Aprovecho la pausa del café para llamar a la inmobiliaria. Me pasan con la persona que lleva la venta de casas rústicas y me identifico. Cuando explico el objeto de mi llamada, me da el pésame y me dice que mi madre puso la casa en venta en el mes de mayo por cincuenta mil euros, un chollo, según dice la persona de la agencia. Le aconsejaron que subiera el precio pero no aceptó, necesitaba el dinero y rápido.
Nada más colgar, llamo a Gonzalo. Le extraña, como a mí, ese rápido interés por la venta.
Volvemos a estar en un callejón sin salida; si bien en un primer momento pensamos en comentarlo con mi padre, sobre todo para saber si él estaba enterado de lo que mi madre había hecho, enseguida caímos en la cuenta de que se iba a sorprender de que hubiéramos ido a Medina del Campo. Aún no quería contarle nada, lo mejor era mantenerlo fuera de las indagaciones.
Cuando cuelgo, busco en la guía telefónica el nombre de la compañera de cuarto que aparece en su diario, aunque no encuentro ningún número a nombre de ella. Busco en Internet, tampoco hay nada.
Creía que iba a ser fácil dar con Lola, y parece que no. Llamo a Javier, tampoco está; dejo el recado de que me llame en cuanto vuelva.
Regreso al trabajo, aunque no puedo concentrarme. Saco del cajón el cuaderno con la postal de Ricardo y meto dentro la foto de la boda de mis padres, pero antes vuelvo a mirarla con detenimiento. Sus ojos caídos, el entrecejo algo fruncido, su boca recta, el cuerpo rígido, hierático, cogida del brazo de mi padre sin apenas rozarle. Es normal que no quisiera que viera el retrato; hasta el más cándido de los mortales se habría dado cuenta de que era desgraciada. Como decía su hermana Carmen: una novia triste.
El timbre del teléfono me devuelve a la realidad, debe de ser Javier.
—¿Dígame?
—Hola, María, me han dicho que has llamado.
—Hola. Quería comentarte algo. Verás, ayer encontré un diario de mi madre y en él hace referencia a su compañera de cuarto cuando vino a estudiar a Valladolid. Una chica que estudiaba Filosofía y Letras y que se llama Lola Aguado Serna. He buscado en la guía de teléfonos, pero no aparece y por Internet tampoco. ¿Podrías dar con ella?
—No creo que sea complicado.
—¿En qué año se conocieron?
—En 1967.
—De acuerdo. En cuanto tenga algo te aviso. Por cierto, creo que pronto tendremos noticias sobre Ricardo.
—¡Fantástico!
—Mi amigo va cerrando el círculo, y solo le queda llevar a cabo algunas comprobaciones. Espero poder darte todos los detalles en unos días.
Me despido agradeciéndole una vez más todo lo que está haciendo. Satisfecha, cierro el cuaderno. Unos pocos días más y podré contactar con Ricardo.
Un revoltijo de emociones me abruma hasta el punto de sentirme asfixiada entre las cuatro paredes del despacho. Cojo la gabardina y salgo a la calle. Sin planearlo, mis pasos me llevan hasta el parque. Camino bajo los deshojados tilos, disfrutando del aroma que desprenden la lavanda y el romero de los parterres que bordean el paseo. Las hojas secas, muertas, de tonalidades ocres, componen una colorida y mullida alfombra que me adentra hacia la arboleda. Me siento en un banco rústico, de madera, miro al cielo de un sorprendente gris metalizado y suspiro.
Percibo bajo la ropa el pataleo de Elenita, la tranquilizo con una suave caricia. Cierro los ojos. ¡Si al menos pudiera dejar de pensar!
—¡Vaya suerte que tengo! Si está aquí la mamá más guapa de toda Valladolid.
Reconozco en esa exclamación la familiar voz de mi amiga Silvia y se me acelera el corazón. Nos abrazamos con cariño y se sienta junto a mí.
—¡Cuánto tiempo hace que no te veía!
—Desde el funeral de mamá.
—Es verdad. He estado por llamarte varias veces, pero no hago más que viajar de un lado para otro. Los últimos tres meses en Bruselas. Estoy recién aterrizada.
—Lo sé. No te preocupes. A mí me pasa igual.
—A ver, desabróchate la gabardina, que pueda ver esa barrigota que tienes.
Riendo, la obedezco y ella aprovecha para poner la mano encima.
—Es una niña.
—¡Oh!, qué bien, otra María.
—En este caso, otra Elena.
—Tampoco está mal. Tu madre era una mujer excepcional.
Escuchar eso de sus labios me desarma.
Como tantas veces he hecho, busco en su hombro el cobijo a mis lágrimas y con ellas sale la confesión impulsiva de lo acaecido tras la muerte de mamá.
—¡Vaya!, imagino lo que estarás pasando. ¿Cómo no me has llamado antes para contármelo?
—No lo sé, Silvia. ¿Te extrañaría si te digo que en el fondo siento vergüenza de contarlo? Sé que es estúpido y cada vez disculpo más lo que hizo conforme recabo información, pero ha sido tan inesperado…
—Vamos a ver, María, es lógico que te sientas así. No sé lo que yo habría hecho en tu lugar; comprendo que quieras saber y también que receles de lo que vas averiguando. Sin embargo, nunca olvides que era tu madre y que te quiso con locura.
—¿Y crees que yo no la quise? Pero… ¿quién era?, ¿a quién abrazaba por las mañanas antes de irme al colegio?, ¿en qué pensaba cuando me alzaba y me enseñaba estos tilos? Mi madre parece que representaba un papel, y eso me martiriza.
—No digas tonterías. Tu madre te dio a luz, con todo su cariño te crio y estuvo siempre a tu lado. Tu madre…
—Mi madre no quería a mi padre.
—No me vengas con eso. ¿Intentas decirme que no fuiste el resultado del amor? ¿Que te concibieron exclusivamente como consecuencia de las obligaciones matrimoniales? Me parece muy pueril tu actitud. Lo que importa es lo que recibiste en vida, no la intencionalidad del acto. Tus padres te adoraban. Otra cosa es el acuerdo de relación que mantuvieran.
—Intento pensar así, y no siempre lo consigo. Soy como una olla exprés a punto de explotar. Decidí ocultar todo de los ojos de mi padre y de mi hermano, pero me pesa demasiado.
—Siempre está en tu mano ponerlos al día, como has hecho conmigo.
—Tengo miedo de la reacción de ambos. Como te decía, mi padre está raro; a mi hermano ya lo conoces.
—A veces los miedos son fantásticos, los inflas en tu mente de tanto avivarlos. Seguro que al final te resulta más fácil de lo que piensas. Háblalo con Gonzalo y toma una decisión.
—Si por él fuera, ya lo habríamos contado. No sé, me gustaría por lo menos saber de Ricardo antes de ir con la historia. No quiero ni imaginar la cara que pondrá mi padre cuando se entere.
—Igual lo sabe.
—¿Tú crees? No, si lo supiera me lo habría contado. Lo he interrogado buscando respuestas y no ha dicho nada. Es más, ni siquiera quería hablar de mamá.
—Puede estar haciendo lo mismo que tú. Ocultarlo para que no sufras.
La tajante respuesta que da Silvia sacude mi mente; justificaría su actitud, la poca tolerancia ante mis preguntas y el mal humor que se gasta.
—¡Vaya! No se me había ocurrido. Pues me dejas peor que estaba —digo riendo.
—Ya sabes lo que se dice: la verdad te hará libre; y tú estás en una cárcel, necesitas la llave y escapar. Dedicarte a disfrutar de tu embarazo, de tu marido y pensar en tu futuro.
—Acompáñame hasta el bufete, y seguimos hablando.
—De acuerdo, iba a Correos a certificar una carta.
Caminamos agarradas del brazo. Ha sido un feliz reencuentro. Desahogarme con ella, una espontánea y buena idea. Además, me ha convencido. Esta búsqueda no debe convertirse en el centro de mi vida. Estar al corriente de qué le pasó a mi madre es importante, pero aún más es dedicarme a mi hija, a mi marido, a la familia que me queda y a mí. Nadie puede cambiar el pasado; he de dejar de obsesionarme, tomarme lo que venga con tranquilidad y alegrarme de lo que tengo.
—Y dime, en este embarazo, ¿todo va bien?
—Perfecto. Es una chica fuerte y guerrera. Estoy deseando tenerla entre mis brazos.
—Ya te queda poco. Por cierto, hablando de nacimientos. Te recuerdo la promesa que me hiciste de que sería la madrina de tu primer hijo.
—¡Cómo olvidarme!
—Menos mal, pensaba que te iba a tener que reprender seriamente, ¡ja, ja, ja…!
—Quiero que los padrinos seáis tú y mi hermano.
—Por mí encantada, ya sabes que el bala perdida de tu hermano siempre me ha atraído mucho.
—Ahora vive con Raquel, una chica estupenda.
Pone cara de boba y dice:
—No soy celosa.
Suelto una gran carcajada que ahuyenta mis fantasmas por un instante. Nos despedimos con un entrañable abrazo y la promesa de vernos en unos días.
A veces, encuentros ocasionales, como el que tuve con mi amiga Silvia, sirven para que la estrecha visión del problema que proporciona la rigidez de miras se torne caleidoscópica, ofreciendo perspectivas diferentes, nuevas interpretaciones de los hechos y, por todo ello, distintas maneras de afrontarlos.
Han pasado varias semanas y sigo sin noticias de Javier. No es tan fácil dar con personas como yo pensaba, a pesar de que vivimos en un mundo globalizado que todo lo conecta.
Hoy he quedado con papá para almorzar aprovechando que Gonzalo ha viajado a Madrid.
El paso de los días suavizó la actitud de mi padre tras el enfrentamiento que tuvimos. Hemos mantenido contacto telefónico casi diario y algunas mañanas hemos desayunado juntos. Nuestras protocolarias conversaciones se han centrado en Elenita, el trabajo, y de vez en cuando salía a relucir mi hermano. No se ha vuelto a nombrar a mamá, quizá haya llegado el momento de contarle a papá lo que he descubierto y así saber si él estaba al tanto, como sugirió Silvia.
Entro en el restaurante. Me espera sentado en una mesa del fondo. Mientras recorro el espacio que nos separa, me invade una mezcla de alegría y temor. Ahora no me parece tan buena idea abordar el asunto.
—Hola, hija. Qué guapa estás.
—Hola, papá. ¿Llevas mucho esperando?
—Qué va, acabo de llegar.
El camarero se acerca y pedimos nuestra comida. Ha llegado el momento. Respiro hondo, como tomando impulso, y dejo que las palabras fluyan a su antojo.
—¿Sabes que el otro día estuvimos en Medina del Campo?
—¿Y eso? —pregunta papá extrañado a la vez que frunce el entrecejo.
—Matilde nos llamó para invitarnos a pasar el domingo allí —miento.
—Ni recuerdo cuánto tiempo hace que no voy —dice con un tono de voz pretendidamente indiferente que, sin embargo, refleja cierto malestar.
—Paseamos por el pueblo y nos enseñó la casa del abuelo Lucas. Por cierto, ¿tú sabías que mamá la había puesto en venta?
Por la cara que pone, sé que desconoce ese asunto.
—¿Qué dices? Imposible —dice tajante—. No creo que tu madre hiciera eso sin contar conmigo. Seguro que no te has enterado bien.
—Matilde nos contó que mamá la llamó a primeros de mayo para avisarla que irían de una agencia inmobiliaria para colgar el cartel.
Pensativo y con el ceño fruncido, me mira durante un instante que se convierte en una eternidad.
—¿Se te ocurrió tomar nota del teléfono de la inmobiliaria? Tengo que hablar con ellos —dice enfadado.
Dudo si sincerarme o continuar con este juego de medias verdades.
—Los he llamado y me lo han confirmado. Mamá la puso en venta.
—No sé por qué hizo eso. Desde que murió el abuelo insistí para que la vendiéramos y ella se negó… —murmura.
Está confuso con lo que le he contado, lo que me confirma que no estaba al tanto.
—Verás, papá…, a Gonzalo y a mí nos encantó la casa. Hemos pensado que la podemos arreglar y pasar los veranos allí…
—Claro, claro… —me interrumpe—. Esa casa fue la herencia de tu madre y ahora es vuestra. Que yo esté en el testamento es puro formalismo. Podéis hacer lo que queráis con ella.
—Gracias, papá. Creo que es una excelente idea.
—Por supuesto, tendrás que hablar con tu hermano.
—Por supuesto —repito.
El camarero se acerca con los platos. Comemos en silencio. Daría dinero por saber qué piensa en este preciso instante. Comento, por hablar de algo, que todo está muy rico, y él asiente con la cabeza. Continúa murmurando que no sabe por qué mi madre haría eso, pero lo dice para sí mismo, como un pensamiento en voz alta, no espera respuesta por mi parte.
—No veas lo complicado que ha sido dar con esta mujer —dice Javier.
—Lo imagino.
—Hace muy poco que regresó a Valladolid, ha estado viviendo en Oviedo y para colmo es de las que siempre ha usado el apellido del marido. Aquí tienes el número de teléfono. Lo mejor es que la llames y quedes con ella.
—Muchísimas gracias, Javier.
—Y no dudes en enviarme cualquier cosa que averigües —dice antes de marcharse.
Nos despedimos y el corazón me va a estallar. Ese papel que me ha entregado, con el número de teléfono de Lola, es tan valioso como el mapa de un tesoro. Es mejor que la llame desde casa, por la noche será más fácil localizarla; además, necesito a Gonzalo a mi lado. Lo guardo en el bolso y suspiro. Elenita patalea, también está contenta.
—¿Doña Lola Aguado, por favor? —pregunto mientras aprieto fuerte la mano de Gonzalo.
—Soy yo. ¿Quién es?
—Buenas noches. Mire, soy la hija de Elena García Jurado. No sé si se acordará de ella, se conocieron en la residencia de monjas…
—Por supuesto que me acuerdo —me interrumpe—. Elena, que era de Medina del Campo. Fue mi compañera de habitación.
—Sí. Verá, mi madre ha fallecido recientemente y me gustaría poder hablar con usted.
—¡Vaya por Dios! Lo siento mucho. Claro, hija, no tengo ningún inconveniente. Estoy viuda y jubilada, cualquier cosa que me saque de la rutina me sirve de diversión.
—¿Le parece que nos veamos mañana para desayunar?
—Perfecto. Si quiere quedamos en la Cafetería Palafox, me pilla muy cerca de casa. ¿A qué hora?
—A las diez me vendría bien.
—De acuerdo. Hasta mañana. Y le reitero mis condolencias.
—Gracias, doña Lola. —Cuelgo el teléfono, me giro hacia mi marido—. Hemos quedado mañana a las diez.
—Lo sé, cariño, te he escuchado. Anda, ven aquí.
Gonzalo me acoge entre sus brazos y me mima. Estoy feliz y al mismo tiempo siento un hormigueo en el estómago al recordar mi cita; parece que estamos en la recta final. Tengo la impresión que una cosa llevará a otra hasta descubrir la verdad. Me gustaría que todo finalizara antes de que nazca Elenita, entonces ella será la que ocupe mi tiempo.
Camino rápido hacia la Cafetería Palafox para encontrarme con Lola Aguado, la reunión de la mañana me ha entretenido más de lo que esperaba. Al abrir la puerta de la cafetería, una señora alta y bien vestida levanta la mano y me hace gestos para que me acerque. Me encamino hacia donde se encuentra, un poco extrañada de que me haya reconocido nada más verme.
—¡Eres igual que tu madre! —dice mientras se levanta para abrazarme—. Además, estás embarazada, como ella la última vez que la vi.