VIII

Matilde nos llama y nos apresuramos escalera abajo. Es la segunda vez en pocos meses que huyo como una furtiva con lo robado, esta vez guardado en el bolso. Al salir tomo nota del número de teléfono de la inmobiliaria. Mi prima me habla sin que yo sea capaz de participar en la conversación; sigo deslumbrada por lo que acabo leer: «Diario de Elena».

Nunca supuse que mi madre escribiera un diario. A todos nos cuesta pensar que nuestras madres o padres también fueron niños, adolescentes, adultos… con las mismas inquietudes, deseos y necesidades.

Yo también escribía uno. Utilizaba una fórmula similar, amenazante, en la primera hoja; creyendo que con eso amedrentaba a todo aquel que se acercara a hurgar entre sus páginas.

Mamá me lo regaló cuando cumplí los doce años. Recuerdo que me dijo que sería mi mejor amigo. No entendí por qué; conforme llenaba sus páginas con excitadas frases de amor, unas veces, y la mayoría de melancólica pesadumbre por mi desamor, comprobé que llevaba razón. La página en blanco era mi confidente. En ella volcaba de manera catártica mi enorme pesar, inimaginable para un adulto e incomparable a cualquiera que hubiera vivido hasta ese momento. Sin miedo al reproche ni necesidad de explicación, desnudaba mi alma sin pudor alguno sabiendo que, tras ello, la angustia que presidía aquel momento de acercamiento desesperado al diario se diluiría como el terrón de azúcar en el café caliente. Me acompañó hasta los dieciséis años. Después lo olvidé.

Apareció en mi biblioteca cuando la ordené para dar cabida a los libros que necesitaría en la universidad, y al releerlo constaté lo trágica y desventurada que es la vida de una adolescente y, por otro lado, la fabulosa capacidad de supervivencia que tenemos ante tamaña acumulación de conflictos, de los que conseguimos emerger como si no hubiera acontecido nada.

Damos un paseo largo y tranquilo por el pueblo. Gonzalo me coge de la mano y mi prima habla de la familia.

—Mira, María, ahí vivió tu padre. Ahora la habitan los de Pozo, desde que se la compraron a tu padre tras la muerte de tu abuela. La verdad es que sacaron una buena tajada con la venta —dice socarronamente.

—También es una buena casa —responde Gonzalo.

—Sí, pero no tanto como la otra. La pena es que nadie se haya ocupado de ella. Durante los últimos años de vida del abuelo Lucas, tuvo muchos pretendientes y ofertas muy buenas que él no aceptó. Luego, se mantuvo cerrada a cal y canto porque tu madre así lo quiso. Unos cinco años atrás, los de los viñedos Tábala la quisieron comprar para poner ahí un centro de visita enológico. Llamé a tu madre y estuvimos hablando sobre ello. Después de unos días me dijo que lo había pensado y que no quería ni conocer la oferta.

Hace cinco años no quería vender y ahora sí… Todo lo que averiguo me lleva directamente a pensar que algún hecho o situación ha actuado de espoleta; ha sido el verdadero artífice de la huida de mi madre de una vida que, como todo parece indicar, no era la que ella había escogido. La sobrellevaba con tal disimulo que nadie de los que la rodeábamos sospechó que tuviera problemas.

—No llegué a conocer al abuelo Tomás, pero me acuerdo de mi abuela Felisa y sobre todo de mi tía Concha, que al quedarse sola se compró un piso en el edificio contiguo al nuestro en Valladolid y nos visitaba. Se llevaba muy bien con mamá. Parece que las estoy viendo, charlando y cosiendo en la salita.

—Tu tía Concha era toda una señora. Vestía siempre con trajes de chaqueta que le caían muy bien. Era tan alta como tú, María.

—Es verdad, me acuerdo, siempre iba con traje de chaqueta, igual que papá, vistiendo con chaqueta en las cuatro estaciones de año.

—Por tu padre tenía debilidad. Se desvivía por servirle. Dicen que era quien lo malcrió.

—Pues sí que lo hizo bien, porque aún sigue malcriado. Tía Concha me hizo unos vestiditos preciosos para las muñecas. Sentí mucho su repentina muerte; mamá también —digo apesadumbrada.

—¿Qué os parece si vamos a casa y os preparo algo de comer?

Voy a rechazar la invitación, y Gonzalo se adelanta aceptando el ofrecimiento con un «estamos encantados». Lo miro con ojos de «te voy a matar», y me sonríe. Durante el trayecto hasta la casa, ellos hablan coloquialmente; yo, mientras, en silencio ideo mil torturas para mi querido marido por hacerme esta jugarreta sabiendo que lo que más deseo es salir de aquí para poder leer el cuaderno.

—Entiende que he hecho lo adecuado —me dice nada más subir al coche—. Tu prima se ha portado muy bien, no podíamos hacerle ese feo.

—Lo sé, llevas razón, pero la comida me va a sentar como un tiro; tenía el estómago cerrado de los nervios. Y mira que la morcilla estaba buena.

—María, lo mismo da una hora antes que después.

Tenemos encima los nubarrones. Unas gotas, cada vez más gruesas, salpican el cristal. Gonzalo acciona el limpiaparabrisas y lanza agua al mismo tiempo; se produce una mezcla terrosa que impide ver lo que tenemos delante. Unos segundos después, como por arte de magia, tras unas cuantas pasadas a derecha y a izquierda, las escobillas han arrastrado la suciedad suficiente para que podamos ver a través de los cristales e iniciamos la marcha. Es lo mismo que ocurre con las pistas que surgen en esta búsqueda de la verdad que he emprendido a modo de cruzada.

Gonzalo me ayuda con el cinturón de seguridad. Saco el cuaderno del bolso. Lo acaricio. Ahora que lo tengo de nuevo entre mis manos, siento cierto reparo a saber qué habrá escrito. ¿Será la prohibición explícita de la primera página? Un diario es algo sagrado.

—Gonzalo, ¿tú crees que a mamá le gustaría que leyera su diario? —pregunto con la intención de que acalle mi mala conciencia.

—Yo no he escrito nunca uno. Supongo que, cuando lo escribes, la idea es que nadie lo lea nunca. Teniendo en cuenta que ya has leído su postal y su carta y que ella ya no está entre nosotros…

—Mira que eres rencoroso. Sabía que algún día me lo volverías a echar en cara. ¡Ja, ja, ja! Ahora que lo pienso, si le hubiera tenido mucho aprecio se lo habría llevado, en lugar de dejarlo en el sobrado, ¿no crees?

—Puede ser. De todas maneras aquel viejo pupitre olvidado era un excelente lugar, hasta que tú has llegado, claro. Últimamente eres como un ave de rapiña —dice Gonzalo riendo.

Estoy atrapada en la segunda hoja. Observo su bella letra escrita con bolígrafo azul. Una sensación extraña me lleva a pensar en mi hija y, cuando la siento moverse dentro de mí, advierto una gran felicidad. Un instante de conexión entre las tres, como me sucedió en la consulta del ginecólogo.

La primera entrada está fechada el 18 de octubre de 1964, el día de su duodécimo cumpleaños. Cuenta que su hermana María le ha regalado ese bonito cuaderno para que lo use de diario, y se hace la promesa de escribir todos los días en él.

—¡Dios mío! Lo primero que tiene escrito es exactamente igual a lo que yo escribí en el mío.

—¿Tenías un diario?

—Me lo regaló mamá a la misma edad que se lo regalaron a ella. Hizo la firme promesa de escribir todos los días, pero la entrada que sigue está fechada un mes después… Igual que me pasaba a mí.

¡Cuánto nos parecíamos! Lo siguiente es casi ilegible porque está todo pintarrajeado por mis dibujos. Parece que escribe sobre un problema con una amiga que no la ha querido invitar a su cumpleaños. Frustraciones propias de la edad.

Paso las páginas haciendo una lectura somera. Los trece, los catorce y los quince años de mamá van pasando por delante de mis ojos, sin más trascendencia que los típicos enamoramientos platónicos y alguna que otra barbaridad hacia amigas y compañeros de clase que no cumplían sus expectativas.

Cada vez más a menudo, el abuelo va apareciendo en sus escritos. Aquí cuenta cómo le pegó con la vara de abedul por contestarle. Lo leo en alto para que Gonzalo esté al tanto: «No me lo esperaba y de pronto sentí en el brazo como un latigazo que me quemaba y que me dejó una señal muy roja. He intentado no llorar, pero no lo he conseguido. Mamá estaba en la cocina y yo he corrido escaleras arriba y me he encerrado en mi dormitorio. Tenía miedo de que me pegara otra vez». La voz me juega una mala pasada y él nota la congoja que me produce ese suceso.

—¿Estás bien?

—Sí —miento—. Ya entiendo lo descompuesta que se ponía mamá cuando mi padre en alguna ocasión le puso la mano encima a mi hermano. Se encerraba en su habitación. Alguna vez se lo reproché. Ahora me doy cuenta de que no podía, salía huyendo de la violencia igual que hacía de pequeña, resguardándose en un lugar seguro.

Aquí está lo que nos refirió Matilde:

20 de junio de 1967

Las clases han terminado y he sacado muy buenas notas. Seguro que papá estará orgulloso de mí. He estado hablando con sor Consuelo. Me ha dicho que es una pena que deje de estudiar, que debería hacer una carrerita corta como magisterio, pero yo le he dicho que a mí me gustaría ser enfermera.

22 de junio de 1967

He hablado con María y le he dicho que me quiero ir a estudiar a Valladolid. Me ha dicho que estoy loca, que papá no lo consentirá nunca. Entre lágrimas me he prometido hacerlo. Tengo que ser fuerte, de esa manera conseguiré lo que quiero.

23 de junio de 1967

Mi querido diario, hoy es uno de los días más tristes de mi vida, soy muy desgraciada. Anoche, mientras cenábamos, conté mi decisión a papá y su reacción fue terrible. Me dijo a voces que me quitara esas pamplinas de la cabeza. Dijo que la culpa la tenían las putas monjas, que me llenaban la cabeza de pájaros, y que lo que tenía que hacer era buscarme un novio y casarme cuanto antes. Mamá empeñada en que siguiera comiendo y yo no podía, no me pasaba nada.

No sé qué será de mí. No quiero seguir viviendo. No puedo soportarlo más.

—En mi diario tengo escritas frase parecidas a esta. Frases desesperadas. También yo quise morirme una vez que mi padre me pilló con un amigo en el portal y me arrastró escaleras arriba. ¡Qué vergüenza pasé! No fui capaz de mirar más a los ojos a ese chico. Ahora ya ni recuerdo su nombre.

—Me encantaría leer tu diario —dice Gonzalo.

—Ni lo sueñes, que conocerías mis puntos débiles. Y déjate de bromas.

Continúo leyendo:

30 de junio de 1967

No tengo ánimo para salir de mi habitación, ni siquiera para levantarme de la cama. Me suben la comida, pero no tengo apetito. Hoy ha venido mi padre a verme al dormitorio, pensaba que estaba engañándole y que no me pasaba nada. Me ha obligado a levantarme y me ha dado un mareo.

—La pobre, qué mal lo tuvo que pasar —digo.

7 de julio de 1967

Mi madre dice que he caído en la melancolía. No sabía lo que era esa palabra hasta que la he buscado en el diccionario, y creo que lleva razón, que no tengo ánimo para nada, como si viviera en un pozo muy profundo donde no llega la luz. La comida me da dolor de estómago y vomito casi todos los días.

20 de julio de 1967

Hoy me ha llevado mamá al médico. He hablado mucho rato con don Nicolás. Le he contado que quiero ser enfermera y que mi padre no me deja. Él dice que esa profesión es muy bonita y me ha prometido hablar con papá, que es su amigo. Me ha mandado un reconstituyente y que tome agua de azahar. Por lo menos, alguien me entiende.

Ya no hay nada hasta primeros de septiembre. Cuenta que ha ido a Valladolid con sus padres a buscar un lugar donde alojarse. Encontró habitación en una residencia de monjas recomendada por doña Úrsula, la viuda del boticario. Allí había otras chicas que también estudiaban enfermería. Termina diciendo que es muy feliz.

—¿No hay nada más?

Paso las hojas con avidez. Lo escrito en el diario añade poca novedad a lo que ya sabíamos. Por un instante, como siempre que un nuevo indicio sobre mamá aparece, pensé que ahí estaría todo. Ese todo que ansío y que no termina de conformarse.

—Hay cinco entradas más.

30 de septiembre de 1967

Mi querido diario, hoy he viajado sola en el tren desde Medina del Campo a Valladolid. Me ha hecho mucha ilusión, aunque en el fondo tenía un poco de miedo. Encontré en el sobrado una vieja maleta de cuero que he llenado con mi ropa. Mi madre me ha dicho que ellos me traerán más adelante ropa de abrigo. Cuando he llegado, la madre Pía me ha llevado a mi habitación, la voy a compartir con una chica que estudia Filosofía y Letras y que se llama Lola Aguado Serna. Parece muy simpática, tiene veinte años y me ha ayudado a deshacer la maleta, me ha enseñado la residencia y me ha presentado a sus amigas. Ya no puedo escribir más, se me cierran los ojos. Ha sido un día fantástico.

—Lola Aguado Serna, su compañera de habitación. En cuanto lleguemos miraré en la guía de teléfonos, y si no la encuentro hablaré con Javier para que la busque. ¡Ojalá aún viva!

—Si diéramos con esa amiga tendríamos información de primera mano —añade Gonzalo atento a la carretera.

—¡Por fin se abre una puerta! Y pensar que me preocupaba venir a reunirme con Matilde, y no solo me ha dado la foto de la boda, sino que gracias a ella hemos encontrado el diario.

Miro a Gonzalo exaltada por lo que acabo de descubrir mientras acaricio la mano con la que mete las marchas. Sonríe contagiado de mi entusiasmo y me anima a que continúe con la lectura.

Lo siguiente que tiene escrito es de mediados de octubre. Por aquel entonces estaba encantada con su carrera, tal como escribió a sus padres por carta.

—Una pena que no pudiera seguir estudiando. Quizá su vida hubiera sido otra.

—Desde luego. De ahí se salta al día veinticuatro de octubre.

Releo por encima y, sin poder contener la excitación, exclamo en alto:

—¡Aquí está, Gonzalo! Ya lo tenemos.

—Pero ¿qué dice?

Hoy ha sido mi primer día en la sala de infecciosos. Nada más entrar, me he presentado al doctor Cifuentes, el catedrático de Interna. Me ha dicho que me acercara hasta los pies de la cama del enfermo que estaba explorando. Con él iba un chico alto, moreno, guapísimo, muy atento a sus explicaciones. Cuando se han marchado, he preguntado disimuladamente a una de las enfermeras para saber quién era, y me ha dicho que se llama Ricardo; un estudiante de último curso de medicina. ¡Oh… Ricardo, qué nombre tan bonito, y es tan guapo!

—Debajo tiene un corazón pintado de rojo atravesado con una flecha y con el nombre de Ricardo. La última vez que escribe es el veinticinco de noviembre. Cuenta que, tras muchas risas y miradas entre ellos, por fin él se decide a invitarla a pasear. Se citan para el siguiente domingo por la tarde en el quiosco de la música que hay en el parque…

Son las doce de la noche, pero necesito contarte, mi querido diario, que ha sido el día más feliz de mi vida. Nunca olvidaré la cara de Ricardo cuando me vio aparecer por el paseo de los tilos, camino del quiosco donde nos habíamos citado. Mi amiga Lola me peinó con un moño que me hacía parecer mayor…

—¡La peinó con un moño! ¿Te das cuenta, Gonzalo? Siempre ha ido peinada así, nunca la vi peinada de otra manera. No creo que sea una casualidad.

… y me prestó un jersey gris muy bonito que ella tiene y un pañuelo para que me lo pusiera al cuello. Al final salí un poco tarde y él me esperaba impaciente. ¡Qué guapo es! Conforme andaba hacia él, parecía que se me iba a salir el corazón. Cuando nos encontramos me saludó, y de la mano que tenía escondida en su espalda sacó un precioso ramito de violetas. Hemos dado un largo paseo. Me ha hablado de sus proyectos para cuando termine la carrera. Quiere especializarse en Medicina Interna. Cuando anochecía, escondidos tras el grueso tronco de un tilo, me ha besado en los labios. Creía que me iba a desmayar. Luego, tímidamente, porque muy bien no sabía cómo se hacía, le he devuelto el beso y hemos estado besándonos durante un rato hasta que viendo que se nos echaba la noche encima me ha acompañado hasta la residencia. Las monjas cierran las puertas a las ocho y media. Estoy tan excitada que no puedo dormir. Te quiero, Ricardo. Eres el hombre de mi vida. No quiero ni pensar qué pasará cuando tenga que volver a casa por vacaciones de Navidad. No podré vivir sin él…

Los tilos… Ahora sé por qué miraba siempre por la ventana fijamente al paseo de los tilos. Pensaba en él, en sus besos, en la vida que podría haber tenido si no hubiera sido abortada por aquella jugarreta del destino. «¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué no quisiste compartir tu secreto conmigo, mamá?»

—Ya sabemos a ciencia cierta lo que intuíamos —dice Gonzalo.

—Tuvo multitud de oportunidades de hablarme de Ricardo y no lo hizo —me lamento.

—Tu madre disponía de una vida interior que no quiso compartir, era su secreto.

—Su secreto…

Cierro el cuaderno y lo abrazo contra mi pecho.