VII

Tras la impactante noticia, Matilde va a buscar pruebas de lo que me ha referido. Cree tener por algún sitio una foto de la boda de mi madre. He insistido para que la busque, porque nunca he visto a mi madre de novia. La excusa, cuando preguntaba a mamá por qué no tenía fotos de su boda a la vista, era que el fotógrafo, un aficionado, puso en la cámara un carrete velado y no quedó constancia. Otra mentira.

Matilde aparece con una caja de zapatos. Quita la tapa y sobre la mesa esparce fotografías familiares que nunca he visto. Cojo una al azar, en color sepia y realizada en estudio. Una bella mujer sentada, vestida de novia con un traje de satén blanco, un discreto tocado en el pelo y un gran ramo de flores. A su lado un hombre alto con bigote, el pelo engominado, vestido de uniforme, sonríe a la cámara. Su mano derecha apoyada sobre el hombro izquierdo de la mujer. El papel cartón está salpicado de manchas ovoides mohosas que dificultan apreciar los detalles, me acerco a la ventana para verla mejor.

—Es la foto de boda de los abuelos. Ahí se puede apreciar la diferencia de edad entre ellos.

Lleva razón. La abuela parece una niña atemorizada, rodeada de las flores que decoran el escenario; ataviada con un elegante y sugestivo vestido que le viene grande, no tanto de talla como respecto a su edad.

—¿Recuerdas lo que te dije de que mamá se parecía a la abuela? —digo enseñando el retrato a Gonzalo.

Antes de que hable, Matilde se adelanta y anuncia que yo me parezco mucho a la abuela. La segunda persona que me lo dice en el mismo día. Al final me lo voy a tener que creer. No sé por qué siempre me identifiqué con mi padre. Seguro que mi elevada estatura contribuyó a ello. Mamá era menuda y delicada; lo opuesto a mí, que parezco una jirafa.

Mi prima sigue buscando en el tesoro de escenas familiares hasta que da con la fotografía de mis padres.

—Aquí está.

La foto, de colores desvaídos, muestra a una pareja saliendo de la iglesia. Ella de blanco con larga cola, él de oscuro. Ella mira seria a la cámara; él, altivo.

—A eso se refería mi madre. Ese momento suele ser muy especial. A tu madre parece que la llevan al matadero.

—¿No hay más fotos?

—Yo no he visto nada más que esa. Si quieres, puedes quedártela.

—Gracias, prima.

Mientras ella recoge, con la fotografía en la mano yo encajo las piezas y perfilo una historia. Mamá se fue a Valladolid a estudiar, allí conoció a Ricardo, seguramente se hicieron novios en secreto. Cuando regresó en verano, su madre estaba muy enferma, por ello no se atrevió a decirle a mi abuelo que tenía novio. Su madre muere y al poco la casan con un desconocido. Esto explica la cara de mamá el día de su boda, las grandes ojeras y ese gesto de aflicción en su rostro. Ligada toda su vida a una persona a la que no quiere. Tampoco papá parece feliz. ¿Cómo cuadra en esta historia el «terrible suceso»? Claro que, terrible pudo ser que le comunicara por carta a Ricardo que se casaba con otro. Pero ¿terrible suceso? Algo tuvo que pasar, eso es lo que he de descubrir. Y si, realmente, la llevaban al matadero.

—Guardo la caja, me arreglo un poco y si queréis os llevo a ver la casa de los abuelos.

—Buena idea. No me acuerdo de ella, me pasa como con las cocadas.

—Vuelvo enseguida.

—¿Piensas lo mismo que yo? —me pregunta Gonzalo nada más salir mi prima de la habitación.

—Creo que sí. Dejó a Ricardo porque el abuelo la obligó a casarse con mi padre.

—Parece evidente. Un amor de juventud, al que quiso de por vida. No pudo olvidarlo y decidió volver a él. Lo inexplicable es por qué escogió este momento, teniendo en cuenta que tu embarazo seguía adelante, y me consta que estaba deseando ser abuela. Se me ha ocurrido que a lo mejor ella sabía que estaba muy enferma y no quería terminar sus días sin ver de nuevo a Ricardo.

Esa nueva teoría que mi marido esboza me desconcierta. Con todo este embrollo, hemos dado más importancia al viaje de mamá que a la causa de su muerte.

—No se me ha pasado por la cabeza. ¿Tú crees? No, no es posible. Si se hubiera sentido enferma me lo habría dicho. O no. Cuando uno se siente enfermo siempre busca estar con los suyos. ¿No es así? Yo no concebiría estar en esos difíciles momentos sin ti a mi lado. No puede ser; además según la autopsia el infarto fue fulminante y se debió a una miocardiopatía de origen inmunológico; poco frecuente, pero de evolución fatal.

El viaje que hicimos papá y yo hasta Nueva York fue muy angustioso. Cada uno, en silencio, daba vueltas a lo ocurrido, sin comentar nada. Él quería viajar solo, al final lo convencí para que me dejara acompañarle.

Nada más aterrizar nos trasladaron hasta la fría morgue del instituto médico forense donde habían realizado la autopsia. El médico nos recibió en un pequeño despacho y nos explicó que nada se podría haber hecho por ella. La muerte fue inmediata y el corazón estaba muy dañado. Miré a papá y se lo traduje; él cogió mi mano, que no paraba de temblar. Fue una experiencia dolorosa, pero nos apoyábamos el uno en el otro y eso nos dio fuerzas.

Lo más lúgubre, regresar con sus cenizas.

—No te ofusques, cariño. Solo era una idea. Olvídalo. Seguro que solo quería reencontrarse con él; hasta puede ser que tuviera la intención de regresar después a nuestro lado.

Gonzalo intenta arreglar la impresión causada por sus palabras; mi mente, presa de sucesivas emociones, se dispara ante la incertidumbre de saber qué sentía en realidad mamá por nosotros. Si se casó obligada con mi padre, los hijos tenidos con él ¿fuimos deseados?, ¿queridos? ¿Y si se sintió, en verdad, enferma y prefirió morir al lado del hombre de su vida? Gonzalo me atrae hacia sus brazos y consuela mi llanto pasando la mano por mi cabeza y limpiando mis lágrimas con el dorso de su mano.

—Lo siento, lo siento. No quería preocuparte más de lo que ya lo estás —me susurra.

Cautiva en esos brazos que me amparan y esos susurros que me alivian, oigo el apresurado taconeo de mi prima acercándose a la habitación. Me repongo, me sueno la nariz y sonrío como si no pasara nada, sin conseguirlo, a juzgar por la cara que ha puesto Matilde al verme.

Salimos de la casa y giramos a la derecha por un callejón empedrado. Nos cruzamos con algunas mujeres que regresan de misa y a las que mi prima saluda con cordialidad. Siento sus miradas fijas en nosotros. Los extraños siempre causan cierto recelo en los círculos cerrados como los rurales. Camino de la mano de Gonzalo, quien de vez en cuando me mira de reojo, quiere saber si me encuentro bien. Salimos a una calle más amplia; mi prima señala hacia la casa. Aunque se ve muy vieja y deteriorada, impresiona por lo grande que es. En sus tiempos debió de ser una de las más grandes de Medina. Lo comento con Matilde y me lo confirma. Cuando nos acercamos, compruebo que está casi en ruinas.

—¿Es seguro entrar ahí? —pregunta Gonzalo.

—No hace mucho estuve con el albañil. Vino a arreglar unas goteras. Los pajarillos mueven las tejas y se cuela el agua. Por dentro no está tan mal.

Desde la acera de enfrente la contemplamos. Un largo balcón central preside la fachada y enmarca la puerta de madera, sobre la que quedan restos de lo que pudo ser un escudo. A la derecha de la puerta, atada en los barrotes de la ventana, una placa metálica anuncia «Se vende», con un número de teléfono de contacto.

—Es una pena. Convendría invertir un poco de dinero en ella porque si no el día menos pensado no habrá nada que vender.

—¿De quién es la casa?

—De tu madre. El abuelo lo dejó expresamente dicho en su testamento. Quería que la casa fuera para Elena. El resto, las pocas tierras que quedaban, la pequeña bodega y el almacén, se las repartieron entre mi madre, tía Pilar y tía María.

—No tenía ni idea. ¿Y quién la ha puesto en venta?

—Elena. Me telefoneó, creo que fue a primeros de mayo, y me dijo que vendrían de una inmobiliaria a poner el cartel. Como yo era la única familia que quedaba en el pueblo, siempre tuve una llave.

—Entonces, hablasteis antes de que ella muriera. ¿Recuerdas si te llamó la atención algo de lo que te dijo?

—Me sorprendió la llamada, porque hacía mucho que no charlábamos. Me dijo que necesitaba el dinero y que era el momento de venderla. Ella no quería ver el pueblo ni en pintura, y la casa menos. La odiaba y sin reparo; además, lo pregonaba siempre que podía. Las malas lenguas dijeron que por eso precisamente el abuelo se la dejó en herencia; para seguir jodiéndola. Perdona, María, quiero decir…

—Te entiendo, no hace falta que te disculpes. Bueno, vamos a ver la casa. ¿Y dices que yo pasé en ella unos meses cuando tenía cinco años?

Mientras intenta abrir la puerta, me cuenta que en realidad fueron dos meses y medio los que estuvimos cuidando al abuelo.

—A veces se atranca, no sé por qué. Y eso que aún no ha llovido mucho y no le ha dado tiempo a pujarse.

Gonzalo lo intenta. La empuja hacia arriba al mismo tiempo que gira la oxidada llave de hierro; entonces oímos un clic y una pequeña rendija nos anuncia su apertura. No sin dificultad, la abrimos lo suficiente para poder entrar en el zaguán. Está oscuro y huele a moho. Matilde abre la ventana que da al patio y la claridad entra dejando ver al trasluz millones de partículas suspendidas que han sido levantadas por nuestros pies al pisar el suelo polvoriento.

—Hace falta un poco de escoba —dice Matilde riendo.

Intento reconstruir mis momentos en aquella casa. Me asomo al patio, que ya no es de tierra, sino que está enlosado. Un patio cuadrado que sirve para distribuir las habitaciones.

Deambulamos despacio y en silencio por los distintos cuartos como si fuéramos espectros que forman parte del fantasmal decorado que proporcionan las antiguas sábanas blancas que cubren los muebles.

—Tu madre no se llevó ningún mueble. A lo mejor, a ti te gustaría conservar alguno, antes de que se venda la casa.

—En nuestro pequeño apartamento no cabe ni un alfiler, pero hablaré con mi padre de la venta. No sé, esta casa me gusta. Creo que podría reformarse y quedaría magnífica, ¿verdad, Gonzalo?

—Es muy hermosa.

—¡Ojalá! Podríais veniros a pasar las vacaciones. Aquí se está muy tranquilo.

Subimos a la segunda planta, donde se encuentran los dormitorios. Al final del pasillo hay una estrecha escalera; me acerco. Esta sí la reconozco. Un recuerdo acaricia mi memoria: me veo muy pequeña, agarrada a la fina baranda de hierro mientras subo con dificultad los altos y angostos escalones.

—¿Qué hay arriba? —pregunto.

—El sobrado.

—Voy a subir —anuncio antes de comenzar a remontar, sin problema, los veinte escalones, que me dejan delante de la puerta.

La empujo suavemente y se abre. Un hedor a rancio inunda mi nariz. Busco casi a tientas la pequeña ventana y abro sus hojas dejando que el aire entre a raudales y se lleve el mal olor.

Echo un rápido vistazo. Intento localizar algo que me sea familiar, sin encontrarlo.

—¡Qué barbaridad! —exclama Gonzalo—. Esto debió de ser un tesoro para una niña pequeña. Tenemos que traer aquí a Elenita, se lo pasará en grande.

—Sé que me gustaba subir aquí, pero no por qué —digo girando sobre mis talones para seguir contemplando la habitación en toda su amplitud mientras abrazo mi vientre.

—Aquí jugabas con tu madre. Me parece que os estoy viendo. Un día os estuve buscando por toda la casa durante un buen rato y al fin os encontré aquí. Las dos sentadas en el suelo mirando un álbum de estampas que te tenía extasiada.

—¡Qué pena no acordarme de esas cosas!

—Era de animales, imagino que debe de seguir por aquí.

Matilde levanta unas cuantas sábanas y pone al descubierto una silla bajita de anea, un baúl y muchas cajas de cartón. El polvo la hace estornudar, toser, con una tos seca que no cesa, y decide bajar para tomar el aire.

Levanto la tapa del arca y rebusco entre la ropa vieja. En el fondo, varias cajas metálicas que contienen sellos, cuentas brillantes de desvencijados collares y preciosos cromos.

—Esto es como tú dices, Gonzalo, un maravilloso tesoro.

—Te imagino aquí curioseando y jugando con todos estos trastos.

—Si hubiera tenido más edad, me acordaría mejor de este sitio. Sin embargo, tengo una agradable sensación de familiaridad. ¿Sabes?, me encantaría que pudiéramos quedarnos con la casa.

—¿Sabrá tu padre que está en venta?

—No lo sé. Como habían testado uno a favor del otro, esta casa es ahora de papá. Quizá pueda convencerlo para que nos la quedemos y la rehabilitemos. Incluso podríamos hacer una pequeña piscina en el patio.

—Que no se nos olvide copiar el número de teléfono de la inmobiliaria. Deberías llamar y averiguar con exactitud cuándo la puso tu madre en venta.

—Mañana mismo les telefoneo. Supongo que el dinero lo querría para sufragar su aventura.

—Era su herencia —concluye Gonzalo.

En un rincón, una cómoda que guarda ropa blanca en desuso en su interior, y al lado una lámpara de pie cuya pantalla de pergamino está bordeada por estropeado terciopelo rojo.

Nos movemos de aquí para allá sin buscar nada en concreto. Levanto una cortina vieja que tapa otros pocos muebles y aparece un pupitre de madera que llama mi atención. Al acercarme observo que está muy pintarrajeado y en letras grandes tiene escrito ELENA.

—¿Ves este pupitre, Gonzalo? Estoy segura de que ahí me sentaba yo a pintar.

Limpio de un manotazo una tela de araña que casi lo cubre y lo abro. Dentro, un viejo cuaderno de gusanillo de alambre medio salido, con la tapa azul, despuntados lápices de colores y un sacapuntas roto, aún con alguna viruta pegada a la cuchilla.

—Yo he pintado con esos lápices y sobre todo recuerdo haberles sacado punta —digo feliz.

Abro el cuaderno por la mitad y encuentro unos inexpertos trazos infantiles que me producen una sonrisa bobalicona.

—Los pinté yo.

Me fijo bien y compruebo que los rayajos de muchos colores están sobre algo escrito. Percibo el aliento de Gonzalo, que mira por encima de mi hombro. En mi mente brinca entusiasmada la leve sospecha de que esa clara y redonda letra de colegio de monjas pueda ser de mi madre.

—¡No me lo puedo creer!

—¿Este cuaderno era de tu madre?

Busco la primera hoja del cuaderno y contemplo fascinada las frases escritas: «Diario de Elena», y debajo en letras muy grandes: «Prohibido leer bajo pena de muerte».