Despierto en la aséptica habitación de un hospital. Cierro los párpados intentando despejarme de lo que parece un sueño. Al abrir los ojos, continúo allí, con Gonzalo, cabizbajo, a un lado de la cama, y detrás de él, Tomás, mi hermano. En el brazo una aguja introduce en mi vena, gota a gota, un líquido transparente. El presagio de que algo no anda bien me bloquea. No me atrevo a preguntar. Cierro los ojos, no puedo evitar que las lágrimas escapen por mis mejillas.
Gonzalo levanta la cabeza y me ve llorar.
—Qué susto nos has dado, cariño —dice limpiando mi cara.
Mi hermano se acerca, sonríe.
—¿Qué hago en el hospital? ¿Qué me ha pasado? —pregunto con miedo.
—Fui a despertarte y no respondías. Llamé a la ambulancia. Tardó pocos minutos en llegar, pero la espera se me hizo interminable. Te hablaba y… se me hizo eterno —dice mientras me besa la mano—. Tenías la tensión por los suelos y el azúcar muy bajo. Te pusieron un suero, comenzaste a recuperarte, aunque seguías sin despertar completamente. Quisieron traerte al hospital para hacerte una ecografía y comprobar que la niña no había sufrido daño.
—¡Oh, Dios mío! —exclamo mientras busco debajo de las sábanas.
Tocar el abultado vientre me tranquiliza, aún más cuando capto un leve movimiento de mi hija.
—¡Dime que todo está bien! —le suplico.
—Sí, cariño.
—¡Gracias a Dios! ¿No me estarás engañando?
—Yo mismo estaba delante cuando te han realizado la ecografía. Está perfecta. Las dos estáis bien.
Me relajo al escuchar que Elenita no tiene problemas. Entonces, me viene el recuerdo del desagradable despertar que tuve y como, poco a poco, me iba adentrado en una cautivante oscuridad.
—Telefoneé a tu padre, pero no tenía cobertura. Se lo dije a Dolores por si pasaba por casa, también llamé a Tomás.
—Veo que avisaste a la infantería, a la caballería y a las fuerzas acorazadas —bromeo.
—Menudo susto nos has dado, hermanita —dice Tomás mientras se sienta en la cama y acaricia mis piernas por encima de la colcha.
—No sé qué me pasó, por un instante sentí como si la vida me abandonara —balbuceo.
—Seguro que te fuiste a Zamora sin desayunar —me riñe Gonzalo.
—Estaba muy nerviosa, no me entraba nada en el estómago.
—¿Y se puede saber qué se te había perdido en Zamora? —pregunta mi hermano.
No sé qué responder. Me sorprende que Gonzalo haya dicho dónde había estado. Era algo entre él y yo. Le echo una mirada desafiante que capta al instante. Su respuesta no se hace esperar.
—Es el momento de que te sinceres con él. Fíjate adónde está llevando todo esto. Si el mareo te hubiera dado conduciendo, ahora mismo en lugar de estar aquí regañándote estaría en el tanatorio, y por una estupidez podría haber perdido lo que más quiero en este mundo.
—¡Venga, hermanita! Ya soy una persona respetable. Puedes confiar en mí —dice con una risilla nerviosa.
Estoy cansada. Solo quiero cerrar los ojos, pero tengo miedo de perderme de nuevo en la negrura. ¿Y si Gonzalo tiene razón? He cometido una locura. Con lo impresionada que estaba, no debería haber conducido. Mi madrina me ofreció comer con ella, pero yo no veía el momento de salir de allí. Quedarme a solas con lo que me había contado: una terrible historia de violencia, de sinrazón, de desamor, de soledad, protagonizada por quien me había dado la vida.
—Mamá tuvo un hijo —suelto sin pensar.
—¡Claro! Un hijo y una hija —responde bromeando.
—¡Mamá tuvo un hijo con otro hombre! —grito.
Mi hermano calla, no pregunta. No es la reacción que esperaba. Sereno ante un descubrimiento de tal calibre. ¿Y si estaba al tanto de lo que le he comunicado…? Gonzalo también lo capta, se impacienta ante su mutismo.
Unos toques en la puerta nos sobresaltan. Mi padre entra lívido, con la cara desencajada, y se apresura a llegar a mi lado.
—¿Cómo estás, hija? —dice y me besa la frente—. Hola, Gonzalo.
—Bien, papá. No te preocupes. Ha sido un mareo.
—Qué mala pata. Me quedé sin batería, por eso no recibí tu llamada, Gonzalo. Me lo ha dicho Dolores. ¿De verdad que estás bien? ¿Y la niña? ¿Hasta cuándo te quedarás?
—Las dos estamos bien, y no sé hasta cuándo me tendrán aquí.
—Pasaremos la noche en el hospital. Mañana, si todo sigue igual, nos iremos —dice Gonzalo.
Mi hermano, que se había alejado de la cama en cuanto vio aparecer a mi padre, apunta que hay demasiadas personas en la habitación, que se baja a la cafetería. Entonces, mi padre se da cuenta de que está ahí. Ofuscado por la noticia, había entrado ciego a todo lo que no fuera interesarse por mi salud.
—Tomás, no te había visto, perdona —se excusa mientras va hacia él y lo abraza.
Mi hermano, estupefacto ante tanta amabilidad y demostración de cariño, responde al abrazo y sin decir nada más sale de la habitación. Aún no se ha cerrado la puerta cuando papá exclama:
—¡No puedo con esos pelos! No parece hijo mío.
—Qué más da, papá. Cada uno es como es. Lo importante es lo de dentro. Cuanto más te opongas, más los llevará. Precisamente es lo único que lo diferencia de ti, el pelo y la vestimenta, porque en lo demás sois idénticos.
Durante un rato los tres charlamos. Intentamos dejar atrás el susto que nos hemos llevado; por un instante siento que somos una familia feliz. El acercamiento de mi padre a mi hermano quizá ponga punto final a sus desencuentros, no sé si será más una realidad que un gran deseo. Sin embargo, no puedo quitarme de la cabeza que mi hermano sabía de qué le hablaba.
—Si no os importa, me gustaría descansar un poco.
—Es lo que debes hacer. Voy a hablar con la enfermera, que dijo que te iban a extraer sangre para hacerte una analítica completa y aún no han venido.
—Yo me marcho, tengo una reunión. Gonzalo, si necesitas algo llámame, ya tengo el teléfono operativo. Y tú, mi niña, cuídate mucho —dice mientras se agacha para besarme.
Me quedo sola, pero no descanso, sino que aún doy más vueltas a mi extraña sensación. Al poco, Gonzalo regresa francamente agitado.
—Se ha marchado, no está en la cafetería. Le he telefoneado pero no contesta.
—Tía María me ha contado cosas horribles de mi abuelo. Gonzalo, mi madre y sus hermanas fueron maltratadas, vejadas por ese monstruo. Encerró a mi madre cuando se enteró de que estaba embarazada, y dio a luz un precioso niño. Ella misma lo oyó de labios del médico.
—Entonces, ¿tienes otro hermano?
—No lo sé. Del niño nunca se supo nada más. Mi abuelo comunicó a mi madre que había muerto.
—¡Por Dios!, estamos como al principio.
—No, Gonzalo, mucho peor. Y tengo la impresión de que Tomás lo sabía.
Ya estoy en casa. El médico me ha ordenado reposo durante unos días. Debo tomarme la vida con más calma. No quiero dejarme influir por lo que voy descubriendo, pero es imposible. Cada vez que hago una incursión en la espesa maleza de secretismo que ha rodeado la vida y la muerte de mi madre, me siento más defraudada. Mi hermano sigue ilocalizable, como si se hubiera volatilizado tras lo sucedido en el hospital, lo que me confirma que sabía de qué hablaba. Me desconcierta que lo supiera y aún más su manera de actuar. No sé por qué o de qué se esconde. El hecho de que mi madre contara la verdad de su vida a mi hermano me produce un gran cabreo y no contra mi hermano, sino contra mi madre, que no confió en mí y sí en él. ¿Envidia? Tal vez, o simplemente dolor, al comprobar que la relación que manteníamos las dos, y que yo creía especial, no lo era.
—¿Estás dormida? —me pregunta Gonzalo muy bajito.
—No, cariño.
—Ha llamado Javier, quería hablar contigo. Cuando le he contado lo que te pasó ayer, ha dicho que te llamará otro día.
—¿Por qué has hecho eso? Seguro que tenía noticias de Ricardo.
—María, te han recomendado tranquilidad. Acabamos de pasar un buen susto. ¿Por qué no lo dejas todo hasta que nazca la niña?
—Luego sí que no tendré tiempo. Además quiero dedicarme a ella por completo, dejar atrás esta mala experiencia. Esto es como una terrible pesadilla de la que necesito despertar cuanto antes. Ya estamos muy cerca del final. Solo nos queda cerrar el círculo, y Ricardo puede ayudar. Por favor, dame el móvil, voy a llamarlo para que se pase por casa. No te preocupes por mí, me cuidaré, desayunaré bien y dejaré que me mimes —digo apretando su mano.
—De acuerdo, pero como vea que te alteras mucho con lo que te anuncie, lo echo de casa.
La amenaza de mi marido va en serio. Comprendo su miedo y su preocupación. Yo también preferiría no estar implicada en esta desesperada búsqueda, que mamá estuviera ahora sentada en su mecedora leyendo alguna novela histórica, a las que era tan aficionada; poder abrazarla y que me susurrara que todo irá bien…
Javier aparece una hora después de que haya contactado con él. Viste de manera informal, casi no lo reconozco en vaqueros y con una camisa de sport con los puños remangados. Gonzalo le advierte sobre las recomendaciones del médico. Lo interrumpo, ansiosa por conocer las noticias que me trae el detective sobre Ricardo.
Javier abre una carpeta roja que lleva en la mano.
—Se llama Ricardo Fortea Salazar y es jefe del Servicio de Medicina Interna en el Lenox Hill Hospital de Nueva York. Tiene sesenta años, su familia es oriunda de Tudela del Duero. He indagado en el pueblo, allí no le queda familia. Ricardo nunca se ha casado. Posee una vivienda frente a Central Park, en un edificio antiguo rehabilitado de alto standing, en la que vive solo con una asistenta, una mujer hispana; diría que su nivel económico es alto. He conseguido su teléfono del hospital y el de su casa. Aquí en la carpeta está todo lo que te he contado y algo más.
—¿El qué?
—He incluido algunas imágenes de Ricardo que encontré por Internet, es toda una eminencia médica. Ahora me marcho, no quiero cansarte. Gonzalo me ha amenazado de muerte, antes de entrar a verte, si no me porto bien —comenta riendo.
—No lo dudes —digo con sorna, menuda fiera es mi marido—. Gracias, Javier. Eres el mejor. ¡Si supieras cómo se va complicando esta historia!
—Si necesitas más ayuda me lo dices. Y sobre todo cuídate, esa debe ser tu prioridad. Gonzalo, no la dejes sola, que esta mujer es capaz de remover Roma con Santiago —dice dando a mi marido un fuerte apretón de manos.
Gonzalo acompaña a Javier hasta la puerta, y yo aprovecho para comenzar la lectura. Cogida con un clip, una imagen de Ricardo encabeza la primera página del expediente. La observo. La toma parece reciente, en color y muy nítida para estar sacada de Internet. Un hombre de mediana edad. La bata blanca que lleva deja ver una camisa y una corbata de rayas azules. Está sentado ante una mesa de despacho pulcramente ordenada. Un pie de foto en inglés indica que se trata de su despacho en el Lenox Hill. Debe de corresponderse con alguna entrevista.
Otra, esta vez debajo de la marquesina de entrada al hospital donde se puede leer de nuevo el nombre del mismo en letras muy grandes, lo sitúa de pie junto a bastantes colegas. Está colocado en el centro de la primera fila y compruebo que es un hombre de complexión delgada, alto y bien plantado. El pie indica que se trata de una instantánea de todos los integrantes del servicio de Medicina Interna. Vuelvo a mirar y me doy cuenta de que sonríe a la cámara. Su cara y su gesto son agradables a la vista, tuvo que ser un chico muy guapo, tal como mamá escribió en su diario, porque aún lo es a pesar de la edad.
El resto de la documentación aporta poco más de lo que Javier me ha dicho. Algún que otro apunte sobre su familia, que no me interesa, y algo sobre las mujeres con las que ha mantenido algún tipo de relación, que tampoco me concierne, puesto que pertenece a su vida privada.
—¿Algo nuevo? —me pregunta Gonzalo.
—Aquí está todo.
Coge las fotos, observa con detenimiento.
—Le voy a telefonear —digo.
—¿De verdad?
—Tiene derecho a saber que mamá ha muerto.
—Quizá ya lo sepa. Seguro que la noticia también se publicó en los periódicos locales de Nueva York.
—Imposible, recuerda que lo publicaron con sus iniciales.
—Todo depende de si él sabía que Elena viajaba en ese avión. A lo mejor, ellos habían contactado con anterioridad.
—Si así fuera, se habrá quedado esperándola. Igual piensa que se arrepintió en el último minuto. No hay otra manera de averiguarlo. Por lo menos a mí no se me ocurre otra.
Compruebo el reloj y calculo la diferencia horaria. Las doce y media de la noche en España, en Nueva York las seis y media de un viernes. Buena hora para hacer un primer intento. Si no se ha marchado de la ciudad, es fácil que esté ya en su apartamento.
Marco con el corazón en la boca. No he querido preparar nada, puesto que no sé por qué derroteros transcurrirá la conversación. Suena cinco veces antes de escuchar un ronco «¡hello!»
—Buenas tardes. ¿Don Ricardo Fortea, por favor? Llamo desde España.
—Yes, it’s me. Perdón. Sí, soy yo.
—Soy la hija de Elena —digo con voz titubeante, sin especificar nada más.
—¿Cómo?
—Le decía que soy la hija de Elena García Jurado. —Ahora más serena.
—¿La hija de Elena… Elena?
—Sí. Mi nombre es María.
El silencio que transcurre tras la breve presentación pone de manifiesto que Ricardo intuye que la llamada esconde algo desagradable. Rompo la turbadora pausa.
—Me he permitido telefonear porque he sabido que usted era amigo de mi madre —Callo, realizo una profunda inspiración que ayuda a que el aire ventile mis pulmones—, pensé que debía comunicarle… que Elena, mi madre, ha fallecido.
—¿Cómo? ¿Elena ha muerto?
—Sí.
—¡No es posible! Debe de ser una confusión. ¿Seguro que se refiere a Elena García, de Medina del Campo, que vive en Valladolid?
En ese instante siento una gran pena por él, está experimentando el mismo dolor que yo sentí ante la llamada de mi padre.
—Mi madre murió de un infarto a bordo de un avión.
—¿Elena ha muerto en un avión?
—Iba a Nueva York, supongo que a encontrarse con usted.
Su respuesta me ratifica lo que ya sé, no me escucha.
—¿Un infarto en un avión? ¿Y dice que volaba hacia Nueva York? —repite mis frases una y otra vez—. ¿Le importaría darme un teléfono donde pudiera contactar con usted? En este momento me temo que no puedo continuar hablando —dice con la voz quebrada por el llanto.
Se lo dicto. Cuelga y el pitido se apodera de la línea.
Un terrible vacío en el estómago se convierte en una escandalosa arcada. Gonzalo me mira con rostro severo desde su asiento, y yo… me echo a llorar.