan VIII sufría de una indigestión. Pero para desazón de la familia deshonrada, el pontífice no se moría, así que la noche del 15 de diciembre, el padre y suegro del amante papal entró en la estancia con un martillo en la mano y arremetió contra el cráneo de Juan VIII. Incluso con diez golpes en el cráneo, el santo padre tardó unas cuantas horas en perecer, «hasta que el martillo se le quedó clavado en el cerebro y expiró», según cuentan los Anales de Fulda[73].
Diversos autores afirman que hubo tantos desatinos y excesos en el pontificado de Juan VIII, que esto pudo dar pie a la leyenda de la papisa Juana. Otros hablan de quebranto de juramento, homosexualidad, sodomía, simonía o asesinato para asegurar que el papa Juan VIII fuese depuesto, azotado y destituido en el trono de Pedro. Debido a su vida licenciosa, la biografía de Juan VIII fue excluida del Liber Pontificalis y el cardenal César Baronio definiría a este papa como uno de los más corruptos y pervertidos pontífices que se asentaron en la cátedra de Pedro.
La muerte a martillazos de Juan provocó nuevamente la llamada sede vacante. Al día siguiente, 16 de diciembre, ya había un elegido: Marino I. Este hijo de cura era obispo de Cerveteri cuando el resto de eclesiásticos lo nombraron papa, con el fin de limpiar lo más rápido posible los destrozos realizados por el asesinado Juan VIII. Al período de este papa, el cardenal Baronio lo definió como «la edad de hierro del pontificado». Del papado de dos años, tan solo cabe destacar la carta enviada por Marino I al obispo de Vergel en la que le recrimina:
Muchos de ustedes son tan esclavos de la pasión que permiten que las cortesanas desvergonzadas vivan bajo sus casas, compartan sus alimentos y se presentan con ellas en público. Subyugados por sus encantos, les permiten dirigir sus hogares y llegar a arreglos con sus bastardos. Para que estas mujeres puedan vestir bien, las iglesias se privan y los pobres sufren[74].
Marino I moriría envenenado el 15 de mayo de 884, muchos afirman que por la mano de su sucesor, Adriano III. De este papa que reinó tan solo dieciséis meses destacaremos que era hijo de un cura de Roma, llamado Benedicto. Cuando llegó a la cátedra de Pedro, los sacerdotes frecuentaban los numerosos prostíbulos de la ciudad, algo que no castigó el nuevo pontífice, principalmente porque él mismo tenía a su concubina, de veinte años, viviendo junto a él en el Laterano[75]. Se dice incluso que Adriano III era bastante aficionado a la compañía de estas mujeres. Otra de las anécdotas sobre este papa es aquella según la cual celebrando un banquete, una noble dama dejó escapar un pecho fuera de su vestido. El papa ordenó levantar a la mujer, desnudarla delante de los asistentes y azotarla por las calles de Roma por su indecencia y para deleite de todos, incluido el papa[76]. Algunos enemigos de Adriano afirman que aquella pobre mujer no había querido ceder a los envites sexuales del sumo pontífice y que por ello fue castigada.
Adriano III tenía otra afición: la de extraer los ojos a sus enemigos. Se los arrancó a un alto funcionario del palacio Laterano por criticar la vida del papa con su concubina. También a Jorge de Aventino, enemigo del sodomita Juan VIII, por criticar su política servil hacia el emperador Carlos III el Gordo[77].
San Adriano III (884-885) era adúltero, hijo de cura, asesino y sádico.
De Esteban V solo podríamos destacar que fue quien decidió castigar la brujería y el adulterio de la misma forma: lanzaba a los sospechosos al agua y si flotaban, eran culpables y pasaban a la hoguera. Si por el contrario se ahogaban, eran inocentes y se pedía una oración por el alma cándida y santa de la víctima. Antes debemos precisar que esta ley impuesta por Esteban V, quien tras su muerte también sería canonizado, solo afectaba a las mujeres.
Con su fallecimiento, llegó Formoso al trono de Pedro el 6 de octubre de 891. Obispo de Porto, el nuevo papa ya había demostrado una capacidad única para la conspiración. Su nombramiento se consiguió mediante irregularidades, pasando incluso por encima de quien sería poco después nombrado papa, Esteban VI[78]. Entre sus más encarnizados enemigos se encontraba el partido de Spoleto, al mando de Guido III de Spoleto. A pesar de que Formoso deseaba la paz con esta facción y que para ello coronó personalmente en Rávena, el 30 de abril de 892, al propio Guido y al hijo de este, Lamberto, ninguno de los dos, ni padre ni hijo, deseaban una corona impuesta por un papa, sino más bien todo un imperio papal. Los de Spoleto querían ardientemente convertirse en dominadores del mayor espacio territorial de la península italiana, incluido los territorios pontificios, dejando tan solo para el papa la ciudad de Roma[79]. Formoso en ese momento comprendió que la situación era desesperada ante las ideas expansionistas de los Spoleto y pidió ayuda a Arnulfo de Carintia, rey de Alemania, pero sus tropas no pudieron acudir en su ayuda hasta finales del otoño de 895. En febrero de 896, las tropas alemanas entraban victoriosas en Roma tras una cruenta batalla, haciendo huir al ejército de Lamberto de Spoleto, a su familia y a su corte, incluida Agiltrudis, la poderosa viuda de Guido y que iba a convertirse, con el paso de los años, en la primera mujer en ejercer lo que se llamó posteriormente la pornocracia papal o hacedora de papas. Desde ese mismo día, Formoso se convirtió en el peor enemigo de Agiltrudis y de su hijo Lamberto, y debía pagarlo. En 896, Lamberto de Spoleto, hijo de Guido, decidió regresar a Roma para dar un escarmiento al papa, pero este había muerto de un ataque de gota. Algunos cronistas de la época afirman que fue realmente envenenado por Agiltrudis de Spoleto[80].
De cualquier modo, los seguidores de Lamberto, guiados por el odio a los alemanes y al anterior papa, eligieron a Bonifacio VI pese a tener antecedentes criminales y dos sanciones papales por inmoralidad. Bonifacio agrupaba en sí todos los pecados capitales en la sola persona de un pontífice: lujuria, avaricia, pereza, envidia, soberbia, ira y gula. Durante su etapa como diácono y después como presbítero había tenido que ser depuesto por inmoralidad[81]. Según parece, el bueno de Bonifacio sentía una irremediable atracción por los niños y niñas de su diócesis, a los que invitaba a participar en misas privadas. Aunque el papa Esteban V lo condenó por exceso de lujuria, hoy sería incriminado por pederastia, sin lugar a dudas. El segundo pecado, la avaricia, aunque fuese capital, bien podría ser algo generalizado en los altos miembros del clero de aquella época, en particular, y de los papas, en general. Sobre el tercer pecado, el de la pereza, Bonifacio era famoso por sus largas estancias fuera de su diócesis con el fin de descansar. Aunque él alegaba que era para poder orar, el papa Esteban V lo castigó por el pecado de pereza a cumplir dos años de penitencia. El cuarto pecado, el de la envidia, también sería un pecado corriente entre los altos miembros de la curia a quienes muchos veían como personajes de calidad e intelecto inferior, pero bien apoyados políticamente, eran elegidos papas u obispos. Bonifacio VI era también pecador de soberbia. Se dice que cuando fue castigado por el papa Formoso al ser encontrado en el lecho de una joven casada y sancionado por el escándalo suscitado, el entonces presbítero Bonifacio no admitió su culpa, alegando estar ayudando a la joven a superar un problema matrimonial. Por cierto, la joven casada a la que estaba ayudando en el lecho contaba tan solo dieciséis años. Del sexto pecado, el de la ira, se sabe que Bonifacio era dado a ataques de ira, siendo ya papa, cuando se contradecían sus órdenes. Pero a veces Dios es sabio, y el siete veces pecador, falleció a los quince días de su consagración, víctima del séptimo pecado, la gula, dicen unos; de gota, declaran otros; o de la larga mano y el veneno de Agiltrudis de Spoleto, según los demás[82]. Un día antes de su muerte, el papa se había dado un gran banquete provocándose tal indigestión, que se lo llevó a la tumba. Esta vez nadie lo hizo santo, ni beato, ni nada por el estilo.
Como sucesor de Bonifacio el Breve sería elegido Esteban VI, un romano, hijo de presbítero y que había sido consagrado por Formoso, obispo de Anagni. Entregó todo su apoyo a Agiltrudis de Spoleto, la cual se había convertido en una importante aliada. Las crónicas aseguran que fue este papa quien convenció a la poderosa Agiltrudis, y no al revés, para que exhumase los restos del papa Formoso y lo enjuiciase en un sínodo especial[83]. En enero de 897, y mediante una dispensa papal firmada por Esteban, se ordena la exhumación del cadáver de Formoso, se viste el cadáver putrefacto con los ornamentos pontificios y se le sienta en un trono especial para escuchar las acusaciones. Un diácono de dieciocho años se puso de pie al lado del cadáver y respondía a las acusaciones formadas por una especie de fiscal, aleccionado por Esteban VI y Agiltrudis. Declarado culpable de todos los cargos, el papa Esteban fue el encargado de imponer la pena. Bajo la cúpula de la sala Constantiniana se le arrancaron al cadáver las joyas y vestiduras papales; se le cortaron los tres dedos de la mano derecha, utilizados por los papas para bendecir; su cuerpo fue arrastrado por la cola de un caballo por las calles de Roma y arrojado finalmente a las aguas del Tíber como si fuera un despojo. Aunque los restos no reposaron en paz ni siquiera en las aguas del caudaloso río[84]. El poderoso cardenal Sergio, conde de Tusculum y futuro papa, sería el encargado de amputar los dedos al papa muerto. Una vez hecho esto, se dirigió hacia donde estaba sentada la poderosa Agiltrudis y se los entregó envueltos en un paño de terciopelo rojo. Tras ella se encontraba una niña asustadiza de seis años, llamada Marozia y que en años venideros se convertiría en la mayor y más poderosa hacedora de papas de toda la larga historia del pontificado. La mirada de Sergio, de treinta y seis años, se cruzó con la de Marozia.
Durante los años siguientes, Teodoro II rehabilitó al papa fallecido y el cadáver de este fue enterrado en San Pedro. Juan IX convocó dos concilios en Roma y Rávena, en los que se aprobó que en el futuro toda prueba encontrada contra un hombre ya muerto no podría ser utilizada para condenarlo. Pero la llegada de Sergio III al trono de Pedro provocó una segunda exhumación de Formoso y de nuevo sus restos fueron a parar al Tíber. Un pescador consiguió rescatar el cadáver, que finalmente y hasta el día de hoy, reposan en San Pedro. Como anécdota cabe destacar que en el cónclave de 1464, convocado tras la muerte de Pío II, cuando fue elegido papa el cardenal Pietro Barbo, decidió ser consagrado bajo el nombre de Formoso II, pero los cardenales reunidos le recomendaron usar otro apelativo. Barbo adoptaría entonces el de Pablo II.
Otra leyenda en torno al llamado Sínodo del Cadáver o Sínodo del Horror sería la de que cuando el papa Esteban VI, acompañado de Agiltrudis de Spoleto, el cardenal Sergio y Marozia abandonaban la basílica de San Juan de Letrán, la cúpula se derrumbó sobre parte de los asistentes. Aquello despertó el imaginario popular romano, cuyos ciudadanos empezaron a creer que el cadáver putrefacto de Formoso hacía milagros y que con el derrumbe de la basílica quería vengarse de aquellos que habían osado violar su cuerpo.
Las actas de aquel concilio, escritas de forma clandestina por Auxilius de Nápoles, un diácono del papa juzgado y recogidas por el historiador alemán Ferdinand Gregorovius en su obra Geschichte der Stadt Rom im Mittelalter (Historia de la ciudad de Roma en la Edad Media), coinciden en señalar que «aquella venganza [de Agiltrudis de Spoleto] fue la más horrenda que jamás se haya podido contar en la historia». Auxilius relata detalladamente el olor nauseabundo que soltaba aquel cadáver y que inundaba toda la estancia. Pero el papa Esteban VI que había ordenado aquel horror, no duró mucho más.
Al parecer una de las medidas que tenía previsto adoptar Esteban VI era la de anular todos los nombramientos de obispos realizados por Formoso. Esto dio pie a que los partidarios de este se levantaran contra el propio papa. Un grupo armado entró en sus habitaciones de Letrán, le despojaron de sus insignias y ornamentos pontificios, le colocaron sobre el cuerpo un áspero hábito de fraile y lo arrojaron a una oscura y húmeda mazmorra[85]. Esteban VI pidió ayuda a Agiltrudis de Spoleto, pero esta, de forma hábil, prefirió no inmiscuirse en la disputa. Una calurosa noche de agosto, dos hombres entraron en la celda de Esteban VI y lo encontraron de rodillas rezando de cara a la pared. Uno de ellos llevaba un cordón entre las manos. Lo pasó por el cuello papal y estranguló a Esteban. Muchos afirman que aquella ejecución fue orquestada por la propia Agiltrudis para quitarse de en medio a un personaje molesto y testigo de sus conspiraciones.
Le seguiría Romano. Según parece, Romano fue tan solo un títere en manos de Agiltrudis de Spoleto. Durante su corto reinado de cuatro meses, las calles de Roma y la propia Iglesia se encontraban inmersas en el escándalo, la corrupción y el sexo. Cada día, jóvenes romanos denunciaban haber sido víctimas de violaciones por parte de otros hombres, y es que la sodomía había dejado de ser castigada. También los prostíbulos florecían por toda la ciudad. Al atardecer cientos de mujeres se ponían a hacer la calle en busca de clientes, entre los que se encontraban nobles y soldados, pero también sacerdotes, diáconos, subdiáconos e, incluso, obispos y cardenales. El papa Romano, a pesar de ser aficionado a las orgías y de mantener relaciones sodomitas con varios de sus jóvenes ayudantes, tenía su propia concubina, la poderosa Agiltrudis de Spoleto o como se afirmaba entre los poderosos de la época, «Agiltrudis de Spoleto tenía su propio concubino [el papa Romano]»[86]. Fueran verdaderos o no estos rumores, lo que sí es cierto es que la corrupción y los vicios eran tales en Roma, que sus ciudadanos crearon el mito de que en el Vaticano había llegado a nacer un hombre con cabeza de león como castigo por el libertinaje de sus líderes, incluido el papa Romano.
Sobre el fin de Romano existen dos versiones. La primera es que tras cuatro meses de reinado, Agiltrudis se cansó de su amante, lo depuso y lo mandó asesinar. La segunda es que Agiltrudis, cansada de su amante, movió sus hilos entre los nobles para deponer a Romano y enviarlo a un exilio silencioso en un monasterio, donde fallecería poco después, no se sabe bien si por causas naturales o nuevamente por la larga mano de Agiltrudis de Spoleto.
En lugar de Romano, la poderosa mujer decidió el destino del sucesor a la cátedra de Pedro. Esta vez el elegido sería Teodoro II, amante de la paz y también amante de Agiltrudis. Parece ser que este papa gobernó tan solo durante veinte días, en los que no consiguió atraerse el apoyo de los nobles de la ciudad, ahora bajo el mando del cardenal Sergio. Teodoro II fallecería misteriosamente, unos dicen que bajo el veneno de Agiltrudis, mientras otros afirman que bajo la soga del cada vez más poderoso Sergio. Para el mes de enero de 898, aún seguía la sede vacante a la espera de alguien que desease, o mejor dicho, tuviese el valor de aceptar el nombramiento para un cargo cuyos antecesores habían durado poco tiempo. Los romanos, muy dados a los chistes, llegaron a afirmar que «el papado era la profesión más peligrosa del mundo», y puede que tuviesen parte de razón. En tan solo ocho años habían pasado ya por la silla de Pedro ocho sumos pontífices, y la cuenta seguía.
La llegada de Juan IX puso un poco de paz, aunque no a la nobleza, sí a la Iglesia[87]. Tras la muerte de Teodoro II, Roma se encontraba dividida en dos facciones: la pro-Formoso y la anti-Formoso. Los primeros contaban con el apoyo de la mayoría del clero y con el de Lamberto II de Spoleto, hijo de Agiltrudis, y que desde 892 ostentaba la corona imperial. La nobleza por su parte, representados por el cardenal Sergio, conde de Tusculum y al mando del Patrimonium, contaba con el apoyo de Adalberto de Toscana. Antes de que los primeros pudieran nombrar a uno de los suyos, Adalberto entregó a Sergio el palacio de Letrán, pero Lamberto actuó con rapidez expulsando al intruso y obligando al clero a elegir papa a un sencillo monje que llevaría por nombre Juan IX. Sergio iba a acatar lo acordado, pero no por mucho tiempo. Este antipapa no solo iba a convertirse seis años después en papa, sino también en el fundador de los Tusculanos, una familia que iba a pasar a la historia por manipular durante décadas los destinos de la cátedra de Pedro.
Como agradecimiento por su apoyo a su ascenso al pontificado y la expulsión del antipapa Sergio, el papa Juan pretendía coronar de nuevo a Lamberto de Spoleto, pero la muerte de este en un extraño accidente de caza ocurrido el 15 de octubre de 898, lo impidió[88]. Mientras Roma esperaba acontecimientos, Agiltrudis de Spoleto, madre de Lamberto y la mujer que había decidido el destino de al menos cinco pontífices, tomó una decisión sorprendente. Renunció a toda reclamación de heredera al trono y a todo lo material, y tras pedir un permiso al papa, se recluyó en un convento hasta el día de su muerte. La nueva vida de Agiltrudis dejaba el terreno libre a las reclamaciones de hombres poderosos como Adalberto de Toscana o Berengario I, rey de Italia y marqués de Friuli. Juan IX pasó sin pena ni gloria por el papado. Se dice incluso que fue depuesto de su cargo y enviado a un monasterio, donde murió, pero realmente de esto no hay pruebas documentales.
El fin del pontificado de Juan IX llevaría nuevamente a los poderosos de Roma a tener que elegir a un nuevo papa. El seleccionado sería un miembro de la aristocracia romana, pervertido, adúltero, sodomita y aficionado a los banquetes y a las bacanales. Su nombre era Benedicto IV[89]. Roma, durante los tres años de pontificado de este papa, sería descrita así por Eduardo el Viejo, rey de Inglaterra: «Las casas de los curas se han convertido en retiros de las prostitutas, de los bufones y de los sodomitas».
A este papa libertino le sucederían un papa, León V, y un antipapa, Cristóbal. Tras ello, Sergio, con la ayuda de un golpe de Estado de la nobleza, depondría a Cristóbal para nombrarse como nuevo papa, siendo consagrado el 29 de enero de 904. Pero para el que sería Sergio III, tanto el papa derrocado, León V, como el antipapa derrocado, Cristóbal, se habían convertido en dos testigos molestos. Sin dudarlo, y con el apoyo expreso de Teofilacto I, cónsul, senador, conde de Tusculum y como tal líder de los nobles y de Teodora, la poderosa esposa de este, decidió enviar a dos hombres de su confianza para visitar a León V en su celda. Allí sería degollado. El antipapa Cristóbal, sería estrangulado en el año 906, también por orden de Sergio, cuando este llevaba ya dos años ocupando la silla de Pedro.
La retirada de Agiltrudis de Spoleto a un convento no sería el fin del poder de la mujer sobre la silla de Pedro, ni mucho menos. Había llegado el momento para aquella niña de ojos asustadizos que se refugiaba tras las faldas de Agiltrudis cuando el cardenal Sergio entregó a esta los tres dedos amputados del cadáver del papa Formoso. Aquella niña regiría con mano de hierro la Roma del siglo X. La bella, sensual y adolescente Marozia iba a convertirse no solo en donna senatrix y duquesa de Spoleto, sino también en dueña y señora de la Roma papal y en la máxima exponente de lo que se ha llegado a definir, según palabras del cardenal César Baronio, como la era de la pornocracia; pero esta es otra historia.