XII

Estos días de reposo me han servido para preparar la canastilla con las cosas de Elenita. He metido unos pijamas de primera postura, un gorrito y unas manoplas para que no se arañe. Los pañales, los baberos, chupetes, patucos de lana, colonia y peines.

A la hora del desayuno, Silvia se presenta en casa con un regalo. Se ha enterado de que sufrí un desmayo porque el lunes por la noche llevó a unos compañeros que habían venido de Luxemburgo a la discoteca en la que Tomás trabaja y estuvo hablando con mi hermano.

Le cuento por encima lo que he averiguado desde que nos encontramos en el parque. Hago hincapié en la extraña reacción de mi hermano y su comportamiento huidizo desde aquel día.

Igual que nosotros, piensa que la noticia no fue nueva para él. Y también se aflige cuando le hablo de la impresión que se llevó Ricardo.

—El caso es que no noté nada raro en tu hermano. Ya te digo, muy cordial con todos. Estos compañeros quedaron impresionados con su trabajo. La verdad es que cada vez hace mejor música, tiene un toque especial que te engancha.

—Por fin encontró su camino —digo riendo—. Me alegro por él, pero su reacción no fue normal, y menos que no haya vuelto a contactar con ninguno de nosotros. Al menos, ahora, sabemos que está bien y trabajando.

—Dale tiempo. A Tomás todo le cuesta un gran esfuerzo.

—Lo sé, Silvia. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Dejemos las tristezas a un lado y disfrutemos de lo que está por venir. ¡Anda!, abre el regalo.

Una caja con un gran lazo rosa, y dentro envuelto en papel de seda un trajecito.

—¡Oh! ¡Me encanta! Es precioso. Este me lo voy a llevar a la clínica. Gracias, amiga. Ahora te necesito más que nunca —digo mientras la beso.

—Estaré a tu lado, no te preocupes. Nada más verlo supe que sería para mi ahijada. Tiene un color rosa lindísimo. Y los lacitos de los puños…

—Me acabo de acordar de que mamá tejió una toquilla de lana cuando me quedé embarazada la otra vez, quizá Dolores sepa dónde la guardó.

—Te vendrá muy bien. Cada día hace más frío.

Silvia es muy distinta a mí tanto en el físico como en forma de ser. Baja de estatura, delgada como un alambre, no es demasiado agraciada. Cuando la conocí ya no usaba el corsé para corregir la escoliosis que los médicos le diagnosticaron nada más entrar en la pubertad y que la acompañó durante cinco largos años. Es admirable su poder de superación. Habla de ello sin acritud. Siempre sabe ver el lado positivo de todo lo que sucede y se ríe hasta de su propia sombra con una hilaridad contagiosa capaz de despertar una sonrisa a un muerto.

Todas las oscuras nubes que ocupan mi cabeza se alejan mientras ella está en casa. Parezco otra, disfruto del momento, me noto sosegada y por primera vez en meses siento que lo más importante es la maravillosa criatura que se gesta en mi interior.

Durante casi una hora seguimos charlando. Reímos con ganas con sus ocurrencias sobre los parecidos de la niña y la mata de pelo que va a tener según sus augurios. El tiempo pasa volando. Silvia se marcha y me deja a solas con mis reflexiones.

Dos días desde que telefoneé a Ricardo y aún no me ha devuelto la llamada. Estará asimilando la terrible noticia, me digo. No voy a insistir, ahora debe ser él quien mueva pieza. Tengo que poner punto y final a la fuga de mi hermano, si hace falta iré a la discoteca a buscarlo. Me gustaría ver qué cara pone cuando me vea aparecer.

Hablo con papá todos los días. Parece que mi desmayo sirvió para suavizar nuestras relaciones. Ha prometido venir a verme. Quiero que nos mantengamos unidos, que Elenita pueda disfrutar de la familia que le queda.

El timbre del teléfono me sobresalta. Pienso en la posibilidad de que sea la llamada que espero de Ricardo. Me equivoco, es mi madrina; quiere saber cómo he digerido la información que me facilitó. Dudo si contarle que he sufrido un bajón de azúcar; al final pienso que debe estar al corriente y, tal como me temía, la pobre comienza a lamentarse pensando que podía haber sido la causante de una desgracia mayor. La tranquilizo, charlamos y me hace prometer que la avisaré en cuanto la niña nazca. Se despide con unas palabras que me dejan intrigada: «Termina cuanto antes con el pasado, María. Debes hablar con tu padre, él no es ajeno a todo esto».

Tras colgar, me voy a la cama. Estoy un poco cansada de tanto acertijo, más bien harta. El desánimo atrapa poco a poco mi voluntad; me siento sensible, vulnerable, física y psíquicamente. La barriga cada día es más molesta, no me encuentro cómoda en ningún lugar donde me dejo caer. No sé cómo voy a poder aguantar lo que me queda hasta la fecha prevista para el parto. Y por si fuera poco, cada día estoy más aprensiva. Cuanto más cerca veo el final, más asustada estoy.

No me reconozco en medio de tanta contradicción. La seguridad que he tenido siempre y que tanto alababan mamá y Gonzalo ha desaparecido por completo. Lo acontecido ha dado al traste con ella. Nada aparenta ser lo que es en realidad, ni nadie es lo que dice ser. Quizá tampoco la seguridad sea una de mis cualidades, sino la máscara con la que he disfrazado mis limitaciones. ¡Estoy tan confundida!

Gonzalo acaba de llegar a casa. Viene al dormitorio y se sienta a mi lado, con dulzura me palpa la barriga. Elenita se mueve contenta de sentir a su papá. No puedo imaginar mi vida sin él. Tiene la habilidad de traer la paz a mi espíritu.

—Dime que todo va a salir bien —suplico como forma mágica de anular lo que estoy sintiendo.

—Todo va a ir bien, cariño. No lo dudes —dice tranquilo, mirándome a los ojos y besando mi boca.

Esta expresión de amor me devuelve el ánimo y me confirma que todo irá como es debido. Quiero cerrar las puertas a la tortura de la especulación sobre el pasado y la perplejidad ante el inminente futuro, ante lo desconocido. Repito, todo va a ir bien…, todo va a ir bien…, todo va a ir bien…, mientras me dejo acunar entre sus brazos.

—¿De verdad que no ves otra solución para hablar con tu hermano que presentarnos en la discoteca?

—A mí no se me ocurre otra. Y no la habría propuesto si no me hubiera dicho Silvia que se lo encontró allí. Yo pensé que se había fugado del país.

—A veces me pregunto si no me habré casado con una loca.

—Pero ¿qué tiene de malo? No creo que vaya a ser la única embarazada que acuda a esos antros de perdición —bromeo.

—¿Y qué me dices de las indicaciones del médico?

—Te prometo que no bailaré, ni beberé, ni fumaré, ni…

—Mira que eres cabezona. A ver, deja que vuelva a intentar localizarlo; si no es así, esta noche voy a por él y te lo traigo de una oreja para que confiese de una vez por todas. ¿Trato hecho?

—De acuerdo, me parece bien, en el fondo no me apetecía mucho ir a ese sitio —digo riendo para desesperación de Gonzalo, que me atormenta haciéndome cosquillas, lo que más odio del mundo.

Las manecillas del reloj están a punto de marcar las nueve. He pasado la tarde trabajando en unos estados de cuentas que forman parte de un caso y que necesitaban con urgencia. Fuera es noche cerrada, las nubes tapan la creciente luna y las estrellas. Parece que el tiempo está cambiando, incluso se percibe en el ambiente un ligero olor a tierra mojada. Doy unos cuantos paseos por la habitación para estirar las piernas y la espalda. No he tenido noticias de Gonzalo, no sé si habrá localizado a mi hermano. Recojo los documentos y voy hacia la cocina para preparar la cena. Oigo la llave en la cerradura. Gonzalo y mi hermano entran.

—¡Mira a quién te he traído! —dice Gonzalo riendo—. Bueno, más bien lo encontré en la calle, venía hacia aquí. El mérito es suyo.

—Hola, hermanita —dice besándome.

Lo miro con cara de pocos amigos y me sonríe.

—Perdona. Necesitaba tiempo.

—Sentaos —dice Gonzalo—. Voy preparar algo de cena; mientras, podéis hablar.

Tomás me coge de la cintura y me lleva para el salón. Me pregunta por Elenita y bromea con mi figura deforme. Nos sentamos frente a frente. Su voz es fuerte, no titubea y me transmite tranquilidad. Me advierte que no le interrumpa, como si se hubiera aprendido lo que va a decir de memoria y temiera que con mi injerencia pueda olvidarlo.

—María, ¿recuerdas el día que papá me echó de casa?

Quiero gritar que sí lo recuerdo, ¡cómo iba a olvidar ese día! Sin embargo, respeto su petición y asiento con un leve movimiento de la cabeza.

—Ese día, cuando salía con la bolsa en la que había metido alguna ropa, pasé a despedirme de mamá. Estaba en su dormitorio, lloraba sin parar y al verme me abrazó. No dejaba de repetir que era el segundo hijo que perdía en su vida y que tampoco en esa ocasión podía hacer nada. La consolé y pensé que lo de «segundo» debía ser una equivocación.

Lo miro con cara de sorpresa, no necesito preguntar nada, continúa relatando.

—A la mañana siguiente, fui a verla cuando sabía que en la casa no había nadie. Bueno, Dolores brujuleaba por allí, como siempre, y nada más verme llegar también se echó a llorar; me rogó que hablara con mamá, que no se había acostado en toda la noche y no cesaba de sollozar y lamentarse. Entré a verla, estaba sentada en la calzadora de su cuarto. Tenía los ojos hinchados y unas ojeras violáceas que nunca he olvidado. Me senté a su lado y después de un largo silencio le pregunté por qué había dicho lo de «el segundo hijo» que perdía. Su respuesta fue rápida y serena. Me contó que cuando estudiaba en Valladolid conoció a un chico, se hicieron novios, se quedó embarazada pero no se casó con él y tuvo un hijo. Cuando quise saber dónde estaba, me respondió que ella lo había parido, y que luego se lo habían quitado; aunque su padre manifestó que había nacido muerto, ella había oído al médico decir que era un precioso niño.

—«Un niño precioso» —musito para no interrumpir el discurso de Tomás, y recuerdo las mismas palabras en boca de mi madrina.

—¿Imaginas lo que me entró? No sabía qué decir. Ella llevaba mucho tiempo guardando tanto dolor que fue como abrir el tarro de las esencias; no paraba de hablar: el maltrato al que la había sometido su padre, el casamiento no consentido con papá, los problemas para tener hijos…, y yo no entendía nada.

Contengo mis manos, que quieren pegarle, y me tapo la boca para no chillar que es un imbécil. Yo intentando averiguar qué había sucedido en la vida de mi madre y resulta que mi hermano está al tanto y para colmo me lo ha ocultado todos estos años.

Gonzalo entra despacio y se sienta a mi lado, se integra como un observador más de la declaración de mi hermano, que cada vez está siendo más reveladora.

—Cuando el abuelo se puso enfermo y ordenó que fuera mamá a cuidarlo, ella se opuso; luego, pensó que quizá sería una manera de sonsacarle la verdad sobre su hijo, por eso estuvo a su lado hasta que murió.

Una pesada losa me aplasta el pecho. No puedo respirar. Suspiro, sin conseguir el ansiado aire. Me levanto, inspiro profundamente y me vuelvo a sentar. No quiero desfallecer, cada vez me siento más débil, todo me da vueltas y oigo la voz de Tomás cada vez más lejana.

—Pasaban los días y el muy cabrón no abría la boca. Cercano a la muerte, el malnacido pidió perdón por todo lo que le había hecho. No quería cargar con aquella culpa y mamá lo perdonó.

—¡Qué desfachatez! —exclama Gonzalo indignado.

—En sus últimos instantes de vida le confesó que su hijo no había muerto, que se lo había entregado a una familia el mismo día que nació.

—Entonces, ¿mamá sabía que su hijo vivía?

—Sí.

—¿Y no hizo nada por buscarlo? No lo puedo creer.

—Eso mismo dije yo y me respondió, ahogada en lágrimas, que no sabía por dónde empezar. El abuelo no había dicho nada más y ella ni siquiera conocía el paradero de su novio.

—¿Cómo que no? Le escribió. Espera, voy a buscar la carta.

—¿Qué carta? —pregunta Tomás.

Mientras me alejo, oigo a Gonzalo relatar lo sucedido tras encontrar la postal de Ricardo. En el fondo me alegro de que tome la iniciativa, así me libera de tener que revivir todo aquello.

—Es verdad, mira esta cuartilla. Está fechada en 1998, y cuando papá te echó de casa era…

—1994 —responde con la seguridad que ofrecen los hechos que han dejado huella en tu biografía.

—No he encontrado el resto, ni el sobre, así que no sabemos si tuvo posibilidad de responder al remitente. La postal está fechada en 2007 —digo mientras se la enseño.

—Todo esto es de majaras. Me figuro el suplicio que tuvo que ser para mamá estar al corriente de que su hijo andaba por el mundo.

—Una tragedia —dice Gonzalo.

—Tomás, ¿mamá te llegó a contar por qué el abuelo no la dejó casarse con Ricardo?

Espero ansiosa la respuesta a la pregunta que tantas veces me he hecho. Hasta ahora nadie sabía nada de la conversación que habían mantenido cuando mamá se encerró con el abuelo en el despacho. Era el momento de saber lo que explicó uno de los protagonistas.

—Ella pensaba que el embarazo aceleraría su boda…

—¡Por Dios! ¡Dime ya qué te contestó! Llevo muchos meses intentando conocer todo y no veo el momento de que termines —exclamo impaciente.

Mi hermano, confundido ante la brusca interrupción, se paraliza y, antes de que pueda abrir la boca, me disculpo por mis malos modos.

Me mira a los ojos fijamente y continúa. Cojo la mano de Gonzalo y la aprieto.

—Al oír el nombre y apellidos del novio se puso como un energúmeno. Comenzó a insultarla, le pegó y anunció que nunca la dejaría casarse con un Fortea.

—¿Cómo? Yo no me entero, ¿y tú? —digo mirando a mi marido.

—Tranquila, María —interviene Gonzalo—. Deja que tu hermano se explique.

—Según mamá, por lo que no la dejó casarse era por la familia de su novio.

—Pero si ni siquiera son del mismo pueblo —manifiesto extrañada ante la afirmación.

—Después del parto y con su hijo muerto, mamá cayó en una profunda depresión. Coincidió con la muerte de la abuela y al poco se casó con papá.

—¿Te habló de dónde procedía el odio de su padre hacia los Fortea?

—Su padre no se lo dijo.

—¿Y por qué se casó con papá, si no lo quería?

—Era la única manera que tenía de perder de vista a su padre. Casarse era su única salida. Prefería estar con un hombre al que no amaba que con un monstruo, y resultó que aquella maniobra la libraba de uno para caer en las redes de otro.

Las palabras de Tomás me duelen. No adivino qué debió de sentir él, tan joven e impulsivo, cuando se enteró de aquella trama. Sus ojos se han puesto tristes y el desconsuelo marca el final de su explicación. Me levanto y lo abrazo.

Tomás estalla en un desconsolado llanto mientras me explica que mamá le suplicó que no me lo contara, por eso mantenía todo en secreto hasta que en la clínica yo saqué el tema. Aquella dolorosa confidencia de mamá supuso para Tomás una carga excesivamente pesada. No estaba preparado. Demasiado inmaduro y sin ganas de comprometerse con nada ni nadie, se alejó del problema en lugar de enfrentarse a él. Escogió las drogas como salida de aquel laberinto de desánimo en el que se hallaba. Las drogas le hacían sentirse bien y además justificaban su alejamiento de la familia.

Abrazados, lloramos por lo que tuvimos y perdimos, por lo que tenemos y no conocemos, por ser fruto de la incomprensión y la intransigencia, por las injusticias de la vida que te marcan a fuego.

En medio de aquella tormenta afectiva, una duda me asalta.

—Tomás, ¿tu sabías que mamá iba en ese avión?