XIII

—Buenas tardes, María. Perdona mi tardanza en llamar, pero necesitaba poner mi cabeza en orden antes de volver a hablar contigo. He sufrido un gran impacto con la noticia de la muerte de Elena, de tu madre.

—Hubiera preferido no tener que darle nunca esa terrible noticia, pero pensé que debía saberlo.

—Por favor, tutéame —dice, intentando con ello disminuir la tensión que se masca a los dos lados de la línea telefónica.

—Como quieras.

—Aunque es complicado aceptarlo y no creo que pueda superarlo en toda mi vida, te agradezco de todo corazón lo que has hecho. Nunca imaginé que ella moriría antes que yo. Siempre fantaseé con un reencuentro, con poder terminar nuestra vida juntos, como debió ser desde un principio. Eso me daba fuerzas para soportar su ausencia, para saciar el deseo de tenerla a mi lado y poder abrazarla con fuerza. Y digo fantasear, porque sabía que estaba casada y no quería entrometer el pasado en vuestra familia.

—Ha sido inesperado para todos.

—Ahora que estoy más tranquilo, me gustaría que me dijeras cómo has dado conmigo.

Le cuento la historia a partir de la postal que encontré en el bolso de mi madre y las indagaciones realizadas por Javier.

—Esa postal se la envié el día de los enamorados de hace dos años. Tantos años esperando y cuando viene a buscarme la muerte me la arrebata. ¡Qué cruel es el destino con algunas personas! ¡Qué desgracia!

Durante unos segundos el silencio regresa, interrumpido por el suave jadeo de nuestras respiraciones.

—No sé si sabrás que fuimos novios.

—Lo sé.

Titubea un instante.

—Nos conocimos en Valladolid. Cuando la vi aparecer con el delantal y la cofia blanca, que resaltaba el negro de su trenza, creí que estaba ante un ángel. Hasta mi profesor se dio cuenta, le ordenó que se acercara a nosotros. Tímidamente ella se puso a nuestra vera, se me iban los ojos tras ella. Un día me armé de valor y le pedí que saliera conmigo.

—Algo sé.

—¿Te lo contó Elena? —pregunta con curiosidad.

—No —digo apenada—. ¡Ojalá…! Por desgracia, ella no quiso compartir nada referente a esa época conmigo. Lo leí en su diario. Lo encontré en el desván de la casa de mis abuelos, en Medina.

—Sí, ahora lo recuerdo, llevaba un diario —dice y lo oigo reír—. Me habló de ello en alguna ocasión. Le preguntaba sobre lo que escribía de nosotros y se sonreía. Nunca me lo enseñó.

—De ti hablaba muy bien. Decía que eras el hombre más guapo del mundo.

—María, yo he querido a tu madre toda mi vida. Y a estas alturas, sigo sin comprender la actitud que tuvo conmigo. Sabía que ella también me amaba, no pude compartir nunca su decisión. Me marché despechado de mi país y de su lado, aunque me duró muy poco, por eso no paré hasta que la localicé. Le escribí una carta pero ni siquiera puse remite. No pretendía que se sintiera obligada a nada, solo que supiera que vivía al otro lado del océano y que entendiera por qué me marché. No me puedo quejar, he tenido un buen trabajo, una buena casa y lujos, aunque siempre me ha faltado ella a mi lado.

Escucho lo que dice. Me resulta raro que aún no haya comentado nada del embarazo. Debe de creer que, como mamá nunca me habló de él, yo ignoro ese hecho. No querrá ensuciar la memoria de mi madre. Pero ya no quiero más lagunas, ni secretos. Necesito poner todas las cartas boca arriba.

—¿Por qué no me cuentas lo del embarazo de mi madre?

Se sorprende por mi pregunta, comienza a justificarse como si yo lo culpara de lo que ocurrió.

—María, yo estaba deseando casarme con tu madre, creo que ella también. Fue un error imperdonable por mi parte. Yo era casi médico, debí utilizar medios, pero me dejé llevar por la pasión —dice azorado—. Tu madre me volvía literalmente loco. Me he culpado por ello todos los días de mi existencia. Elena era una niña, no debí ponerla en peligro. Ella tenía miedo a la reacción de su padre, yo la animaba, aunque intuía el golpe que en su familia tendría el estado en que se encontraba. Esperaba señales de ella, tal como habíamos pactado para ir a hablar con él. Al no recibirlas y pasar el tiempo, fui hasta Medina. No pude verla por más que lo intenté. Tu abuelo me lo impidió. Vagabundeé por el pueblo hasta que me gasté todo el dinero y me tuve que marchar. Después esa carta…, ¡por Dios!

—¿Qué carta? —pregunto con cautela, recordando lo que había escrito en la cuartilla que encontré sobre un «trágico suceso».

—Me escribió diciendo que nuestro hijo había nacido muerto y que por tanto ya no existía nada que nos mantuviera unidos.

—No es cierto, nació vivo.

El silencio es tan intenso que pienso que se ha cortado la comunicación. Me quedo esperando con el corazón latiendo con tanta fuerza que retumba en mis oídos.

—No puede ser, no creo que Elena me engañara en algo tan importante.

Ricardo escucha las explicaciones que doy sobre lo que ocurrió en realidad el día del parto de mamá, a la vista de todo lo que hemos descubierto. Su silencio es interrumpido, de vez en cuando, por un escueto «sí». Lo imagino intentando asimilar la retahíla de información que le suministro y, en especial, hacerse a la idea de que es posible que tenga un hijo.

—Entonces, está vivo.

—Ha pasado mucho tiempo, pero de que nació vivo estamos seguros.

—¡Dios mío! Tengo un hijo, un hijo.

—Hay algo que me gustaría que me aclararas, si puedes, Ricardo.

—¿El qué?

—¿Tú sabes por qué mi abuelo no permitió a mamá que se casara contigo?

—No. Elena decía en la carta que me escribió que la causa era la muerte de nuestro hijo. ¿Por qué? ¿Tú sabes algo?

—Al escuchar tu apellido, el abuelo juró que nunca permitiría que se casara con un Fortea.

—Me dejas de piedra.

—¿Nunca oíste nada que te hiciera sospechar?

—Jamás. Es verdad que yo tuve poco contacto con la familia. Mi padre estuvo en la cárcel durante la guerra y allí enfermó de tuberculosis. Cuando salió era casi un inválido, siempre estaba enfermo y pasaba grandes temporadas en el hospital. Murió cuando yo tenía nueve años. Me enviaron a Valladolid interno al colegio de San José de los jesuitas para estudiar el bachillerato, luego continué con la carrera y después, cuando me cercioré de que no tenía posibilidades con tu madre, me vine a Estados Unidos. He regresado en contadas ocasiones y siempre por cuestiones luctuosas, como el fallecimiento de mi madre o el de mi hermano.

—Eres de Tudela del Duero, ¿verdad?

—Sí, y nunca había estado en Medina hasta que fui a buscar a Elena.

—Javier, el investigador, me dijo que allí no te queda familia.

—Que yo sepa no, por lo menos cercana. Me llevaba doce años con mi hermano y cuando yo era un crío él trabajaba ya en el campo. Apenas tuvimos contacto. Mi hermana aún vive, nos llevamos diez años y se conserva muy bien. Hablaré con ella para ver si sabe algo.

—Hemos pensado, mi hermano y yo…

—¿Tienes un hermano? No me habías dicho nada.

—Perdona, como no ha salido en la conversación, se me pasó. Sí, un hermano mayor que yo; se llama Tomás, como mi padre.

Me sale espontáneo de corrido, luego me arrepiento de nombrar a mi padre delante de él, una tontería, pero me desconcierto y durante unos segundos pierdo el hilo.

—Como te decía, hemos pensado que el mismo investigador que ha dado contigo continúe sus averiguaciones hasta facilitarnos con exactitud todos los detalles de esta historia. Es de mi entera confianza, trabaja para mi bufete. Claro, siempre que a ti te parezca bien.

—Por mí, está bien. No creo que mi vida vuelva a ser la misma, y si tengo un hijo… no me gustaría morir sin conocerlo —dice apenado.

Nada más colgar, Gonzalo me acribilla a preguntas, a las que respondo sin entusiasmo. Desde que Tomás nos confesó que mamá había hablado con él, me siento fatal.

Oír de boca de mi hermano que mi madre le había contado su secreto, me cayó como un jarro de agua fría. Es inmaduro sentirme celosa por no ser la protagonista de las confidencias de mi madre, lo sé. Creía que teníamos una estrecha relación y esto me indica que era una fantasía. Para colmo, me confirmó que él sabía que viajaba a Nueva York.

Consecuente con lo que había pactado con mi madre, Tomás tardó en responder; incluso estuvo a un tris de negarlo. Menos mal que se decidió a terminar con la red de mentiras que se habían ido entretejiendo con el paso del tiempo.

Nos explicó que, tras aquella conversación, no había vuelto a hablar con mamá de aquello, por eso le sorprendió que en el mes de mayo fuera a verlo para avisarle de que se marchaba en busca de Ricardo porque necesitaba encontrar a su otro hijo. No dijo ni cuándo ni cómo y Tomás tampoco preguntó.

Al escuchar aquello me entró un ataque de nervios y estuve a punto de tirarme a su cuello…, lo habría hecho si Gonzalo no me hubiera sujetado.

Que no nos dijera nada, ni siquiera tras su muerte, era algo difícil de perdonar; que negara con sus gestos y palabras, cuando yo obsesivamente preguntaba en aquellos complicados días qué hacía mamá en ese avión, es incomprensible. Por mucho que mi madre no quisiera que me enterara, aquella promesa perdía validez tras su muerte. No entiendo a qué ese ensañamiento con papá y conmigo, a no ser que nos castigara y de esa manera se vengara de nosotros.

Tomás no esperaba mi reacción, acostumbrado siempre a que yo sea dócil y comprensiva… Después de aquello estuvimos toda la tarde hablando; confesiones, llantos y más llantos, enigmas al descubierto, propósitos y un futuro libre de rencillas y entuertos para mi hija nos llevaron, al final, a fundirnos en un tierno abrazo donde nos reencontramos como hermanos.

—¿Y dices que Ricardo no sabía nada del odio hacia su familia? —pregunta Gonzalo.

—Se ha quedado tan sorprendido como nosotros. Javier se encargará de continuar buscando pistas a ver si damos con mi hermanastro.

—¿Cómo se ha tomado lo de que su hijo puede estar vivo?

—La nueva meta de su existencia. Antes era esperar que mi madre volviera con él, y ahora no parará hasta dar con su hijo.

Una semana de intensas lluvias ha sido la antesala de los primeros fríos, que sin darnos cuenta se nos han echado encima. Ayer estuve en el ginecólogo, me encontró muy bien. Según sus cálculos, me queda un mes. El que sea tan cercano el parto nos produce sentimientos encontrados de deseo y miedo. Gonzalo y yo no hablamos de otra cosa, fantaseamos con el momento en que tengamos a la niña en nuestros brazos.

Desde que Ricardo me telefoneó, he hablado en diversas ocasiones con él. Aún anda asimilando la noticia que le di. Me contó que durante un tiempo estuvo muy enfadado con Elena por haberle traicionado, hasta que comprendió que ella fue un peón más del juego macabro en el que el abuelo la había obligado a participar.

Lo que más le atormenta es que aún no haya pistas sobre ese niño, su hijo, y se teme lo peor, que en verdad muriera. A través de nuestras charlas, he podido sentir que Ricardo es una persona cálida, simpática y muy educada. Está deseando viajar a España para conocernos y se muestra entusiasmado con el nacimiento de Elenita. Es como si hubiera encontrado una familia a la que aferrarse tras la pérdida de lo que era su mayor ilusión, reencontrarse con mamá; lo que lo mantuvo vivo, según dice, durante todos estos años.

Echo mucho de menos a mi madre, cómo no, sin embargo ahora puedo recordarla sin que me asalte la honda tristeza o la temible curiosidad. Estoy orgullosa de saber que fue capaz de tomar una decisión en libertad movida por el amor hacia ese hijo al que no pudo acunar en sus brazos.

Mi hermano Tomás está entusiasmado con ser el padrino de mi hija y no le desagrada la idea de compartir su padrinazgo con mi amiga Silvia. Llama todos los días preguntando por nosotras y me tiene la casa llena de peluches que compra casi a diario. Sospecho que la va a malcriar.

Hoy he quedado con papá para almorzar, aprovechando que Gonzalo va a comer con sus jefes. Dolores va a preparar caldereta de cordero, que no sé si podré saborear como me gustaría, porque desde hace algunas semanas mi estómago rebosa en cuanto pruebo dos bocados. Cada vez que tengo ardor de estómago, me acuerdo de las bromas con Silvia de que Elenita tendrá una gran melena rizada.

La sentencia de mi madrina, cuando nos despedimos por teléfono, de que «papá estaba al tanto», es lo único que me inquieta últimamente. En el fondo no sé si quiero preguntar a mi padre sobre ello. Visto lo que conocemos, no sé en qué puede beneficiar meter a mi padre, otra vez, en todo este lío. Papá ya dejó clara la actitud machista que había tenido hacia mi madre en su convivencia matrimonial, y quizá eso fuese un elemento que mi madre valoró a la hora de decidirse a viajar hasta Nueva York.

Ahora que mi vida va entrando en normalidad, que puedo decir que he vuelto a encontrar la paz conmigo misma, que estoy feliz…, me espanta remover la mierda.

Hasta hace unos meses tenía a mi padre idealizado. Era el mejor del mundo, me sentía afortunada por ello. Quizá esa idílica opinión no me permitía atisbar cómo era en realidad y ahora, al albor de los problemas surgidos, se ha mostrado como verdaderamente es.

La continua irritabilidad de mi padre hacia mi hermano o mi madre la justificaba bajo frases hechas como: «es así, hay que comprenderlo, haces todo lo posible por enfadarlo, mamá, deberías acompañarlo a la cena, siempre lo dejas solo…». Sin pararme, desde mi privilegiada posición de persona querida, a meditar sobre la dificultad para convivir con una persona autoritaria, intolerante y déspota.

No he sabido reconocer sus fallos y, sin embargo, mis padres, mi hermano, mi marido, mi hija, yo misma, somos humanos con muchos defectos y, tal vez, escasas virtudes.

Contemplo la constelación familiar desde nueva óptica; mi visión de todos los integrantes ha cambiado en un signo de madurez no exento de dolor. Pero ¿hasta qué punto soy sincera? No ahondar en determinadas parcelas supone no querer enfrentarme a la totalidad de los hechos. Otra vez escondiendo la cabeza bajo tierra, cual avestruz; ignorando lo malo, sepultándolo en la memoria para no contaminar mi perfecta vida. Deseo terminar con este mundo familiar de mentiras, que Elenita nazca en un hogar en el que, desde la sinceridad y la libertad, se contemple la diversidad, se rechace la exclusión y se defienda el cariño. No puedo taparme los ojos ante la hipocresía, la patraña o la falsedad.

Debo concluir lo que empecé, hasta sus últimas consecuencias.