Elenita nació antes de tiempo.
La lectura de la carta de mamá me provocó una tempestad de sensaciones inenarrables, y también que se adelantara el parto. Gracias a Dios todo fue bien, pasó unos días en la incubadora, y ya está en su peso normal.
Es una preciosa niña de pelo oscuro y liso; la viva imagen de su abuela. Todo el que la ve lo comenta y, al mismo tiempo, se lamenta porque ella no podrá conocerla.
Hoy cumple un mes y sus padrinos han decidido organizar una fiesta familiar para celebrarlo.
Elenita, ajena a todo, duerme tranquila en mis brazos.
Como le ocurrió a mamá, el nacimiento de Elena ha traído consigo un período de calma familiar, todos volvemos a estar más unidos.
Aún no he enseñado la carta de mamá a mi hermano, pero lo haré. No quiero más secretos entre nosotros.
Respecto a mi padre he cumplido el deseo de mi madre. Ha sido duro controlar la animosidad que sentía hacia él cada vez que lo veía y me acordaba del vídeo.
Tras el nacimiento de la niña, mantuvimos una tranquila conversación, que me ayudó a comprenderlo, pero le dejé muy claro que no existía justificación alguna para su deleznable comportamiento.
Al final, tras mi insistencia acabó confesando —algo que yo ya sabía— que mi madre le dejó una nota. Me la enseñó: «No solo es culpa tuya».
Cinco palabras que resumían una vida, una existencia.
La disculpa que me dio para negar durante tanto tiempo que la tenía fue que en el fondo de su ser confiaba en que ella regresaría; al morir, según él, aquella nota carecía de importancia. Quiero creerle.
Hemos decidido vender la casa del abuelo. Con el dinero construiremos una nueva donde pasar las vacaciones. No queremos fantasmas atemorizando nuestras vidas.
Parece ser que Javier ha localizado el paradero de mi medio hermano; Ricardo me telefoneó ayer y, aprovechando que va a Francia a buscarlo, parará aquí, en Valladolid, para conocernos a todos. Cuando estemos cara a cara me ha prometido contarme lo que mi abuelo le hizo a su familia. Él dispone de más detalles que le refirió su hermana mayor. Otro duro golpe del que aún no se ha repuesto, según me explicó.
Mi padre aún no sabe que Ricardo viene a visitarnos, ni que es mi intención alojarlo en mi casa. No sé cuál será su reacción. En realidad, tampoco me importa.
Después de meditar sobre lo que he descubierto de la vida de mis padres prefiero dejar atrás el pasado y mirar hacia delante, disfrutar de lo bueno que los hallazgos me han proporcionado. Me alegro de tener otro hermano. Estoy deseando conocerlo y darle el cariño que se merece.
La fiesta está siendo muy divertida. Silvia está muy ocurrente. Gonzalo y mi hermano se han vuelto locos comprando comida. Dolores ha hecho un pastel y han colocado una vela pequeña, que, sin duda, tendré que soplar yo.
Me parece excesivo, pero no he querido quitarles la ilusión. Me limito a sonreír con esa risa bobalicona que me acompaña a todas partes desde que Elenita nació.
Le acabo de dar la niña a mi padre.
Lo contemplo mientras la mece y le susurra una nana al oído. Nunca pensé que ejercería de abuelo con tanta ternura.
Mamá llevaba razón. Somos víctimas de nuestro destino.
Un nudo me oprime la garganta y se me saltan las lágrimas. Debe de ser la sensibilidad posparto. Intento seguir sonriendo, pero la echo tanto de menos… «Te quiero, mamá», le digo con el pensamiento, y regreso a la fiesta.
—¡Oye, papá!
—Dime —responde dejando de mecer a la niña y mirándome con cara de satisfacción.
—He pensado… —titubeo.
—¿El qué, cariño?
—¿Qué te parece si enterramos las cenizas de mamá bajo los tilos del parque?