2.
LA ERA DE LA OSCURIDAD
(523-872)

Hubo un tiempo en que la religión gobernaba el mundo.
A esa época se la conoce como los Años Oscuros.

RUTH HURMENGE GREEN

Tras la caída del Imperio romano en el 476, cuando el último emperador de Occidente, Rómulo Augústulo, es depuesto por los hérulos de Odoacro, comienza a aparecer una sociedad cada vez más dominada por la Iglesia. A finales del siglo V y principios del VI, los registros judiciales están llenos de delitos sexuales como las violaciones, el incesto, la homosexualidad, la sodomía o el bestialismo, y este mismo camino recorrió la historia del papado en la Alta Edad Media.

La inesperada muerte del papa Juan I produjo cincuenta y ocho días de vacío de poder, pues los dos poderosos bandos representados en el clero, los progodos y los proorientales, se enfrentaron para situar en la cátedra de Pedro a uno de los suyos. Amalasunta, la hija de Teodorico el Grande, convenció a su padre para que apoyase a Félix y fuese consagrado como pontífice, como así sucedió. Se puede afirmar que este es el primer papa de la historia en ser elegido gracias a la hábil mano de una mujer. Félix III era al parecer un hombre apuesto, y los enemigos de Amalasunta la acusaban de compartir lecho con Félix, convirtiendo a este en adúltero. Tras la muerte de Teodorico, su hija Amalasunta asumió el poder como regente hasta la mayoría de edad de su hijo Atalarico. Durante este período, el Imperio vivió años de estabilidad, pero mientras por un lado el buen Félix compartía cama con la bella regente, por otro el pontífice se mostraba abiertamente crítico con la vida libertina que llevaban algunos diáconos y obispos.

A la muerte de este papa, le sucedería Bonifacio II. Aunque nacido en Roma, era hijo de un germano llamado Sigibuldo. Al parecer este pontífice había sido ya elegido como sucesor por Félix III, justo antes de morir, quitando al Senado y al alto clero la autoridad para designar al sucesor de Pedro. Esto provocó importantes luchas internas que llevaron al Senado a elegir el 22 de septiembre a un diácono alejandrino llamado Dióscoro como nuevo papa[33]. Bonifacio, muy dado a la corrupción de la época, intentó sobornar a los clérigos mediante donaciones y prebendas, pero estas no consiguieron el efecto esperado. Finalmente, el 14 de octubre de 530, Dióscoro apareció muerto de manera misteriosa. Muchos miembros del Senado y del clero acusaron a Bonifacio II de estar detrás de esta muerte, aunque nunca pudo demostrarse. Dióscoro moriría tras la ingestión de una extraña pócima que alguien le había recetado para aliviar el dolor estomacal. Aquel brebaje o la mano de Bonifacio se lo llevaron a la tumba.

El 17 de octubre de 532, Bonifacio II muere dejando de nuevo vacía la silla de Pedro. Cuando su sucesor, Juan II, es elegido, corren vientos de guerra a lo largo de todo el territorio de Italia.

Amalasunta perdió la regencia tras morir de forma prematura su hijo Atalarico. Para intentar mantenerse en el poder, contrajo matrimonio con su primo Teodahado, pero este la envió prisionera a un castillo en una isla del lago Bolzano y se autoproclamó rey. La reina pidió ayuda al nuevo papa, pero Juan II prefirió no intervenir. Teodohado, viendo que Roma no iba a intervenir a favor de la princesa destronada, decidió acabar con ella y envió a dos sicarios para que la estrangulasen en el baño[34]. La prisión y posterior asesinato de Amalasunta dieron a Justiniano la oportunidad que estaba esperando desde hacía muchos años, y lanzó una ofensiva desde África y Dalmacia para hacerse con el control de Roma.

Durante esta inestable época sería nombrado papa Agapito I, hijo de un sacerdote llamado Gordiano y que había sido asesinado por los seguidores del antipapa Lorenzo en septiembre de 502. Una de sus primeras medidas como pontífice sería la de rehabilitar el nombre de Dióscoro, el antipapa supuestamente asesinado por Bonifacio II. Cuando las tropas de Justiniano se acercaban, al entonces rey Teodohado le entró el pánico y exigió a Agapito I que viajase hasta Constantinopla para convencer a Justiniano a firmar la paz. El corrupto rey había amenazado al papa que si no alcanzaba la paz, tomaría rehenes entre los favoritos del pontífice y pasarían a cuchillo a todos ellos[35]. Agapito fue recibido con gran pompa por la corte de Constantinopla, pero Justiniano le aseguró que el destino de Italia estaba ya tomado y que sus tropas ocuparían toda la península. Agapito I jamás regresó a Roma, ya que murió en la misma Constantinopla el 22 de abril de 536. Una vez que Justiniano se hizo con Italia, ordenó el traslado del cadáver del pontífice a Roma para ser sepultado en San Pedro.

Desde la muerte de Agapito I, la intervención de poderosas mujeres fue clave en los asuntos relacionados con la elección de papas. Silverio I, hijo del papa Hormisdas, sucedería a Agapito. Tras ser elegido, la mayor parte del clero cerró filas en torno a él con el fin de evitar cualquier tipo de interferencia por parte de Justiniano, pero lo que no se imaginaba era que quien más iba a entorpecer en los asuntos de la Iglesia iba a ser una antigua prostituta y ahora emperatriz. Su nombre era Teodora. Su familia trabajaba en el circo, lo que le dio una gran experiencia en los escenarios. Se dice que sus habilidades contorsionistas le servirían después para aplicarlas a las técnicas sexuales con las que llegaría a convertirse en la poderosa emperatriz de Bizancio. Desde niña aprendió las artes amatorias debido a que trabajaba como sirvienta para su hermana Comito, una de las más famosas cortesanas de la época. Teodora era muy joven cuando empezó a tener las primeras relaciones sexuales. Se dice que tenía unos once años cuando se especializó en sexo oral y masturbaciones, practicándolo con los esclavos y con algunos clientes que venían a ver a su hermana[36].

03

Teodora, esposa de Justiniano I.

Teodora creció y se convirtió en una cortesana como Comito, solo que ella trabajaba con la clientela más baja. Durante los años siguientes, alternaba sexo y escenarios, donde aparecía completamente desnuda y dejaba que los espectadores la untasen de miel, para después invitar a algunos de ellos a subir el escenario, con el fin de mantener relaciones sexuales de todo tipo y permitir que sus amantes le lamiesen la miel del cuerpo. Otro juego que le gustaba practicar en el escenario era el de hacer que los hombres y mujeres del público le introdujesen semillas en la vagina, para después hacer que varios gansos las buscaran con su pico[37]. Teodora fue también muy famosa por inventar nuevas técnicas y posiciones sexuales. Gustaba mostrar a sus amantes cómo ella misma podía hacerse un cunnilingus. Una de sus últimas proezas antes de contraer matrimonio con Justiniano, emperador de Bizancio, fue apostar públicamente a que era capaz de agotar a diez jóvenes atléticos y acabar teniendo relaciones sexuales hasta con treinta sirvientes. En el año 527 se casó con Justiniano en la iglesia de Santa Sofía de Constantinopla. Como primera medida se decretó en todo Bizancio el cierre de prostíbulos y el envío de las prostitutas a diversos conventos para su reconversión. Justiniano también prohibió, bajo pena de muerte, el hacer cualquier comentario público o privado sobre la antigua profesión de la ahora emperatriz. Estaba claro que el poderoso Justiniano no tenía ningún interés en que saliesen a la luz la vida licenciosa de su ahora esposa[38]. Según Procopio de Cesarea, famoso historiador bizantino y que, por cierto, no apreciaba demasiado a Teodora, califica a esta como una gran legisladora, que se encargó de dictar las primeras leyes de corte feminista y que protegieron ampliamente los derechos de la mujer. Entre estas leyes se encontraban la primera ley del aborto que se conoce; mejoraba la ley del matrimonio que daba mayor libertad a ambos cónyuges para cometer bigamia; protegió del castigo a los adúlteros; permitió el matrimonio libre entre clases sociales, razas o religiones diferentes; prohibió la prostitución forzosa; instauró la pena de muerte por violación; y por último, reglamentó los prostíbulos para evitar abusos, obligando que estos estuviesen dirigidos por mujeres y no por hombres[39].

La hábil y poderosa Teodora necesitaba un papa dócil para que apoyase sus nuevas leyes, conque a la muerte de Agapito decidió enviar a Roma a su protegido Vigilio para hacerse con la silla de Pedro, pero este llegó demasiado tarde y Silverio I estaba ya sentado y consagrado en ella. Creyéndose burlada por Silverio y la curia que lo había apoyado, Teodora intentó convencer a Justiniano para que enviase a Roma un poderoso ejército al mando del general Belisario para destronar a Silverio e instalar en el poder de la Iglesia a su protegido. Cuando Belisario llegó al mando de su ejército, pidió hablar con el papa para darle un recado de la emperatriz Teodora: o rehabilitaba al patriarca Antimo de Constantinopla, amigo de Teodora y condenado por el anterior papa Agapito, o si se negaba a ello, sería depuesto, acusado de traición y enviado al destierro. Silverio se mantuvo firme en la decisión de no dar su brazo a torcer con respecto a la causa de rehabilitación de Antimo, y prefirió aguantar a los embates de la conspiradora Teodora. Finalmente, el 11 de marzo de 537, Belisario, siempre por orden de Teodora, entró en las estancias pontificias, le arrebató a Silverio el pallium, le despojó de sus vestimentas papales, lo degradó al rango de subdiácono y lo deportó a Patara, en Lycia (Asia Menor)[40].

Belisario apoyó a Vigilio para ser el sucesor del depuesto Silverio, pero los obispos representantes de las Iglesia de Occidente hicieron sonar sus voces de protesta, condenando los hechos de marzo de 537 y alegando que no era posible elegir a un papa si el anterior consagrado aún estaba vivo. Estas protestas llegaron a oídos del emperador Justiniano, quien pensó que había sido demasiado severo con Silverio, de manera que decidió llevarlo a juicio. Si era declarado inocente sería restaurado en el papado. Si era culpable sería enviado a otra sede alejada de Roma. Pero el conspirador Vigilio no podía permitirse algo así, ahora que estaba tan cerca de alcanzar la tan ansiada tiara pontificia. Para ello manipuló el resultado del juicio y cuando Silverio fue enviado nuevamente fuera de Roma, a la isla de Palmaria, cerca de Gaeta, contrató a dos soldados del ejército de Belisario y los envió a matar al papa depuesto. Según parece, Silverio se encontraba orando en una capilla cuando fue estrangulado por los sicarios de Vigilio. De esta forma el antipapa se convertía en papa por obra y gracia, no tanto del Espíritu Santo, como sí de la emperatriz Teodora, el 29 de marzo de 537.

El nuevo papa Vigilio es descrito por el prestigioso historiador de la Iglesia Henry Milman en su magnífica obra History of Christianity from the Birth of Christ to the Abolition of Paganism in the Roman Empire, como «el hombre menos digno de fiar que jamás se había sentado en el trono de Pedro». Según Milman, el papa Vigilio había sido el elegido por Bonifacio II para que le sucediese tras su muerte, pero como fue rechazado por el clero romano en pleno, el todavía papa lo nombró su apocrisiario en Constantinopla. El ambicioso clérigo hizo buena amistad con Teodora, con quien según las malas lenguas no solo compartía el deseo de poder sobre la Iglesia, sino también cama y aventuras sexuales con esclavas. La emperatriz Teodora, en sus conversaciones de almohada prometió a Vigilio setecientas piezas de oro y convertirlo en papa, siempre y cuando rehabilitase a Antimo como patriarca de Constantinopla. Vigilio aceptó la propuesta y se convirtió en papa[41]. Con la mala fama y el paso de los años, Vigilio se encontraba cada vez más solo y abandonado por todos. Ningún miembro del clero obedecía sus decisiones porque sabían que el pontífice había estado involucrado en el asesinato de Silverio, un papa consagrado. Finalmente, fue acusado por los obispos de Occidente de reinar con las debilidades del cuerpo y del alma. Refugiado durante sus últimos años en Constantinopla, pidió al emperador Justiniano que firmase un documento en el que avalase su mandato como pontífice. Con esta carta de garantías, decidió regresar a Roma, pero nunca llegó. El 7 de junio de 555 fallecería en Siracusa. Algunos cronistas afirman que detrás de su muerte, por supuesto envenenamiento, estaría Pelagio, el apocrisiario de Constantinopla durante el pontificado de Vigilio y nombrado papa tras la muerte de este. Lo cierto es que era tal el desprestigio de Vigilio, que no fue enterrado en San Pedro, sino en la cripta de San Marcelo, en la vía Salaria[42]. Pelagio, el supuesto envenenador de Vigilio, era un protegido de la emperatriz Teodora. Durante la crisis entre Silverio y Vigilio tomó partido por el segundo, convirtiéndose en un estrecho colaborador de este último durante su estancia en Constantinopla. Teodora y Justiniano utilizaban a Pelagio como un informador dentro del círculo de Vigilio sin que el papa lo supiese.

Tras la misteriosa muerte de Vigilio, Justiniano organizó una especie de elección controlada por él y por su esposa, y que convirtió a Pelagio en papa, pero antes de poder colocarse la tiara debía ser consagrado por los obispos. Los romanos lo recibieron con frialdad y como un papa impuesto por la corte imperial de Bizancio, por lo que los obispos se negaron a consagrarlo. Tras diversas muertes y asesinatos, muy convenientes para Pelagio, de obispos contrarios a él, y tras jurar que nada tenía que ver con la muerte del anterior papa, pudo ser consagrado. Entonces debía recibir la comunión de los obispos de Aquileia y Milán, pero ambos se negaron a dársela. Teodora, la poderosa emperatriz, fallecería en Constantinopla en el año 548. La Iglesia ortodoxa la convirtió en santa. Su fiesta se conmemora el 14 de noviembre.

Tras la muerte del papa Pelagio I, le sucedería Juan III. El nuevo pontífice se asignó a sí mismo dos misiones fundamentales: atraer a los disidentes a la disciplina de Roma y organizar la nueva forma de vida religiosa. Una de sus primeras medidas se fraguó en el Concilio de Tours (567), donde adoptó como regla que dos monjes no podrían dormir juntos en una misma cama.

San Agustín ya decía que «no conocía a gente peor que esos que acababan en los monasterios». En mitad del siglo VI, Gildas el Sabio, un miembro destacado de la Iglesia celta-cristiana de Britania, escribía: «Enseñan [los monjes] a los pueblos, les dan los peores ejemplos mostrándoles cómo practicar los vicios y la inmoralidad». Beda el Venerable, un monje benedictino de Wearmouth y autor de la llamada Historia Ecclesiastica Gentis Anglorum (Historia eclesiástica del pueblo de los anglos), narraba:

Muchos hombres eligen la vida monacal solo para quedar libres de todas las obligaciones de su estado y poder disfrutar sin estorbo de sus vicios. Estos que se llaman monjes, no solo no cumplen el voto de castidad, sino que llegan incluso a abusar de las vírgenes que han hecho ese mismo voto.

Anteriores papas habían decidido adoptar severas medidas con el fin de evitar el contacto sexual en el interior de los monasterios. Por ejemplo, en algunas órdenes monacales ya se prohibía el que ningún monje hablara con otro en la oscuridad, tampoco podían agarrarse la mano, ni lavarse, ni enjabonarse entre ellos e incluso debían guardar distancia entre ellos, tanto si estaban parados como si paseaban. Tampoco debían «cabalgar dos juntos, a lomos de un asno sin montura», y se prefería que los monjes durmieran en celdas individuales. En una orden de Francia se obligaba a los monjes a permanecer vestidos en su propia cama y a situar a un anciano miembro de la comunidad entre dos jóvenes. En otra orden del norte de Italia, el dormitorio tenía que estar iluminado durante toda la noche hasta el amanecer, además, un grupo elegido por el prior, velaba el inocente sueño de los monjes mediante vigilancia por turnos. Pero para el papa Juan III, por muy completa que fuera la labor de vigilancia, los monasterios eran centros de relaciones homosexuales, un tipo de relación que los propios monjes fueron los primeros en difundir[43]. En su afán de alejar lo más posible el pecado de las puertas de los monasterios, ordenó la supresión de los lugares religiosos mixtos en la Europa oriental y exigió que, en la mayor parte de los casos en los que fuera posible, se debía expulsar del área de los monasterios a «todos los animales hembras», incluso san Francisco se vio obligado a prohibir a todos los hermanos, «tanto clérigos como laicos, que tuvieran animal, ellos mismos o en casa de otros o por cualquier otro medio». También se prohibiría terminantemente la anillación del pene por parte de los religiosos. Muchos monjes de la época procedían a realizar este acto para preservar su castidad. Otros se anudaban gruesos anillos de hierro en el pene hasta volverse eunucos, pero el sistema más utilizado era la castración. Aunque muchos altos cargos de la Iglesia ensalzaban a los eunucos por su amor a Dios, por otro lado el papa castigaba a quien cometiese tal acto. Por ejemplo, Leoncio de Aquitania, que se había castrado él mismo, perdió su condición sacerdotal para después ser perdonado y ascendido a obispo. Incluso Orígenes, el teólogo más importante de los tres primeros siglos de la cristiandad, y que definía a las mujeres como hijas de Satanás, se emasculó él mismo por razones ascéticas. El obispo Eusebio, historiador de la Iglesia, lo definía como «un magnífico testimonio de su fe y su continencia».

Hacía ya tiempo que el papa de turno había castigado a los valesianos, quienes no solo se castraban a sí mismos, sino a todo el que caía en sus manos para convertirlo a la pureza del espíritu. Juan III, el mayor enemigo del sexo entre religiosos, moriría el 13 de julio de 574, no sin antes dar marcha atrás en la decisión adoptada en el Concilio de Tours, debido a que tuvo que admitir que casi no existían clérigos, ni religiosos, ni monjes en la cristiandad que no tuvieran esposas o amantes viviendo con ellos en los mismos monasterios. Si el cristianismo no quería quedarse sin religiosos, debían anular las decisiones de Tours, como así hicieron. Su sucesor, Benedicto I, decidió que si se encontraba a una mujer practicando sexo con un religioso, se debía solo castigar a la mujer, y si se encontraba a un hombre practicando sexo con una monja, se castigaba a la monja hasta con cien latigazos[44].

Pelagio II no es que se preocupase de cuestiones tan mundanas como el sexo de los religiosos. Que estuvieran casados o no le importaba bien poco. Lo que realmente inquietaba a su santidad era que estos regalasen propiedades de la Iglesia a sus amantes, esposas o hijos. Así que por este sencillo motivo, Pelagio II ordenó el primer registro oficial de propiedades y bienes de la Iglesia[45]. Durante los once años de pontificado de este papa, la Iglesia vivió una de las etapas más corruptas de su historia. Incluso, tras unas graves inundaciones en varias zonas de Italia, se llegó a decir que aquello sería un preludio de un nuevo diluvio universal como castigo de Dios por la corrupción de la Iglesia católica. Y en esto llegó Gregorio I, al que llamarían Magno, pero también envenenador y azote de monjas.

Nacido en el año 540, en el seno de una familia de patricios, su padre preparó a Gregorio para una carrera política de alto nivel. A los treinta años era ya prefecto de Roma. Quizá la muerte de su padre, Gordiano, le llevó a una conversión que acabó cuando decidió vender todas sus propiedades y fundar seis monasterios, incluido el de San Andrés de Celiomonte, que se convirtió en su propio hogar. En el año 578, el papa Pelagio II decidió nombrarlo apocrisiario en Constantinopla. Allí aprendió el noble arte de la diplomacia, al permanecer en el cargo hasta el año 585, cuando fue llamado por el papa para convertirlo en su más estrecho consejero[46].

Tras la muerte de su protector Pelagio II, Gregorio sería nombrado papa por unanimidad. En un primer momento el propio Gregorio se negó a asumir el cargo, pero finalmente, tras recibir presiones de los ciudadanos de Roma, el clero y el emperador, decidió aceptar. A pesar de ser un rigorista ascético con respecto al sexo, Gregorio I se hizo famoso por ser el primer papa en vender indulgencias y perdones. Si alguien era poderoso y lo suficientemente rico como para pagar el perdón papal, era fácil poder llegar a la salvación, por lo menos desde el punto de vista de Gregorio. Esta situación provocó una famosa rima, que durante los años del pontificado de Gregorio Magno debía ser recitada de forma clandestina. La rima decía así:

Solo los curas pobres obedecen las leyes de Gregorio,
y a los peces en los riachuelos, o en la superficie de los ríos,
mientras los peces gordos y las carpas escapan de sus garras,
nuestros prelados hunden las redes más grandes de san Pedro,
y en el fondo se apoderan de todo lo que encuentran.

En el año 592, justo dos años después de ser elegido, el papa Gregorio tuvo intención de establecer como obligatorio el celibato para los sacerdotes. Pero las protestas, provocaron que el papa fuese mucho más estricto con las monjas.

Juan Crisóstomo de Antioquía advertía sobre la corrupción sexual de las jóvenes que ingresaban en los conventos y prevenía del pecado que podría encontrarse escondido en el interior de estos conventos. San Agustín escribía en el 388 que deseaba ver a «las monjas lo más alejadas posible de los monjes» o que «los hombres jóvenes no deben tener ningún acceso a las jóvenes monjas, ni siquiera, aunque sean ancianos o eunucos». Las carmelitas descalzas fueron mucho más allá a la hora de prevenir antes que curar. Por ejemplo, se ordenaba que ninguna monja podría entrar en la celda de otra sin el permiso de la priora; cada una de ellas debería tener su propia cama; a ninguna hermana le estaría permitido abrazar o tocar la cara o las manos a otra hermana; no se quitaría el velo ante ninguna persona a excepción de padre, madre o hermanos; si un médico, confesor u otras personas masculinas que fueran necesarias en la casa entraran en la clausura, dos hermanas deberían estar siempre delante de ellos. Se daban situaciones de monjas que llegaban al éxtasis o al orgasmo cuando eran azotadas, algo que llegaba a provocar una verdadera crisis de fe a quien llevaba a cabo el castigo. Esta situación llegó a oídos del papa Gregorio, que decidió ser testigo de este tipo de castigos para comprobar el sufrimiento de la joven fustigada.

Disciplinar a las mujeres pecadoras se convirtió en un juego sexual entre los poderosos de la Iglesia, con lo que las religiosas más jóvenes y hermosas que confesaban tener malos pensamientos eran desnudadas, atadas a argollas en una pared y, con las nalgas al aire, azotadas a primera sangre, o lo que es lo mismo, hasta el momento en el que el fustigador observase una primera gota de sangre[47]. A este castigo se le denominaba como secundum sub o castigo en nalgas, muslos y piernas. Gregorio I se hizo espectador asiduo a este tipo de disciplina, llegando incluso él mismo a dirigir el castigo contra dos monjas de un convento cercano a Roma que habían sido descubiertas manteniendo relaciones sexuales entre ellas. Las dos fueron atadas por separado y desnudadas de cintura para abajo. Uno de los asistentes untaba las nalgas de las pecadoras con aceite y Gregorio Magno, con fusta de cuero, llevaba a cabo el severo castigo sobre las desdichadas. Se dice, incluso, que un obispo que llegó a revelar públicamente que su santidad era muy aficionado a llevar a cabo este tipo de castigos, reservándose para él las más hermosas pecadoras, moriría envenenado poco después. Alguien creyó ver la larga mano de Gregorio tras el fallecimiento del indiscreto religioso[48].

04

San Gregorio I (590-604) sádico y simoníaco.

El papa Gregorio ordenó: «Todas las celdas de las monjas deben ser destruidas, todos los accesos y puertas que den lugar a sospecha deben ser atrancados». También dijo: «Se exige vigilantes ancianos y respetables», «Se permite conversar a dos monjas únicamente en presencia de dos o tres hermanas», «Los canónigos y los monjes no deben visitar conventos de monjas», «Tras la misa no debe tener lugar ninguna conversación entre religiosos y religiosas», «La confesión de las monjas debe ser escuchada solo en la Iglesia, ante el altar mayor y en presencia de testigos». Todo sea para evitar que el mal y la lujuria sexual invadiesen los conventos y los jóvenes cuerpos de las novicias[49]. No obstante, por mucho que el buen papa Gregorio I estableciese normas para evitar cualquier relación entre religiosos y monjas, con el tiempo esos contactos fueron haciéndose cada vez más asiduos. Los propios fieles en cartas a los obispos denuncian: «Cuando los monasterios y conventos están muy cerca, los frailes entran y salen de los conventos de mujeres, viviendo unos y otras en una sola casa».

Años más tarde, el propio papa descubrió que su edicto a favor de las castidad había provocado cientos de muertes de niños, cuyos padres, que eran ambos religiosos, se vieron en la obligación de abandonarlos. En un relato de terror, cuyo autor sería el papa Nicolás I, destaca que cuando Gregorio era pontífice, ordenó drenar un lago cercano a un convento. En el fondo reseco aparecieron los cráneos de cerca de un millar de niños que habían sido ahogados o asesinados de diversas maneras.

Lejos de obedecer las normas de Gregorio —escribe el futuro pontífice—, los sacerdotes y monjes no solo no se abstenían de vírgenes y esposas, o de relaciones cercanas, sino que tampoco se abstenían de relaciones con hombres y hasta con bestias brutas.

Sin embargo,

a casi todas las monjas y doncellas jóvenes, a pesar de vivir en completa separación del sexo contrario, les crecieron barrigas y casi todas ellas se deshicieron en secreto de sus hijos. […] Esta fue la causa de que en la época de la Reforma se encontraran tantos huesos de niños en esos conventos, algunos enterrados y otros escondidos en los lugares que empleaban para hacer sus necesidades.

Sin duda, nada de esto debía haber sorprendido a Gregorio, el cual se autoproclamaba un experto en cuestiones de comportamiento sexual. Escribió varios libros sobre el tema. En alguno de ellos dedicaba varias páginas a analizar si era pecado o no el eyacular espontáneamente si el hombre acumulaba semen. Llegaba incluso, el Magno, a detallar el tipo de pecado, en mayor o menor medida, si al religioso le sucedía mientras dormía después de una gran comida. Gregorio I aseguraba que a este no se le permitiría dar misa, pero «podría comulgar si estaba presente otro sacerdote», aunque si el religioso había eyaculado, gracias a la ayuda manual, «entonces se le debía negar la comunión». En sus textos, el pontífice hacía un listado sobre cuándo un hombre no debía entrar en una iglesia. Por ejemplo, si este había tenido relaciones sexuales con su esposa, pero no se había lavado; o si el acto sexual se había llevado a cabo por placer y no para la procreación. En estas dos circunstancias el hombre en cuestión no podría atravesar el umbral de la iglesia, por pecador. Gregorio I emitió también juicios y condenas contra la homosexualidad y el bestialismo. Estos dos temas eran para el papa una obsesión, pero tampoco se salvaban las relaciones sexuales contra natura, dentro del matrimonio. Para el papa, el coitus interruptus era peor pecado que penetrar analmente a la esposa. Incluso el eyacular fuera de la vagina, era peor pecado que cometer incesto, porque, al fin y al cabo y desde el punto de vista de Gregorio I, este último llevaba a la procreación. Gregorio I el Magno fallecería el 12 de marzo de 604, pero la obsesión de este por el sexo provocaría un serio debate en el propio seno de la Iglesia durante los siglos siguientes, que intentaría sistematizar los castigos, a los religiosos y religiosas, por los actos y pecados carnales cometidos.

Durante los siguientes pontificados de Sabiniano, Bonifacio III, Bonifacio IV y Deódato I los castigos fueron endureciéndose. La eyaculación involuntaria se castigaba con siete días de ayuno; si esta se provocaba gracias a la ayuda manual, se castigaba con veinte días de ayuno; un monje que se masturbara dentro de una iglesia recibiría treinta días de ayuno; un obispo que hiciera lo mismo tendría cincuenta días de ayuno; el coitus interruptus se castigaba desde los dos hasta los diez años de penitencia; usar venenos que causan esterilidad —anticonceptivos— se sancionaba con tres años de penitencia; el sexo oral, con tres años y medio, pero si la práctica llegaba al semen in ore —semen en la boca—, la pena era de quince años a pan y agua; si la relación era anal con un adulto, a veinte años de penitencia, pero si la sodomía se practicaba con una niña, la penitencia sería menor, debido a que la menor no podía procrear debido a su corta edad y, por tanto, no se violaba la santidad del acto[50].

Bonifacio III alcanzaría la silla de Pedro gracias a su alianza con el tirano, asesino, violador, parricida e incestuoso emperador Focas. Algunos historiadores afirman que Focas y Bonifacio III compartían aficiones y placeres. Se afirmaba que el santo padre era aficionado a la compañía de púberes, al igual que el emperador de Bizancio. Esto no impidió, en sus nueve meses de pontificado, establecer los castigos que debían imponerse a las monjas, tanto si tenían pensamientos impuros como si practicaban el sexo. Por ejemplo, una monja que hubiese pecado, al igual que quien la haya seducido, cumplirá una penitencia de diez años. Si una monja se desposaba, solo se le permitiría iniciar la penitencia una vez que se hubiese separado o enviudado. Para las faltas menores, la flagelación era el camino más corto para el perdón. Las monjas eran condenadas, según el nivel de su libido, a recibir cien latigazos, penas de cárcel o ser expulsadas de la orden. En el Sínodo de Ruán se estableció que se podía encerrar y apalear con dureza a las monjas licenciosas. Más allá fue Donato, obispo de Besançon, quien autorizó la aplicación de seis, doce o cincuenta azotes en las nalgas a aquellas monjas cazadas in fraganti en delito sexual con hombre o con otra monja[51].

A Bonifacio V se le debe la expansión de la Iglesia en Inglaterra, pero también ser el primero que generó duras medidas contra el libertinaje bajo el que vivían los religiosos en ese país. Durante esta época prevalecía en la mayor parte de la isla una gran sexualidad desinhibida. El bueno de Bonifacio ya se quejaba de esto:

Los ingleses desdeñan por completo el matrimonio, se niegan en redondo a tomar esposas legítimas y siguen viviendo en el desenfreno y el adulterio, como los asnos y los caballos[52].

También estaba muy extendida por todo el territorio la sodomía, pero aunque se practicaba en las casas, graneros, caminos, campos e incluso en iglesias, aquellos que fueran descubiertos sufrirían la pena de ser colgados o lapidados[53]. La verdad es que en el siglo VII, no se daba un gran valor a la virginidad y el ser bastardo no era una cuestión deshonrosa. La vestimenta tampoco mostraba el menor decoro. Los hombres vestían con un jubón corto que no llegaba a cubrir las nalgas y su pene y testículos quedaban recogidos en una bolsa apretada. Las mujeres, por su lado, aparecían con vestidos muy ceñidos de cintura para arriba, realzando y apretando tanto sus pechos, que «entre ambos podía sujetarse una vela», según la descripción de un eclesiástico de la época.

La Inglaterra de la Edad Media era también pasto de las prostitutas. Su número era tan elevado que la prostitución acabó siendo un buen negocio, incluso para muchos eclesiásticos que llenaban sus bolsas y las de sus parroquias con la eficiente labor de las Ocas de Winchester, nombre que se daba a las prostitutas. Lo cierto es que muy pocos miembros del clero estaban dispuestos a predicar con el ejemplo, algo que molestaba al papa Bonifacio V. Inglaterra sería en sí una de las sedes más permisiva con respecto al sexo, y a la historia nos remitimos. Arquimbaldo, el poderoso obispo de Sens, se encaprichó tanto de una abadía que acabó expulsando a los monjes y la convirtió en su harén particular. Estaba claro que Roma no iba a conseguir que sus clérigos ingleses guardasen las formas, ni siquiera con el paso de los siglos. Aunque Bonifacio no pudo acabar con la libertina vida del clero inglés, dejó para la posteridad el decreto por el que las iglesias se considerarían lugares de asilo para los perseguidos que buscasen refugio en ellas.

El 24 de noviembre de 642 sería nombrado papa Teodoro I. Nacido en Jerusalén, era hijo de un obispo griego que al parecer era muy dado a yacer con esclavas. Según se cuenta, una de estas sería la madre del nuevo pontífice. Teodoro I centraría su pontificado en perseguir el bestialismo o zoofilia. El papa, basándose en el documento del Sínodo de Ancira (314), recomendó nuevas penas para los infractores:

A aquellos que se hayan entregado a la lujuria con animales irracionales o lo sigan haciendo, se les impondrá una pena de quince años de reclusión, si tienen menos de veinte años; veinte años de reclusión, si tienen más de veinte años; veinticinco años de reclusión, si son mayores de veinte y están casados; y cadena perpetua, si están casados y tienen más de cincuenta años[54].

Si por el contrario es una mujer quien se deja seducir por un animal, la condena de prisión será de diez años, y el animal será ejecutado y arrojado a los perros. Según cuentan las crónicas, el propio Teodoro I pidió hablar con una mujer que había sido encontrada en su propia cama con su perro, mientras este la lamía entre las piernas. El pontífice quería saber qué arrastraba a un ser humano a cometer semejante acto. La mujer respondió: «Un día vi castigar a un sodomita. Pensé entonces que un vicio por el cual el ser humano resiste tanto dolor debía valer la pena»[55].

En el mes de octubre del año 686, tras la muerte del papa Juan V, tres importante sectores de Roma, el clero, la nobleza y los militares, pugnaban por su derecho a elegir al sucesor de Pedro. Para impedir cualquier elección, el ejército decidió ocupar San Juan de Letrán. Los bandos en lucha llegaron a una solución de conveniencia, nombrando a Conon, un presbítero que era hijo de un famoso general, como nuevo papa. Durante su juventud, el nuevo pontífice había acompañado a su padre durante las campañas en Asia Menor y Sicilia. Allí descubrió los placeres que le daban las hermosas y exóticas mujeres orientales, algo que al parecer no abandonaría cuando ocupó la cátedra de san Pedro. A pesar de su avanzada edad, su corte estaba formada por jovencitas púberes traídas desde Oriente y Bizancio, con el fin de ayudarle, según él, en las tareas terrenales. Aquello poco importaba al emperador Justiniano II, pero cuando Conon comenzó a presionar a los campesinos con fuertes impuestos con el fin de superar la grave crisis económica que vivían las arcas pontificias, el emperador decidió tomar cartas en el asunto. Los enemigos del papa le acusaban de llevar una vida licenciosa y de presionar a los más pobres para poder costearse sus placeres al lado de niñas. Cuando el emperador se disponía a deponerlo y juzgarlo por corrupción y adulterio, Conon tuvo a bien morirse justo unos días antes. Sus once meses de pontificado dejaría tras de sí una revuelta difícil de apaciguar, y con la llegada de un nuevo papa tampoco mejoraría la situación.

Sergio I había nacido en Palermo dentro del seno de una familia emigrada de Antioquía. Este no sería el primero ni el último pontífice en alcanzar la tiara papal gracias al pago de sobornos[56]. El emperador Justiniano II seguía empeñado en demostrar que él era el único y verdadero administrador de la Iglesia. Para ello decidió convocar un sínodo, donde entre otros temas se tocaba el peliagudo asunto del celibato. La mayor parte de los obispos presentes firmaron el acta final, pero cuando esta llegó a manos de Sergio I para ser ratificada, este se negó a hacerlo. El emperador ordenó entonces que todos los consejeros del pontífice fueran detenidos y acusados de traición. Justiniano II no iba a permitir que Sergio I campase a sus anchas, así que ordenó el envío de tropas al mando del espatario Zacarías con el fin de obligar a Sergio a firmar el acta o a ser detenido por traición. Cuando Zacarías llegó a Roma, le fue imposible cumplir con la misión encomendada debido a que varias unidades militares de Rávena, Roma y Pentápolis[57] protegían las estancias y zonas papales. Justiniano hizo uso de su poder y amenazó con deponer a Sergio, acusándolo de haber abusado de una joven religiosa cuando esta visitaba al papa. Al parecer, la religiosa se debía encontrar con el pontífice para hacerle entrega de una carta de la superiora de su convento. Sergio I pidió a sus ayudantes que lo dejasen a solas con la joven. Cuando se cerraron las puertas, varios ayudantes y consejeros oyeron cómo la joven religiosa lloraba ante los intentos del papa por violarla, algo que consiguió finalmente[58]. El problema fue que ninguno de los consejeros papales quiso inmiscuirse en los asuntos del papa Sergio y cerraron los ojos, los oídos y la boca. Mientras el papa intentaba asentar el celibato entre el clero de Occidente, el buen Sergio se dedicaba a violar monjas en la soledad de sus estancias romanas.

También se dio cuenta de la necesidad de luchar seriamente contra la sodomía, una costumbre cada vez más generalizada entre el clero masculino. En diversos sínodos desarrollados durante esa época, como el XVI de Toledo en el año 694, se describía la sodomía como un acto generalizado: «Todo sodomita comprobado debe ser excluido de todo contacto con los cristianos, azotado con varas, rapado ignominiosamente y desterrado»[59]. También el antiguo Código Visigodo, elaborado según algunas fuentes entre el siglo VI y principios del VII, establecía que las relaciones homosexuales debían ser castigadas, además de con determinadas confiscaciones, con la castración y la amputación del miembro. En una redacción posterior —las Siete Partidas— se decreta la pena de muerte para el sodomita y el sodomizado, siempre y cuando este último no lo haya realizado por la fuerza. En dicho texto, que el propio Sergio I defendió, se explicaba:

Por este terrible pecado [la sodomía] del que algunos son esclavos, Dios Nuestro Señor hace descender sobre la Tierra el hambre y la peste y los terremotos y una infinidad de males que ningún ser humano podría detallar.

Sergio I dictó las normas con las que castigar dicha práctica. Si el sodomita era un religioso, sería condenado a veinte azotes y destierro. Si el sodomizado era un religioso, sería condenado a cincuenta azotes, degradado de su dignidad y enviado al exilio permanente. Si la sodomizada, en cambio, era una religiosa, esta sería condenada a cien azotes, a llevar la cabeza rasurada y a ser marcada con un hierro candente en las nalgas. Algunos monarcas aumentaban la pena para los hombres, incluyendo la castración[60]. Sergio I sería canonizado tras su muerte.

Otro enemigo de la sodomía sería Gregorio III, un ferviente creyente, fiel defensor de la vida monástica y cruel perseguidor del sexo en monasterios y conventos. Este sirio de origen proclamó que la sodomía «era un vicio tan abominable a la vista de Dios, que las ciudades en las cuales se practicaba estaban destinadas a la destrucción por el fuego o el azufre». Gregorio III citaría incluso al filósofo y exegeta Filo de Alejandría (20 a. C.-50 d. C.) en su ataque a la sodomía:

La tierra de los sodomitas estaba llena de innumerables iniquidades, particularmente aquellas que surgían por la gula y la lujuria. Sus habitantes se liberaron del yugo de la ley de la naturaleza, y se dedicaban a beber y comer en demasía, y a tener relaciones sexuales prohibidas. No solo violaban el matrimonio de sus vecinos al desear lujuriosamente a las mujeres, sino que los hombres montaban al hombre, sin respeto por la naturaleza sexual que la pareja activa compartía con la pasiva; y así cuando quisieron concebir, se descubrió que eran incapaces de producir semillas que no fueran estériles[61].

Al gran enemigo de la sodomía le sucedió en el cargo Zacarías, a quien san Bonifacio denunció la promiscuidad del clero alemán. El buen Bonifacio explicaba así tal promiscuidad: «Hombres que pasaron su juventud entre el adulterio y la violación están llegando a los cargos más elevados. Se acuestan con cuatro o cinco mujeres cada noche y se levantan al día siguiente para celebrar misa». Este santo padre calabrés se ocuparía, antes de morir de gota, de igualar el bestialismo con mantener relaciones sexuales con judíos. Era lo mismo que un cristiano mantuviera relaciones sexuales con una vaca, un perro o una mujer judía. La pena era la misma. También el buen papa ordenaba la cadena perpetua para los monjes y monjas que rompieran sus votos. Zacarías instigó a los galos y francos a que expulsaran a los clérigos casados prometiéndoles: «Así ningún pueblo se os resistirá, todos los pueblos paganos sucumbirán ante vosotros y saldréis victoriosos y tendréis, además, una vida eterna»[62].

La Regula Canonicorum, de Crodegando de Metz, redactada en esta misma época, imponía al religioso que «cometiese asesinato, fornicación o adulterio» (sic) un severo castigo corporal, después de pasar una larga temporada en la cárcel, sin que nadie pudiera dirigirse a él o establecer contacto con él. Tras su liberación, debía cumplir penitencias y permanecer arrojado en el suelo de la iglesia, durante horas. Esta norma del obispo de Metz fue adoptada de forma inmediata por la iglesia de Francia. El papa Zacarías, que después de muerto sería canonizado, decretaba que si un cristiano mantenía relaciones sexuales con una no cristiana, ambos podían ser ejecutados en el acto, siempre y cuando fueran encontrados in fraganti[63]. El papa Zacarías fallecería repentinamente el 15 de marzo de 752, tras once años de pontificado, en su propia cama, víctima de un infarto. Alguien dijo que aquel infarto se lo provocó una jovencita de dieciséis años, «mientras calentaba la cama de su santidad». Leyendas, solo leyendas…

En lugar del papa no consagrado sería elegido otro Esteban, un huérfano de familia muy rica que había sido preparado desde niño para la carrera eclesiástica. Si por algo se hizo famoso Esteban II, fue por llevar a cabo la ratificación del mayor fraude y engaño de toda la historia: la Donación de Constantino. Esta donación permitiría a la Iglesia católica y al papa de Roma acumular un poder y un patrimonio tan inmensos que, aún hoy, cuando han pasado trece siglos, el Vaticano sigue viviendo de las rentas. Siglos después, el papa Gregorio VII le daría un lustre jurídico, haciendo que la falsa donación pasase a formar parte del derecho canónico. Desde ese mismo momento, el engaño, la estafa y el fraude se convierten en doctrina[64]. Con su sucesor, Esteban III, los asesinatos de enemigos del papa continuaron y se sucedieron uno tras otro.

Tras la muerte de Esteban le sucedería Adriano I. Este papa utilizó su influencia con la emperatriz Irene como importante pilar de su poder. Cuando el emperador murió, Irene se vio obligada a asumir la regencia del Imperio en nombre de su hijo. Durante los once años siguientes controló el poder del Imperio bizantino de forma eficiente, efectiva y sin piedad[65]. Cuando Adriano I asumió la tiara pontificia, Irene no solo se convirtió en su protectora, sino también en su suministradora de bellas esclavas. El papa Adriano se hacía acompañar siempre por dos jóvenes esclavas llegadas de Siria y que permanecían día y noche junto a él. Las malas lenguas de Roma aseguraban que con ellas Adriano «había aprendido y practicado placeres indescriptibles que solo un pontífice podía conocer». Adriano fallecería el 25 de diciembre de 795.

Fue sustituido al día siguiente por León III. Los enemigos de este papa le acusaron de adulterio, pero fue absuelto posteriormente. Al parecer el pontífice convivía en sus estancias papales con tres jóvenes religiosas que le atendían en lo necesario y en lo mundano. León III alegaba que el invierno romano era demasiado duro y que, por tanto, necesitaba los cuerpos de esas mujeres para calentar su lecho y que al ser las tres religiosas, nada malo había que pensar.

Cuando Gregorio IV alcanzó la cátedra de Pedro, muchos monasterios se convertirían en un auténtico problema para Roma. Desde hacía años, llegaban informes de escándalos y bacanales homosexuales en muchos de ellos. Tampoco los conventos de monjas se libraban. Muchos de ellos se convirtieron en burdeles, donde se asesinaban y sepultaban los bebés recién nacidos no deseados. En algunos conventos, y así se informa al papa, las monjas ejercen la prostitución abiertamente, para con lo recaudado solventar las penurias económicas de la congregación. El papa estaba dispuesto a lavar la imagen de la Iglesia, así que se decidió establecer la prohibición al clero para vivir bajo el mismo techo de sus madres, tías o hermanas, ya que el pecado de incesto era muy común en esa época. Incluso la Iglesia de Francia informaba a Roma de que estos actos incestuosos habían provocado un gran número de hijos no deseados y de infanticidios. En algunos monasterios de Alemania se llegaba incluso a la cría de hijas con el fin de que cuando estas alcanzasen una edad concreta pudieran ser utilizadas como esclavas sexuales por toda la congregación, incluido el padre de la criatura. Diferentes sínodos toleraron y aceptaron el matrimonio de clérigos hasta la Edad Media. Un obispo británico llegó a alegar al papa: «Podrán ustedes [Roma] quitar las mujeres a los sacerdotes, pero jamás los sacerdotes a las mujeres»[66].

Sergio II sucedería a Gregorio IV en el pontificado. A este papa viejo y enfermo le gustaba rodearse de jovencitos púberes a los que nombraba cardenales u obispos. Los historiadores no se han puesto de acuerdo en elegir a Sergio II el primer papa homosexual de la larga historia del papado.

Otro caso de papa que rechazaba el celibato fue Adriano II, aunque esta postura le costó cara. Tenía esposa y una hija, de modo que decidió instalarlas en un ala del Laterano. Una noche un grupo de desconocidos entraron en el palacio papal y secuestraron a ambas. Una semana después, los cadáveres de Estefanía y su hija aparecieron decapitados y colgados de un puente sobre el Tíber. Durante este pontificado se conocen las hazañas del clérigo Phillipe de Nanterre, quien concedía perdones a ancianas, niñas, viudas, casadas o solteras a cambio de favores sexuales. La masturbación, dos perdones y dos días sin tener que asistir a misa; sexo oral, tres perdones y tres días sin asistencia a misa; practicar la sodomía, una semana de perdones y una semana sin asistir a misa. Aquello llegó a oídos del obispo, al descubrirse que el tal Phillipe era el clérigo con mayor número de confesiones realizadas por día. Tras una investigación que dio comienzo cuando una niña de nueve años fue descubierta practicando sexo oral con el religioso, acabó con su condena, excomunión, el corte de su apéndice nasal y el fin de su larga carrera sexual. Pero evidentemente no todo era cuestión de imponer sanciones, multas, torturas, excomuniones, humillaciones públicas, pérdida de derechos de herencia, esclavización, o simple encarcelamiento temporal o a perpetuidad. El retorno de los clérigos a las relaciones sexuales con sus mujeres era calificado por los obispos como «el regreso del perro a su vómito», aunque esto no suponía un total abandono de las mujeres por parte del clero, muy al contrario. Las leyes eclesiásticas impuestas en Inglaterra establecían que si un sacerdote, monje o diácono tenía mujer legítima antes de ser consagrados debía abandonarla. Si este seguía yaciendo con ella una vez ordenado, su penitencia sería la misma que en caso de asesinato. La mujer, víctima del pecado, correría peor suerte. En la época del papa Adriano II si la mujer estaba legítimamente casada con un clérigo, le estaba prohibido mantener relaciones sexuales con él. Si se buscaba un amante, su marido clérigo estaba obligado a abandonarla. Incluso si el marido clérigo fallecía, a la mujer le estaba prohibido casarse de nuevo. Para asegurarse de esta última norma, el bueno de Adriano II establecería que si la viuda del clérigo volvía a casarse sería excomulgada, así como su nuevo marido y la familia de este[67]. Desde este momento, las relaciones sexuales que tenían los clérigos con amantes o con sus propias esposas serían tratadas de la misma forma. Ya no existe, gracias a Adriano II, diferencia entre la uxor —esposa— y la concubina. Al final, toda mujer que tenga relaciones sexuales con un clérigo será tratada como concubina y castigada severamente. Pedro Damián, santo y cardenal benedictino, ya calificó a las mujeres de clérigos con un buen número de adjetivos como:

Cebos de satanás, desechos del paraíso, veneno del espíritu, espadas del alma, lechetrezna de los sedientos, fuente de pecados, principios de corrupción, lechuzas, mochuelos, lobas, sanguijuelas, rameras, fulanas, furcias o cenagales para volutabra porcorum pinquium (voluptuosas cerdas grasientas)[68].

El papa Adriano II falleció en el año 872 víctima de la gota, una enfermedad provocada por la gula y que al parecer, para el buen papa, no era pecado. Los banquetes, a los que el pontífice era tan aficionado, lo llevaron a la tumba. El sucesor de este, sería Juan VIII. Llegaba el tiempo de los sodomitas.