XV

Abro la puerta de casa, desde la entrada grito el nombre de Gonzalo. Nadie responde. Ha sido un enfrentamiento duro, en el que ambos bandos hemos salido derrotados. Hasta cierto punto, comprendo la actitud de mi padre en este espinoso asunto. Si me pongo en su lugar, no me resulta difícil entender la tortuosa relación que mantuvo con mi madre. Desde el principio supuse que él era ajeno a este embrollo; ahora sé que mi padre no solo forma parte, sino que al mismo tiempo ha sido una víctima en esta historia.

La seguridad con que afirmé que mamá nunca fue infiel —hasta donde yo alcanzo a saber, por supuesto— le ha hecho meditar. Su gesto altivo se transformó en taciturno, reflexivo, incluso arrepentido. Había pensado siempre mal de mamá, y con mis palabras se planteaba que se hubiera equivocado. Me ha dolido verlo así. Al fin y al cabo, lo que temió durante tanto tiempo se ha visto cumplido: mamá lo abandonó para irse con Ricardo. Quizá he sido cruel con él, debería haber permitido que se expresara, saber qué siente, cuánto sufre… Sin duda, el más afectado de toda esta historia es mi padre. Me reconcome la culpa por hablarle como lo hice, por faltarle al respeto mostrando mi rencor hacia él. Por supuesto que ello no disculpa su manera de ser y actuar con mi madre; pero lo mismo que yo pedía que se pusiera en el lugar de su esposa, yo debería haberme puesto en el suyo, ser más objetiva en mis apreciaciones. Tendré que pedirle perdón.

Oigo cómo la llave se introduce en la cerradura, seguro que es Gonzalo. Corro a su encuentro y lo abrazo. Ya no siento ese miedo que me embargaba desde que salí de casa de mi padre. Gonzalo me retiene con fuerza durante unos segundos, justo lo que necesito, y me susurra al oído:

—Me temo que el almuerzo no ha ido como esperabas.

—Si supieras la de barbaridades que nos hemos dicho —respondo apartándome de su cuerpo.

—Las imagino. En eso sí que os parecéis, no tenéis pelos en la lengua.

—Gonzalo, mi padre estaba casi al tanto de todo, es más doloroso de lo que pensábamos.

—¿Cómo?

Le pongo al día de lo que ha sucedido en el almuerzo. No sale de su asombro, se refleja en las arrugas de su rostro. Cuando hablo de los sentimientos discordantes hacia mis padres, frunce el entrecejo y su mirada se ensombrece.

—Siento un triste y culpable remordimiento por no haber estado al tanto del sufrimiento de mi madre, pero también una inmensa alegría de saber que por fin se libró de la caótica vida que la aprisionó durante tantísimos años. Con mi padre es diferente, tengo hacia él miles de reproches por dejarse influir y hacerse partícipe de este engaño que no debió haber permitido, pero también considero que su vida al lado de mamá no fue fácil. Pienso que, en el fondo, su agresividad y rechazo hacia ella esconden mucho amor. Comprendo que te sea complicado entenderme, incluso a mí me cuesta…

—Son tus padres, María. Tus conclusiones son ciertas. Nunca podrás decantarte por un lado de la balanza.

—Lo sé. Y mi padre tiene la habilidad de sacarme de mis casillas. Consigue que me sienta como si estuviera subida en el vagón de una montaña rusa que ha perdido el control.

—Olvídate de todo. Ahora que ya conocemos lo sucedido, has de tranquilizarte y dedicarte a Elenita —sugiere con ternura mientras me acaricia el vientre.

—Llevas razón.

—¿Qué es esa caja que he visto en el mueble de la entrada?

—La toquilla blanca que mamá hizo para mi anterior embarazo. Llévala al dormitorio, me voy a dar una ducha.

A pesar de la calefacción siento frío, un frío interior que se convierte en un desagradable e intenso escalofrío. No es un buen momento para caer enferma, con el parto tan cercano. Me introduzco en la bañera y abro el grifo del agua caliente de la ducha. El calor me reconforta, enseguida encuentro alivio a mi desasosiego. Al salir del agua, me miro en el espejo; la imagen que me devuelve, cara y piernas hinchadas y barriga monstruosamente gorda, me ayuda a tocar tierra, percatarme de que en unos días nacerá una personita que necesitará de todo mi afecto y cuidados. Mi ánimo mejora de forma sorprendente.

Me visto con el albornoz y voy hacia la cama, donde Gonzalo ha dejado la caja. Leo una vez más la etiqueta y siento que mamá está ahí, a mi lado. La destapo y aparece algo envuelto en papel de seda blanca sujeto con un lazo de color rosa, como si se tratara de un regalo. Supongo que será la toquilla. Lo abrazo y suspiro, mamá lo tenía preparado…, y qué casualidad que escogiera el color rosa, ¿tendría alguna premonición sobre el sexo del bebé? Con mucho esmero, deshago la lazada y enrollo la cinta, servirá para adornar el pelo de Elenita. Abro el papel y saco la toquilla. Su tacto es cálido, suave, y está muy bien tejida. Al extenderla sobre la colcha de la cama para contemplarla en toda su extensión, un sobre y una caja transparente salen lanzados.

Inmóvil, desconcertada, y al mismo tiempo con una tremenda curiosidad por lo que estoy viendo, llamo a gritos a Gonzalo, que acude al instante pensando que me ha sucedido algo.

—¿Qué te pasa? Creía que te habías caído en el baño.

—¡Mira lo que ha salido de la toquilla! —Señalo los dos objetos, que continúan en la misma posición.

—¿Y eso qué es?

—Estaban dentro y al extenderla…

—Pues… alguien debió ponerlos ahí con la intención de que los encontraras. En el sobre pone: «Para María»; la letra es de tu madre. La caja contiene un DVD.

—¿Mamá?

—¿Quién si no? Quizá es su despedida —dice asintiendo con la cabeza.

—No puede ser. No me imagino a mi madre grabando un DVD. Con dificultad manejaba el mando para cambiar de canal en la televisión. Imposible.

Durante unos instantes niego con la cabeza. No quiero creerlo. No podría soportar ver a mi madre hablándome por la televisión. Elenita salta y me agarro instintivamente la barriga, escucho a Gonzalo decir algo que me impacta.

—¿Te imaginabas a tu madre cogiendo un avión con destino a Nueva York?

Me deja sin palabras. Tardo en reaccionar…

—Llevas razón.

—Vamos al salón y veamos qué dice Elena.

Gonzalo se hace cargo del DVD y de la carta, yo voy tras él como una niñita obediente con piernas temblorosas. Me siento en el borde del sofá mientras él manipula el reproductor e introduce el disco; coge el mando, se sitúa a mi lado y pulsa el botón de inicio.

La pantalla se pone negra y da paso a una imagen borrosa de lo que parece un aparcamiento subterráneo en el que los coches ocupan sus respectivas plazas. No comprendo nada. La imagen se acerca a uno de ellos. Me sudan las manos. No me gusta lo que veo… El objetivo se acerca más y más…; el interior de un coche está delante de nosotros…

—¡Quítalo! —grito a Gonzalo.

—Pero, María… Cálmate. Aún no sabemos qué es.

—Lo imagino y no quiero verlo —digo hecha un mar de lágrimas.

—Si no se ve nada. Es un coche negro con la tapicería de color crema… ¡Vaya! —exclama al darse cuenta de por qué he dicho que pare.

Lo pone en pausa, la velada imagen que muestra dos siluetas queda atrapada entre las líneas rectangulares del televisor. Me levanto, cojo la carta y corro hasta el dormitorio. Al poco tiempo, lo oigo entrar con sigilo, como si no quisiera molestar. Viene hasta mí y me abraza.

—Cariño, ¿estás bien?

—No —respondo mientras aprieto contra mi pecho el sobre en el que se lee mi nombre—. ¿Lo has visto?

—Sí —responde seco—. ¿Vas a leer la carta?

—No me atrevo.

—Ella la escribió para ti.

—Lo sé.

Me seco las lágrimas y con cuidado extraigo varias hojas de papel. Las miro.

—¿Quieres que te deje sola? —me pregunta Gonzalo.

No sé qué responderle, de nuevo la lucha entre querer saber, terminar cuanto antes con todo, y el temor a lo que descubra. Lo abrazo y lloro en su hombro.

—Por favor, léemela tú —le suplico—. No me siento con fuerzas.

Gonzalo toma de mis manos sudorosas el arrugado papel y se tumba en la cama recostado contra el cabecero. Me acoplo a su lado, dejo reposar la cabeza en su pecho y escucho con angustia su voz grave con las palabras que mi madre me quiso hacer llegar.

Mi queridísima hija:

Si esta carta ha llegado a tus manos y la estás leyendo es que he sido capaz de dar el paso de marcharme de casa y, lo que es mucho más importante, que tu embarazo ha ido bien y estás a punto de tener a tu hijo. No dudaba que recordarías esa toquilla que con tanto amor te tejí hace un año.

—¡Dios mío! La pobre no sabía que otra posibilidad se podía cruzar en su camino —se lamenta mi marido mientras yo permanezco muda de dolor.

Espero que todo te vaya muy bien. No te imaginas lo que vas a disfrutar cuando tengas a tu bebé en los brazos, para mí fue lo mejor de mi vida, cuando nacisteis vosotros. La sensación de saber que lo que abrazas es una parte de ti es necesario vivirla para comprenderla; que esa criatura indefensa depende por completo de ti te provocará más de un disgusto y sensaciones agridulces, pero tanto amor que no serás capaz de soportar que nada malo pueda ocurrirle. No dudo de que Gonzalo y tú le querréis mucho; o mejor dicho, la querréis, tengo la corazonada de que tendré una nieta. Y sobre todo, sé paciente. Los hijos no son fáciles de llevar; los padres ni te cuento…

Emocionado, Gonzalo no puede disimular su congoja y sorbe por la nariz mientras continúa leyendo.

Me hubiera gustado decirte estas cosas en persona. No ha sido posible, los acontecimientos ocurridos en los últimos días han precipitado mi decisión. Es el momento de abrir la jaula y volar libre. Sí, María. No puedo continuar con esta farsa, me voy de casa.

Hace una semana, cuando regresaba de la compra, encontré en el buzón un sobre de color marrón que sobresalía. Subiendo la maldita escalera, que me deja sin resuello, me olvidé de él…

—Mamá llevaba tiempo queriendo mudarse, pero mi padre se negaba. Decía que aquel piso era muy grande y que no encontrarían otro igual ni mejor situado, me lo comentó más de una vez.

—Quizá se cansaba porque ya le estuviera avisando el corazón…

Cuando dejé las bolsas en la cocina, me fui directa a la mecedora a descansar un rato antes de colocar la compra en su sitio; entonces lo recordé, fui a por él con la idea de colocarlo en el escritorio de tu padre. Comprobé, confundida, que llevaba mi nombre y lo abrí, saqué de él un DVD, el mismo que acompaña esta carta. ¡Infeliz de mí! Me pudo la curiosidad y, aunque me costó, porque ya sabes que lo mío no es lo electrónico, di con el sitio donde tenía que introducirlo y ¡Dios…! Te estarás preguntando por qué te lo he dejado. La razón es bien fácil, esta prueba me liberó, de una vez por todas, de los lazos matrimoniales. Sabía que Tomás tenía enemigos, personas que se habían visto afectadas por sus tejemanejes, pero nunca pensé que fuera tan grave, que quisieran hacerle tanto daño a él y, de paso, a su familia. Este vídeo no se lo he enseñado a tu padre. No sabe que existe, o eso creo. Si quieres aclarar muchas de las preguntas que te habrás hecho tras mi partida, puedes verlo, aunque te advierto que te producirá un gran dolor.

—¿Qué había en el vídeo? —pregunto ahora, consciente de que sé la respuesta, y que la he sabido desde hace muchos años.

—Yo lo he pasado rápido…

—¿Y?

—En el interior del coche se veía a tu padre manteniendo relaciones sexuales con otras mujeres… Se ve que llevan tiempo siguiéndole.

—Lo intuí nada más ver que era su coche. ¡Qué horror tuvo que ser para ella contemplarlo! —digo envuelta en lágrimas.

María, he de contarte que hace muchos años conocí a un joven, Ricardo, mi alma gemela. Sí. Yo también tenía una que dejé escapar por mi cobardía, por no saber enfrentarme a mi padre. La valentía es una cualidad de la que carezco, o carecía, mejor dicho. Nos enamoramos y nos hicimos novios en secreto. Un día, aprovechando que su patrona se había ido de la pensión subí a su cuarto y, te lo puedes figurar…, una cosa llevó a la otra. Cuando me faltó la regla se me vino el cielo encima, ¿cómo podía haber sido tan descuidada?; sin embargo, al observar cómo se iluminaban sus ojos al conocer la noticia, pensé que era lo mejor que nos podía haber pasado, de esa manera se adelantaba la posibilidad de estar juntos para siempre. ¡Qué inocentes!

Llegué a Medina con un miedo terrible metido en el cuerpo de pensar en contárselo a tu abuelo. Un día me armé de valor, me puse delante de mi padre y le dije que estaba embarazada. Una bofetada me dejó la cara marcada, y lo que siguió es peor de lo que puedas imaginarte. «¡Sobre mi cadáver!» Fueron las últimas palabras que pronunció cuando se enteró de que era un Fortea.

Muchos años después, ya ni recuerdo con quién hablé en el pueblo, me enteré de que mi padre, durante la guerra civil, se apropió de la hacienda de los Fortea, la más grande de la mancomunidad, después de que, según cuentan, mandara al paredón al abuelo y enviara a su hijo, el padre de Ricardo, a la cárcel. La familia de Ricardo se fue de Medina por miedo a que continuaran las represalias por parte de mi padre; y mira por dónde, el destino nos junta a los dos para llevar hasta él el fruto de sus crueldades. Mi padre no fue una buena persona y lamento que su sangre corra por nuestras venas.

—Es aún más malvado de lo que pensaba. ¡Dios mío! Qué herencia voy a dar a mi hija.

—Lo contrarrestaremos con mucho amor —susurra Gonzalo y me besa, nervioso, en la mejilla.

Me puse de parto por la noche. Me asistió don Nicolás, el médico, una buena persona que estuvo pendiente de mí durante los dos días que duró. Al final, ya no pude resistir más y perdí la conciencia tras oír al médico decir que era un precioso y robusto niño. Ignoro cuánto tiempo estuve así. Al despertar y ver la cara de mi padre, supe que algo malo había sucedido. Me comunicó que mi hijo había muerto. La muerte de mi madre, de mi hijo, la actitud de mis hermanas y el odio que sentía hacia mi padre eran demasiado para mí. Entré en una profunda depresión.

De aquella época, solo recuerdo que mi hermana María intentó sin conseguirlo que comiera algo, que acariciaba mis cabellos cuando creía que yo dormía. En realidad, cerraba los ojos para aislarme del mundo. Supongo que me darían algún tipo de medicación o simplemente el paso del tiempo fue calmando, que no recuperando, mi espíritu; conseguí salir de la cama para entrar en un infierno aún peor que el de la depresión. Convivir día y noche con el mismísimo demonio, mi padre.

No sé localizar muy bien el momento exacto, si en plena depresión o en la locura posterior, recuerdo que me dictó una carta para Ricardo en la que le comunicaba que, muerto nuestro hijo, ya no teníamos nada que nos mantuviera unidos…

—Eso fue lo que me contó Ricardo. Ahora sabemos que fue su padre quien la obligó a escribirla en esos términos.

Mi existencia transcurría entre las paredes de la casa. En las escasas ocasiones en que ponía los pies fuera, siempre acompañada de mi padre, pude comprobar que nadie se había enterado de nada. Todos pensaban que la depresión había sido originada por la muerte de mi madre. Yo quería gritar la verdad, que había tenido un hijo que murió nada más nacer, que esa era la causa de mi desesperación.

¿De qué había muerto? ¿Por qué don Nicolás, mi único testigo, se marchó al poco del pueblo? Esas preguntas me machacaban día y noche. Fue muy duro. Estaba vacía por dentro, como si mi alma se hubiera congelado. Durante meses, esperé noticias de Ricardo que nunca llegaron. Un día, tu abuelo llegó a casa y dijo que cuando transcurriera el año de luto me casaría con Tomás, el hijo mayor del bodeguero. Contento por el buen trato que había hecho, me repetía que nada mejor para una ramera como yo; esa forma, en todos sus sinónimos, empleaba para referirse a mí. Como comprenderás, la noticia me dejó helada; nunca pensé que me casaría con otro que no fuera Ricardo, al que seguía amando con locura.

Intenté consolarme con la creencia de que casarme era lo mejor para no tener que vivir con mi padre, para dejar de escucharle llamarme puta a cada instante.

Tenía diecinueve años cuando me casé, y ha llegado el momento de poner punto final a esta rutinaria convivencia con un hombre al que nunca amé, pero que respeté por encima de todo hasta que recibí ese vídeo.

Ambos fuimos producto y víctimas de las circunstancias, así se lo he hecho saber en la escueta nota que le he escrito, y que le dejaré antes de marcharme.

—¿Escribió una nota?

—Eso parece.

—Sabía que tenía que haber una explicación, pregunté a mi padre y me lo negó.

—Lógico. De otra manera se hubiera destapado toda esta basura.

—¡Lo odio! Nunca se lo perdonaré.

Me incorporo y camino, arriba y abajo, por la habitación; me siento como un león enjaulado entre estas paredes. Gonzalo traga saliva y continúa leyendo.

Poco antes de morir, mi padre me dijo que mi hijo no había muerto, que se lo entregó a una familia el mismo día que nació.

¿Te imaginas lo que supuso para mí aquella noticia? ¡Mi hijo vivía! La alegría era inmensa, pero la superó el odio que sentí hacia aquel que espero siga revolviéndose en la tumba por lo que me hizo. No ha habido un solo día en que no lo haya maldecido. El hijo de Ricardo y mío, nuestro hijo, vivía, pero ¿dónde y con quién? Cuando os veía a vosotros se me partía el corazón. El tiempo, que todo lo cura, como dice el refrán, jugó a mi favor y me fui haciendo a la rutina, dejando atrás preguntas sin respuesta, hasta que recibí una carta de Ricardo. Llevaba años intentando localizarme. Me decía que me amaba, que me seguía esperando. Releí la carta cientos de veces a escondidas, para que tu padre no me viera. Siempre estuvo celoso de nuestra relación.

Ricardo se encontraba a miles de kilómetros, se marchó a Nueva York después de mi rechazo y no regresó nunca, según me contaba en la carta. Una carta a la que no pude responder porque no tenía remite. Tampoco a las postales que cada año me enviaba el día de los enamorados, en las que siempre repetía la misma frase: que me esperaba. Y allí seguiría esperando, si no me hubiera atrevido a dar el paso de irme con él.

En realidad han sido dos las razones que me han llevado a romper mi promesa de matrimonio. Una, el saber que tu padre me es infiel. Siempre lo intuí y nunca se lo reproché, podía entenderlo. La culpa era mía, nunca le di lo que necesitaba, pero nunca supuse que fuera tan descarado. Desde luego, tiene por ahí un enemigo que le intenta hacer daño. Lo que nunca sabrá ese individuo es que lo que él pensaba que sería un golpe bajo para mí ha supuesto el pistoletazo de salida.

La otra, y más importante, es que hace un mes me topé en el mercado con don Nicolás, el médico. Está muy viejecito, pero con la cabeza en perfectas condiciones. En cuanto me vio, me reconoció y se echó a llorar. Entre lágrimas balbuceó que mi padre le hizo jurar que mantendría el secreto de lo que allí ocurrió. Por ello en cuanto salió una vacante en otro pueblo, se marchó. Me confesó que mi padre había entregado mi hijo a una familia que se marchaba a Francia a trabajar. Él recordaba muy bien a la madre, una mujer joven que no podía tener hijos. Me contó que seguro que lo había tratado muy bien porque no paraba de darle besos. El alma se me partía por momentos. Don Nicolás recordaba a la perfección sus nombres: Aniceto Rincón y Sagrario Leiva.

Me enfadé mucho con él, incluso llegué a gritarle por haberme ocultado toda esa información; el pobre se deshizo en un angustioso llanto y terminé consolándole, perdonándole por el daño que me había causado con su silencio.

Por primera vez tenía una pista por la que empezar a buscar a mi hijo. Pero ¿cómo podría hacerlo sola? La única solución era reunirme con Ricardo y decirle la verdad, que nuestro hijo seguía vivo, que era probable que aún viviera en Francia.

Mis amados hijos, no creo que os importe que invierta ahora un tiempo en buscar a vuestro hermano. Volveré, y ojalá sea con buenas noticias. Si no es así, por lo menos habré conseguido poner fin a esta mentira que me une a vuestro padre. Dedicaré lo que me quede de vida al hombre al que siempre he amado, que a pesar de los años aún me espera.

Nunca olvidéis que os quiero. Esta carta va dirigida a ti, María, y a tu hermano. Tomás sabe parte de esta historia. Habla con él. Cuando creas conveniente se la das a leer. No quiero que tu padre y él se distancien aún más por este motivo.

No me gustaría que llegase a manos de tu padre. Nunca quiso enterarse de lo que pensaba ni de lo que me ocurría. Ya te he dicho que no es el único culpable de mis desgracias, por ello no quiero que te enfrentes a él. Te lo advierto porque te conozco y sé que tu primera reacción será telefonearle en cuanto termines de leerla para pedirle explicaciones. María, ese no es tu papel. Yo he renunciado a pedírselas, y tú también debes hacerlo. Ha sido un excelente padre para ti, nunca lo olvides.

Estoy muy excitada ante la aventura que voy a emprender. Si te soy sincera, también aterrada, pero muy feliz.

Dale un beso enorme a mi nieto o nieta, hasta que yo se lo pueda besar en persona.

Te quiero,

MAMÁ