XIV

—¡Qué bien se está aquí! —exclamo mientras me quito el abrigo y el jersey que llevo. Se lo doy a Dolores, que espera atenta a que termine.

—Creo que la calefacción está muy alta.

—Qué va, fuera hace un frío que pela. El aire te corta la cara.

—¿Cómo estás?

—Muy bien, ya queda menos.

—Yo te veo la barriga muy baja. No creo que tarde mucho, y ya sabes que yo entiendo de estas cosas.

—Calla, calla, que todavía me queda un mes.

—Hola, preciosa —dice mi padre, que ha salido a recibirme.

—Hola, papá —digo besándolo.

—Todos a la mesa, la comida ya está —anuncia Dolores.

Han transcurrido seis meses desde la muerte de mamá y mi padre está muy bien. Ha retomado la costumbre de ir al gimnasio y las pesas ya hacen su efecto, las mangas de la camisa se le van quedando estrechas. Está sereno, cualidad que no lo caracterizaba en los últimos tiempos. Todos nos hemos reorganizado, como hemos podido, tras el intempestivo quebranto que sacudió nuestras vidas como un fuerte terremoto.

El almuerzo ha sido muy agradable. Hemos hablado de mi posible ascenso a socia del bufete, de la crisis económica que empieza a afectar al país y la repercusión que tendrá sobre el sector financiero. Mientras conversamos, no dejo de dar vueltas a cómo sacar el tema de lo que me dijo mi tía María.

De manera sutil, expongo la cuestión de las cenizas de mamá, para recibir la misma respuesta de siempre, aún no sabe qué hacer. En su rostro se dibuja una sombra de desasosiego. No quiere entrar en profundidad, por lo que me deja en el borde del precipicio y no encuentro asidero por el que bajar. Me concentro en saborear el flan que Dolores me acaba de servir. He de ser cauta, no quiero decir nada que provoque la ira de mi padre y que se esconda tras ella para dar por concluida la charla.

Sin esperarlo, papá comienza a contarme su reunión con los de la inmobiliaria sobre la venta de la casa, extrañado, también, de que hubiera puesto un precio tan bajo.

—¿Hablaste con tu hermano de la casa?

—Aún no.

—Mientras os decidís, he dado la orden de que la retiren de la venta. ¿Qué te parece?

No sé qué responder. El interés que tenía por arreglarla desapareció al enterarme de todo lo que se coció entre sus paredes. Lo mejor sería echarla abajo y sepultar tanta maldad entre sus ruinas.

—María, ¿te pasa algo?, estás pálida.

Sin saber cómo, me sorprendo trasteando en mi bolso. Saco la postal y la pongo a su alcance.

—Quiero que hablemos sobre esto —digo—. La encontré en el bolso que mamá llevaba en el vuelo a Nueva York.

La coge y la lee. Su cara pasa del rojo al amarillo. Aprieta las mandíbulas, respira de forma agitada y rehúye mi mirada. No sabía nada de la postal, está clarísimo.

—¡Esto es una insensatez! —exclama tirándome la postal.

Dolores, que entraba al comedor, se da media vuelta al oír el grito de mi padre y corre a refugiarse en la cocina.

—No quiero discutir contigo, papá. Tranquilízate y hablemos como dos personas civilizadas. Que mamá nos dejaba es algo evidente y hemos de superarlo. Si no hubiera muerto, a estas alturas estaría con Ricardo. He descubierto muchas circunstancias de mamá que desconocía. Desde que hallé la postal, no he dejado de indagar y el puzle está casi completado. Quiero que me cuentes tu versión. Sé que no eres ajeno a esta desagradable historia.

—No sé por qué imaginé que algo de esto había tras el bombardeo de preguntas al que me sometiste en los días siguientes al entierro. No has cejado en tu empeño de poner todo patas arriba. No has tenido bastante con perderla, sino que al final todo el mundo terminará enterándose…

—¡Quién se va a enterar! No seas tremendista.

—¿Quieres saber la verdad?

—La verdad ya la sé. Quiero tu versión.

—¡Tu madre era una zorra y yo me presté a casarme con ella para lavar su deshonra!

La violencia de sus palabras es un puñal que se clava en mi corazón. Me intimida la agresividad que emana de sus palabras, y el rencor que destila su mirada. Siento unos deseos enormes de llorar, pero no lo voy a hacer. Trago de forma compulsiva la saliva que anega mi boca y suspiro, intentando recomponer la postura ante esa declaración tan cruel y dolorosa. Saco fuerzas no sé de dónde y le replico:

—¡No hables así de mi madre nunca más!

—Tengo derecho a decir de ella lo que quiera y me apetezca, y tú vas a escuchar todo lo que voy a decir para que de una vez por todas sepas quién era tu madre.

Me mira con fijeza, con los ojos desorbitados por la rabia, el resentimiento, el odio…

—Tu madre llegó al pueblo preñada de un novio que tuvo en la capital. Tu abuelo hizo lo mejor que pudo hacer para no convertirse en el hazmerreír de una cruel y cerrada sociedad rural: ocultarlo. Por suerte, el niño nació muerto. Tu abuelo habló con mi padre y decidieron que tu madre se casara conmigo. Sus buenos dineros le costó a tu abuelo que mi padre consintiera tal acuerdo. Yo fui un estúpido y acepté. Y lo hice porque no tuve más remedio. ¿Crees que yo soy un santo para aguantar con lo que otros han probado, así, sin más? Mis andanzas me habían reportado más de un disgusto con mi padre, mis deudas de juego superaban mi sueldo y se acumulaban sin remedio; me amenazó con desheredarme.

El tono de su voz es muy desagradable. Escoge y remarca las palabras que sabe me pueden herir más. No quiero intervenir, para que de una vez por todas vomite toda esa mala baba que tiene hacia ella.

—No puedes imaginar lo que es pasar tu vida con una mujer que constantemente piensa en otro hombre, que tiene la insolencia, después de años en los que no se queda embarazada, de culparme a mí porque ella ya se había preñado una vez. Como un estúpido, me convencí de que si lográbamos tener un hijo se olvidaría del anterior. Cuando por fin nació tu hermano Tomás, estaba pletórico. Pensé que sería el fin de todas nuestras desgracias, tras los primeros años de matrimonio en los que manteníamos una auténtica batalla. Y así fue, tu madre se dejó domar y las cosas rodaron mejor.

—¿Alguna vez te has puesto en su lugar?, ¿te has preguntado qué sucedió en esa casa cuando ella llegó, el maltrato que pudo recibir por parte de su padre? —pregunto con un nudo en la garganta que me ahoga, y con una cara de desprecio que no disimulo y que él capta al momento.

—¿En su lugar? ¿Se puso ella en el mío?

—No sé cómo mamá pudo aceptar casarse contigo. ¡Eres un machista de mierda, incomprensivo, intolerante, rencoroso…! —digo presa de un odio atroz.

—Era lo mejor que podía conseguir —responde, encogiendo los hombros y con una mueca de desprecio que nunca olvidaré.

Mi animadversión es tan intensa que no sé si levantarme y salir corriendo o seguir allí escuchando las palabras de un resentido y malévolo ser, con la idea de que esta sea la última conversación que mantenga con el que hasta ahora había sido mi héroe y objeto siempre de mi admiración.

Su rostro se relaja, intenta un esbozo de sonrisa que no logra…

—Perdóname, hija. No te sientas ofendida por mis palabras, me he dejado llevar por la ira. Sé que todo esto debe de resultar doloroso para ti. Esa era una de las razones por las que no quería que hurgaras. No me malinterpretes, el matrimonio no es nunca lo que uno espera. Siempre tiene secretos, a veces inconfesables —dice de pronto, cambiando su tono de voz y la crudeza de sus palabras, cuando ha visto que me ha llevado al límite de mi aguante.

—Yo, en su lugar, hubiera preferido quedarme soltera o pegarme un tiro antes que casarme con una persona como tú —manifiesto con la mayor agresividad de la que soy capaz.

Por un momento, calla. Mi intencionada agresión le ha dolido. Siento cómo se tambalea su prepotencia. Reflexiona. Lo noto en su entrecejo fruncido, en el prolongado silencio. Mi expectación crece. No sé por dónde va a salir. El repiqueteo acelerado de mi corazón me avisa de que debí evitar que se me fuera de las manos: ya es tarde.

—Muchas veces le eché en cara lo mismo que tú acabas de decir. Creo que aquella mañana los dos fuimos a la iglesia con mucho que ocultar y una pistola apuntándonos al pecho, para que no nos echáramos atrás. Culpables por nuestras equivocaciones, nos castigaron a la cárcel de un matrimonio en el que nos encerraron de por vida.

—Matilde, la hija de la tía Carmen, me dio esta fotografía. Mamá me dijo que no había ninguna foto de vuestra boda, y era mentira. Se la ve muy triste.

La observa con ojos vidriosos, su gesto se suaviza y se echa a llorar. Me parte el corazón ver a mi padre de esa manera. Todos somos piezas mal colocadas en este dichoso rompecabezas. Unos de una forma y otros de otra, hemos contribuido a que esta historia tenga un triste final, incluido el destino, que tenía escrito en el libro de la vida la hora, el día y el lugar del fallecimiento de mamá.

—No te puedo decir si estaba triste o no porque cuando llegué a la boda estaba tan borracho que ni me fijé en ella. No sé cómo me mantuve en pie en el transcurso de la maldita boda. Durante el convite, seguí bebiendo…

—Vale, papá. Vamos a dejarlo.

—Ahora no. Querías saber y vas a saberlo todo —me echa en cara, con el rostro desencajado.

—Ya sé lo que me interesa.

—Lo que te interesa, ¿y lo que me interesa a mí? Te has empecinado en poner patas arriba nuestras vidas, en sacar los trapos sucios. ¿Qué pretendes con ello?

—Averiguar por qué mamá se marchó. Como comprenderás, no resulta muy normal que una mujer, que no ha salido nunca sola de su casa, se decida a tomar un avión y viajar a Nueva York. No entiendo por qué me abandonó —digo, sin poder detener el llanto que desde hace rato me embarga.

—O sea, todo para acallar tu conciencia. Para que la niña egoísta se quede tranquila de que ella no es la causante de nada. Pues, para que te enteres, la única verdad es que tu madre nos ha engañado a todos, incluso a ti, y cuando le ha venido en gana se ha ido a la búsqueda de su amante.

—¡No es tan simple, papá! —grito—. Ella nunca se ha puesto en contacto con Ricardo, ni lo ha visto desde que llegó aquel aciago día al pueblo con la intención de comunicar al abuelo que tenía novio, que se había quedado embarazada y que pensaba casarse con él. Hice que un detective del bufete lo localizara. Ha vivido desde entonces en Nueva York. ¡Ni siquiera él sabía que mi madre viajaba en aquel avión! La noticia de su muerte se la di yo hace unos días.

La cara de mi padre no esconde su sorpresa. Tengo la impresión de que él también tiene muchas sombras alrededor de mi madre, pero amparado en su indestructible machismo ni siquiera se ha parado a recapacitar sobre ello o a intentar aclarar la situación.

—No sé si mamá llegó a quererte o no; pero con nosotros, tus hijos, se desvivió hasta lo indecible. Tú nunca estabas a su lado, no la escuchabas, pero su llanto oculto entre las cuatro paredes del dormitorio, que yo espiaba con el corazón en un puño, detrás de la puerta, delataba su pena. Cuando echaste de casa a Tomás era la segunda vez que le arrebataban a un hijo. Ahora lo entiendo todo. Entonces tampoco pude prestarle mucha ayuda debido a mi ignorancia. No sabía interpretar aquello. Ella nunca quiso que yo sufriera. Quería algo distinto de lo que ella tuvo. Y sí, me siento culpable, papá. Tú lo has dicho. Por eso tengo que saberlo todo, aunque conocer me deje el alma hecha jirones. De otro modo, haciendo la vista gorda o estando ciega ante lo evidente, no me lo perdonaría nunca. Tengo la necesidad de acabar con los reproches personales y ajenos. Una nueva vida viene a este mundo y quiero recibirla en paz.

—Poco después de casarnos, la obligué a jurar ante la Biblia que nunca más vería a ese hombre. Lo juró, llorando, pero lo juró. Nunca la creí.

—Papá, ¿cómo pudiste ser tan cruel?

—Tampoco me interesé en averiguar por dónde andaba ese malnacido de Ricardo. Nunca supe que estaba en el extranjero. Pensaba que pululaba por los alrededores. Por eso quería que tu madre saliera siempre acompañada. Cuando mi hermana se vino a vivir cerca, pasaba casi todo el día aquí, en casa, lo que fue un alivio para mí. La desconfianza y los celos han perturbado siempre mi vida íntima con tu madre. Era difícil no acordarse de todo las pocas veces que consintió estar entre mis brazos.

—No lo puedo jurar, pero creo que ella nunca te fue infiel.

—Nunca pongas la mano en el fuego por nadie, María. Parece mentira que seas tan inocente con la edad que tienes —me dice con desprecio.

—¿Supiste qué fue de su hijo?

—Nació muerto.

—No es cierto.

—¿Crees que te miento?

—El abuelo contó a mamá antes de morir que se lo dio a una familia.

—¡Me cago en la puta! Te lo juro, María. Nunca supe nada de eso. Mi padre me dijo que había nacido muerto —dice apesadumbrado.

—¿Por casualidad sabes por qué no la dejó casarse con Ricardo?

—Nunca me interesó, ni siquiera me lo planteé.

El silencio se hace entre nosotros.

—Mejor dejarlo estar —dice mientras coge mi mano intentando recabar mi afecto—. Me marcho, esta tarde tengo que ir al banco, he quedado con un cliente.

Se levanta de la mesa y me deja ahí, sin salir de mi aturdimiento. Antes de marcharse, me besa en la cabeza y se despide con un «no dejes de avisarme cuando te pongas de parto». Como si no hubiera pasado nada y en los postres hubiéramos mantenido una conversación trivial.

Dolores acude en mi auxilio. Se sienta a mi lado. No sé si ha estado escuchando lo que nos hemos vociferado, ni me importa. Ella no habla, coge mi cabeza y la apoya en su pecho. Me refugio en ese acogedor lugar y doy rienda suelta a mi llanto.

—Tranquila, mi niña. Tu padre te quiere, lo mismo que tu madre, no dejaba de repetirlo. Nunca lo olvides.

—Eso me dijo el último día que hablé con ella, sin saber que se trataba de una despedida.

—Porque es la verdad.

Me recompongo, limpio mis lágrimas y sonrío. Me siento mejor tras su afectuoso abrazo y sus dulces palabras.

—Gracias, Dolores. Ya está todo aclarado. Dudaba si hablar con él o no. Creo que he hecho bien. Aunque tengo el corazón en un puño y casi no puedo respirar. Ya conoce la otra versión de la historia, quizá sirva para templar el rencor que siempre tuvo hacia mi madre.

—Seguro que sí, mi niña. Y deja ya de preocuparte por todos y piensa en Elenita, que es lo que importa ahora.

—Por ella lo hago precisamente, Dolores. Por cierto, ¿tienes la llave del trastero? Tenía pensado bajar a buscar la toquilla de lana que hizo mamá, la recordé cuando mi amiga Silvia me llevó un trajecito para la niña.

—Claro que la tengo. Aún recuerdo el primor con que la tejió, estaba tan ilusionada. ¡Vamos!

—Eres la mejor —digo dándole un sonoro beso.

En el ascensor, Dolores intenta animarme hablando sobre cómo será mi hija. Le sonrío, sin gana.

—¡Dios santo, cuánto polvo hay aquí! Tendré que bajar con la escoba y la fregona.

—Tú ya no estás para esos trotes, Dolores —digo riendo.

—Vamos, mi niña. Aún tengo que dar mucha guerra y cuidar de esta criaturita —dice señalando a mi barriga.

Abrimos un armario en el que hay trajes antiguos de mi padre, algunas mantas y cajas muy bien puestas unas encima de otras. Todo perfectamente ordenado. Cojo la de arriba. Una caja de cartón de color blanco brillante, con unas preciosas rosas impresas por toda ella, y una pegatina en la que la redonda letra de mamá había escrito: «Ropa para el bebé de María».

—¡Aquí debe de estar! —digo sorprendida.

La abro un poco y veo algo envuelto en papel de seda.

—Ni se te ocurra abrir esa caja hasta que llegues a tu casa, si no se empolvará todo lo que hay dentro —me ordena Dolores.

Obediente, la cierro. La oigo cuchichear mientras cierra el trastero que ya bajará otro día a limpiar.

Nos despedimos. Emocionada, me besa y me promete que irá a la clínica cuando nazca Elenita.

Salgo a la calle con la caja bajo el brazo, deseosa de recibir el aire frío en la cara. Me inquieta una sensación de hormigueo interior que no sé a qué atribuir, como una oscura intuición de que algo malo va a sucederme.