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La sorpresa con la que me recibe me deja aturdida durante unos minutos. No sé qué decir ante esa inesperada y tremenda confidencia.

Luego, cuando me pregunta por el auténtico motivo de nuestro encuentro, mis palabras surgen vacilantes y van detallando la repentina y desafortunada muerte de mamá a bordo de aquel avión. Lola se echa a llorar y yo con ella.

Una vez repuestas, me habla de la época de estudiantes que compartieron, y de la que mamá nunca me había referido nada. Con voz entrecortada comienza un pausado relato de cómo se conocieron y de lo amigas que llegaron a ser en aquel año que compartieron habitación. Según Lola, lo de Ricardo y mamá fue un auténtico flechazo, estaban hechos el uno para el otro.

—Lo del embarazo no se lo esperaba, como es natural —dice negando con la cabeza—. Elena era una chiquilla inexperta, en realidad los dos lo eran; se dejaron llevar por la pasión, aunque aquel accidente los unió aún más. Pensaron que podría acelerar su casamiento.

Cuando mi madre supo que estaba embarazada se lo confesó a ella.

—Nadie se dio cuenta porque Elena era muy delgada y casi no se le notaba. Cuando nos despedimos por las vacaciones de verano, estaba casi de seis meses. Su plan era contárselo a sus padres en cuanto llegara a Medina del Campo; y a los pocos días, Ricardo se presentaría para pedir su mano. Nunca supe nada más de tu madre, ni de su hijo ni de Ricardo.

Quiero saber más y pregunto con tiento, intentando disimular la terrible sacudida que me provoca escuchar de sus labios aquel relato. Cuando le cuento que mamá no se había casado con Ricardo y que no había ningún niño, no puede creerlo. Desolada, repite con insistencia que eso es imposible.

—Tu madre estaba aterrada por la reacción que tendría tu abuelo; yo intentaba tranquilizarla y también Ricardo. ¡Se querían tanto! —exclama con pesar.

Me despido de Lola con un entrañable abrazo. Antes de atravesar la puerta de la cafetería, vuelvo la cabeza y compruebo que está llorando. Llora por Elena y Ricardo, porque no existe el fruto de su amor y porque la vida les ha jugado una mala pasada. Ella llora y yo me marcho con el secreto de Elena quemando mis entrañas.

Mamá se había quedado embarazada de Ricardo, me repito a mí misma sin cesar; pero ¿qué fue de ese niño? De pronto, me viene a la cabeza algo de lo escrito en la cuartilla que encontré en el bolsillo del abrigo de mamá. Llego al despacho, busco el cuaderno y releo:

«Elena, te escribí muchas cartas en contestación a aquella en la que me detallabas el terrible suceso, que no tuvieron respuesta… Desesperado por no recibir noticias tuyas, pensé que lo “sucedido” te habría alejado de mí…»

Esas líneas cobran sentido, seguro que el niño murió. ¡Qué tragedia! Sin embargo, no entiendo por qué mamá no quiso volver con Ricardo si le quería tanto como dice Lola; ni siquiera respondió a sus cartas y nadie ha hablado nunca de ese niño. O nadie quiere hablar de ello o todos lo ignoran. Un muro de silencio bordea ese hecho.

El corazón me da un vuelco al pensar en papá. ¿Lo sabrá?

La desesperación me embarga. Todo esto me supera. Doy respuesta a una cuestión y de la mano surgen muchas más preguntas. Esa vida anodina en la que estaba sumergida y que tantas veces reproché a mamá encerraba una terrible historia sin final feliz.

Doy un rápido repaso a lo que hasta ahora sé, antes de planear el siguiente movimiento; aunque mi madrina esté algo triste por la muerte de su marido, tengo que hablar con ella. Es la única que en verdad puede saber qué pasó cuando mi madre llegó a Medina con el problema del embarazo.

—¿Tu madre embarazada? Esa señora está demente.

—Que no, Gonzalo. Lola está en perfectas facultades. Además, ha hablado de ellos como quien habla de ir a comprar el pan, por eso te digo que el secretismo procede de cuando mi madre se fue a Medina.

—Pero si me has dicho que en la residencia donde vivía también lo ocultó.

—Lógico. Estamos hablando de finales de los años sesenta. No creo que en aquella época se tratara a la ligera un embarazo fuera del matrimonio. No lo publicó, aunque se lo dijo a la persona con la que tenía más confianza, a su amiga. No imagino qué pudo ocurrir cuando llegó a Medina.

—Lo normal es que tus abuelos la obligaran a casarse.

—Yo también he dado vueltas a esa idea, algo tuvo que ocurrir. ¿Y si el niño murió?

—Puede ser, pero si como te ha dicho estaba de seis meses, le habría dado tiempo a casarse antes de que naciera.

—No sé qué pensar. Estoy hecha un lío.

—¿Vas a continuar sin decir nada a tu padre?

—Después de la conversación que mantuve sobre la venta de la casa y de comprobar que no sabía nada, prefiero ir con cuidado. No sé hasta qué punto está al corriente de esos años de la vida de mamá, no me gustaría alarmarlo sin motivo.

—Buena idea. ¿Vamos el domingo a Zamora para hablar con tu tía?

—He pensado que sería mejor ir entre semana, pediré un día en el trabajo. Así estará sola y podremos hablar con mayor libertad.

—Entonces no podré acompañarte.

—Es verdad, pero no hay otra solución —digo acercándome para abrazarlo y aprovechar para sentarme en sus piernas—. Necesito que me mimes un poco, todo está resultando más duro de lo que imaginaba.

—No sé si podré, te estás poniendo como una bolita —dice riendo.

—¡Qué rápido transcurre el tiempo! En algo más de dos meses tendremos a esta personita en casa.

El locutor del programa de la radio, que salta nada más arrancar el coche, interrumpe la canción para anunciar que son las nueve en punto de la mañana. Subo despacio la empinada rampa de la cochera y, al desembocar en la calle, el sol me ciega un instante hasta que adecuo la vista. No he querido avisar de mi visita, de manera que voy a la aventura; no sé con qué me encontraré ni si seré bien recibida.

La música me acompaña durante el trayecto, voy tarareando alguna que otra canción para mantener mi mente ocupada. A pesar de ello, se suceden unas tras otras preguntas relativas a la conversación que he de mantener con mi tía María. Ni siquiera sé si ya le habrán comunicado la muerte de su hermana.

Me cuesta dar con el bloque, situado en una zona nueva de las afueras, donde reside su hija, con la que se ha ido a vivir tras el fallecimiento de su marido, el tío Mateo. Aprovecho que una vecina sale para entrar. En el ascensor pulso el número ocho.

Llamo al timbre y me abre la puerta una chica joven, sudamericana, a juzgar por sus rasgos faciales y su deje al hablar. Me identifico y me hace pasar a la sala donde está mi tía. Al verme se levanta, viene hacia mí y me besa con afecto. Sus ojos se empequeñecen entre las patas de gallo al sonreír. La miro con detenimiento, me sorprende lo que se parece a mamá, es como si la estuviera viendo. Gonzalo llevaba razón. Su menudo cuerpo se esconde tras un abrigado vestido de lana verde de manga larga, demasiado grueso para la temperatura que hace. Su pelo, antaño negro, se ha tornado gris plata por efecto de las canas que no oculta. Como siempre, lo recoge en un moño italiano; igual que mamá. Me toma del brazo y me lleva hasta el sofá, donde nos sentamos.

—No sabes la de veces que he estado tentada de llamarte, pero me sentía tan débil… Ahora que estás aquí, veo que fue una equivocación. No quiero que pienses que no me ha afectado la muerte de tu madre, es que han sido dos muertes muy seguidas y…

La interrumpo para calmarla al detectar sus ojos vidriosos.

—No te preocupes, madrina, lo entiendo. Todo ha sido tan rápido e inesperado que ni yo misma me he hecho aún a la idea. Tus hijos me dijeron lo triste que te sentías por la muerte del tío. Me pareció bien cuando decidieron esperar a que te recuperaras un poco para comunicarte la muerte de mamá.

—Y así fue. Ahora me estoy medicando, día a día me siento un poquito mejor. ¿Cómo va tu embarazo, preciosa?

—Muy bien, gracias a Dios. Es una niña y la vamos a llamar Elena —digo con rotundidad.

—Tu madre habría sido muy feliz con esa decisión.

—Madrina, lo que me ha traído aquí ha sido esta postal —digo sacándola del bolso, que he dejado en la silla de al lado—. La llevaba entre sus cosas cuando le sorprendió la muerte en el avión. ¿Mamá iba a Nueva York a buscar a Ricardo?

En su cara no advierto sorpresa ante mi pregunta. Sabe de qué hablo. La miro fijamente. Calla. Le suplico con los ojos que diga algo que alivie mi incertidumbre. Sus labios se mueven y un hilo de voz sale de su garganta.

—Ya es hora de terminar con tanto secreto. Lo que le hicimos a tu madre no tiene nombre. ¡Me siento tan culpable!

Sus palabras me confunden. La observo en silencio con el corazón roto.

—Tu madre llegó de Valladolid embarazada de Ricardo.

Asiento con la cabeza y me pregunta si ya lo sabía. Le cuento por encima lo que Lola me dijo. Continúa hablando despacio y sin dejar de mirarme.

—Con la primera que habló fue conmigo. A pesar de los años que nos separaban, estábamos bastante unidas. Ni siquiera sabía que se había echado novio, y cuando me contó que esperaba un hijo me quedé de piedra. No se apreciaba nada, tal vez parecía un poco más gordita, pero ya está. Ella confiaba en mí, y yo, en lugar de comprenderla y apoyarla, le eché una reprimenda de tres pares de narices.

Sin pestañear, atenta a lo que dice, comienzo a urdir una trama que se completa con cada palabra que añade al relato.

—Era toda felicidad. Sus ojos brillaban mientras declaraba que quería con locura a Ricardo. Temía la reacción de tu abuelo y, a pesar de ello, estaba convencida de que todo saldría bien. Me habló de lo buen chico que era, de cómo habían planeado su boda y de dónde irían a vivir mientras él se especializaba, porque acababa de terminar la carrera de Medicina. Al mismo tiempo que la escuchaba, pensaba en lo que ocurriría cuando contara a nuestro padre que estaba embarazada. Era tan estricto en todos los aspectos que aquella bomba seguro causaría un desastre sin precedentes en la familia. Y así fue… Tu madre me pidió que la acompañara cuando fuese a dar la noticia y no quise.

Las lágrimas resbalan por sus mejillas sin interrumpir su narración. Demasiados años callando, penando por no haber sabido responder a la llamada de auxilio de su hermana.

—Le dije que no tuviera prisa; yo pretendía retrasar lo inaplazable, evitar a toda costa el enfrentamiento, y le supliqué que esperara, a ver si se me ocurría algo. Nuestra madre estaba muy enferma, no podía ayudarnos. Ella insistía, estaba de seis meses y muy pronto no podría ocultarlo. Llevaba razón. María, tu abuelo era un monstruo y yo la dejé sola con él. Era tan joven… —se lamenta entre sollozos.

—¿Por qué lo hiciste?

—Fui una cobarde. Nunca me lo he perdonado. Ante mi rechazo, acudió a Carmen y a Pilar, pero obtuvo la misma respuesta. Ninguna quiso involucrarse en su problema. Se enfrentó sola al demonio.

—Ahora comprendo por qué mi madre mantenía alejada a la familia —le echo en cara.

Sin atender a lo que digo, sigue confesando lo que ha ocultado durante años, un acto de contrición con el que espera sea perdonado su pecado.

—Fue un infierno. Se lo dijo a tu abuela esperando ese consuelo que todas le negamos. Tampoco lo encontró en ella, no porque no quisiera procurárselo, sino porque no tenía fuerzas ni para tirar de su alma. Lloró hasta que sus ojos no lo resistieron más y se entristeció por su hija y por lo que pudiera sucederle. Tu madre, una valiente enamorada, continuó en sus trece. Armada de valor, se encerró en el despacho con tu abuelo y se lo contó.

Hace un alto y me pide un vaso de agua. Voy hasta la cocina. Cuando regreso no la encuentro en el salón. No sé qué hacer. Un absurdo mal presentimiento recorre mi mente. La depresión, la culpa, el remordimiento… ¿No habrá hecho una tontería?

La llamo, y no me responde. Quiero gritar su nombre, pero no me sale la voz del cuerpo. Me siento, debo serenarme. No puedo respirar, seguro que no es nada, me digo; y entonces la veo aparecer arrastrando los pies, encorvada, como si hubiera envejecido en los últimos minutos. Lleva una fotografía en la mano.

—Me ha costado dar con ella, creía tenerla localizada y no era así. Mira, esta foto me la envió tu madre poco antes de Navidad.

Una foto en blanco y negro en la que mamá aparece vestida con el uniforme de enfermera. Una gran cofia corona su cabeza. Nunca me la imaginé vestida así. Sonríe a la cámara al lado de los pies de la cama de un enfermo, junto a un carrito metálico. Una imagen opuesta a la del día de su boda. Mi madrina se acerca, me señala una desvaída imagen que se intuye al fondo, casi indistinguible, alguien con una bata blanca, y me dice que ese es Ricardo.

La angustia vivida instantes antes y la emoción que me produce ver a mamá, por primera vez, a esa edad, me provoca un llanto inconsolable. Nos abrazamos y dejamos que el correr del tiempo nos vaya serenando. Mi madrina continúa su relato.

—Los gritos de mi padre cuando se enteró retumbaron en el alto techo, transmitiéndose a toda la casa. Yo estaba arriba, en la habitación de mi madre; cogidas de la mano, escuchábamos sin poder creer lo que llegaba hasta nuestros oídos. Los insultos más horribles que puedas imaginar salían de su boca. Tu abuela me pidió que la ayudara a levantarse, quería bajar. Librar a su querida hija de las garras del monstruo… Llegamos justo en el instante en que tu abuelo le daba una bofetada; Elena perdió el equilibrio y cayó al suelo. Mi padre tenía la cara desencajada, los ojos a punto de salirse de las órbitas, la frente plegada en un sinfín de arrugas, y escupía improperios sin parar. Su odio era infernal y su furia crecía por momentos. La abuela, sin fuerzas, lo agarró como pudo para que no siguiera pegándole. Mientras, Elena, a cuatro patas, intentaba levantarse con un grito de dolor entre sus dientes. Me acerqué para socorrerla y me apartó con energía de su mano. No quería mi ayuda.

—¡Qué salvaje! No puedo entender cómo se puede tratar así a las personas, y menos a quien es carne de tu carne. ¿Te das cuenta de lo que tuvo que pasar mi madre?, ¿cómo fuisteis capaces de dejarla sola ante ese miserable ser?

—Quizá no llegues a entenderlo nunca, pero le teníamos pavor. Nuestras vidas fueron un espanto con tu abuelo como dueño y señor. El maltrato, de todo tipo, al que nos sometió nos marcó para siempre.

—Hace poco estuve con Matilde, la hija de tía Carmen, me habló de la vara…

—La vara es lo de menos. Eso era tangible, sabíamos cómo actuaba y cuánto dolía. Penábamos los insultos, el menosprecio, el odio que destilaba cuando no se hacía lo que mandaba y, lo más repugnante, sus caricias…

—¡Dios mío! No puede ser.

—Nos sometió a un tormento continuo entre los muros de aquella casa. Oculto a los ojos de los demás y amparado por el prestigio social que le confería ser considerado una de las personas más relevantes del pueblo, nadie sospechó jamás cómo era realmente. Cuando tu madre nació, ya estaba mayor y su carácter dominante se había suavizado algo. Ella sintió su furia exacerbada en pocas ocasiones, pero para nosotras era como meternos de lleno en la boca del lobo. El miedo nos paralizó. No sabes cuántas veces me he echado en cara no haber tenido la valentía de ayudar a tu madre, de enfrentarme a él. Con el tiempo, el intenso odio de tu madre hacia mí se fue desvaneciendo. Cuando me ofreció que fuera tu madrina me dio una gran alegría; era el inicio de la reconciliación; pero… ha muerto sin que pudiera pedirle perdón.

Se produce un profundo silencio, interrumpido tímidamente por sus sollozos. Ha desahogado su alma, pero cada detalle de lo que ha contado me aplasta como una losa. Apenas puedo respirar, las náuseas se adueñan de mi estómago y una dolorosa sensación de pánico se apodera de mí poco a poco.

—Si me hubieras llamado, habría ido a Zamora a por ti. En ese estado no deberías haber conducido.

—Ni lo pensé. Cuando salí de la casa de mi madrina no sabía ni dónde estaba. Subí al coche y, como una autómata, conduje hasta llegar a casa. Luego, no pude más y me derrumbé.

—María, estoy preocupado. ¿Quieres que pida cita al médico?

—Estoy bien, de verdad, solo algo cansada. Voy a echarme un rato. Luego te cuento, ahora no me veo capaz.

Cierro los ojos y me duermo. El horror llega al despertar. Demasiadas impresiones sin digerir. Las frases de mi madrina golpean mi cerebro haciéndome revivir aquel calvario. Quiero gritarle que se calle, que no deseo saber nada más, que la ignorancia a veces es buena para mantener a salvo a tus elefantes blancos, pero ella necesita el perdón. Purgar sus pecados mediante una exposición detallada que me aguijonea hasta hacerme sangrar.

«Los días siguientes fueron una batalla campal en la que mi padre no daba ni un instante de respiro a tu madre. Por supuesto, se negó a que Ricardo se presentara allí. Y tu madre, que en un principio se mantenía fuerte, con el tiempo desfalleció ante tanto maltrato. Nuestra madre empeoraba por días; ella no se separó de la cabecera de su cama mientras su barriga hacía su estelar aparición y el bestia de tu abuelo le prohibió salir a la calle. La excusa la tenía en bandeja con la enfermedad de mamá. Nadie entraba y nadie salía de la casa. Vivieron unos meses como ermitaños, con la sola intromisión de don Nicolás, el médico, que guardaba bajo secreto profesional lo que se cocía dentro de aquellas paredes. Mientras, él buscaba una solución que pusiera fin al sufrimiento que su pecadora hija había provocado en aquella honorable, católica y apostólica familia.

»En las visitas que hacíamos a nuestra madre, Elena nunca estaba presente. Ella aguardaba, por imposición de tu abuelo, en su dormitorio hasta que nos marchábamos. Teníamos prohibido mantener contacto con ella, y nosotras, como unas imbéciles, atrapadas en aquella tela de araña de maldad, nos prestábamos a su tétrico juego, miedosas, sin elevar la voz lo más mínimo, dejando desamparada a tu madre, que intentaba sobrevivir a la cólera de aquel monstruo.

»Estuvo de parto dos días, acompañada de don Nicolás. Agotada por el esfuerzo, perdió el conocimiento poco antes de dar a luz a un precioso niño, le oí decir al médico. Ya no supe más. Tu abuelo le dijo que había muerto».

Palpo mi vientre, inspiro profundamente porque el aire no entra en mis agarrotados pulmones. Me hundo en una inmensa negrura que me expande por el universo. Intento resistir, asirme, pero las fuerzas me abandonan. Sin poder hacer nada, me dejo llevar hacia otra dimensión en compañía de mi madre y de mi hija; mecida por los largos brazos de la inconsciencia, oigo como en un susurro la voz de Gonzalo, que se confunde con otras voces aceleradas, apuradas, que no reconozco. Después, un completo silencio, el sosiego, la paz.